Evangélicos y poder político en México: reconfigurando alianzas y antagonismos

    Recepción: 18 de mayo de 2020

    Aceptación: 17 de agosto de 2020

    Resumen

    Recuperando las condiciones históricas que le configuran, en este texto abordo la emergencia del sujeto político evangélico en México a partir de la propuesta analítica de Joanildo Burity en su artículo “El pueblo evangélico: construcción hegemónica, disputas minoritarias y reacción conservadora”. Haciendo uso de su planteamiento sobre el momento populista, sostengo que esta emergencia sólo adquiere su pleno sentido en las interacciones con el campo político y en relación con el estado de sus relaciones, y reflexiono sobre la articulación de evangélicos y política frente al feminismo como antagonista.

    Palabras claves: , , ,

    evangelicals and political power in mexico: reconfiguring alliances and antagonisms

    Retrieving the historical conditions that configure it, this text addresses the emergence of the evangelical political subject in Mexico from the analytical proposal of Joanildo Burity in his article “The evangelical people: Hegemonic construction, minority disputes and conservative reaction.” Using his proposal on the populist moment, I state that this emergence only makes full sense in the interactions with the political field and in relation to the state of their relation and I reflect upon the articulation of evangelicals and politics faced with feminism as an antagonist.

    Keywords: Evangelicals and politics, Mexico, feminism, populism.


    La lectura de El pueblo evangélico: construcción hegemónica, disputas minoritarias y reacción conservadora resulta una provocación intelectual para discutir desde nuevas categorías un imaginario homogeneizador sobre “los evangélicos” en la política latinoamericana (Mosqueira, 2019) que en los años recientes se reproduce en análisis y notas periodísticas.

    Desde y con Brasil en mente al pensar la alianza entre extrema derecha política, neoliberalismo y elite evangélica parlamentaria y pastoral, Joanildo Burity pone el índice en algunos presupuestos que los análisis coyunturales y periodísticos sobre el surgimimento evangélico en la política latinoamericana suelen pasar por alto.1 Nos propone profundizar protocolos de análisis que permitan comprender esta nueva subjetividad política sin obviar que se trata de una terminología “de carácter agregativo e interpretativo” y que su ingreso a la política no es el de un proyecto político con un origen común, pues el campo se caracteriza por su “heterogeneidad organizativa”, sin un centro que determine o indique siquiera lo que significa ser evangélico.

    La propuesta analítica me ha llevado a pensar en el caso mexicano, donde prevalece una hegemonía cultural católica, al modo de una religiosidad difusa (Cipriani, 2017) o una religión civil (Bellah, 1991), tensionada por la creciente diversidad religiosa y, en el campo político, por la presencia cada vez más frecuente y abierta de iglesias evangélicas que se disputan la definición de lo evangélico.

    En este comentario reflexiono sobre el caso mexicano a partir de la lectura de Burity sobre el momento populista de la política internacional y comparto las reflexiones que el artículo me ha provocado sobre la articulación de evangélicos y política frente a la emergencia del feminismo como antagonista en las disputas sobre violencia de género y derechos sexuales y reproductivos (Ramírez, 2018).

    La propuesta aporta elementos analíticos y conceptuales para comprender el momento en el que se encuentra México: la emergencia de un sujeto político que busca construir esta autorrepresentación a partir de su formación discursiva que se ve acotada por el particular devenir histórico de las relaciones iglesias-Estado en México, pues el surgimiento del sujeto político evangélico adquiere su pleno sentido en las interacciones con el campo político y en relación con el estado de sus relaciones (Bourdieu, 2015).

    Estas particularidades sociohistóricas en México se derivan del régimen de Estado laico y vale la pena repasarlas brevemente, pues el Estado mexicano se separó rápidamente del devenir latinoamericano con el régimen de separación Iglesia-Estado que tuvo su origen en las Leyes de Reforma de 1859. La legislación tuvo diversas intensidades de aplicación en los siguientes años, pero se consolidó con un tinte anticlerical y antirreligioso en la Constitución de 1917, producto de la Revolución de 1910. El régimen de Estado laico que caracterizó a México desde entonces fue pensado como un marco legal para frenar el poder y la intervención de la entonces cuasimonopólica Iglesia católica en la vida pública del país, y no para un contexto de diversificación religiosa. Al no reconocerse la personalidad jurídica a las iglesias, las nuevas iglesias evangélicas funcionaron de alguna manera en la clandestinidad o el anonimato. Esto cambió con la reforma de 1992 y desde entonces se registraron múltiples asociaciones religiosas evangélicas (Hernández, 2001), aunque el temor a las implicaciones de la reforma llevó a que muchas se agruparan en asociaciones nacionales aunque no compartieran principios teológicos, organizativos o de liderazgos. Estos frentes, con el tiempo, han reclamado representar a los creyentes evangélicos y a partir de allí negociar su participación en el espacio público.

    Adicionalmente, diversos actores sociales incluyendo la academia, organizaciones sociales y los partidos políticos se acomodaron a un modus vivendi (González, 1992) con el catolicismo que llevó a construir un modelo de laicidad que se ha disputado en la legislación, con un “deber ser” que no se refleja en las prácticas culturales, como es el caso de un guadalupanismo que trasciende a la institución religiosa y permea en diversas esferas de la vida social y cultural del país, ni en las prácticas políticas, como se puede ver al estudiar los contextos municipales y comunitarios.

    En ese contexto, las iglesias evangélicas fueron tradicionales defensoras del régimen laico mexicano pues éste constituyó el marco legal que les garantizaba la libertad religiosa, e incluso se organizaron legalmente para la defensa de esos derechos y libertades en situaciones de violencia religiosa y desplazamientos, como el caso de los conflictos en el estado de Chiapas (Rivera Farfán, 2007).

    En el año 2000 México vivió la alternancia política, después de 70 años de gobiernos (1930-2000) emanados del Partido Revolucionario Institucional (pri) y fue en ese proceso electoral que “los evangélicos” empezaron a aparecer en la política electoral, más como una clientela a la que había que dedicar operadores proselitistas específicos, aunque algunas de las asociaciones como la Confraternidad Nacional de Iglesias Evangélicas (Confraternice) ya habían buscado formar un partido político en 1995 sin éxito (Farela Gutiérrez, 2014).

    Como nos propone Joanildo Burity, es importante analizar las disputas y definiciones sobre el surgimiento de ese pueblo evangélico en el campo político. Desde una heterogeneidad organizativa, teológica e ideológica, los nuevos actores empezaron a tener una visibilidad que creció en notoriedad en la segunda década del siglo xxi, mientras el espacio público mutaba desde las grietas de un régimen laico incapaz de transformarse frente a la diversidad religiosa y más bien encontrando en ella un nuevo lenguaje religioso que les permitía articular demandas sociales de manera pragmática. Es el caso del Partido Encuentro Social (pes), que después de casi diez años como una organización política aliada a distintos partidos políticos a través de su presidente Hugo Erik Flores (García, 2017), logra en 2014 su registro como partido político nacional. Aunque la legislación mexicana prohíbe los partidos de origen o corte religioso, desde su nombre, logotipo y discursos, el pes se construye simbólicamente como un “partido evangélico” que al mismo tiempo es rechazado por otras organizaciones que agrupan iglesias evangélicas, como Confraternice (Saldaña, 2015). Existe una disputa por definir la representatividad no sólo política, sino la identidad de lo evangélico en el espacio social más amplio que, como afirma Burity, nunca se plasma en un discurso o proyecto único, ni se define de forma aislada a partir de los evangélicos sino por sus relaciones con otros en el sistema.

    Siguiendo este razonamiento, no se puede afirmar que en el caso mexicano se haya concretado un pueblo evangélico como sujeto político, pero sí que el proceso de minoritización, como primer momento de politización evangélica (Burity), está marcado por una búsqueda de construir discursivamente una identidad y un destino común (Paz González, 2020), una identidad política evangélica que visibiliza de manera cada vez más fuerte “nuevos actores, nuevas demandas y nuevas formas de configuración del poder y del vínculo social” (Burity).

    Este proceso se ve acotado por esta “laicidad a la mexicana”, con sus contingencias y aperturas particulares, pues en cualquier caso, la propuesta de Burity sólo encuentra su sentido pleno en el estado de relaciones del propio campo político, como “un espacio de fuerzas posibles, un orden de convivencia en el que cada uno de los agentes, singulares o colectivos, se define por su posición dentro del espacio donde está ubicado” (Bourdieu, 2015: 502), y en las disputas que buscan transformarlo, abriendo espacios in between con el campo religioso que “proveen el terreno para elaborar estrategias de identidad y sitios innovadores de colaboración y cuestionamiento, en el acto de definir la idea misma de sociedad” (Bhabha, 2002: 18). Estos espacios permiten comprender que, a diferencia del caso brasileño, en México esta nueva subjetividad política surja, por el momento, de la mano de propuestas de centro-izquierda –que no por ello son progresistas en temas de moral sexual y derechos– y, por otro lado, uniéndose a esas “torpes alianzas entre el neoliberalismo radical y el moralismo con base religiosa” (Burity), que exceden el campo evangélico, como es el caso del Frente Nacional Anti amlo (frenaa).

    En ese sentido, me ha resultado sugerente la propuesta de Burity sobre el surgimiento de nuevos antagonismos para pensar aquello que articula las intersecciones en estos espacios intermedios entre religión2 y política. En el caso mexicano, los feminismos laicos3 se articulan como la fuerza antagónica que demanda y empuja visiones divergentes sobre la definición de la idea misma de sociedad.

    Si bien las intersecciones entre religión y política han estado típicamente ligadas con los debates de los derechos sexuales y reproductivos, así como con el reconocimiento de derechos para la diversidad sexual, como es el caso del surgimiento y las movilizaciones del Frente Nacional por la Familia en 2016 (Mora Duro, 2018), desde el proceso electoral de 2018 han aparecido novedosas formas de legitimación entre religión y política en un contexto marcado por los altos índices de violencia asociados con el crimen organizado, escándalos de corrupción y descrédito de los partidos políticos, incluyendo la alianza del pes con el candidato que a la postre resultó ganador en las elecciones presidenciales.

    Andrés Manuel López Obrador (amlo), ya como presidente de México (2018-2024), se ha distinguido por desarrollar un discurso que corre del tema de la violencia y la corrupción al debate sobre la moral y la “crisis de valores”, una estrategia largamente explotada por los grupos religiosos para “vencer las resistencias legales y políticas de los Estados en la participación de las iglesias en el espacio político” (Gaytán Alcalá, 2016: 105). Los reportes periodísticos dan cuenta de la participación de distintas iglesias en las Mesas Sectoriales de Trabajo para la preparación del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, buscando “aprovechar su conocimiento de la realidad comunitaria para reconstruir las regiones más afectadas por la delincuencia y la descomposición social” (Aristegui Noticias, 2019); la distribución de la Cartilla moral por parte de iglesias evangélicas asociadas con la Confraternice (El Universal, 2019), las declaraciones de su líder sobre la posible participación de estas iglesias en los procesos de atención a las adicciones a sustancias psicoactivas (Milenio, 2019), en los que existe una amplia experiencia (Odgers Ortiz y Olivas Hernández, 2018) no organizada verticalmente ni asociada a iniciativas gubernamentales; así como cursos “de valores” para los jóvenes beneficiarios de uno de los programas sociales insignia del gobierno lopezobradorista, “Jóvenes construyendo el futuro” (Vera, 2019).

    Si bien diversas instancias de gobierno han desmentido algunas de estas afirmaciones (López Ponce, 2019), los agentes del campo político –incluyendo al periodismo (Bourdieu, 1994), que se muestra hipersensible a sus formas discursivas– contribuyen a la definición del sujeto político evangélico con la lógica política del populismo que divide un “ellos” y un “nosotros” articulado en la supuesta existencia de un “pueblo bueno”, que debe ser recuperado. Siguiendo el enfoque que Burity desarrolla sobre el populismo, el momento populista que se vive en México permite que ciertas representaciones de lo evangélico –como Confraternice–, que acumulan capital simbólico por la visibilidad de sus relaciones con el poder presidencial (Milenio, 2019), se materialicen como representaciones del “pueblo evangélico”, mientras que el discurso presidencial retoma el lenguaje religioso como recurso retórico que “le proporciona un vocabulario moral para enfrentar la violencia, la pobreza [y] la pérdida de los lazos comunitarios” (Burity). Así, el surgimiento del sujeto político evangélico adquiere sentido en el estado actual del campo político, donde se dirime la vida pública, donde entra no sólo por presión, sino por invitación desde dentro (Blancarte, 2015), visibilizando a “los evangélicos” y gestando condiciones de posibilidad para que se constituyan como un “pueblo evangélico” en el sentido que propone Burity en este artículo.

    En la misma medida que hay que repensar la categoría populismo para analizar este fenómeno, es indispensable pensar la categoría de conservadurismo, pues como nos muestra el caso brasileño, no existe una línea continua en ningún sentido. Desde la alianza electoral con el pes y la posterior presencia de grupos evangélicos incluso en actos de gobierno como el Acto de Unidad (Tijuana, 8 de junio de 2020) convocado por amlo en la frontera con Estados Unidos como respuesta a la amenaza del presidente Donald Trump sobre el aumento de aranceles, pasando por las iniciativas y los discursos moralizadores del gobierno actual, que siguen una lógica de “la moral cristiana tradicional”, se abre un momento sin precedentes para el surgimiento, y en su caso consolidación, de una nueva politización, que se ancla en un sujeto religioso con nuevos lenguajes y agenda. Un sujeto político evangélico que, en relación con el estado de las fuerzas del campo, se alía o distancia de los conservadurismos católicos.

    En un discurso presidencial que permanentemente liga los intereses neoliberales y conservadores, los evangélicos encuentran un espacio en el campo político mexicano como parte del “pueblo bueno”, donde reside la “reserva de valores” (Notimex, 2019), y de las nuevas formaciones discursivas que articulan demandas conjuntas, como señala en su artículo Burity.

    La lógica política del populismo, que construye “el vínculo social a partir de la demarcación de una frontera que dicotomiza lo social entre los de abajo y los de arriba, el pueblo y la elite/sus enemigos” (Burity), se vincula con el surgimiento de un antagonismo entre el (los) feminismo(s) y el actual gobierno nacional.

    Con una oposición política que no termina de definir sus arenas de disputa, y que ha eludido enfrentar el discurso de moralización porque no puede hacer frente a estas trampas discursivas, por un lado porque converge con algunos de sus intereses, y por otro porque es difícil oponerse al discurso sobre la recuperación de los “valores”, ya que las particularidades propiciadas por el contexto de violencia favorecen la idea, alimentada por los líderes religiosos, de que la religión es un espacio privilegiado de paz (Michel, 2009) el discurso de un “pueblo bueno” ha sido enfrentado, cada vez con mayor fuerza, por el feminismo, denunciando que el discurso moralizador devuelve la responsabilidad de la situación nacional en diversas arenas –violencia, cuidados, feminicidio, entre otras– a las mujeres, sus papeles tradicionales y sus cuerpos, con retrocesos en la política pública que abandona la perspectiva de género.

    Contraponiendo la idea de organizaciones/estructuras corruptas, por un lado, y el “pueblo bueno” por otro, la política federal se ha enfrentado con organizaciones feministas que trabajan con refugios para mujeres víctimas de violencia (Beauregard, 2019), negando la emergencia de violencia de género que se vive en el país, y que, como en muchas partes del mundo, se ha visto exacerbada por la situación de confinamiento a la que ha obligado la pandemia global por coronavirus sars-cov-2. El “pueblo bueno” encuentra su fundamento en la “familia buena”, fraterna, en la que la violencia no tiene lugar (Animal Político, 2020a), por el contrario, las mujeres mienten cuando denuncian (Animal Político, 2020b).

    Estos enfrentamientos alcanzaron un punto culmen –cuyo devenir aún está por verse– en los primeros meses del 2020, con los feminicidios de Ingrid y Fátima, que desataron la ira de las mujeres mexicanas (editorial de El País, 2020 y Prabbhan, 2020) y que se manifestaron en movilizaciones que dieron lugar a convocatorias para movilizaciones masivas en todo el país en torno al Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, y a un llamado al Paro Nacional de Mujeres el lunes 9 de marzo. El paro, convocado desde el feminismo, tuvo una resonancia social nunca vista y en redes sociales se sumaron partidos políticos, empresas, universidades y otros actores, lo que derivó en un debate sobre las motivaciones de la convocatoria. El presidente López Obrador descalificó la convocatoria y acusó a los “conservadores” de disfrazarse de “feministas” (Muñoz y Urrutia, 2020).

    Para el caso mexicano, este antagonismo alentado por el discurso moralizador y populista, que alimenta el imaginario de un “pueblo bueno”, converge con el clásico antagonismo entre el feminismo y los grupos religiosos conservadores –los evangélicos como sujeto político, entre ellos– en torno a los derechos sexuales y reproductivos, poniendo en juego lo que definimos como “conservadurismo” y abriendo las puertas para la construcción de un “pueblo evangélico” en los términos que propone Burity en su artículo.

    Si bien el caso mexicano no es comparable con el caso brasileño en términos de las articulaciones políticas, los partidos evangélicos y su presencia en el parlamento, entre otros, la polarización y fragmentación que se vive en México, la metamorfosis de la democracia actual sí revela una cada vez más fuerte presencia de la religión como elemento al que se acude para re-ligar y “los evangélicos” disputan su propio surgimiento como una fuerza que pueda representar y enarbolar las demandas sociales, mientras que, inmersos en el juego, transitan en las disputas del propio campo político.

    Las particularidades del régimen de Estado laico en México no han privilegiado que los evangélicos se constituyan todavía como una fuerza sociopolítica con aspiraciones hegemónicas en este país, pero los procesos analizados en el artículo que convoca este coloquio abren cuestionamientos que nos permiten explorar con otra mirada las configuraciones de alianzas y distancias con otros actores sociales y políticos a partir de la articulación de demandas y en las disputas dentro del campo evangélico a partir de la minoritización que construye discursivamente exclusiones, antagonismos y reivindicaciones, que muestran una lógica política todavía no consolidada, pero sí en disputa.

    El sujeto político evangélico está en disputa en México; por un momento parece que los evangélicos se han aliado con el gobierno actual; por otro, que se configuran en la oposición que no logra articularse. Sus demandas son objeto de disputa en sus intersecciones con el campo político, se reconfiguran a partir de las crisis actuales y generan nuevas relaciones
    de connivencia y compromiso que cuestionan el funcionamiento y futuro de la laicidad en México.

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    Cecilia Delgado-Molina es doctora en Ciencias Políticas y Sociales (unam). Su trabajo de investigación se centra en los cruces iglesias/Estado – creyentes/ciudadanos, en los procesos de formación de las creencias y las identidades y en los abordajes teóricos y metodológicos de estos objetos de estudio. Desde esa perspectiva ha realizado investigación sobre conservadurismos religiosos y los cruces entre religión y violencia. Actualmente es investigadora postdoctoral asociada en el Grupo de Investigaciones en Sociología de la Religión (isor) de la Universidad Autónoma de Barcelona. Primer lugar en los Premios Honorarios de la RiFReM 2020 a la mejor tesis de Doctorado en Ciencias Sociales, publicada por el crim unam (2020): ¿Y qué podemos hacer? Habitus e intersecciones entre campo religioso y política frente a la violencia en Morelos.

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