Recepción: 20 de mayo de 2020
Aceptación: 4 de agosto de 2020
El objetivo del texto es promover un diálogo con el artículo “El pueblo evangélico: construcción hegemónica, disputas minoritarias y reacción conservadora”, de Joanildo Burity. Al valorar positivamente las hipótesis del artículo, relacionadas con el crecimiento evangélico en Brasil, busca dialogar con ellas desde una perspectiva antropológica. Con este fin, explora cuestiones relacionadas a la difusión de la cultura evangélica, su heterogeneidad y sus afinidades con las prácticas culturales periféricas. Invita el lector a considerar la importancia del militarismo que se desarrolla en los centros urbanos brasileños como parcialmente responsable del papel de mediación de las iglesias evangélicas y, en consecuencia, como importante para su construcción hegemónica. También sugiere que reflexionar sobre las relaciones de género puede contribuir a una mejor comprensión de las formas políticas que ahora adopta el proyecto populista para construir el país como una nación evangélica.
Palabras claves: conservadurismo, diferenciación de género, evangélicos, militarización, periferias
comments on the text by joanildo burity: challenges for current times
The aim of this text is to promote a dialogue with the article “The evangelical people: Hegemonic construction, minority disputes and conservative reaction” by Joanildo Burity. By giving a positive valuation of the article’s hypotheses, in relation to evangelical growth in Brazil, it seeks to have a conversation with them from an anthropological perspective. With this in mind, it explores matters related to the promotion of evangelical culture, its heterogeneity and its affinities with peripheral cultural practices. It invites the reader to consider the importance of the militarism that unfolds in Brazilian urban centers as partially responsible for the role as mediator played by evangelical churches and, in consequence, as important for their hegemonic construction. It also suggests that reflecting upon gender relations can contribute to a better comprehension of the political forms now adopted by the populist project to build the country as an evangelical nation.
Keywords: Evangelicals, militarization, conservatism, gender differentiation, peripheries.
Conversar sobre este texto de Joanildo con los lectores no es una tarea fácil. De hecho, significó un gran desafío que se incrementó aún más en el marco impuesto por covid-19. Más en Brasil que en Argentina, la pandemia genera un número creciente y aterrador de muertes que se alía con el fracaso del servicio público, además del comportamiento amenazante y autoritario del presidente de la República. Y todos los días la crisis empeora. Aquí, en Brasil, hemos aprendido que lo inimaginable de hoy viene siendo superado por el de mañana, con la profundización de un régimen autoritario y mortal, que aprovecha la crisis de salud en la que estamos inmersos. Pero no perderemos la esperanza. Por lo tanto, dialogar con Joanildo Burity a partir de un texto brillante, original y consistente también nos llevará, a pesar de las dificultades, a otro plano de vida, uno en el que el trabajo intelectual es importante y nos permite reflexionar sobre posibles formas de salir de situaciones como éstas.
Se trata de un trabajo de reflexión denso y estimulante. Presenta una imagen histórica del crecimiento de las vertientes pentecostales en Brasil y, en cierta medida, en América Latina, considerándolo a través de los instrumentos teóricos que en resumen serían : la noción de pueblo y populismo, de minorización, construidas a través del concepto de la política de Rancière (1996), operado como una lógica populista, elaborada por Laclau (2005). Una nueva hegemonía nacional a través de los horizontes abiertos por los grupos evangélicos está ahora en la agenda. Joanildo Burity, en este artículo como en otros, no se permite soluciones fáciles y se ubica lejos de cualquier marco determinista y de interpretaciones previamente establecidas (Burity, 2006, 2018). La apertura de posibles caminos, por un lado, y la combinación de intereses y perspectivas, en ciertos momentos históricos, por el otro, dieron lugar al predominio de la perspectiva pentecostal conservadora, combinada con un proyecto autoritario de naturaleza nacional, engendrado como una lógica populista que ha conquistado la hegemonía entre los sectores religiosos y otros sectores de la sociedad. Este proyecto ahora disputa en el ámbito nacional la constitución del país como una nación evangélica.
El texto es convincente, lo que no fue una sorpresa, de hecho, conociendo el trabajo analítico del autor. Estando de acuerdo con sus tesis, mis comentarios irán en la dirección de amplificar ciertas cuestiones, provocando más preguntas a partir de una lectura asociada con una perspectiva antropológica.
Él sostiene que el crecimiento evangélico conservador fue posible debido a la construcción de una lógica populista. Esta lógica que tenía al actor evangélico como su protagonista central demostró ser capaz de ir más allá de los límites del campo religioso y agregar demandas heterogéneas, en el plano social, religioso y político. Fueron los conservadores quienes lograron, a partir de los años ochenta en Brasil, construirse como un pueblo que gradualmente ganó legitimidad y protagonismo en la esfera política y religiosa. Burity llama la atención sobre la alianza que se forjó entre la elite evangélica y las fuerzas políticas de la extrema derecha que hoy gobiernan el país. El conservadurismo de ayer coquetea con el autoritarismo actual. Cabe señalar que el periodo postelectoral ha privilegiado la eliminación de los derechos además de promover una enorme crisis en las estructuras democráticas conquistadas por la Constitución de 88.
El texto aborda una cuestión de suma importancia, la cual nos interesa a todos en este momento: ¿podrá el actor evangélico, que surgió como el sujeto principal de este populismo, junto con todas las fuerzas políticas que lo apoyan (y son respaldadas por él) hacer valer sus aspiraciones hegemónicas antidemocráticas y construir el país como una nación evangélica, asociada con las elites dominantes del país? ¿Puede este proyecto ganar y estabilizarse? No hay forma de predecir el resultado de los enfrentamientos en curso. Y el autor nos invita a reflexionar sobre el juego y las posibilidades que están abiertas.
El eje de este artículo es el proceso de constituir esta lógica populista. Para ello explora varios momentos históricos, diferentes contextos políticos y algunas de sus disputas. La aparición de los “evangélicos” como “pueblo”, a través de la derrota de los protestantes históricos y del catolicismo actual, la transformación de los pentecostales de “individuos fuera del mundo” en protagonistas de la acción política en la esfera pública dio lugar a procesos electorales con una participación cada vez mayor de este grupo religioso y, finalmente, a la creación de una bancada parlamentaria evangélica en el Congreso Nacional. Como se sabe, ésta ha adquirido más poder en el ámbito político y social. La descripción de este camino político-religioso deja en claro cómo los ganadores de estas luchas y maniobras políticas pudieron constituir a los evangélicos como sujetos políticos a través de la lógica populista. Los evangélicos se constituyeron así como aquellos que llegaron a encarnar al pueblo, “los excluidos” de la nación. Cada vez más evangélicos, en nombre del pueblo evangélico, se manifestaron como actores político-religiosos que forjan un nuevo proceso de subjetividad política. No ganaron simplemente dentro de una esfera política restringida, en el Congreso Nacional, ni se limitaron al campo a las iglesias hegemónicas. Pero los actores se hicieron en esta trama, inmersos en la capilaridad que las pequeñas iglesias tienen en los barrios populares. Por lo tanto, con el alcance significativo de su papel político, lograron forjarse a sí mismos como mediadores, con un alcance variable, entre las políticas públicas y aquellos cuya experiencia de vida históricamente los llevó a verse a sí mismos como “los excluidos” de todas los matices.
La lógica populista, como instrumento teórico movilizado por Joanildo Burity, supone una relación de antagonismo entre los “excluidos” y los “otros”. La realización, aunque momentánea, de un vínculo entre “los evangélicos” como “pueblo” de “los de abajo” se convirtió en un proceso de transformación de la nación que comenzó a incluir a “los evangélicos” como “pueblo”. El artículo vincula la lógica política del populismo con la noción de política propuesta por Jacques Rancière (1996). No pretendo reproducir el trabajo teórico de estos autores, sino llamar la atención sobre un aspecto valorado, a saber, el carácter de ruptura que la noción de política adquiere con Jacques Rancière y se refuerza en el análisis de Burity. Para el filósofo francés, cuando la desigualdad se desnaturaliza, pone en jaque a aquellos que no cuentan en ese orden; exigen su parte, la parte de los que no tienen parte.
En resumen, los evangélicos han surgido como un pueblo de los sin parte, los de abajo o que, de manera difusa y con diferentes contornos, tienen una fuerte relación con los antagonismos de clase que a menudo no son visibles ni considerados en la esfera pública. Hasta cierto punto, sus formas de pertenencia pudieron combinarse con diferentes movimientos políticos y asociativos, como señala Burity. En resumen, los movimientos de los sin parte, los estructuralmente dominados en la vida social, fueron y son aquellos que en muchas y pequeñas circunstancias se encontraron en antagonismo con grupos dominantes, como el patrón, el obispo, el capataz, por ejemplo, o incluso con los traficantes, la policía corrupta y el alcalde, etc., todos integrados de diferentes maneras en una nación católica (Novaes, 1985; Boyer, 2008). Entre esos actores los evangélicos se hicieron progresivamente presentes como motor de reclamos y deseos de igualdad. El antagonismo como política, en el sentido atribuido por Jacques Rancière, hace del movimiento del pueblo evangélico una manifestación entre muchas arraigadas en la vida social que pasan por el cuerpo, los afectos, lo cotidiano, y por la memoria de luchas y sufrimientos. Como resultado, destaca Burity, se da la generación de cadenas de equivalencia entre evangélicos y diferentes grupos y asociaciones heterogéneos en muchos niveles de acción política relacionados con los “sin parte”.
Por lo tanto, la política se hace presente en muchas situaciones dentro de los juegos de fuerzas a escala local, como una micropolítica, en general, restringida a espacios pequeños, asociada con el papel de las personas apenas visibles en la esfera pública. Sus movimientos, que articulan diversos colectivos, básicamente no excluyeron, ni excluyen, hasta hoy, a los religiosos evangélicos. El proceso de redemocratización en el país favoreció, señala Burity, la aparición de movimientos plurales que no han dejado de convivir con los evangélicos. La condición evangélica, por supuesto, agregó, en gran medida, cualidades específicas, un estilo, una moral no siempre activada pero reconocida. Un repertorio político en torno a “derechos”, identificado por evangélicos y no evangélicos, comenzó a incluir con otras connotaciones los discursos emanados de las iglesias. Burity tiene razón cuando señala la apertura de esta identidad religiosa, su capacidad de ser producida y reproducida en infinitos movimientos y significados heterogéneos.
Valoremos las consecuencias del surgimiento del “pueblo evangélico” como categoría y fuerza política. Se trata, señalo, del crecimiento de una elite religiosa que comenzó a participar de manera cada vez más orgánica en los dispositivos para gestionar la vida social. De hecho, los evangélicos se han atrincherado en las máquinas y las tecnologías del Estado y, de esta manera, han producido nuevas formas de participación, expresión cultural y política en la sociedad. Lo que significa que la participación de las iglesias y sus representantes políticos en muchos frentes gubernamentales ha aumentado.
Reforcemos el argumento de Joanildo que señala dos tendencias político-religiosas con respecto al surgimiento del “pueblo evangélico” como “excluido”. Una tendencia más conectada con los intereses corporativos de las iglesias y otra más asociada con la activación de los evangélicos como pueblo en convergencia con los “de abajo”.
La tendencia corporativa, de hecho, es la más capaz de manejar la conducta de los religiosos. Desde el lugar que se les reconoció como legítimos protagonistas de los “excluidos de la nación católica”, pasaron con el tiempo a acumular medios de intervención política y social, cultivando formas de gobierno. En efecto, eligieron representantes para el Congreso Nacional, estructuraron un frente parlamentario, hicieron alianzas políticas con partidos de derecha, de centro e izquierda en el Congreso Nacional y lograron defender los intereses de sus iglesias en el plano económico y social, asociándose con ruralistas, empresarios y banqueros en diferentes gobiernos. Joanildo Burity, al destacar este frente político como la cara corporativa de la construcción del “pueblo evangélico”, nos hace pensar en las relaciones que se constituyeron con la otra cara evangélica, aquella más claramente asociada con los “excluidos”, los “sin parte”, los “de abajo”.
De hecho, no es difícil señalar que los protagonistas de esta elite evangélica se han beneficiado de los poderosos medios financieros y empresariales y han acumulado más y más riqueza y poder. A través de las alianzas que cultivaron, también avanzaron ampliamente en el dominio de los medios, obteniendo concesiones de radio y televisión a escala nacional. ¿Es posible afirmar que los evangélicos aquí, es decir, los líderes de las grandes iglesias, sus parlamentarios y sus negocios lograron integrarse a la llamada elite nacional de manera estable? El análisis de Burity indica cómo los evangélicos han ganado un lugar significativo tanto en el campo estrictamente religioso como en las esferas del poder estatal, comercial y mediático. Superaron el monopolio católico con una poderosa máquina político-económica-religiosa, excluyeron a los protestantes progresistas y se establecieron en la esfera pública, operando a toda velocidad. Así nacieron las modalidades para la elaboración de una nueva subjetividad política basada en la religión.
Una cuestión importante surge, por lo tanto, de la inserción de los evangélicos en la élite política dominante y las conexiones que mantienen con el lenguaje de ruptura evangélico, tan fundamental para la afirmación de los evangélicos como Pueblo de los que no tienen parte.
La subjetividad política de la que habla Joanildo Burity, por lo tanto, también es desarrollada por la asociación de los evangélicos con la máquina gubernamental. Éstos comenzaron a funcionar en muchos campos como un instrumento de gobernabilidad desde una perspectiva conservadora y normativa. El sujeto político evangélico habría surgido, entonces, enfatizo, con una doble marca: la que surge de la revuelta y de la ruptura, es decir, de la promoción de la política, y también la tejida por el compromiso con la policía (en el sentido atribuido por Rancière [1996], es decir, que se confunde con el trabajo de gestión y de gobierno del statu quo) a través de la aceptación obediente de las conveniencias que emanan de los acuerdos políticos hegemónicos. La forma conservadora de actuar se combina, creo, con la aceptación naturalizada de las prácticas autoritarias que regulan la vida social, cuyos efectos perjudiciales recaen principalmente en la inseguridad y la precariedad de los territorios populares que también reúnen a evangélicos asociados con la defensa de los “derechos”, como ya se dijo.
Un punto importante a tener en cuenta: las iglesias evangélicas conservadoras nunca se han opuesto a la militarización de la vida social (ver Telles, 2019; Birman y Leite, 2018). Antes, aplaudieron y también la convirtieron en una forma de acción. Las prácticas de violencia, como muertes, torturas y encarcelamientos masivos a través de intervenciones de las fuerzas armadas (ejército y policía militar) permitieron a las iglesias manejar una adecuación conservadora, en línea con las actuales prácticas militarizadas.2 Aceptaron una “guerra” en contra de los pobres y se pusieron a disposición para salvar a sus víctimas de la muerte, los residentes de las periferias, a través de varios proyectos de asistencia social (Birman y Machado, 2012; Machado, 2013). En otras palabras, la acción evangélica creó importantes vínculos comunitarios a través del trabajo de mediación que involucra situaciones críticas y amenazantes de los habitantes de las periferias. Estos vínculos están altamente dimensionados por el trabajo de difusión de los medios de comunicación, lo que les da un poder peculiar (Machado, 2013). Aunque existe una heterogeneidad de valores en el campo evangélico, de alguna manera se encuentra encubierta por el activismo estridente y abrumador de las iglesias conservadoras que ganan, además, amparo estatal y paraestatal. Los resultados de esta nueva hegemonía son señalados por Burity en el campo de la cultura y la vida social en localidades periféricas. La cultura mediática que se desarrolló a finales del siglo pasado (ver Appadurai, 2001) propició la aparición de nuevas formas de mediación, también religiosas (cf. Giumbelli, Rickli y Toniol, 2019), que potenciaron la presencia evangélica en la esfera pública y contribuyeron a difundir ampliamente sus valores y lenguajes.
Según Burity, “el lenguaje del pentecostalismo proporcionó un vocabulario moral para enfrentar la violencia, la pobreza, la pérdida de los lazos comunitarios, la negación de la dignidad y la autoestima de las personas vulnerables”. La pregunta que queda se refiere a su eficacia. ¿Será que el uso y el conocimiento socialmente compartido de este lenguaje implica adhesión y sumisión a los valores religiosos que circulan a través de su vocabulario?
¿En qué medida el “pueblo evangélico” responde adecuadamente a los requisitos normativos de las iglesias conservadoras y se aleja de las manifestaciones de la política, en términos de Rancière? ¿Cómo es el lenguaje del pentecostalismo utilizado por la gente “común”, que no pertenece a las iglesias? Y, finalmente, ¿cómo se han unido efectivamente estas dos caras constitutivas del “pueblo evangélico”, la política y la policía, en las periferias?
¿Es posible considerar que el proceso electoral impuso a los evangélicos (y a la población) tener una “desafiliación” de la política, considerada por los conservadores como el lugar de todos los males? ¿Ansían los religiosos (como leemos en el texto) la afiliación evangélica de la nación como el medio para hacer de la policía el principal instrumento (religioso) para gobernar el país, excluyendo a los enemigos de Dios que están en todas partes? (Sant’ana, 2017).
No es posible predecir el futuro, se sabe. Al no aceptar ninguna perspectiva teleológica, el texto nos dirige a discutir las brechas propias de una sociedad heterogénea como la brasileña: las fisuras, las formas de resistencia, las pequeñas y grandes desobediencias que se pueden valorar para que ayuden a reflexionar sobre las agencias, a veces inusuales, que potencializan (Cortes, 2014; Vital da Cunha, 2009, 2015).
La vida cotidiana de las ciudades revela la ubicuidad de la cultura evangélica que se expresa mucho más allá de los espacios de sus iglesias. Si entendemos la noción de cultura en términos de Geertz (2011), es decir, como la construcción de prácticas, símbolos y cosmovisiones que configuran la realidad, nos damos cuenta de que la cultura evangélica ha logrado difundirse y diseminarse en la sociedad. Se acerca a lo que, en otros tiempos, se consideraba catolicismo impregnado en la vida social, marcando el curso del tiempo, las manifestaciones cívicas, las relaciones políticas, las estructuras jurídicas, los valores nacionales y familiares de una manera casi invisible, en el tejido social. La cultura nacional laica se constituyó históricamente como católica y, ahora, en tiempos más recientes, es objeto de disputa por parte de los evangélicos.
¿Y ahora? Las observaciones de Joanildo con respecto a la difusión evangélica nos llevan a preguntarnos cómo se produce esta posible adhesión religiosa y con qué consecuencias. ¿Nos enfrentaremos a un fenómeno equivalente, como observó Pierre Sanchis (2001) hace algún tiempo, de un sector de evangélicos “no practicantes”? ¿Cuáles serían las diferentes formas y grados de adhesión de quienes viven de alguna manera en el tejido naturalizado de la cultura evangélica? ¿El éxito de la música gospel, los programas de televisión, los dj, las fiestas y las formas de sociabilidad van de la mano de una multiplicación de estilos y comportamientos evangélicos? ¿El dominio del lenguaje evangélico, recuperando la expresión de Burity, revela una adhesión importante de las poblaciones a los preceptos autoritarios y conservadores que forman parte de la gestión del gobierno? No podemos ignorar una sintonía de los fieles con la conducta doctrinalmente requerida por sus iglesias. Esto no significa afirmar, primero, que no hay otras tendencias minoritarias, y segundo, que los márgenes de las iglesias sean guiados con la misma fidelidad a los preceptos religiosos que ciertamente conocen.
Aunque puede haber una adhesión y fidelidad mayoritaria entre los evangélicos a los principios morales y sociales que se les indican, esto no debe confundirse con las formas de apropiación de su léxico sin adherirse a las normas. La lógica política vinculada a la muerte, como política naturalizada en las periferias del país durante más de treinta años, creó dispositivos gubernamentales para administrar la vida cotidiana. ¿Podrá garantizar la reproducción hegemónica de la conformidad ética y política en estos tiempos difíciles que vivimos? En el periodo electoral hubo apoyo; queda por ver cuánto tiempo persistirá.
Si hay nuevas formas de subjetivación en esta forma de gobierno “de la policía”, no parece posible separarlas de otros condicionantes que varios antropólogos ya han señalado, a saber, aquellos que la cercanía del trabajo de campo en diferentes momentos y con diferentes personas y colectivos señalan como los marcadores de género, clase y raza, presentes en estas relaciones. El sufrimiento, la esperanza, el afecto, las situaciones inevitables diferencian las formas de actuar y sentir. ¿Por qué es necesario aceptar que un hijo fue condenado a muerte por el administrador de drogas sin que se pueda reaccionar abiertamente? ¿Qué hacer con los bailes funk que los jóvenes no abandonan y que son una fuente de violencia, sexo y drogas, según sus madres posiblemente evangélicas?
No ha sido difícil percibir que los marcadores de género, raza y clase son fundamentales para comprender los diferentes movimientos diferenciados que abundan en las formas de vida atravesadas por prácticas y los principios diferentes pero entrelazados (Brah, 2006). Me gustaría dar dos ejemplos tomados de las descripciones etnográficas de colegas. Martijn Oosterban (2006) hizo un relato de una escena que presenció en una favela en Río de Janeiro, en la que un grupo de jóvenes, participantes conocidos del tráfico de drogas local, llegaron cerca de una iglesia, ubicada en la plaza de la comunidad. Cuando los jóvenes llegaron con sus ametralladoras y rifles frente a la puerta de la iglesia, bajaron sus armas para recibir la bendición de un pastor visitante. Después de que el lider evangélico puso sus manos sobre sus cabezas, lo cual fue observado en silencio por los residentes en la plaza, los jóvenes desaparecieron rápida y furtivamente cruzando un matorral. Estos jóvenes no pertenecían a la iglesia, pero eran evangélicos no participantes, integrados de alguna manera a sus valores, sumergidos en los entornos culturales en los que esta cultura está presente, sin embargo, sin obedecer sus preceptos normativos. El segundo ejemplo, del trabajo de maestría de Natânia Lopes (Lopes, 2011: 104-105), relata una situación que ella acompañó en un baile funk que reproduzco a continuación:
La intervención de un pastor en un baile funk: me pareció muy curioso que la música se reemplazara por la predicación en el baile (funk). Los evangélicos pidieron permiso a los bandidos para hacerlo. Fueron ellos quienes lo autorizaron. La audiencia escuchó más o menos atentamente. El creyente habló de la importancia de evitar al diablo y sus seducciones. Que el diablo era el mayor enemigo de la humanidad. Que siempre traicionó a las personas que lo seguían. Que era como Judas.
Después de su breve discurso (que duró poco más de cinco minutos), el dj retomó el micrófono. E hizo la siguiente conexión entre la reanudación de la fiesta y la predicación escuchada: “sí, mis amigos… traicionó a Jesús por diez monedas de plata. ¡A quien no le gusten los X9 [soplones] levante la mano!” El silencio se rompió con una explosión de gritos. La masa de personas saltó con las manos en el aire. Y la canción que comenzó a sonar decía: “el X9 delató. Se lo entregó, encontró un problema. Está atado, ¿sabes dónde? En la maleta de un Siena [automóvil de la marca Fiat]. El toque de la cárcel [el llamado a reunirse la pandilla] llegó a poner fin al problema. El X9 delató … ¿[lo] quemamos o no lo quemamos? Todos respondieron con un grito: “¡lo quemamos!” “¿Lo quemamos o no?” “¡Lo quemamos!”
Una relación de convivencia con los pastores facilitó que el joven del tráfico local y el responsable del baile permitiera que la palabra de Dios resonara en el salón. El discurso del bandido, imaginativamente, recurrió al léxico evangélico para afirmar la obediencia debida por los residentes. Los ejemplos de relaciones como las descritas anteriormente son infinitas (Vital da Cunha, 2009, 2015; Machado da Silva, 2008). La relación entre estos componentes morales y materiales de la vida cotidiana puede evocarse como un problema: ¿es posible que la porosidad de las fronteras entre los evangélicos y aquellos vistos como señores de la vida y de la muerte en las periferias no pueda ayudarnos a comprender la sintonía entre las pautas religiosas que favorecen la guerra como un factor social y cultural importantes? Después de todo, las ciudades, así como sus representantes políticos y sus medios de comunicación, conviven después de treinta años con la creciente militarización de la sociedad (Leite et al., 2018; Graham, 2016). ¿Esta perspectiva conservadora (y mortífera) en relación con los pobres ubicados en las periferias no desempeña un papel importante en la coyuntura actual? ¿Cómo la militarización de la vida social y la conversión moral del país por las iglesias evangélicas se convirtieron en factores cruciales en las elecciones de 2018?
Burity menciona la aparición de un pánico moral en este proceso. Me gustaría discutir su significado como un tema final para ser mencionado. El ataque armado y el espíritu de guerra que ya se han naturalizado en el país se han combinado con el valor de la atención y la moral como una actividad evangélica, que involucra principalmente a las mujeres. Se trata de una afinidad que se cultiva por el conservadurismo de las iglesias evangélicas que podemos entender mejor por el papel que juegan los marcadores de género y raza en esta conjunción.
Es importante tener en cuenta que en el proceso electoral el valor de la masculinidad blanca y hegemónica se activó como una solución para luchar contra los enemigos del país. Esta masculinidad eleva la virilidad guerrera como un valor ideal, lo que sucedió en gran medida durante la campaña electoral (Braz, 2020). Y se sumó a la defensa de la maternidad como ideal femenino que se está enfrentando a las políticas de género defendidas por la “izquierda”. Las mujeres de izquierda fueron ampliamente acusadas como profanadoras de la maternidad y los valores morales básicos, y de complicidad con la pedofilia. Se exhibieron mujeres drogadas profanando iglesias, se sugirió que los ataques sexuales y de pedofilia contra niños eran prácticas habituales de la izquierda en Brasil y en todo el mundo. La violencia bélica del futuro presidente de la República, por el contrario, fue exaltada por tener un perfil ideal para liderar: alguien que sabe cómo matar y no duda en exterminar a los enemigos comunistas, amorales y corruptos para defender el país en nombre de Dios.
En un artículo reciente (Birman, 2020) enfaticé el mismo argumento: “Destacamos la elaboración de un repertorio de gestos, cuerpos e imágenes gramaticalmente asociados con la violencia masculina, al mismo tiempo conocida y renovada. El agente de esta violencia, el tema de estas declaraciones, se confunde con la figura del hombre “sin color” y heterosexual, es decir, aquel cuya blanquitud es afirmada porque él se define como antagónico a los que son atacados: negros, indígenas, gays, mujeres, feministas, personas del noreste, pobres, habitantes de barrios marginales y más. ¿No es este el modelo de individuo/ciudadano, a la vez conocido y naturalizado y ahora fuertemente impulsado a construir las nuevas bases del Estado-nación?
Camilo Braz (2020), en sus comentarios sobre el valor de la virilidad blanca mostrada por el presidente, nos hace pensar que su relación con el covid-19 es del mismo orden: la muerte de los enemigos, los débiles y los vulnerables es parte de su proyecto de gobernar a través de la violencia extrema. Estaría vinculada, en la perspectiva foucaultiana de la biopolítica, con las políticas gubernamentales relacionadas con el gobierno de la vida, por un lado, y, por otro, al ejercicio de un poder repartido entre múltiples fuerzas de la sociedad que hace de la muerte y el ejercicio de la guerra uno de los medios de gobierno de los pobres.
Sin embargo, los medios y las encuestas de opinión apuntan que el apoyo político a su proyecto ha disminuido, aunque con una fluctuación muy leve. De hecho, no hay datos confiables que demuestren un cambio efectivo en la adhesión de Bolsonaro.
Comencé este comentario en el momento en que la situación política en Brasil era aún más caótica y convulsiva que aquélla en la que escribió Joanildo Burity. Aunque la imagen general no ha cambiado sustancialmente, el poco tiempo que separa la redacción del texto comentado de la de mis comentarios indica un rápido empeoramiento de la situación, lo que reitera la relevancia analítica del texto. La pandemia subrayó a qué grado el gobierno actual utiliza la destrucción mortal como un elemento impulsor. Decimos esto porque, además de minimizar los efectos de la pandemia, para priorizar el mantenimiento de las actividades económicas –que resultaron en más de 110 mil muertos hasta agosto– el gobierno de Bolsonaro apoya e incentiva el combate armado militar a la población considerada enemiga, como ya mencionamos. Las muertes relacionadas con la falta de atención dirigida a la pandemia se deben a procedimientos biopolíticos que históricamente se han consolidado en la sociedad brasileña. Como es sabido, los dispositivos médicos y asistenciales se fabrican jerarquizando a sus beneficiarios (y por lo tanto siempre son precarios para los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad).3 En el caso de muertes por asesinato, llamamos la atención sobre el proceso de militarización en curso que criminaliza los estratos populares, los habitantes de las periferias, especialmente los negros y los pobres, transformándolos en seres “asesinables”. Aquí se destaca el entrelazamiento de las relaciones de género, raza y clase.
La pregunta final del texto sobre una posible “domesticación” o apaciguamiento de la sed de poder de los pentecostales no puede responderse fácilmente. Joanildo pregunta con mucha precisión: “La hipervisibilidad de la formación discursiva evangélica y las prácticas antidemocráticas y abiertamente antagónicas a los movimientos sociales en los que participa cada vez más, ¿no conducirán a un desgaste y una deslegitimación de estos actores? En caso de que llegara a ocurrir la institucionalización del nuevo orden posdemocrático, ¿no se ‘domesticará’ o devorará la sed pentecostal por el poder?” No hay una respuesta fácil. La desigualdad social y el autoritarismo no nacieron con el gobierno de Bolsonaro, están arraigados en la historia del país. Sin embargo, no hay nada que prediga que el escenario negativo actual continuará. Creo que la mayoría de los religiosos de los estratos populares, por las múltiples pérdidas que están sufriendo, podrán abandonar, como ha sucedido en otras ocasiones, la adhesión a la extrema derecha que encarna este gobierno. Los estratos populares, al reaccionar ante las pérdidas, pueden “domesticar” a los grupos evangélicos, hasta ahora hegemónicos y poderosos, que, por ahora, están bien establecidos en las esferas del poder.
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Patricia Birman es licenciada en Psicología (1976), maestra en Antropología Social (1980) y doctora en Antropología Social por la Universidad Federal de Río de Janeiro (1988). Recibió una beca postdoctoral (1995/1996) en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, en París, y es profesora de Antropología en la Universidad Estatal de Río de Janeiro. Como antropóloga se especializó en el terreno de los estudios de la religión. Ha investigado sobre los cultos afrobrasileños, el pentecostalismo en Brasil y las religiones en el espacio público. Actualmente tiene como objeto de investigación el entretejido entre prácticas religiosas y seculares orientadas a la gestión de la pobreza. Desarrolla trabajos de investigación sobre la producción de territorialidades periféricas en espacios urbanos.