Recepción: 14 de marzo 2023
Aceptación: 29 de mayo de 2023
En este breve comentario se pretende entablar un diálogo con la propuesta de David Lehmann de ir más allá del decolonialismo. Se destaca que el decolonialismo es más que una moda académica en Latinoamérica. El pensamiento decolonialista presenta dimensiones políticas y éticas críticas del universalismo occidental, necesarias para comprender los reclamos de reconocimiento de los grupos subalternos.
Palabras claves: derechos y conocimientos de los pueblos, indigeneidad, justicia social, otredad, subalternidad
the other voices of decolonialism. comments on “beyond decoloniality: discussion of some key concepts,” by david lehmann
These brief comments seek to open a dialogue with David Lehmann’s proposal to go beyond decolonialism. It is underscored that decolonialism is more than an academic style in Latin America. Decolonialist thought introduces political dimensions and ethical critiques of Western universalism, necessary for understanding the demands for recognition of subaltern groups.
Keywords: subalternity, otherness, indigeneity, social justice, rights and knowledge of the people.
David Lehmann nos presenta una crítica al pensamiento decolonial latinoamericano y nos muestra, a través del uso de fuentes propias y ajenas, que los procesos de cambio –incluso los impulsados por los mismos decolonialistas o por los pueblos originarios– lo contradicen, quedando la crítica decolonial como un mero discurso ideológico. Los decolonialistas, para Lehman, reducen la problemática de la desigualdad a los orígenes coloniales o a una situación colonial que se originó hace 500 años, simplificando así los procesos de cambio, las mezclas, la lucha por la igualdad y el reconocimiento de los sujetos latinoamericanos. El artículo presenta una síntesis apretada y esquemática de su libro, sin duda polémico y provocador.
No se puede estar más de acuerdo con Lehmann en que han sido las políticas económicas las generadoras de mayores desigualdades, como también en que los movimientos de los grupos subordinados –sean étnicos, de género e, incluso, religiosos– al final han logrado ampliar la participación democrática. Para él, “democratizar la democracia” (como lo demandan las organizaciones indígenas) significa la institucionalización de la protección básica contra los abusos del poder, la corrupción, la impunidad y, por consiguiente, la defensa de los derechos humanos, lo que debe expresarse en políticas redistributivas que partan de criterios universales y objetivos, como la clase y el género, y no en el reconocimiento de identidades particulares. En su propuesta decolonialismo y universalismo representan dos categorías claramente opuestas. En la perspectiva de Lehmann, los decolonialistas esencializan las identidades étnicas y raciales, y no alcanzan a ver que sus detractores se encuentran dentro del mismo complejo civilizatorio de lo que ellos consideran el colonizado o el “otro”. Naciones, pueblos y comunidades latinoamericanas son también diversas y desiguales internamente, por lo que propone volver al universalismo como una noción opuesta al particularismo del decolonialismo.
Para Lehman, el “decolonialismo” no es más que una ideología política, pero no una teoría consistente que se base en premisas firmes (como lo muestra su revisión de los precursores). Esto queda bien ejemplificado con el uso y la manipulación que Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (mas) hicieron de la noción indígena de Pachamama y del mismo concepto de “decolonial” cuando los vaciaron de su significado y los convirtieron en un instrumento de legitimación política de sus acciones, algunas de las cuales iban incluso en contra del respeto a la madre Tierra y al medio ambiente. Tampoco se trata de un sistema de pensamiento porque, finalmente, los sujetos coloniales desean también insertarse en el mundo moderno, como los pentecostales y evangélicos, los movimientos feministas o los estudiantes de las universidades interculturales de México, entre los que el discurso decolonialista está ausente. Sin duda, la propuesta decolonialista tiene claras limitaciones, algunas no muy evidentes que Lehmann expone y precisa. Su vínculo con las luchas políticas de ciertas minorías culturales les ha dado un cariz ideológico que las aproxima o convierte en una propuesta totalizante, coherente y hermética. Cuando en realidad es una entre otras posibles maneras de interpretar las diferencias y desigualdades entre culturas hegemónicas y subordinadas.
Ahora bien, tomar como alternativa las instituciones democráticas liberales (occidentales) ha mostrado sus claros límites para reconocer las expresiones políticas o las formas de participación colectiva indígena o de los pueblos originarios. Desde la perspectiva liberal que se presenta como universal ninguna podría ser considerada democrática. Justamente ese cuestionamiento es el que se hacen desde las propuestas pos- y decolonialistas. Entonces, ¿cómo entender la naturaleza o la lógica cultural de las políticas indígenas o de otros grupos subordinados si no es en sus propios términos? Y si se sigue negando la factibilidad y veracidad de sus propios planteamientos, ¿no se estará cayendo en la reproducción o reivindicación de una teoría colonialista o de una visión colonial?
El no reconocimiento de los valores o particularidades de quienes no son considerados occidentales o son considerados “otros” produce también formas de exclusión que se imbrican o entretejen con las desigualdades de clase existentes. Es precisamente en el reconocimiento pleno del otro, que incluye su subjetividad, es decir, cómo se expresan y quieren o desean que se les reconozca, que lo universal encuentra sus claros límites, porque lo universal al ser aplicado o llevado a la práctica es traducido como lo único, lo legítimo, lo efectivo. En una sociedad que pretenda ser democrática y aplicar eficientemente políticas redistributivas, se antepone el problema del reconocimiento del “otro” en sus múltiples dimensiones: cultural, económica, política, jurídica, etc. Esto es, las políticas redistributivas que no partan del reconocimiento de que existen diferencias significativas, que no se reducen a lo meramente económico (clase) o a lo político (ciudadanía), generan nuevas formas de desigualdad (Frazer y Honneth, 2006).
Hasta ahora, detrás del discurso de los valores universales o universalistas se encuentra un sistema de dominación que sostiene la desigualdad económica a través de ropajes racistas y epistemicidas, que el decolonialismo denuncia y cuestiona. Hemos padecido discursos universalistas por dos siglos y políticas distributivas basadas en criterios universales que han causado mayor desigualdad, ecocidio, epistemicidio y la reproducción de las desigualdades o de las diferencias sociales justificadas con criterios raciales y étnicos; un modelo de integración único que conducía a la homogeneización de la población y a la negación (el no reconocimiento) de sus formas de conocimiento, de sus creencias, de sus cosmovisiones y, en general, del sistema de valores de los subordinados.
Lehmann le da demasiada importancia al “mundo académico” latinoamericano; yo diría que antes y después del discurso académico decolonial está el discurso de los mismos actores (que no son académicos y quizá nunca se hayan encontrado ni se encuentren con alguna de las obras especializadas de los autores decolonialistas), los pueblos originarios y sus voceros, los consejos comunitarios, los jóvenes y ancianos indígenas o excluidos que se enfrentan a ese régimen de dominación que encubre las diferencias y desigualdades con su discurso excluyente oculto en el discurso de los valores universales. La denuncia de una mentalidad colonialista que permea a las clases dominantes aparece en los años setenta (quizá desde antes en Bolivia y otros países de Latinoamérica) en los discursos de algunos intelectuales indígenas latinoamericanos, como los compilados por Guillermo Bonfil (1981) en el libro Utopía y revolución. El pensamiento político contemporáneo de los indios en América Latina. Los planteamientos de Bonfil muestran claras coincidencias con los llamados estudios subalternos (impulsados por Ranajit Guha1 y predecesores de los llamados poscoloniales), que desde las décadas de los setenta y ochenta realizaron una crítica definitiva a las teorías occidentales, tanto marxistas como liberales, por sus limitaciones para explicar los movimientos campesinos y de otros grupos subordinados. Además, llamaron la atención hacia esa dimensión excluyente de las narrativas modernizadoras y desarrollistas, presentadas como universalistas o con el ropaje de valores universales, pero que no dejan de ser eurocéntricas, como la democracia individualista, procedimental, carente de contenidos, frente a otras formas de participación colectivas, efectivas a nivel local. De esta problemática se deriva una serie de temas y matices que es necesario considerar para ampliar la discusión.
En las sociedades latinoamericanas persisten los prejuicios racistas que incluyen a todos los subordinados, en especial a los afrodescendientes y a los indígenas (con características étnicas particulares o sin ellas, así como características raciales específicas o sin ellas). Aunque el concepto de raza sea inusual, el racismo se mantiene. Pero el racismo sería solo una manifestación externa de la persistencia de relaciones coloniales al interior de las naciones latinoamericanas. Para los autores latinoamericanos, este racismo es heredero del sistema colonial. Pablo González Casanova, uno de los pioneros en la formulación del “colonialismo interno”, dice lo siguiente: “En efecto, el ‘colonialismo’ no es un fenómeno que solo ocurra al nivel internacional –como comúnmente se piensa–, sino que se da en el interior de una misma nación, en la medida que hay en ella una heterogeneidad étnica, en que se ligan determinadas etnias con los grupos y clases dominantes, y otras con los dominados” (González Casanova, 1982: 89). Un camino alterno para explicar la persistencia de la ideología racial en México lo presenta Claudio Lomnitz, quien afirma que en el México independiente la distinción de clase fue de nuevo expresada en términos raciales (Lomnitz, 1992: 276).
Desde la perspectiva crítica al colonialismo interno, lo definitivo no es la raza sino el racismo (el discurso o la mentalidad racista) que niega y subyuga los valores y aportes (la igualdad y el reconocimiento) de las culturas no occidentales o que les asigna características negativas a quienes no parecen occidentales o no se apegan a un patrón de comportamiento definido como civilizado. Esa negación está en la base misma del racismo y se expresa de múltiples maneras en las relaciones entre clases y en las relaciones interpersonales. La sustancialización del racismo no es obra del discurso decolonialista, sino de las clases dominantes que se presentan como portadoras de valores universales. Así como hay mezclas raciales (mestizaje) y culturales (hibridación), también aparecen nuevas categorías para hacer referencia a los subalternos. Hace algunos años se usaba la de “nacos”, ahora volvió a aparecer la de “pata rajada”. De la misma manera hay hibridación y sincretismo, incluso la expansión del protestantismo y del neopentecostalismo, pero ¿el significado es el mismo, por ejemplo, entre los indígenas y las clases medias urbanas?
Lo colonial o la mentalidad colonialista presente en los discursos de las clases dominantes se introduce sutilmente aun en los intelectuales de izquierda, así como en los programas de asistencia social y más todavía en los de desarrollo, que devienen en prácticas paternalistas y en la conformación de clientelas políticas.
Hace unas semanas en una entrevista con un dirigente de una comunidad purhépecha recién reconocida como autónoma aparece una clara formulación de esta mentalidad colonial; ante mi pregunta por los problemas que enfrentaban me respondió lo siguiente: “El principal problema que ahora tenemos es que ni la gente de la cabecera municipal ni algunas personas de la comunidad, aceptan que los indígenas seamos capaces de gobernarnos a nosotros mismos y que no necesitamos ni de los políticos ni de los partidos”. Además, por supuesto, están los problemas de servicios, obras públicas y seguridad que también deben atender con el presupuesto que les ha sido asignado.
Lehmann cuestiona que se equipare la ciencia occidental a la ciencia indígena y no está de acuerdo con el uso del término “conocimientos”. Así también cuestiona que se hable de epistemicidio o de una pluralidad epistémica. Las personas de las comunidades no utilizan el término “ciencia” o científico, sino simplemente otros “conocimientos” o “saberes” y es claro que estos otros saberes se han construido con base en una racionalidad distinta a la científica y tienen un fundamento en una cosmovisión propia. Reconocer una pluralidad epistémica nos refiere a la existencia de distintas racionalidades y maneras de producir conocimientos. En ciertos contextos, estas otras racionalidades pueden tener el mismo valor que las científicas. Stanley Tambiah (1990), a quien difícilmente se podría catalogar como decolonialista, muestra que incluso la ciencia occidental tiene fundamentos en la magia y la religión, que no siempre la producción de conocimiento científico es producto de la aplicación del llamado método científico. Parecería entonces que la supremacía de la ciencia occidental se sustenta también en relaciones de poder. De nuevo, el no reconocimiento de que existen otras maneras y posibilidades de construir conocimiento conduce a la negación de saberes y a su olvido, lo que se podría considerar epistemicidio.
Por otra parte, no se puede negar que hubo y hay extractivismo del conocimiento indígena por parte de empresas capitalistas, no solo de empresas farmacéuticas, también agroecológicas o las que ahora promueven el capitalismo verde. También existe epistemicidio, como el que casi se logra luego de décadas de negación de la medicina tradicional y de todo su bagaje de conocimientos o de prácticas como la partería, ahora reivindicadas por colectivos alternativos urbanos y reconocidas por las mismas instancias oficiales.
Lehmann opone justicia indígena a justicia impartida por el Estado. Cuando se habla de justicia indígena, se piensa en la legitimación de un sistema autoritario y arbitrario al servicio de una facción política, violador de los derechos humanos fundamentales, sobre todo los que atañen al individuo. El de los derechos humanos es, en la actualidad, el discurso hegemónico sobre la dignidad humana y se convirtió en una gramática del humanismo universal. Por este motivo puede considerarse una forma de gobernabilidad global, aunque su aplicación recae en los Estados mismos. El problema reside en que los aparatos del Estado difícilmente actúan de manera neutra. La impartición de justicia por lo general se encuentra mediada por criterios, valoraciones e intereses de la cultura dominante. De ahí la importancia del reconocimiento de los gobiernos por usos y costumbres, que ha sido un reclamo histórico de los pueblos originarios.
Hasta ahora, el reconocimiento de “usos y costumbres” ha significado la ampliación de las posibilidades de demandar y aplicar la justicia. En los casos que he tenido conocimiento, la mayoría de violencia doméstica o entre vecinos, las personas pueden acudir a las autoridades municipales, al Ministerio Público o a las autoridades locales y aceptar sus sanciones. En los casos más graves de delitos federales como robo, asesinato, las mismas autoridades tradicionales acuden a instancias federales. No hay una contradicción entre justicia impartida por el Estado y la justicia impartida por las autoridades locales, sino diversas posibilidades a las que se puede acceder según lo decida la persona afectada. Pero también la apelación a instancias y organismos internacionales de derechos humanos ha permitido a las comunidades indígenas avanzar en el reconocimiento de sus derechos como sujetos colectivos.
El tema del reconocimiento y la aplicación de derechos universales y las iglesias –sean cristianas o de cualquier otro credo– no está resuelto porque casi ningún sistema religioso reconoce derechos universales a quien no pertenece a su credo y, desde mi punto de vista, no se puede considerar como una alternativa que escape a la crítica decolonial. De hecho, Boaventura de Sousa Santos (2014) discute la contradictoria relación entre derechos humanos universales y el surgimiento de los fundamentalismos islámicos y cristianos. Ambos discursos, que han crecido mucho en las últimas décadas, se refieren de manera contradictoria (y ofrecen alternativas distintas), justamente, al reconocimiento de la dignidad humana y la impartición de justicia.
Aplicar políticas redistributivas sin reconocer las particularidades de los sujetos colectivos conduce al acrecentamiento de las desigualdades, lo que se manifiesta en el abandono que sufren las comunidades. El problema histórico ha sido que siempre que se han intentado aplicar valores universales en sociedades estratificadas y con marcadas diferencias culturales (sean étnicas, religiosas o raciales), mediante políticas públicas, terminan marcando más las diferencias y ahondando las desigualdades.
Un ejemplo claro de políticas redistributivas no universales o que parten del reconocimiento de los derechos de sujetos colectivos y que resultan más efectivas, en términos de justicia social, es el reconocimiento de la autonomía y el derecho a gozar de su presupuesto directo para las comunidades y pueblos originarios. De esta manera han logrado intervenir en la definición de obras públicas, la creación de guardias comunitarias, programas de educación y salud, para las mismas comunidades, que antes no se les permitía. La asignación del presupuesto se hace por medio de una combinación de criterios universales (número de pobladores de la comunidad) y particulares (ser reconocidos como comunidad indígena). El reconocimiento oficial se logra mediante la certificación de la comunidad por el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (inpi), cuando es bastante evidente, o por medio de una demanda ante un juzgado federal y entonces se realiza una investigación por el juzgador para constatar la existencia de elementos propios de una comunidad indígena. Sobre todo en estos tiempos, el contar con su propia guardia o policía comunitaria les ha permitido enfrentar el asedio de particulares, de empresas trasnacionales (mineras, madereras, monocultivos comerciales) y del crimen organizado, agentes bastante depredadores que ahora amenazan a las comunidades. La justicia universalista que hasta ahora se aplicó no les garantiza seguridad, ni siquiera una mínima retribución de lo que se extrae.
Algunas pequeñas comunidades como San Benito o Ocumicho, en la meseta purhépecha, hasta hace algunos años recibían, del presupuesto municipal, si acaso 10% de lo que les correspondía al año (entre 150 y 250 mil pesos anuales, y ahora deben de recibir entre dos y dos y medio millones de pesos al año). Además, era la cabecera municipal la que decidía las obras que se realizarían, las empresas que deberían contratarse y las maneras de llevarse a cabo. En caso de algún conflicto, como cuando en las comunidades aparecían grupos del crimen organizado, difícilmente los apoyaban con la policía municipal; es decir, debió reconocerse su condición particular y su autoadscripción étnica, no clasista, para que la aplicación de políticas redistributivas fuera efectiva.
Hasta ahora, la principal demanda de las comunidades indígenas ha sido la defensa y conservación de su territorio y, solo en segundo lugar, las demandas culturales, sobre todo aquellas vinculadas a su patrimonio o lo que consideran su patrimonio material e inmaterial. El movimiento indígena contemporáneo no es un movimiento restauracionista ni de recuperación o resguardo cultural, pero en aquellas comunidades que han logrado la autonomía hay un renacimiento del orgullo local. No hay comunidades cerradas ni prístinas. Pero el cambio y la transformación (la adopción de nuevas prácticas culturales, las mezclas) no significan la negación de sus particularidades, ni de sus derechos como sujetos colectivos. En efecto, como lo sostiene Lehmann, lo que se busca es una ampliación de la democracia y la inclusión en la vida moderna, aunque esto no podrá lograrse sin que también se desmantelen las estructuras coloniales que sostienen el sistema de dominación vigente. Quizá Mignolo, Dussel y Maldonado, o Santos y Quijano, sean representativos de la teoría decolonialista; pero la crítica decolonial los trasciende porque se origina en los actores mismos, en los intelectuales indígenas, incluyendo a un creciente número de feministas indígenas, una gran mayoría de maestros de escuela básica y solo unos pocos formados en universidades y mucho menos con posgrado. Aquí resulta pertinente volver a Emmanuel Lévinas, quien, tanto en Totalidad e infinito (2006) como en Humanismo del otro hombre (1993), reivindica la primacía ética de reconocer al Otro en su totalidad para que el Yo finalmente se reconozca y emancipe. Sin duda, un problema antropológico que hay que seguir discutiendo y al que los decolonialistas ofrecen algunas respuestas, no creo que definitivas, pero necesarias para avanzar en la discusión.
Bonfil, Guillermo (comp.) (1981). Utopía y revolución. El pensamiento político contemporáneo de los indios en América Latina. México: Nueva Imagen.
Frazer, Nancy y Axel Honneth (2006). Redistribución o reconocimiento, un debate político-filosófico. Madrid: Morata.
González Casanova, Pablo (1982). La democracia en México. México: era.
Guha, Ranajit (1982). Las voces de la historia y otros estudios subalternos. Madrid: Crítica.
Lévinas, Emmanuel (1993). Humanismo del otro hombre. México: Siglo xxi.
— (2006). Totalidad e infinito. Salamanca: Ediciones Sígueme.
Lomnitz, Claudio (1992). Exits from the Labyrinth. Stanford: University of California Press.
Santos, Boaventura de Sousa (2014). Si Dios fuese un activista de los derechos humanos. Madrid: Trotta.
Tambiah, Stanley (1990). Magic, Science, Religion, and the Scope of Rationality. Cambridge: Cambridge University Press.
José Eduardo Zárate Hernández es doctor en Antropología (ciesas). Últimos libros publicados: Eduardo Zárate y Jorge Uzeta (eds.) (2016). Lenguajes de la fragmentación política. Zamora: El Colegio de Michoacán; Eduardo Zárate (2017). La celebración de la infancia. El culto al Niño Jesús en el área purhépecha. Zamora: El Colegio de Michoacán; Verónica Oikión y José Eduardo Zárate (eds.) (2019). Michoacán. Política y sociedad. Zamora: El Colegio de Michoacán; Eduardo Zárate (ed.) (2022). Comunidades, utopías y futuros. Zamora: El Colegio de Michoacán.