Recepción: 13 de junio de 2022
Aceptación: 14 de julio de 2022
Tenía 11 años y un tipo pasó en una bicicleta y me apretó un seno. Una señora en la calle me culpó por llevar esa blusa.
En un autobús de largo recorrido, me desperté con la mano de un barbudo bajo mi falda, sus dedos entre mis piernas.
En el metro, un imbécil me tocó por todas partes y se masturbaba. Nadie me ayudó aunque lloré y grité. Tenía 16 años.
En el camión un tipo siempre buscaba repegármela, un día me harté y le di un codazo, todo mundo me miró a mí y no a él.
A mis 9 años en el trolebús, me avergüenza tanto que no soy capaz de compartirlo públicamente (Reina, 2016).
Estos son cinco de los más de cien mil testimonios que se acumularon en cuestión de semanas tras la convocatoria de twitter #MiPrimerAcoso, publicada en marzo del 2016, un poco antes del 8 de marzo, es decir, de la primera gran marcha contra la violencia de género que se organizó en veinte ciudades de México. Es fácil percibir el nivel de violencia de cada una de esas vivencias que sin duda marcaron para siempre la memoria de esas niñas y jóvenes, sus geografías del miedo, las rutas permitidas, los lugares y los horarios donde sus cuerpos femeninos parecieran fuera de lugar.
Así crecemos y nos educamos –es decir, aprendemos a habitar la ciudad– la mayor parte de las mujeres de este país, donde en los últimos años el feminicidio y la desaparición forzada han tomado dimensiones trágicas. Sin embargo, el acoso sexual callejero contra las mujeres no es sólo un fenómeno mexicano, ni siquiera latinoamericano. En junio de 2015, la Universidad de Cornell y Hollaback! –un movimiento internacional contra el acoso sexual callejero– a partir de 16 600 entrevistas realizadas a mujeres de veintidós países, concluyeron que entre 80 y 90% de ellas han sufrido acoso sexual en espacios públicos, 84% de ellas lo experimentaron antes de los 17 años (The Worker Institut, 2015). Empero, si bien se trata de un fenómeno global, cada país, quizás cada ciudad, tiene, si no sus propias expresiones, sí sus propias intensidades y frecuencias: 95% de las mujeres argentinas reportaron haber sido objeto de acoso por la primera vez antes de los 17 años; 79% de las canadienses comunicaron haber sido perseguidas por un hombre o un grupo de hombres; 47% de las mujeres de la India informaron haber sido víctimas de algún exhibicionista; 80% de las sudafricanas cambiaron su manera de vestir para evitar el acoso callejero; 66% de las mujeres alemanas declararon haber sufrido tocamientos o caricias de desconocidos (The Worker Institute, 2015).
El fenómeno también está lejos de ser nuevo. El acoso sexual contra las mujeres y niñas en espacios públicos –desde miradas y palabras lascivas, hasta tocamientos, violaciones, feminicidios y desapariciones forzadas (onu Mujeres, 2019)– es un fenómeno tan añejo como velado y normalizado; por eso es tan difícil hablar de sus tendencias en términos cuantitativos. Sólo recientemente, junto con otros tipos de violencia contra las mujeres, ha empezado a ser visibilizado por amplios y variados movimientos feministas interconectados a escala global. En varios países de América Latina, la legalización del aborto así como las manifestaciones y legislaciones por una sociedad libre de violencia contra las mujeres han sido de los logros más significativos en materia de movimientos sociales contemporáneos. Gracias a esto, el acoso callejero se ha convertido en un punto no sólo de atención, sino también de tensión y polarización entre academia, sociedad, medios de comunicación, legisladores y tomadores de decisiones.
En este contexto, las academias feministas han abordado de manera fecunda el estudio de la relación entre mujeres y ciudad. En el continente americano, algunos de los principales focos de atención se han centrado en las experiencias y los efectos psicológicos del fenómeno en las mujeres (Massey, 1994; McDowell, 1999); la influencia de la arquitectura, el urbanismo y el entorno urbano tanto en la exacerbación (Lindón, 2006; Sánchez y Ravelo, 2013) como en la posible solución del problema (Falú, 2011); las prácticas de movilidad urbana de las mujeres (Jirón y Zunino, 2017; Alvarado, 2021); el continuum de violencia que se establece en una relación entre puertas afuera y puertas adentro del hogar (Koonings y Kruijit, 2007); las motivaciones o los impulsos que llevan al hombre a violentar a la mujer en el espacio público (Segato, 2003).
Sobre la base de estos conocimientos, la pregunta guía del presente dossier trata de entender cómo las mujeres lidian con la inseguridad urbana, se protegen y luchan contra ella en América Latina. Es una pregunta que contestamos mediante seis artículos, todos escritos por mujeres que, ya sea desde la sociología, la geografía, la comunicación o la antropología, movilizan técnicas cualitativas de observación. Uno de estos trabajos se desenvuelve en las periferias de la ciudad de La Plata, en Argentina, mientras que los otros cinco se centran en varias ciudades mexicanas: Puebla, Guadalajara, México y tres municipios de su zona conurbada: Coacalco, Tultitlán y Ecatepec. Más allá de la diversidad geográfica de los trabajos, observamos también una diversidad en los perfiles socioeconómicos de las mujeres que colaboraron en las diversas investigaciones: jóvenes y adultas; de clases medias, medias altas y de grupos populares; profesionales, estudiantes universitarias, vendedoras en mercados, amas de casa.
Si bien les invitamos a adentrarse en cada uno de los trabajos y entender los aportes que hacen a la simple pregunta de qué y cómo hacen las mujeres para lidiar con la inseguridad urbana, protegerse y luchar contra ella, también queremos invitarles a una lectura transversal que permita establecer sobre la mesa de discusión las bases para una antropología de la (in)seguridad urbana con perspectiva de género. Esa perspectiva deberá ser capaz de analizar en qué medida tales prácticas y estrategias, que pueden ir desde la sumisión hasta la organización colectiva, transforman en lo más profundo –a contrapelo y plagadas de contradicciones, inmanencias y retos– la relación cultural de las mujeres con la ciudad.
Con esta mira, primero evocaremos el recorrido intelectual que nos llevó a nuestra pregunta central, después presentaremos brevemente los contenidos de los trabajos, para finalmente resaltar algunos de los aportes y establecer algunas de las preguntas que la lectura transversal de los trabajos nos ofrece.
La necesidad de dedicar un número especial a la relación entre la (in)seguridad urbana y el género surgió en el seno de un proyecto de investigación más amplio que abordaba la privatización de la seguridad pública en contextos metropolitanos.2 Nos preguntábamos cómo, en el contexto de inseguridad y violencia generalizadas en las metrópolis mexicanas desde los años noventa, la seguridad pública, que en principio era responsabilidad del Estado, empezó a ser producida por agencias privadas.3 Nos interesaba conocer los retos que este fenómeno representaba en la sociedad, la cultura y el espacio urbano, enfocándonos hacia la fragmentación socioespacial, la producción y la gestión del espacio urbano, el surgimiento y profundización de nuevas otredades y la exacerbación de la desigualdad entre aquellos que tienen recursos para comprar un servicio de lujo y los que tienen que conformarse con lo que les ofrece el Estado (Zamorano y Capron, 2013; Capron, 2019).
Además de atender estos problemas, la investigación reveló varias aristas del fenómeno que desestabilizaban nuestra propia mirada y obligaban a establecer nuevos cuestionamientos. Entendimos, por ejemplo, que la privatización de la seguridad no sólo implica la intervención de agentes que producen servicios y dispositivos de seguridad con fines comerciales, sino también una multiplicidad de agentes que realizan estas actividades para fines de autoconsumo (por vía individual o en la formación de comités vecinales y grupos de autodefensa urbanos). Por otro lado, reconocimos que, al mismo tiempo que se multiplican los agentes que producen servicios y dispositivos de seguridad, el Estado no se retira del sector, más bien interviene con nuevas lógicas, como el involucramiento de las fuerzas armadas en la seguridad pública o como las tácticas de coproducción que “implican activamente a las comunidades en la prevención integral de la violencia y la delincuencia” (Agudo, 2016: 224). Asimismo, nos convencimos de que el aumento de la percepción de inseguridad no mantiene una relación directa con el incremento de la criminalidad, sobre todo porque “los medios de comunicación y la legitimidad del Estado desempeñan un papel importante en la regulación de los sentimientos de inseguridad” (Zamorano y Moctezuma, 2019: 6). También descubrimos que lo que está en juego no solamente son la tensión y las contradicciones que pueden generarse entre lo público y lo privado, sino más a fondo, entre lo legal y lo ilegal, lo formal y lo informal, lo legítimo y lo ilegítimo (Zamorano, 2019). Finalmente, desestabilizando las operaciones binarias, percibimos que la categoría de lo seguro puede mutar fácilmente hacia lo inseguro, dependiendo de los contextos y los agentes sociales involucrados. De ahí la idea de insistir sobre el concepto de (in)seguridad.
Este conjunto de evidencias impuso la necesidad de formular una nueva pregunta de investigación, a la vez más simple pero más amplia: ¿cómo los habitantes de las ciudades latinoamericanas se protegen en estos contextos de inseguridad y violencia?4
Ante esta pregunta, la cuestión de género reveló imaginarios, miedos, cartografías, prácticas y estrategias profundamente particulares que era imprescindible poner en perspectiva. ¿Cómo entender la particularidad que introduce la dimensión de género en el debate sobre la (in)seguridad urbana? Presentaremos en un primer momento las síntesis de las contribuciones de las autoras, para después ofrecer algunos puntos de reflexión a partir de una mirada transversal, los cuales apuntan hacia la construcción de una antropología de la (in)seguridad con perspectiva de género.
Sin duda Paula Soto es una pionera en México en el abordaje de la relación entre ciudad y género desde una perspectiva interseccional. En este número, su artículo “Geografías del miedo de las mujeres en la ciudad. Evidencia empírica en dos ciudades mexicanas” muestra que la perspectiva feminista sobre la inseguridad urbana ha enfatizado las relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres. Analizando los casos de Puebla y Guadalajara a través de encuestas y grupos de discusión con mujeres, la autora señala que el temor que tienen en el espacio público urbano no es sólo el resultado de un diseño espacio-ambiental deficiente (espacios abandonados, sucios, mal iluminados, angostos…), como varios autores insisten. También es producto del poder que expresan los hombres sobre las mujeres a través del acoso callejero y la violencia sexual que cosifican el cuerpo femenino. La visión feminista nos recuerda la dimensión subjetiva, corporeizada, emocional, de la inseguridad. El artículo de Paula Soto insiste en las huellas sensoriales que dejan estas violencias en el cuerpo y la mente de las mujeres como experiencia traumática. Según la autora, el miedo espacializado conforma paisajes y geografías emocionales con los que las mujeres desarrollan al menos tres estrategias en relación al espacio urbano: de evitación, autoprotección y enfrentamiento.
Miriam Bautista, en “Las chicas ya no quieren divertirse: violencia de género y autocuidado en la zona conurbada a la Ciudad de México”, se centra en las experiencias de violencia y acoso sexual narradas por mujeres jóvenes de grupos populares en la parte norte de la Zona Metropolitana del Valle de México, que suele ser denominada “corredor de la trata” por la cantidad de feminicidios y desapariciones forzadas de mujeres que ahí ocurren. La autora muestra que, si bien las mujeres se sienten vulnerables en el espacio público y encuentran seguro su entorno familiar, la violencia contra ellas se desata tanto afuera de sus casas como adentro. A pesar de ser víctimas del poder machista, naturalizan la violencia y se sienten responsables de las agresiones, a veces feminicidas, que se ejercen contra sus cuerpos por salir por la noche, ir al antro, vestirse de manera provocativa, irse por lugares obscuros, etc. Estos discursos sobre la culpa modelan sus subjetividades y las conducen a la adaptación de estrategias de repliegue o de evitación. Así, las mujeres entrevistadas suelen encerrarse en sus casas y limitar sus prácticas de ocio, sobre todo las nocturnas.
Se suele decir que el espacio público, en particular la calle, es de todos, pero es sobre todo de los hombres. El artículo de Lorena Umaña, “Habitar y transitar la ciudad de México: representaciones sociales de jóvenes universitarias”, propone revisitar esa aserción para analizar las experiencias y las representaciones de estudiantes universitarias de la Ciudad de México, cuando toman el transporte público y tienen que pasar de un sistema de transporte a otro. Analizar el significado de ser mujer en el transporte público, así como las formas de habitar el espacio público, permite a la autora insistir en los temores de las mujeres y, en particular, en las desigualdades, exclusiones y autoexclusiones que experimentan en la ciudad. Umaña observa que sus interlocutoras se preguntan cómo esto afecta su ciudadanía y su derecho a la ciudad, a vestirse como quieren, a estar en la calle en cualquier momento del día o de la noche y a disfrutar del espacio público. Así, estas jóvenes, contrariamente a las entrevistadas por Miriam Bautista, cuestionan y retan la naturalización de la violencia y la exclusión que sufren en el espacio público.
El artículo de Gabriela García y Carmen Icazuriaga va en el mismo sentido. En la Ciudad de México, las autoras analizan las estrategias de mujeres jóvenes profesionales, de clase media y media alta y con educación superior, para desplazarse en un entorno percibido como hostil y peligroso. El uso de las tecnologías de información y comunicación –sobre todo de las aplicaciones a las que pueden acceder mediante sus teléfonos inteligentes para indicar su ubicación, avisar cuando salen y llegan, etc.– resulta una manera no sólo de protegerse a sí mismas, sino de proteger a sus congéneres en un acto de sororidad. Si bien las entrevistadas confiesan que no saben lo que harían en caso de que se presentara un problema, estas prácticas les ayudan a sentirse seguras durante sus traslados, pues generan copresencia e interdependencia (digital) y redes de seguridad. No se quedan inertes frente al peligro, se movilizan, desarrollan capacidades y todo un conjunto de saberes que les permitan desplazarse dentro de la ciudad. En la medida de lo posible, son actoras de su propia seguridad.
Estos trabajos muestran un abanico de prácticas de autoprotección que van desde el repliegue en las casas hasta la elaboración de estrategias conjuntas para protegerse entre sí durante los desplazamientos urbanos. En las estrategias y tácticas desplegadas se ponen en juego los lugares de residencia y destinos de desplazamiento, las ocupaciones y los recursos, factores que al final de cuentas tienen relación con la condición socioeconómica de estas mujeres. La clase y este tipo de recursos materiales tienen un lugar importante en las estrategias de las mujeres para moverse en el espacio público y ocuparlo como lo muestran los dos siguientes artículos.
Gimena Bertoni, en “Estrategias securitarias de mujeres de sectores populares en la periferia urbana platense”, muestra que, a pesar del contexto urbano desfavorable en dos asentamientos populares de la periferia de la ciudad de La Plata, Argentina, las mujeres tienen estrategias no tanto defensivas sino creativas, que les proporcionan cierta autonomía como agentes. Si bien sufren desigualdades interseccionales por ser mujeres y pertenecer a sectores sociales empobrecidos que se cruzan con una fuerte retirada del Estado y una fragmentación creciente, sortean los obstáculos que encuentran en la calle. En particular, “el otro temido” son los jóvenes de las esquinas, a quienes saludan manteniendo distancia para ganarse su respeto. El respeto, la respetabilidad, están en el corazón de la relación entre “las sociedades de las esquinas” y las mujeres, quienes negocian con el significado de la “mujer respetable”. Analizar las estrategias de securización de las mujeres en estos contextos nos invita a considerarlas no como víctimas, sino como actoras de su propia seguridad e ir más allá de una visión que las ve como doblemente afectadas por el temor: el temor de las agresiones sexuales que encuentra un eco en otros temores.
Finalmente, Paola Flores, en “Estrategias de cuidado ante la violencia de género en la Ciudad de México”, muestra que el miedo generado a partir de las experiencias de violencia sexual de las mujeres en el transporte y el espacio público moldea las percepciones que tienen de la ciudad. Ésta es la principal razón por la cual el miedo de los hombres no es igual al de las mujeres. Ellas perciben el espacio público como un ámbito amenazante en un contexto donde las políticas públicas para atacar el problema son deficientes. Por ejemplo, el metro, que es considerado por muchos como un transporte seguro, no lo es para las mujeres donde han vivido acoso sexual y donde se han visibilizado intentos de secuestro. Los acontecimientos de violencia afectan y limitan la vida cotidiana de las mujeres más que la de los hombres. Pese a todo, es interesante el hecho que las mujeres no sólo se protegen entre sí, como vimos en el trabajo de Gabriela García y Carmen Icazuriaga, sino que se organizan y empiezan a socializar información a través de las redes. Paola Flores profundiza en el análisis de colectivos feministas que crean talleres de autodefensa, donde se apuesta a la dimensión colectiva y proactiva para enfrentar situaciones de violencia y perder el miedo al espacio público, a partir de la apropiación del cuerpo como primer territorio.
Como indicamos, la propuesta de este número temático surgió de un proyecto sobre los retos de la privatización de la seguridad pública que derivó en dos vertientes. La primera fue más allá de la tensión entre lo público y lo privado en la producción de la seguridad para abordar más ampliamente los imaginarios, dispositivos y prácticas desarrolladas por la población urbana para protegerse en un contexto de criminalidad e inseguridad. La segunda, haciendo eco a los trabajos de Goldstein (2010), intenta explorar las bases de una antropología de la (in)seguridad urbana capaz de reconocer las apuestas que están en juego con respecto a estos imaginarios, representaciones y prácticas en la configuración de un proyecto socio cultural.
En definitiva, lo que hay en el fondo de estos modos diversos de protegerse ante la violencia y la criminalidad de las ciudades, así como de los imaginarios, las aspiraciones y las espectralidades que de éstas emanan, es
la producción de un nuevo sentido común, de nuevos miedos, de nuevas poblaciones peligrosas, de una reconfiguración de las otredades y, definitivamente, “de un nuevo proyecto de sociedad ajustado a ciertos valores y principios” (Suárez y Arteaga, 2016) (Moctezuma y Zamorano, en prensa).
En estos debates, el concepto de género apareció como un revelador indispensable de procesos finos de construcción de la desigualdad de acceso a la ciudad entre hombres y mujeres. Esta desigualdad está fincada en experiencias, imaginarios, representaciones, miedos y aspiraciones que parten de diversas expresiones del poder patriarcal que se ejerce sobre el cuerpo de las mujeres. ¿Cómo se refleja esto en la relación entre las mujeres y la ciudad?
Buena parte de los trabajos en América Latina que han abordado el tema señalan la escasa presencia femenina en el espacio público. Una de las explicaciones de este fenómeno se encuentra en una sobreposición entre la división familiar del trabajo y la división social del espacio urbano, que confina a la mujer al espacio doméstico y sus entornos barriales, donde generalmente se concentrará en las labores de cuidado de niños y adultos mayores; es decir, en trabajos no remunerados de reproducción (Falú, 2020). Otra explicación se centra en el diseño urbano o el entorno que se genera justamente por la falta de diseño, mantenimiento y cuidado (véanse entre otros Sánchez y Ravelo, 2013; Fuentes et al. 2011).
Lo que dejan ver los trabajos aquí expuestos es que la escasa presencia de la mujeres en las calles tiene que ver también con la violencia urbana, en especial la violencia sexual que ejercen los hombres contra los cuerpos de las mujeres. Veremos en los trabajos de Paula Soto y Miriam Bautista que una de las estrategias más comunes de las mujeres para protegerse es la evitación, esa ausencia de las mujeres en los espacios y los horarios considerados como peligrosos donde sus propios cuerpos parecieran, en el sentido de Doreen Massey (1994), fuera de lugar y, precisamente por eso, susceptibles, y quizá merecedores, de sufrir violencia sexual.
Los artículos que componen este número temático no dejan duda de que los miedos de los hombres y de las mujeres a la ciudad son profundamente diferentes. Mientras que los primeros tienen miedo –con justificada razón– a la violencia, el robo, el secuestro y la desaparición, las mujeres, además de acumular esos mismos miedos, temen sobre todo la violencia sexual, que va desde la mirada lasciva o el tocamiento hasta la violación y el feminicidio.
Este miedo femenino a la ciudad es ancestral (Segato, 2003; Rubin, 1996), pero se reinventa, actualiza y naturaliza cada día. Hoy como ayer, ante la violación, la desaparición o el asesinato de tantas jóvenes y niñas en América Latina, seguimos escuchando entre los medios de comunicación, los políticos y la sociedad argumentos que culpabilizan a las víctimas: “llevaba minifalda, seguro era una escort, no se sabe qué hacía en ese lugar y a esas horas”.
Esto permite entender la dimensión espectral del miedo de la mujer –necesariamente intersubjetiva (Das, 2008)– y permite abordar desde un punto de vista original una paradoja que varios autores sustentan a partir de cifras estadísticas: mientras que las mujeres presentan más temor que los hombres a la ciudad, los hombres presentan mayores índices de victimización al delito. Una explicación ofrecida por Kessler (2011) propone que muchos de los hombres que sufren violencia en la ciudad están involucrados con algún grupo delictivo. Las mujeres, por su parte, sufren de esa violencia de manera más aleatoria. Otra explicación, que cita Gimena Bertoni en este número, retoma la dimensión espectral de la violencia contra la mujer mediante la metáfora de la sombra (Warr, 1985): esta tesis, indica Bertoni, implica que el miedo a las agresiones sexuales tiene un efecto amplificador sobre el miedo a otros tipos de delito y obscurece las especificidades sobre la percepción de inseguridad de las mujeres.
Sin duda estas propuestas aportan a la discusión. Sin embargo, es necesario señalar, como los artículos de este número lo hacen de manera clara, que la mujer teme sobre todo a la violencia sexual, a la violación, claro –que a veces se refleja en las estadísticas–, pero también a las miradas y palabras lascivas, al exhibicionismo y al tocamiento abusivo, que generalmente pasan por el silencio y la soledad de las víctimas, como vimos en las declaraciones del #MiPrimerAcoso y como veremos en los artículos que conforman este número. Cuando se tome conciencia de las diferencias entre el miedo masculino y el femenino y del subregistro estadístico de todos los tipos de acoso callejero contra las mujeres, dejará de sorprender que en las estadísticas la mujer tenga más miedo que el hombre a la ciudad. Lo que debemos enfatizar es que se trata de otro tipo de miedo.
Pero las contribuciones de este número temático no se conforman con revelar la dimensión del miedo como factor que construye la relación de las mujeres con la ciudad. También enfatizan los recursos materiales y socioculturales que las mujeres despliegan para poder desplazarse y ocupar espacios públicos. Pese a la frecuencia con que se alude al autoconfinamiento en el hogar (en especial entre los grupos menos favorecidos), en muchos casos ganan la necesidad y el deseo de desplazarse en la ciudad, de hacer propios sus espacios públicos y semipúblicos, no sólo como una herramienta para poder trabajar o estudiar sino también para fines recreativos. Como escriben Gabriela García y Carmen Icazuriaga: las mujeres se niegan a que el temor siga siendo la condicionante de su movilidad.
Preguntarse sobre qué y cómo hacen las mujeres para protegerse en un medio urbano que les es doblemente adverso –tanto por la criminalidad común como por la violencia sexual– permite ver no sólo las prácticas de sumisión al orden patriarcal, sino también las formas de cuestionarlo (Lorena Umaña); esquivarlo discreta y creativamente (Gimena Bertoni) y confrontarlo de modo organizado (Gabriela García y Carmen Icazuriaga; Paola Flores). Esto no nos habla de un proyecto sociocultural único, sino de la confrontación de al menos dos proyectos que habrá que seguir estudiando, porque ahí encontramos un motor de cambio.
En efecto, la lectura transversal de estos textos revelará que, para la comprensión de la relación entre (in)seguridad urbana y género debemos observar las intersecciones entre violencia sexual, espacio urbano y miedo que actuarán de modo diverso según las experiencias, edades y recursos sociales, culturales y materiales con los que cuentan las mujeres. Asimismo, estas lecturas nos invitarán a observar otros sentimientos y emociones que emergen de la inseguridad (Kessler, 2011), como la ira, la indignación y el deseo de cambio. Sin duda, sentimientos que empiezan a ganar importancia entre las mujeres, no de modo homogéneo sino con velocidades extremadamente diversas y plagadas de contradicciones.
Dedicamos este número a nuestr@s hij@s y a su generación: por la conquista de su ciudad.
Ciudad de México a 13 de junio de 2022
Agudo, Alejandro (2016). “Encuentros ciudadanos con la policía y coproducción de seguridad entre el Estado y la familia”, en María Eugenia Suárez de Garay y Nelson Arteaga Botello (ed.), Violencia, seguridad y sociedad en México. México: comecso/Foro Consultivo Científico y Tecnológico, pp. 223-250.
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Claudia C. Zamorano Villarreal es licenciada en urbanismo y diplomada en geografía urbana, en 1999 obtuvo el grado de doctora en Ciencias Sociales con especialidad en estudios urbanos de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (ehess). Desde 2000 es profesora investigadora del ciesas Ciudad de México. Las problemáticas urbanas son su principal interés, centrándose en las prácticas residenciales de obreros y clases medias, los movimientos sociales urbanos y la antropología de la (in)seguridad urbana. En 2011 fue investigadora huésped en la City University of New York (cuny). En 2014 su libro Vivienda Mínima Obrera en México Posrevolucionario: apropiaciones de una utopía urbana obtuvo el premio a la mejor investigación en Antropología Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Desde 2016 es responsable de un proyecto de Ciencia Básica del Conacyt sobre prácticas de seguritización urbana en el Valle de México.
Guénola Capron es licenciada en geografía, doctora en geografía y ordenamiento territorial por la Universidad de Toulouse le Mirail. Fue investigadora en el cnrs en Toulouse e ingresó a la uam unidad Azcapotzalco en 2010. Fue investigadora en el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos (cemca) y es asociada de esa misma institución y del lisst-Cieu (Centre Interdisciplinaire d’Etudes Urbaines). En 2020 fue profesora invitada en el departamento de geografía de la Universidad Toulouse Jean-Jaures. Su trabajo es sobre las transformaciones del espacio público bajo perspectivas como el comercio, la movilidad urbana y la seguridad. Más recientemente se ha interesado en temas de alimentación. Desde 2016 es responsable de un proyecto de Ciencia Básica del Conacyt sobre la producción material y social de las banquetas en la Zona Metropolitana del Valle de México.