Recepción: 25 de mayo de 2019
Aceptación: 5 de junio de 2019
La consolidación de proyectos conservadores sostenidos por actores políticos y religiosos en América Latina no es una novedad: el continente ha visto avances y crisis de gobiernos populares, dictaduras sangrientas, discursos violentos y procesos de ampliación de derechos que se cumplen con distinta intensidad y temporalidades desacopladas en distintos países. El matrimonio heterosexual, el control de los padres sobre la educación de los hijos y el papel medular de la mujer como base de la estructura familiar están en el centro de las líneas de pensamiento de estos proyectos conservadores y los llevan a desarrollar acciones concretas en el espacio público, relacionadas con la oposición a las leyes de educación sexual, a la legalización del aborto y a la ampliación del derecho al matrimonio a las personas homosexuales.
Los modos de nombrar esta tendencia son objeto de discusión en esta sección, pues la denominación misma es un problema: son expresiones compuestas por sectores diversos social e incluso políticamente, reivindican transformaciones de espesor variado según el contexto se los permita. La prensa progresista suele tildarlos de tradicionalistas porque ensalzan el orden y la memoria de las sociedades premodernas, fascistas por su gusto por las jerarquías y por su afición a los símbolos militares, y aun así se caracterizan por el uso de tecnologías, la construcción de la comunidad a partir de elementos organizativos inspirados en los desarrollos de gestión empresarial y el recurso a los medios de comunicación y su manejo.
A partir de estas ideas, ordenamos nuestra discusión alrededor de tres preguntas, que los autores contestaron basándose en la experiencia de cada país.
Nuestra posición puede ser descrita por la expresión hegeliana sobre el conocimiento de que el búho de Minerva sólo alza vuelo al anochecer. Todavía no es noche. Hay incluso mucha luz, la ofuscación de lo que ocurre sin esperarnos y el alarido cacofónico de voces que anuncian un nuevo cortejo de poderosos. Así, la fuerza de nuestras interpretaciones sigue muy mezclada con reacciones y apuestas, in media res. Lo que todavía hacemos son relaciones ad hoc entre acontecimientos de carácter puntual o general y fragmentos de análisis de tiempos pasados en los que “lo peor” ocurrió. Hay una tendencia a tomarse los conservadores religiosos como proxies de “la religión” como tal e inflar su poder de determinar los acontecimientos, presentándoles como la propia encarnación de la amenaza a “nuestros” valores liberales y/o democráticos. Lo que muchos logramos hasta ahora fue participar del marco antagonístico creado y, por lo tanto, seguimos como actores de la situación.
Está en cuestión la idea misma de que la historia ya nos brindó modelos o escantillones que nos ahorrarán el trabajo de producción de un marco de comprensión. Empecemos por librarnos de la idea de contexto como un legado de experiencias pasadas e interrogarnos sobre la especificidad de nuestra situación contemporánea. Todavía tendremos que hablar de contexto, pero en dos sentidos fundamentales: como priorización del acontecimiento sobre la tradición heredada y como parte de nuestra propia ubicación relacional como analistas en esa lectura de lo real. Contexto es construcción abierta, contestable y relacional. No es un dado, no está afuera, allá.
Segundo, necesitamos auscultar la situación, hablar menos y oír con atención y humildad lo que dice la gente, sin perder la perspectiva de que el habla de los agentes sociales no es en sí misma la clave de comprensión de lo que hacen y piensan. Si la idea de contexto llama nuestra atención a la necesidad de reforzar el lazo con “lo que pasa”, tampoco hay contexto sin referencia a marcos más amplios de inteligibilidad: teorías, metodologías, narrativas y proyectos de acción. Aquí, yo creo que más que los términos que moviliza la pregunta es importante incorporar la cuestión de la crisis de la democracia como régimen y como propuesta de gestión de lo social en sociedades cada vez más acosadas por la idea del mercado capitalista como medida de todas las cosas.
Si pensamos en la década entre 1970 y 1980, el Perú tiene un gobierno militar de corte reformista que, siendo autoritario y nacionalista, realiza una reforma agraria afectando seriamente a las elites oligárquicas; una reforma educativa que renueva métodos de enseñanza y aprendizaje, así como otras medidas de distinta índole que reforzaron su carácter dictatorial, como la expropiación de la prensa y el control de la libre expresión, expulsando periodistas del país, y el despido de miles de trabajadores a raíz de una huelga, lo que acompañado de la crisis económica que se iniciaba apuró el cambio de régimen hacia la democracia.
Este fue un tiempo en el que la Iglesia católica en el Perú estaba echando nuevas raíces en su relación con los pobres en el campo y las ciudades, que estaban en un proceso de urbanización acelerado. Viviendo con los nuevos habitantes de lo que llamaron Pueblos Jóvenes, compartieron sus luchas e ilusiones. Participando como pobladores, contribuyeron a mejorar las condiciones de vida de los nuevos habitantes de las barriadas, con frecuencia en relación con otras iglesias y organizaciones sociales, incluidos
los partidos políticos, que juntos fortalecieron una sociedad civil capaz de resistir las medidas controlistas del régimen y aprovechar los espacios de cambio que se abrían. Este tiempo estuvo muy marcado por la práctica de las comunidades cristianas de base, por la teología de la liberación, la opción por los pobres, el protagonismo popular que respeta las identidades sociales, culturales y políticas de los ciudadanos de toda condición social, y más adelante por los derechos humanos. Se enfrentaron problemas económicos cuando se produjeron despidos masivos y se hacían ollas comunes, y de manera más estable se formaron comedores populares para luchar contra el hambre y la pobreza producidas por el desempleo y la inflación, por iniciativa de ciudadanos laicos, solidarios.
Mirando el tiempo democrático que se abre en 1980 con las elecciones, y las posibilidades de hacer política, en el Perú han coincidido varios factores que contribuyeron a generar un contexto donde las fuerzas conservadoras, que consideran hasta hoy al gobierno militar del lado de los movimientos que impulsan los derechos humanos y ciudadanos, empezaron a estar más presentes de diferentes maneras.
Analizando la economía, la crisis de 1980 que golpea América Latina afecta al Perú desde el gobierno, entre 1980 y 1985, de Fernando Belaúnde Terry, quien logró negociar la crisis, lo que no fue igual con las políticas de Alan García (1985-1990), que desataron una hiperinflación consistente en maxidevaluaciones del tipo de cambio y con maxiaumento de los precios públicos (Dancourt, 1995), con consecuencias tremendas para la población.
El gobierno que siguió fue el de Alberto Fujimori, cuya elección llevó a la práctica desaparición de los partidos políticos en 1990 al vencer en las elecciones en segunda vuelta a Mario Vargas Llosa, con su partido Frente Democrático, que encabezó la primera vuelta pero no con los votos suficientes para ser elegido, y al apra, que quedó en tercer lugar.
Fujimori cerró el Congreso a los dos años de gobierno, y forzado por la oea convocó a nuevas elecciones para un Congreso Constituyente Democrático. Se dedicó al asistencialismo para acercarse a las masas populares que lo habían elegido, contó con apoyo del ejército y logró ser reelegido como presidente en 1995 contra Javier Pérez de Cuellar, antiguo Secretario General de Naciones Unidas, respaldado por un partido de centro izquierda, y luego en 2000, en elecciones muy cuestionadas por la oposición, en medio de escándalos políticos y de corrupción, llevaron a la renuncia de Fujimori desde el exterior del país, con lo que empezó la transición hacia un nuevo gobierno.
En la primera elección, Fujimori contó con Carlos García y García, pastor de la iglesia bautista, como su primer vicepresidente y con el apoyo de otras iglesias evangélicas que confiaron en él. Pero luego del cierre del Congreso, García y García se distanció, junto con otros evangélicos. Más adelante ha contado con el apoyo de otros grupos más conservadores que buscan acceder al poder para extender sus iglesias y lograr la igualdad religiosa, así como la defensa de la familia y de la vida. Su cercanía al apra también es notable, y han formado sus propios partidos políticos, como el Pastor Lay, que después de ser parte de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, ha sido candidato y elegido como congresista y es miembro del Partido Restauración que lo ha apoyado en su candidatura presidencial.
Fujimori también tuvo una relación muy cercana con monseñor Juan Luis Cipriani mientras era arzobispo de Ayacucho, el centro de la dirección de Sendero Luminoso y de sus ataques a población civil, donde hubo muchas violaciones de derechos humanos.
En Chile, el mundo evangélico, principalmente en su línea protestante, comienza a participar de la política en el último cuarto del siglo xix en partidos liberales y radicales. Esta participación se reanuda en la década de 1930, cuando paulatinamente se van integrando los pentecostales, aunque no logran llegar al nivel de diputados, pero sí forman parte de sindicatos y gobiernos municipales y regionales, tanto por elección popular como por cargos de confianzas. En cambio, los evangélicos protestantes (anglicanos y luteranos) logran elegir varios diputados en partidos de centro-izquierda. Esta relación evangélico-política, en su vínculo con la centro-izquierda, se extendió hasta 1973 (Mansilla y Orellana, 2018), relación que se rompió con la irrupción de la dictadura, pero esta ruptura comenzó en la década de 1960.
La crisis evangélicos-izquierda vino de parte de la misma centroizquierda. Ésta cuestionó la legitimidad social de los evangélicos en su relación con los sectores populares y también su compromiso político con lo nacional y latinoamericano tal como lo mostraba el catolicismo a partir del Vaticano II y la Teología de la Liberación. Cuestionaban su vínculo con Estados Unidos cuando éstos se acercaron al mundo pentecostal chileno, que siempre había sido independiente económica e ideológicamente, para ofrecerles ayuda humanitaria. Se produjo una mercantilización de la solidaridad con la creación de Ayuda Social Evangélica (ase), mercantilizada en 1958 por la Church World Service fue instrumentalizada por el gobierno estadounidense a través del programa Alianza para el Progreso (d’Epinay, 1968). Esa instrumentalización se hizo muy visible durante el megaterremoto que sufrió el sur de Chile en los años 1960.
Fue así como tanto los sacerdotes católicos como los intelectuales de izquierdas destacaron la mercantilización de la solidaridad y el peligro real de constituir a eeuu como el “modelo de sociedad”. Junto a eso, también se hacía visible la llegada de los evangelistas estadounidenses profetizando sobre el peligro del fantasma marxista, que incentivaban a seguir el modelo capitalista de Estados Unidos. Dividían el mundo en dos: las izquierdas políticas que eran del diablo, y eeuu que estaba de parte de Dios. En este apologismo religioso-político negaban que hubiese intenciones políticas y económicas. Tampoco empleaban la palabra capitalismo. Esta “guerra fría religiosa” dividió el mundo evangélico en, cuando menos, los evangélicos astutos (conservadores) y los ingenuos, autoproclamados apolíticos, quienes veían un modelo de Dios en la sociedad de eeuu y, por otro lado, los progresistas y ecuménicos, donde estaban la Teología de la Liberación y el Consejo Mundial de Iglesias. Éstos instaban a los cristianos latinoamericanos a liberarse de los yugos patronales e imperialistas. Sin embargo, los primeros contaron con el apoyo de los patrones (militares, empresarios y políticos), mientras que los segundos, extasiados con la liberación del patrón y teniendo como imaginario la llegada del reino de los cielos a la tierra para beneficio de los pobres: creyeron que los líderes económicos y políticos nacionales apoyarían su utopía y esperanzas milenaristas de los oprimidos, pero finalmente venció el milenarismo de los opresores.
Para el caso colombiano, la inclinación de la balanza de los poderes hacia regímenes autoritarios, xenófobos, homofóbicos, racistas, discriminantes y patriarcales que se ha constatado en el planeta y específicamente en América Latina durante las últimas décadas, constituye no un cambio o una emergencia, sino una expresión de la hegemonía vigente. Y si bien muchas personas ven con optimismo el avance del apoyo a ciertas propuestas divergentes (el aumento de votantes por partidos políticos no tradicionales y ciertas reivindicaciones constitucionales por parte de las mujeres, de minorías étnicas o sexuales), es también claro que las victorias de las iniciativas autoritarias han contado con respaldos cada vez más numerosos y que sus alcances, su fuerza y el apasionamiento social que les caracteriza son cada vez más radicales. Ello ha llevado a una mayor polarización y a una sociedad más tensa, a pesar y precisamente a propósito de las conversaciones realizadas en La Habana y finalizadas con el llamado “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera”.1
Varios hechos nos muestran esta tensión y los triunfos de los sectores cuyas características ya mencioné, y que por comodidad llamaré en adelante ultraderecha. A manera de ejemplo, mencionemos cuatro hechos emblemáticos: el plebiscito por la paz, las elecciones presidenciales, la consulta contra corrupción y la continuidad de la violencia sociopolítica expresada en el incremento de los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos.
El plebiscito fue el mecanismo elegido por el gobierno de Santos para refrendar los acuerdos hechos en las largas y concienzudas conversaciones con las farc en La Habana durante cerca de seis años. El resultado de dicho plebiscito, que sorprendió al gobierno y a miles de observadores en el ámbito mundial, fue de 50.21% en contra del acuerdo y 49.79% a favor. La oposición, dirigida por los sectores de ultraderecha, logró ese triunfo, si bien por muy pocos votos,2 mediante una campaña de carácter religioso centrada en afirmaciones sobre que en los acuerdos había la llamada “ideología de género”, que se entregaba el país al comunismo ateo “castro-chavista” y que los delincuentes no tendrían el castigo merecido.
Las elecciones presidenciales de 2018 mostraron en la primera vuelta un sector mayoritario inclinado a favor de la implementación de los acuerdos de paz, la lucha contra la corrupción y la adopción de medidas favorables a una mayor equidad social.3 Sin embargo, para la segunda vuelta, los sectores de la elite prefirieron ratificar su pertenencia al bloque hegemónico, vinculándose al candidato de la ultraderecha, hasta antes de las elecciones desconocido, que respaldar la candidatura de Gustavo Petro. Los argumentos del “castro-chavismo”, exguerrillero ateo, amenaza contra la propiedad y la familia, se movieron con fuerza y llevaron a los conocidos resultados.4 Algunos sectores liberales promovieron igualmente una consulta plebiscitaria basada en la afirmación institucionalista de que el país está mal debido a que sus entidades han sido cooptadas o sometidas por la corrupción, y por supuesto los escándalos de carácter nacional e internacional alimentan demoledoramente dicho argumento. Sin embargo el plebiscito, a pesar de recibir un apoyo en votos muy superior a los votos con los cuales fue elegido el presidente, no logró los necesarios de acuerdo con lo establecido en las leyes. Lo interesante para nuestro análisis es que la propuesta no contó con el respaldo de la dirigencia de las iglesias, ni la católica ni de otras confesiones, a pesar del obvio argumento ético que había tras ella. Dicho no respaldo se debió entre otras razones al hecho de que quien estaba a la vanguardia de la propuesta era una lesbiana.
Un silencio semejante se produce en torno a la sistemática masacre de líderes sociales y defensores de derechos humanos, que se ha intensificado después de la firma de los acuerdos de paz. Este hecho, por una parte, hace clara la relación con la traicionera historia de los acuerdos de paz en el país, cuya más reciente expresión fue el asesinato de más de cinco mil personas que se vincularon al partido up tras los acuerdos de cese al fuego establecidos en marzo de 1984 entre el gobierno de Belisario Betancurt y las farc, y por otra parte muestra con claridad las verdaderas dimensiones e intencionalidades de la guerra que se ha librado, no sólo en Colombia sino a escala planetaria, en contra de los pueblos y de las poblaciones inermes (Lozano, 2018)5 por parte de complejos intereses financieros y extractivistas.
En noviembre de 2009, la portada de la revista The Economist explicitaba el entusiasmo del mundo con Brasil. En términos económicos, después de la desconfianza de algunos con la inclusión del país como uno de los brics, la decisión se mostraba acertada. Además del crecimiento promedio del pib de 5% al año, afirmaba uno de los reportajes de la revista, Brasil se destacaba en el bloque: “Al contrario de China, es una democracia. A diferencia de la India, no tiene insurgentes, conflictos religiosos o étnicos o vecinos hostiles. A diferencia de Rusia, exporta más que petróleo y armas y trata a los inversores extranjeros con respeto”. El entusiasmo no era sólo extranjero. En el país había un reconocimiento generalizado del cambio masivo en la capacidad de consumo de las clases más bajas y los indicadores de pobreza y mortalidad infantil llegaban a números nunca antes alcanzados. Al final de la primera década del siglo xxi, parecía que finalmente Brasil dejaría de ser el país del futuro para volverse una realidad del presente.
En ese escenario, Lula, un exlíder sindical que ocupaba puestos de protagonismo en la política brasileña desde la década de 1980, nombró como sucesora en la presidencia de la República a Dilma Rousseff, elegida para dos mandatos consecutivos, en 2010 y en 2014. Dilma, una figura mucho más técnica que política, tendría la oportunidad de ampliar aún más la visibilidad del país en el escenario internacional. Además, tenía por delante la oportunidad de albergar tres de los principales megaeventos del mundo: la Jornada Mundial de la Juventud, en 2013; la Copa Mundial de Fútbol, en 2014 y los Juegos Olímpicos, en 2016.
Sin embargo, la “pauta Brasil” tuvo que ser adelantada en los noticieros del mundo. En junio de 2013, una serie de protestas, en un principio contra el aumento en el precio de los pasajes de autobuses, adquirió proporciones inesperadas. En el periodo de un mes, la secuencia de cinco manifestaciones en diferentes ciudades del país hizo salir a las calles a millones de personas. Las consignas eran difusas. Lo que empezó con el precio del transporte público terminó reuniendo las más variadas reivindicaciones, desde la demanda de reforma política hasta la democratización de los medios. Era el signo de un descontento difuso y generalizado que en uno de sus últimos actos se volvió contra la clase política y, simbólica y literalmente, llevó a una multitud a ocupar el frente del Congreso nacional y de otros edificios emblemáticos de la administración federal, en Brasilia.
En 2013 el pueblo se encontró en las calles. En los años siguientes, la multitud se dividió y pasó a ocupar los dos lados de la calzada. Los debates públicos se polarizaron, las disputas políticas dividieron el país, Lula está preso, Dilma sufrió juicio político y el país se hundió en una crisis de la que aún intenta salir.
La interpretación sobre la secuencia y la relevancia de cada uno de estos hechos varía bastante, pero dos aspectos parecen guardar algún consenso. En primer lugar, los elementos claves para comprender el Brasil de 2019 reposan en las transformaciones políticas y sociales que el país experimentó a partir de 2001, cuando Lula fue elegido presidente. Es decir, lo que está en juego es una historia cuyos personajes no sólo están activos y protagonizando diferentes embates, sino que también se disputa la narrativa sobre cómo se dio ese proceso tan intenso y breve de ascenso y declive del país. El segundo aspecto es que junio de 2013 fue un punto de inflexión en la vida pública de la nación. Los nuevos actores entraron en escena en ese momento y contribuyeron a la conformación del marco polarizado que se estabilizaría y que pasaría a servir como métrica de la lectura sobre la posición política de cada uno. Fue a partir de aquel momento que, en la disputa por la narrativa de la historia reciente del país, el vocabulario del análisis y de la contienda incorporó como palabras frecuentes “derecha”, “conservadurismo”, “fascismo” y “fundamentalismo”.
El contexto histórico y social que nutre el surgimiento de expresiones conservadoras es el de la incertidumbre. Por un lado, vivimos el desplome del neoliberalismo, como país vecino de la nación más poderosa del mundo. Si con la crisis del socialismo cayó el muro de Berlín, la crisis del neoliberalismo busca sostenerse construyendo un muro que divida a Estados Unidos y América Latina. El presidente Donald Trump se ha empeñado en amurallar los miedos que produce el éxodo de sociedades que han sido expoliadas por el mercado global. La metáfora del muro se multiplica en el territorio, en la política, en los fraccionamientos privados, en los lugares de exclusividad, en el lenguaje de otredad. El muro es una manera de vivir protegidos del otro y del exterior. Es una manera de no reconocer las debilidades ni enfrentar los riesgos internos y de extender los miedos hacia los otros, los exterminables. Esto es sin duda principio de racionalidades fascistas. El muro es también parte de lo que define a México y de lo que éste reproduce en su relación con Centroamérica y con sus poblaciones indígenas.
Por otra parte, vivimos el desgaste de las democracias modernas. En México la violencia y con ella la inseguridad han crecido en forma sin precedente. Además de los robos, los cobros por “la plaza”, las extorsiones, los secuestros exprés y los desaparecidos, diariamente leemos noticias escalofriantes sobre el descubrimiento de fosas clandestinas donde fueron enterradas miles de personas de las cuales no se sabe nada. En México se hace honor a la canción vernácula: “la vida no vale nada”. Las sociedades criminales (a las que lo de “narco” ya les queda muy chico) ponen constantemente al Estado en jaque y mantienen a la sociedad civil presa de su poderío (por ejemplo, el robo de gasolina conocido como “guachicoleo”). Esta situación de inseguridad generalizada se explica como efecto de la corrupción y la impunidad, y por tanto reclama justicia, castigo y mano dura. Alienta a sectores de derecha que expresan la desvalorización de los derechos humanos. Por otra parte, gran parte de la sociedad apoya al nuevo presidente Andrés Manuel López Obrador, un político formado en el autoritarismo del Partido Revolucionario Institucional, que instrumenta discursos de izquierda con dogmas conservadores cristianos, y que constantemente busca implementar proyectos nacionales desvalorizando los procedimientos democráticos y la construcción de consensos. La urgencia de enderezar el país permite que se debiliten las instituciones y la democracia, y ello puede derivar en un nuevo Estado autoritario que fortalece la presencia del ejército en todas las áreas y adelgaza la participación de la sociedad civil.
Las últimas décadas fueron acumulando acontecimientos que si aislados no parecían apuntar en la dirección de un backlash conservador, por otro lado produjeron una persistente erosión de los marcos sobre los cuales se construyó el orden de la posguerra y de las posdictaduras latinoamericanas. El avance de la pluralización, con su inevitable impacto sobre representaciones y prácticas de la nación, de la identidad cultural (y religiosa), de las identidades colectivas y de los vínculos familiares, se dio en medio de una acumulación de fuerzas que el momento democratizador permitió. Las fuerzas conservadoras se pusieron a la defensiva. Pero lo social es relación, más que estructura cerrada. Y la traducción de las aspiraciones democratizantes y pluralizantes en plataformas de gobiernos y movimientos se dio de forma incompleta: se negoció demasiado con el enemigo y se permitió la conocida estrategia de la acumulación de fuerzas para pequeños y grandes ataques.
En Brasil, bajo el signo de la confluencia perversa entre las demandas por una esfera pública ampliada de lo estatal a lo no estatal y el discurso de la libertad de mercado surgieron formas de espiritualidad emprendedoras, competitivas y adversas al pacto sincrético construido por el catolicismo. El pentecostalismo es la forma más popular y articulada de esas espiritualidades. Pero el propio pentecostalismo fue más un locus que una matriz de esa confluencia en el campo religioso, con reflejos directos en lo político. Lo que comenzó como la “minoritización” pentecostal brasileña de los años 1980 no desembocó de forma lineal en el actual ensamblaje de
neoliberalismo, autoritarismo político y conservadurismo moral. Hubo disputas internas y vencieron las tendencias más reaccionarias. Pero cosas parecidas también han ocurrido con el catolicismo, el protestantismo histórico y el espiritismo.
Si hemos hablado del contexto en el que surgen los conservadurismos, nos toca explicar qué entendemos por conservadurismo político y religioso, y cómo está presente en el Estado y en la sociedad.
Tomo una primera idea central del libro de Alberto Vergara que se llama Ciudadanos sin República. De la precariedad institucional al descalabro político (2018: 14-15) para explicar que diferenciaría dos grandes visiones políticas del país: el “hortelanismo” (tomado del “perro del hortelano, que no come ni deja comer”) y el “republicanismo”. La primera visión es desarrollada por Alan García, la segunda, por Valentín Paniagua, el presidente de la transición en 2001, y lo hacen desde “el ápice del poder”, como presidentes de la República. Los objetivos del “hortelanismo”, para García, están centrados en la modernización del país a través de la inversión privada, en contra de ciudadanos que atrasan al país, y en la economía abierta. Los del “republicanismo”, para Paniagua, se resumen en “el autogobierno y legitimidad de la política pública”, y comprenden la lealtad a la Constitución, la necesidad de reinstitucionalizar el país, y “que nadie se sienta excluido” (Vergara, 2018: 15).
Si, como dice Javier Iguíñiz (entrevistado) “entendemos por neoliberalismo el autoritarismo político combinado con liberalismo económico”, el conservadurismo en el Perú no tiene una connotación estrictamente liberal. El carácter mercantilista en la economía y el rentismo que lo caracteriza se combina con el mencionado autoritarismo en la política y la captura del Estado. En este contexto, el conservadurismo en la política, relacionado con el mercantilismo en lo económico, no se expresa por lo tanto en términos del fascismo, esto es, en un nacionalismo económico, porque se siguen abriendo los mercados, a la competencia extranjera, sin dejar por ello la estrecha asociación de las empresas y el Estado. Y en el lado político, la democracia resiste los intentos autoritarios de caudillos políticos y la corrupción generalizada.
Los siguientes gobiernos después de Fujimori (Toledo, García, Humala y Kuczynski), ya en el 2001, pese a las reformas del breve gobierno de transición de Valentín Paniagua, logran mantener la alternancia democrática por primera vez en dos siglos de República en el Perú (en el 2017 Kuczynski renunció presionado por el Congreso y lo reemplazó su vicepresidente Martín Vizcarra). Todavía estamos en una situación en la cual se registra una gran debilidad en las instituciones y los liderazgos democráticos, con la consiguiente expansión de la corrupción y la continuación del poder de las empresas sobre el Estado. No llega a ser por lo tanto una situación por la cual la democracia se convierta en dictadura y tampoco una en la cual la apertura del mercado a las importaciones y a la inversión extranjera lleva a la desaparición del mercantilismo y el aumento de la competencia económica bajo reglas del mercado.
Los conservadurismos tienen presencia débil en el Perú, pero es importante la resistencia que tienen frente a la existencia de libertades personales en campos como la familia, la salud reproductiva y otras demandas que son impulsadas por ciudadanos y por los organismos internacionales de las Naciones Unidas.
Para el caso de Chile, sólo los evangélicos de clase media, que eran muy escasos (mientras la gran mayoría estaba en la pobreza), hicieron causa común con el ecumenismo, mientras la gran mayoría iba tras el “pan y los peces” entregados y prometidos por las iglesias estadounidenses. Pero para ello, debían alejarse del “hermano de clase” socialista, porque para los predicadores y evangelistas, influidos por el macartismo, era la serpiente que finalmente se apropiaría de Chile y transformaría los templos en tabernas y prostíbulos. Ante ese miedo y esa amenaza, los pastores evangélicos, llamaban a sus feligreses a apartarse de la izquierda, de los sindicatos y de toda organización popular y barrial. Sin embargo, el “pan y los peces” sólo fueron el cebo, ya que lo que importaba era quitarles a los evangélicos su autonomía ideológica y hacerlos dependientes de la ideología religiosa conservadora y capitalista estadounidense a través de la literatura, biblias e himnarios. Fue lo que finalmente cautivó a los evangélicos, no sólo chilenos sino también los latinoamericanos. Hoy los evangélicos no producen ni siquiera sus propios cantos: todo es importado de eeuu y la globalización ayuda mucho a ello. Los predicadores y salmistas latinos, para lograr éxito, emigran a Estados Unidos y de ahí predican, cantan y profetizan el sueño capitalista neoliberal.
Por otro lado, los sectores de izquierda, en lugar de acercarse al mundo evangélico, lo acusaban y sacaban publicaciones deslegitimado el papel popular del pastor evangélico. Criticaban y despreciaban sus símbolos sagrados. Entonces se preguntaban los evangélicos, si éstos en democracia son así, ¿cuánto más en un gobierno marxista? Miedo que se acrecentó con la llegada del gobierno de Allende, que aumentó la iconoclasia y la secularización de la izquierda, alejando y excluyendo al mundo evangélico, otrora compañero de clase, ahora considerado “brazo religioso de los yanquis”. Entonces llegó la dictadura militar, que llamó a los evangélicos a ser socios para construir una nueva patria, un nuevo Chile según el modelo de Dios, pero para ello había que eliminar todo el cáncer marxista de las iglesias evangélicas. La prueba era: los que apoyaban el gobierno militar estaban de parte de Dios, y quienes no lo hacían eran considerados enemigos de la patria y de Dios.
De este modo, la lucha y la búsqueda de la democracia se constituyeron en un principio esperanzador y utópico que unió a distintos sectores chilenos: ¿A quién no le gusta la democracia? La consigna fue “la alegría ya llega”: ¿A quién no le gusta vivir alegre? Incluso los mismos evangélicos lo predican empleando el sinónimo de gozo y bienaventuranza ¿Para qué ir en busca de los evangélicos, si ellos deberían venir y unirse a la lucha por la democracia, porque sus resultados beneficiarán a todos? En consecuencia, la izquierda pecó de exceso de optimismo y de una política de escritorio que excluía y excluye el diálogo con los evangélicos. Por consiguiente, la izquierda en su retorno a la democracia, más secularizada de lo que estaba a fines de la década de 1960 y principio de la de 1970, concibe que la religión no es importante, es sólo un recurso y una ilusión de gente sumisa y manipulada. Para el prejuicio izquierdista, ser “canuto” y ser “pechoño” es cuestión de conservadores que utilizan la religión para mantener en la sumisión a muchos, o es cuestión de sumisos a los que no les ha amanecido el discurso socialdemócrata.
Por otro lado, los pastores son despreciados por sus discursos. Antes, las iglesias evangélicas y sus púlpitos eran considerados escuelas de líderes populares, mientras que hoy los líderes pastorales evangélicos son políticamente incorrectos, dicen lo que piensan, hablan como si estuvieran orando. En Chile no hay que decir lo que se piensa, hay que ocultar el racismo, el clasismo y el arribismo: tienes que pensarlo pero no decirlo; tienes que practicarlo sutilmente, pero con hebras de hierro invisible. Si lo dices y lo haces de forma tosca, te discriminan los mismos discriminadores. Te discriminan no por el contenido del discurso, sino por la forma discursiva. Por otro lado, los púlpitos evangélicos no se han actualizado, no han aprendido a ser políticamente correctos, no han aprendido el arte de la política: la convivencia negociada, a partir de la conciencia y aceptación de la diversidad, el pluralismo y la tolerancia.
Para comprender activamente esta situación y específicamente la significación del juego religioso en estos acontecimientos, es necesario, primero, deconstruir explicaciones bastante difundidas con respecto a los conflictos armados recientes, y segundo, determinar con suficiente fundamento factores incidentes en su desarrollo .
Se han extendido en occidente las afirmaciones de varias escuelas que abordan los conflictos armados después de la mal llamada guerra fría, en la mayoría de las cuales se generalizan posiciones a partir de hechos locales o regionales, se desconocen las articulaciones planetarias y se desdibujan los papeles de las entidades y potencias mundiales en su gestación y desarrollo, mirando solamente el papel de actores rebeldes locales. Es bastante conocido el análisis de Samuel Huntington (1996) según el cual las guerras se están produciendo por un enfrentamiento planetario entre civilizaciones, y la inmigración latina en Estados Unidos es una amenaza para la identidad y estabilidad nacional. Es evidente la insuficiencia de estas categorías para explicar el conflicto en Colombia (y en la mayoría de las naciones), pero su perspectiva pone sobre la mesa el hecho de que hay una complejidad en los conflictos y que dentro de ella están en juego radicales diferencias en las cosmovisiones. Están por otra parte aproximaciones un poco más recientes que se basan especialmente en el carácter étnico, religioso y autonomista de los enfrentamientos, considerándolos como guerras sin ideologías, fragmentadas, retrógradas, excluyentes, hechas contra la población y económicamente basadas en el pillaje y la extorsión.6 Aquí nuevamente lo religioso es tenido en cuanta para ver las diferencias, no como una virtud y una característica necesaria de la vitalidad universal, sino como la razón explicatoria de las guerras en la ruptura de la homogeneidad totalitaria que parecería añorarse. La explicación sobre el pillaje y la extorsión es un recurso bastante utilizado por varios analistas y luego por manipuladores del lenguaje, que ponen en evidencia los intereses económicos tras las guerras pero colocándolos solamente en el caso de los grupos rebeldes y curiosamente ocultando el papel de las entidades potencias mundiales. Estas explicaciones, que se generan en el norte global, son sin embargo bastante utilizadas en el ámbito colombiano. Tras de estos análisis se oculta el hecho de que las grandes empresas multinacionales han emprendido una feroz guerra de conquista y dominación para garantizar la disponibilidad de materias primas y fuentes de energía, la mano de obra cada vez más barata y el masivo consumo de sus productos, incluyendo por supuesto los financieros. En síntesis, el pillaje y el saqueo son un hecho incontestable y planetario, pero sus principales actores, más que los pequeños grupos rebeldes, son los grandes empresarios transnacionales, incluidos los patrones de la maquinaria guerrera. Y el factor étnico religioso desempeña un importante papel, pero no por las diversidades sino todo lo contrario, por las fuerzas que pretenden la homogenización y el totalitarismo.
Este papel del hecho religioso debe, a mi modo de ver, ser dilucidado en dos ámbitos: el ámbito de los imaginarios y mentalidades religiosos o, como lo he llamado en otras ocasiones (Lozano, 2014), las placas tectónicas del dinamismo sociorreligioso, es decir, aquellas construcciones colectivas que se han tejido durante siglos y que permanecen como sustrato social de “largas prisiones” a través de la historia; y el ámbito de las expresiones inmediatas que manifiestan la agencia de diferentes actores en una coyuntura específica.
En el ámbito de las placas tectónicas es necesario mencionar, así sea solo enumerativamente dadas las limitaciones de espacio que tenemos en esta intervención, a) el dualismo bien/mal y su correspondiente acción diluviana contra el mal; b) la idea de pueblo elegido que ha recibido la revelación de la verdad, que por tanto se convierte en única e incuestionable y que lleva no sólo al menosprecio, sino a la persecución contra toda etnia, cultura o comportamiento social que no se ajusta a los protocolos y estructuras hegemónicos; c) la esperanza y confianza en el rey mesiánico que actuará como gran inquisidor, derrotando el mal de raíz, lo cual lleva, por una parte, a que cada quien se sienta un pequeño inquisidor y, por otra, al seguimiento ciego de quien de pronto aparece con las vestiduras mesiánicas; d) el patriarcalismo, que lleva a la defensa de unas particulares formas de “tradición, familia y propiedad” y al desconocimiento y la persecución pasional contra formas alternativas de familia o de relaciones de género; e) el miedo al castigo ejecutado por el inquisidor máximo y que se grafica en la imagen del infierno y actúa como uno de los mecanismos de poder más radicales e intensamente utilizados. A estas placas que han estado actuando y reproduciéndose durante cinco siglos en América Latina y que tienen una más larga historia en las guerras, violencias y legitimaciones del poder en el cosmos europeo, es necesario agregar el argumento civilizatorio cristiano que se presenta en diversas formas como el arribo de la modernidad, el progreso, la verdad y la luz, arrasando, sometiendo y saqueando a los “in-civilizados”. Igualmente, es necesario agregar el pasional anticomunismo extendido entre los creyentes cristianos desde la segunda mitad del siglo xix.
Sobre estas placas tectónicas, ya en el plano de la superficie social, la ultraderecha o el neoconservadurismo capitalista ha movido hábilmente un manipulador discurso público de lucha contra el pillaje y la delincuencia, demonizando a los opositores mediante arengas y eslóganes como “la amenaza castro-chavista”, “la ideología de género”, “la ruina de la familia”, “el subdesarrollo” y “el atraso”, o lo que es lo mismo, la amenaza contra la “bendición de la prosperidad”. Curiosamente ese discurso público esconde una práctica privada de enorme corrupción, de enriquecimiento ilícito y de violación de la normatividad nacional e internacional, especialmente en el campo de los derechos humanos, que además busca la impunidad.
Si los sucesos descritos anteriormente componen el cuadro de la historia más reciente que estableció el fondo a partir del cual las disputas políticas brasileñas ocurrieron, dos acontecimientos intensificaron aún más los procesos que allí se estructuraron. El primero de ellos fue Lava-Jato, una operación investigativa conducida por la policía federal que constató denuncias de corrupción entre el gobierno y contratistas. En el marco de esta investigación, decenas de políticos y ejecutivos de empresas fueron arrestados, además del propio Lula. El segundo acontecimiento fue el juicio político de Dilma Rousseff en agosto de 2016. Ambas situaciones son complejas y multiplican en torno a sí procesos paralelos con desdoblamientos aún desconocidos y por lo tanto de difícil descripción. Sin embargo, es posible reconocer varias ocasiones en que el tema de la religión adquirió alguna centralidad en los desarrollos de estos dos sucesos.
El juicio político de Dilma Rousseff fue apoyado por manifestaciones populares que, a lo largo de 2015 y 2016, llevaron nuevamente a millones de personas a las calles. La pauta de los actos, con algunas variaciones, estaba centrada en el derrocamiento de Dilma, en la prisión de Lula y en la demanda difusa del “fin de la corrupción”. Tales protestas son importantes para comprender el proceso político que viene ocurriendo en Brasil. Muestran una novedad nada trivial: por primera vez en la historia más reciente del país, las calles fueron tomadas por actores políticos no vinculados a entidades de clase, movimientos estudiantiles o representantes de partidos políticos asociados con el espectro ideológico de la izquierda. La derecha ganó las calles y entró con fuerza en la disputa por la narrativa de las demandas populares del país. Durante estas manifestaciones, las noticias nos acostumbraron a ver cómo los términos “derecha” y “conservador” dejan de operar como categoría de acusación y se usan como elementos de autoidentificación.
Parte de las interpretaciones sobre este nuevo fenómeno de las protestas masivas en Brasil apuestan a la idea de que fue en 2013 cuando sujetos hasta entonces no habituados a movimientos políticos se reconocieron como actores de un colectivo más amplio. En ese caso, 2013 les enseñó un modelo de divulgación de los acontecimientos (vía internet), una forma de ocupación de las calles (grandes protestas) y una identidad política posible (conservador y anticorrupción). Aunque es pertinente en muchos aspectos, esa interpretación no considera que todos los años, desde el inicio de la década de 2000, entre las mayores manifestaciones públicas de Brasil está la Marcha para Jesús.
Cada año, iglesias evangélicas organizan estas manifestaciones en las grandes ciudades brasileñas; destaca São Paulo donde, por ejemplo, en 2009 se reunieron tres millones de personas. La importancia de reconocer la Marcha para Jesús como un acontecimiento que compone el proceso de formación política de los actores que están ocupando las calles en Brasil desde 2013 se sostiene en dos argumentos. Primero, aunque puede haber servido como elemento de aceleración del proceso, 2013 forma parte de una secuencia y no es un hecho inaugural. Y segundo, al analizar la Marcha para Jesús identificaremos el surgimiento de una estética y de símbolos que se consolidarían en las protestas por el juicio político. En la Marcha para Jesús, por ejemplo, por primera vez los manifestantes se adhirieron a la camiseta de la selección brasileña de fútbol como símbolo de la defensa de los valores de la familia y por la lucha contra la corrupción. Estética que giró la marca de las manifestaciones contra Dilma y Lula.7
Para el caso de México prefiero hablar del avance del conservadurismo (y no de derechas) para atender esta franja que atraviesa y vincula sectores de izquierda y de derecha, y que genera novedosas alianzas entre diferentes grupos religiosos que se veían como opositores en el terreno teológico, pero que son capaces de establecer alianzas al compartir la idea de un enemigo común a quien enfrentar. Si en los años 60 el enemigo de los conservadores era el comunismo, en el momento actual éste ha sido reemplazado por la llamada “ideología de género”. Como dice Ávila González (2018), “el concepto de género se ha convertido en el fantasma y eje aglutinador del mal, equiparado con el terrorismo; un mal que atenta en contra del orden natural al promover una cultura del caos y de la muerte (antifamilia, antihombres, antiheterosexualidad, inmoralidad, etcétera)”. Esto se manifestó recientemente (durante 2017) en las cruzadas emprendidas por el Frente Nacional por la Familia, que se oponía al reconocimiento legal de las uniones entre personas del mismo sexo. Los sectores conservadores han esparcido el miedo moral que amenaza a la familia, al orden patriarcal, al matrimonio. Han difundido mentiras en las redes sociales para alentar ese miedo y movilizar a la sociedad, como fue el rumor de que en los libros de texto ya no se reconocerían las diferencias biológicas entre niño y niña, o la entrega del kit gay en las escuelas. Han sido capaces de establecer un bloque interdenominacional que se distingue por oponerse al reconocimiento de la existencia del “otro” y por mantener la vigencia pública de principios dogmáticos que se imponen al resto de la sociedad como verdades incuestionables. Y por último, diferentes cristianos conservadores (evangélicos y católicos) han optado por tomar puestos de poder desde los cuales influir en las políticas públicas.
El avance del conservadurismo no es exclusivo de la derecha, va también de la mano del populismo abrazado por el nuevo presidente Andrés Manuel López Obrador (amlo). Esto se constata en que: 1) Aunque la sociedad en general valora la división de actividades entre iglesias y Estado (ver los datos de la Encuesta encreer),8 ésta se ve constantemente cuestionada por algunos grupos religiosos (católicos y evangélicos) que argumentan que la normatividad va en contra del derecho de libertad religiosa. Por otro lado, amlo ha descalificado constantemente el principio de laicidad, apelando a principios bíblicos e instrumentando símbolos religiosos para legitimar actividades políticas. La laicidad representa un valor constitucional conquistado en México desde el siglo xix, que norma la intromisión de lo religioso en algunos sectores públicos estratégicos para mantener la autonomía del Estado, como son educación, salud y propiedad de los medios de comunicación. 2) La alianza entre morena (Movimiento Regeneración Nacional, el partido que llevó a amlo a la presidencia) con el Partido Encuentro Social (pes) fue un hecho que otorgó incidencia a los evangélicos en la política gubernamental. El pes es un partido evangélico que gracias a los votos garantizados consiguió bancadas en el senado y en la cámara de diputados. Los evangélicos, aunque son minoritarios en México, se han convertido en un nuevo protagonista de la política nacional que, como lo han hecho en otros países (Brasil, Colombia, Costa Rica), buscan imponer leyes provida y una campaña de oposición al nuevo enemigo que, junto con los católicos conservadores, denominan “ideología de género”. 3) Desde hace algunos años, cuando se dio la alternancia política en México, hemos visto la instrumentación de símbolos religiosos para legitimar a los políticos y a sus políticas. López Obrador no es ajeno a este uso de lo religioso para ganar popularidad y para legitimar proyectos. Ejemplo de ello fueron la ceremonia el día de su toma de posesión donde recibió el bastón de mando de los pueblos indígenas y la ceremonia “maya” que realizó para legitimar el proyecto del Tren Maya, que no fue consultado con las propias comunidades indígenas de la región afectada. 4) Su reiterado anuncio de instituir una Cartilla moral que se distribuirá en las iglesias evangélicas.
Los acontecimientos se precipitan sin control y apuntan a cosas distintas y aun contradictorias. La propia construcción de una agencia que articula, la construcción de una contrahegemonía a la democratización y pluralización social de los años 1980 forma parte de esos acontecimientos. En el contexto específico del campo religioso, encontramos crisis de la familia, renuencia a asumir el discurso de la laicidad por miedo de que los espacios se puedan estrechar a la minoritización pentecostal del período, efecto de la retórica anticomunista que hace eco y se acerca a la nueva derecha cristiana estadounidense y su expresión neoliberal radical del Tea Party. Si en los Estados Unidos los evangélicos conservadores que dan lastre a la derecha cristiana de la era Bush, la “máquina de resonancia evangélico-capitalista” de la que habla William Connolly (2008), han sido liderados por iglesias históricas y carismáticas, en Brasil son las iglesias pentecostales las que se constituyen en la principal base de reclutamiento. Se trata de la construcción de un bloque hegemónico formado por neoliberales, autoritarios, políticos y moralistas religiosos de varios calibres. Todavía no se trata de una máquina aceitada, en sintonía fina. Y el proceso se da en un terreno intensamente contestado, teniendo en cuenta que el marco democrático, aunque debilitado por el golpe de 2016 y por la victoria electoral de 2018, todavía permite la expresión del disenso.
En ese marco, podemos percibir la emergencia de nuevos ecumenismos. Por un lado, los pentecostales supieron con gran maestría, en el caso brasileño, articularse con católicos e incluso con sectores de la jerarquía católica, pero también con un arco de fuerzas en que la “religión cristiana” se ha convertido en un significante maestro, un point de capiton lacaniano, de agregación de una coalición reaccionaria. ¡Un ecumenismo de derecha, hegemonizado no por el catolicismo mayoritario sino por una minoría religiosa activa! Por otro lado, los sectores progresistas y de izquierda de las iglesias evangélicas se articularon con movimientos sociales, ong, partidos de izquierda y sectores de la academia para construir un contradiscurso sobre el vínculo entre fe y política e insistir en la heterogeneidad interna del campo evangélico. ¡Un ecumenismo de izquierda, sin liderazgo claro y único y movilizado en torno de ideas de resistencia!
Conservadurismo social, replegado en la familia, desde lo económico hasta lo político. En este contexto intervienen las religiones desde posiciones conservadoras. Vinculados con el movimiento “Con mis hijos no te metas”, intervienen para impedir la educación familiar y sexual en los colegios. Realizan marchas anuales dirigidas por obispos, sacerdotes y pastores católicos y protestantes contra el Ministerio de Educación e instituciones civiles que promueven información y cultura en estos temas.
El individualismo familista y patrimonial es el sustrato popular del conservadurismo que atraviesa las clases sociales, desde las viejas familias oligárquicas a las burguesías de clase media y hasta los sectores populares. Elites vinculadas a grupos religiosos como el Opus Dei, Pro Ecclesia Santa, congregaciones conservadoras, familias conservadoras. Muy vinculadas a la educación escolar y universitaria, están preparando generaciones nuevas conservadoras tanto en campos de la vida privada como en la pública.
Aparece así el conservadurismo como reacción a la democracia y los derechos ciudadanos que avanzan contra el racismo y las diversas discriminaciones, que incluyen el género entre sus diversas dimensiones. Se destaca también la importancia de los medios en la democratización del espacio público, la opinión pública y la ciudadanía como actores en la lucha anticorrupción, el autoritarismo y el secretismo en el gobierno. Los políticos no pueden privatizar el espacio público.
El mundo evangélico en Chile está en crisis por lo menos desde la primera década del siglo xxi. Tiene una crisis de esperanza: una crisis de promesas, de expectativas y del futuro. Esto porque el discurso evangélico, especialmente el pentecostal, se centraba en el cielo, el infierno, el diablo y los demonios. Su oferta más próxima era la rehabilitación del alcohol, superar la violencia doméstica y recibir recursos sociales y simbólicos para ser un buen trabajador. Mientras que hoy la política pública ha sido más eficiente y sin necesidad de conversión. El trabajador perdió su relevancia y centralidad y fue desplazado por el emprendedor y el profesional, lo cual la universidad y, de nuevo, la política pública, lo hace mejor. Por tanto, los discursos pastorales no son eficientes y sus iglesias ilusoriamente crecen, porque son los pasillos de creyentes de otras iglesias. En consecuencia, los pastores hoy son administradores del carisma y los guardianes de la tradición religiosa. En esa lógica los pastores, sobre todo de los grandes templos y confesiones, se unen al imaginario del político, del alto funcionario público, del gran empresario y de los funcionarios de las ffaa y de Orden: extraer el mayor provecho posible de su estatus social y económico. Esto se manifiesta en el uso y abuso de los diezmos, que ha generado el malestar social y aumentado el rechazo social a los líderes religiosos. Por lo tanto, el desgaste, la deslegitimación y el rechazo de la Iglesia católica no beneficia a las iglesias evangélicas como en otros países, sino que las afecta negativamente. La población no sólo rechaza a la Iglesia católica, sino también toda religión institucional, porque la institución ha ahogado el carisma. Por lo tanto, el conservadurismo del pastor es per se su realidad sociorreligiosa. Esto genera una doble crisis de crecimiento: no se convierten nuevos creyentes, o si lo hacen no perseveran, y por otro lado las nuevas generaciones se van de las iglesias. Por consiguiente, ese discurso esencialista se torna intolerante con los discursos feministas, de minorías sexuales y religiones ancestrales. ¿Por qué? Porque ésos son los discursos eficientes y efectivos en la actualidad. Son ellos los que se han apoderado de la sensibilidad social. Sus demandas se vuelven plausibles y coherentes y, por lo tanto, incluidas en las políticas públicas. En cambio, los evangélicos y sus demandas son rechazados e ilegítimos, porque buscan su propio beneficio y no el de la sociedad en general, y por consiguiente no son incluidos, y por tanto se suman a la política conservadora buscando réditos clientelistas.
Por último el discurso conservador del mundo evangélico se ve reafirmado por el conservadurismo político. Los pastores buscan reconocimiento y ser incluidos en el gobierno de turno. A los líderes evangélicos conservadores no les interesa que sus demandas confesionales sean incluidas, sino que ellos sean incluidos en los cargos de confianza del gobierno, al no lograrlo en elecciones populares. En ese sentido, quienes van a buscar el voto de los evangélicos son los partidos y grupos políticos de derecha. No porque los políticos derechistas les interesen a los evangélicos o que sus discursos sean coincidentes, sino porque aseguran un sector con un importante peso de votos. No son incluidos en los cargos de confianza de relevancia del gobierno, pero sí en cargos irrelevantes e invisibles, y les asignan valor simbólico incluyéndolos en los protocolos del gobierno. El pragmatismo inmediatista de las nuevas derechas les permite esa convivencia, de transformar los derechos humanos y sociales como parte de su agenda política, no porque los consideren relevantes, sino porque les permiten canalizar el malestar social y ser elegidos, pero una vez en el gobierno sólo legislan aquellos derechos que son coincidentes con la lógica neoliberal. Así por ejemplo, Piñera promete a los evangélicos no aprobar leyes que favorezcan a las minorías sexuales, o el aborto, pero finalmente igual las aprueba, porque sabe que lo que comparte con el conservadurismo religioso y político es su aversión por las ideas progresistas. Y ante la crisis de ideas políticas y religiosas y del proyecto de país, seguirán unidos por los próximos años, aunque los políticos traicionen a los religiosos.
Los impactos de esta reafirmación de la ultraderecha en el poder se están haciendo sentir en hechos como el ya mencionado de la intensificación de asesinatos de líderes que alcanzó la cifra de 110 durante el año 2018, según el informe de la onu, a lo que es necesario agregar el incremento de masacres (en 164%), el ascenso de las cifras de homicidios que en algunas zonas alcanza el 1 473%, la continuidad de ejecuciones extrajudiciales o mal llamados falsos positivos, de los cuales se registraron once en el año, el asesinato de 85 personas exmiembros de las farc y otras muestras de esta verdadera catástrofe humanitaria (Alto Comisionado de Naciones Unidas, 2019). En síntesis, se trata del incremento de la guerra contra la población. Además, se ha ido caminando hacia la intervención de militares colombianos en otras expresiones de dicha guerra en el ámbito internacional y ahora existe la amenaza de la intervención militar en Venezuela.
Además de estos hechos de violencia armada, hay graves impactos en los retrocesos con respecto a los acuerdos de paz, especialmente en los frenos que se están colocando en la implementación de varios acuerdos, entre los cuales destacan los referidos a la reforma rural y a la verdad y la justicia. Están frenados los compromisos respecto al punto 1, denominado “Hacia un Nuevo Campo Colombiano”, en el que según el informe del Instituto Krock de la Universidad de Notre Dame, Indiana, Estados Unidos, sólo se habían logrado hasta mayo de 2018 avances significativos en 5% de los ítems respectivos (Krock, 2018).9 Se reanudaron las fumigaciones con glifosato; el presidente Duque acaba de colocar objeciones a la ley sobre Jurisdicción Especial para la Paz. Serias amenazas se ven igualmente con respecto a sentencias constitucionales ya emitidas con respecto a la despenalización del aborto (Sentencia C-355 de 2006) y el matrimonio igualitario (SU214 de 2016).
Ahora, obviamente los impactos van a depender de la reacción de los distintos actores frente a estos hechos y, por lo tanto, vale la pena preguntarse por el papel de las ciencias humanas al respecto. Más allá de su registro y análisis como supuestos observadores neutrales, y más allá de la herencia moderna que nos coloca en el marco del diálogo con el estado laico y con la sociedad secularizada y que fundamenta nuestra cosmovisión en el antropocentrismo individualista, será necesario interpretar activamente las espiritualidades a partir del reconocimiento y la afirmación de autonomías comunitarias, mediante el cuestionamiento de dogmatismos, por lo tanto, en pro del reconocimiento de diversidades y articulaciones, y revalorando el criterio de sacralidad de la vida que estas espiritualidades proponen. Análisis y categorías emergentes respecto a epistemologías y ontologías del sentir-pensar con la tierra, el compromiso transformador, la reflexión y acción en red y en lugar, la perspectiva territorial y el Sumak Kawsay pueden ser un abonado terreno.
La secuencia de los acontecimientos descritos hasta aquí tuvo su apoteosis en 2018. En ese año Lula fue arrestado y Jair Mesias Bolsonaro elegido presidente de Brasil. Bolsonaro es un militar de la reserva y político con larga trayectoria en el Congreso nacional brasileño, habiendo sido elegido por siete mandatos seguidos como diputado federal. A pesar de haber ocupado por tanto tiempo un asiento en la Cámara de los Diputados, hasta 2015 permaneció como un parlamentario desconocido por la mayor parte de la población y de poca relevancia, incluso, en la articulación política. Era, en suma, un diputado del “bajo clero”. A partir de 2015, sin embargo, se hizo una figura cada vez más presente en los noticieros y en las redes sociales, haciéndose presente en las protestas contra Rousseff y exigiendo la prisión de Lula en videos transmitidos por Facebook. Afiliado a un partido con poco reconocimiento y con sólo nueve segundos de propaganda de televisión durante la primera vuelta de la disputa electoral, y contra la expectativa de muchos analistas, logró ser elegido.
Bolsonaro se declara católico, pero hizo importantes acercamientos con la población evangélica durante la campaña electoral. Viajó para ser bautizado por un político pastor brasileño en el río Jordán, adoptó como lema de su campaña “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”, repetía incansablemente algunos versículos bíblicos en las sabatinas que participó durante la disputa y, cuando fue elegido, en una de ellas, entre sus primeros actos, hizo una oración al estilo pentecostal, conducida por un político a la vez que pastor evangélico. La presencia evangélica en la política brasileña ciertamente no es una novedad. Lo que sí se consolidó más recientemente fue el cambio en la forma de actuación de esos actores, que, al menos desde 2010, consolidaron el frente evangélico parlamentario, asumiendo una forma de actuación que extrapola a los partidos y coloca la identidad religiosa como elemento principal de la identificación política. Este proceso ya se estaba estableciendo a lo largo de los gobiernos de Lula y Dilma, cuando políticos-religiosos fueron alzados al primer escalón del gobierno y ocuparon posiciones de ministros y altos secretarios. A partir de la presidencia de Bolsonaro, sin embargo, la presencia evangélica y del discurso en defensa de los valores cristianos y de la familia adquirieron, al menos en ese primer momento, valor determinante para la propia elección del núcleo duro del gobierno.
Bolsonaro es un personaje central para la nueva política brasileña. Todavía es temprano para identificar su efecto para el continente. Lo que más importa ahora no es tanto observar a Bolsonaro en sí, sino el fenómeno que hizo de él presidente de Brasil. De alguna manera, lo que está en juego es reconocer que el hecho social más importante aquí no es Bolsonaro, sino el bolsonarismo. Ciertamente es tentador atribuir un carácter novedoso al bolsonarismo. Sin embargo, para terminar, buscando espantar esa tentación, recurro a un texto del sociólogo de la religión Flávio Pierucci, publicado en 1987, titulado “Las bases de una nueva derecha”. El texto analizaba el contexto de elaboración de la constitución federal de 1988. Pierucci reconocía allí que la llamada nueva derecha era reactiva al catolicismo de la teología de la liberación, pero al mismo tiempo proyectaba casi proféticamente cómo esa nueva derecha podría encontrar eco en el emergente pentecostalismo en los medios de comunicación: “Es que la penetración [del moralismo] en la masa se ve enormemente facilitada por su doble y ventajosa alianza: con la extrema derecha de los medios policiales y con la extrema derecha evangélica, ésta igualmente mediática (…) Este nuevo espacio sociocultural para la extrema derecha, representado por denominaciones cristianas fundamentalistas, converge en su anticlericalismo específico con el otro, el anticlericalismo-de-caserón y delegación, para acusar a la arquidiócesis de San Pablo de pactar con los delincuentes a través de la política de derechos humanos”.10 La cita de Pierucci podría ser la de un análisis de coyuntura actual de Brasil, pero aquí sirve para recordarnos que la “nueva derecha” puede, así, no ser tan nueva.
México es un país que se está polarizando. Esto se ve en el lenguaje y en el uso de nuevas etiquetas estigmatizadoras de los otros. Por un lado, el Presidente define constantemente a todos los que no están con él como enemigos, mafia del poder, y frecuentemente como “fifís”. Los fifís son todos los burgueses, pero además se articulan con los valores de opositores a la nación. En contraparte, los sectores de derecha que ven en amlo un riesgo para el país y para la economía, han extendido su percepción de la otredad peligrosa llamando “chairos” a los sectores populares y a todos aquellos identificados con la izquierda o simpatizantes de amlo. Una expresión muy ofensiva que va más allá de lo político y que comienza a estereotipar a los mexicanos como gente indeseable por sus carencias económicas. Las fronteras entre fifís y chairos se viven en las redes sociales, pero ya se han expresado en marchas ciudadanas donde se confrontan los sectores económicos de la sociedad. Estas etiquetas son contrarias a una cultura que promueva un pluralismo capaz de acompañar la creciente diversidad religiosa, la inclusión multicultural de un país diverso en grupos étnicos, con presencia de nuevas minorías raciales que llegaron de la mano de la migración, y de las marcadas segmentaciones de clase social. Estas etiquetas también se usan para descalificar manifestaciones religiosas. Estas etiquetas alientan enfrentamientos de clases y pueden generar culturas fascistas peligrosas. Habrá que poner la atención en cómo las religiones desempeñan un papel en el fortalecimiento de estas etiquetas discriminatorias que conducen a confrontaciones y enfrentamientos de clase.
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