Recepción: 19 de julio de 2018
Aceptación: 21 de agosto de 2018
El día 12 de octubre de 1492, las naves fletadas por la Corona de Castilla al mando del almirante Cristóbal Colón tocaron tierra en lo que después sería conocido como América. Esta fecha está tan cargada de simbolismo que forma parte de los calendarios cívicos de casi todos los países del subcontinente, haciendo referencia a la relación entre la “madre patria” y las repúblicas, sus “hijas” a pesar de las sacralizadas independencias.
En casi todos estos países esa conmemoración apareció a principios del siglo xx como “el día de la Raza”, en referencia a ese mestizaje de sangres y culturas que supuestamente definió la ocupación española, y con ese nombre se sigue celebrando en México y Colombia. También se le conoció como “día de la Hispanidad” –como se celebraba en España y se sigue haciendo en Guatemala–, que parece apelar a una versión criolla y sentimental de la Commonwealth británica. Pero los avatares de la política étnica trajeron cambios tras el intento de celebrar en 1992 “el Encuentro de Dos mundos”, y así se quedó nombrada la fecha en Chile. La presión indígena por el reconocimiento y la impronta multicultural de esa década se aprecia en Costa Rica, donde se le llama “Día de las Culturas”, o en Argentina, donde se celebra “el Respeto a la Diversidad Cultural”. Los avances de la izquierda descolonizadora en el sur del continente hacen que en Ecuador se celebre “la Interculturalidad y la Plurinacionalidad”, en Venezuela “la Resistencia Indígena” y en Bolivia “la Descolonización”.
Así, el 12 de octubre refleja ese aspecto no resuelto de la organización social en América Latina, esa brecha interna producto de la exclusión oligárquica que se renovó con el liberalismo criollo y el capitalismo periférico, se buscó redimir con los nacionalismos populares homogeneizantes y que ahora los mismos indígenas y afrodescendientes cuestionan ante su recreación en el contexto neoliberal.
Aprovechamos esta fecha para preguntar a tres científicos sociales cómo se da en sus respectivos países la siempre conflictiva relación de las repúblicas latinoamericanas con sus orígenes coloniales, con las poblaciones originarias y con el legado criollo en su formación como naciones.
Durante el proceso de colonización, raza y racismo se incrustan en un sistema de clasificación de jerarquías sociorraciales y étnicas basadas en el color, “la sangre” y el incesante cruzamiento entre españoles, indios y africanos. La nueva nación mexicana decreta el fin de la República de Indios, la igualdad de todos; la raza desaparece del léxico del poder, pero su presencia en este discurso es tardía en estados del norte de México y en el sureste. En los mitos fundacionales de la nación mexicana, raza y racismo se transmutan en la ideología del mestizaje desde el hispanismo y criollismo, que niegan la presencia de los pueblos originarios y afrodescendientes. En el discurso institucional, a partir del principio de igualdad de todos los ciudadanos y el mestizaje –formas que adopta el racismo en México–, raza y racismo actúan por más de un siglo a través de instituciones indigenistas de signo paternalista, que promueven políticas de asimilación forzada y algunas iniciativas de reconocimiento de la diferencia de pueblos y culturas.
A los pueblos originarios se les fija en el pasado glorioso del imaginario nacional, mientras las elites políticas regionales niegan su existencia o racializan su presencia: el color blanco, Europa y Occidente representan superioridad, sus cuerpos y culturas son modelo de belleza y civilización y la blanquitud será aspiración y obsesión que se reproduce estructural e institucionalmente. En este imaginario nacional, los afrodescendientes estarán ausentes hasta finales del siglo xx, cuando el Estado reconoce la “Tercera raíz” y comienza su visibilización en el espacio público y en la agenda nacional, pero su emergencia como nuevo sujeto político se produce por su presencia en los movimientos sociales y en la academia. Se reconfigura, entonces, el mito fundacional de la nación con tres raíces: la originaria, la española y la afrodescendiente.
Seguramente todas las naciones son social y culturalmente más heterogéneas que lo que indica su imaginario nacional. La Argentina es un ejemplo de un proyecto hegemónico homogeneizante relativamente exitoso. El relato nacional que afirma que Argentina es “un crisol de razas” tiene sus orígenes en un proyecto de Estado-nación moderno. Este relato afirma que los argentinos “descendemos de los barcos” (españoles, italianos, polacos, etc.). Así, recorta y naturaliza en esa afirmación el carácter predominante de la población blanca y europea, ocultando a la población indígena y afrodescendiente.
Las supuestas “razas” de ese “crisol de razas” no incluyen, como en Brasil, a pueblos originarios y afros. Alrededor de 56% de la población actual tiene alguna ascendencia indígena: no es que sean indígenas, sino que tuvieron algún antepasado originario. Pero la Argentina negó ese mestizaje, tanto como la presencia indígena y las heterogeneidades territoriales, religiosas y lingüísticas. Desde finales del siglo xix el Estado buscó crear la estructura de un país “civilizado” mediante el fomento de la inmigración, el progreso económico y el desarrollo de la educación pública. Este tipo de concepción confiaba en la capacidad de la inmigración europea de desplazar los hábitos culturales que la población nativa representaba y que, desde la visión dominante, constituían uno de los mayores frenos al desarrollo.
El resultado fue que todo argentino que pudiera incorporarse a los sectores de las elites o las clases medias urbanas iría a “blanquearse”. Pero se mantuvo una escisión fundante respecto de grandes masas de trabajadores y sectores populares, sobre los cuales se derramaba un fuerte clasismo y racismo que los consideraba –especialmente si protagonizaban grandes eventos políticos– como pobres, negros, bárbaros y “migrantes internos”. Lo otro de esa barbarie era esa civilización concebida como argentina, blanca, europea, educada.
A la mayoría de personas les es difícil entender cómo opera la raza en las sociedades y cuál es el papel del racismo en la vida cotidiana, por eso quiero responder a esta interrogante con un caso que documenté en los últimos años en Guatemala. El sábado 31 de agosto de 2013 se publicó que el niño Mario Francisco Álvarez Baltazar, de 12 años y proveniente de una familia garífuna, se suicidó por las burlas y los insultos racistas que recibía en su escuela. Su madre y padrastro habían acudido a la escuela desde dos años antes a quejarse de los atropellos racistas de que era objeto su hijo, pero sus denuncias no fueron escuchadas. Ante la muerte de su hijo, esta madre garífuna denunció el acoso para que este hecho sirviera para no seguir formando niñas y niños racistas.
La directora de la escuela expresó ante la prensa que Mario Francisco “no encajaba en el perfil de un niño discriminado. Se adaptó muy bien, hubo buena receptividad por sus compañeros. Se le miraba muy contento y nunca faltaba a clase”. En estas circunstancias, el Ministerio de Educación lanzó una campaña de prevención cuyo objetivo era “poner un alto a la violencia escolar” a base de “jornadas de capacitación y sensibilización sobre prevención de la violencia, castigos y convivencia en armonía”. La campaña se concentró en la prevención de la violencia, en los castigos y en la convivencia en armonía ¿Y la atención al racismo dónde quedó, si el suicidio de Mario Francisco fue consecuencia de las burlas racistas que vivía?
El caso anterior es un ejemplo de cómo se esconde o subsume el racismo bajo el fenómeno de violencia. Es uno de los errores comunes en los Estados-nación que son profundamente racistas, donde las autoridades no saben nada sobre quiénes son, cuántos son o cómo viven los pueblos que conforman las naciones que dirigen –en un país como Guatemala, en donde los indígenas superan el 50 por ciento de la población total– y menos sobre qué es, cómo opera la raza y su mejor expresión, el racismo. No les importa aprender sobre una opresión que desconocen y se empeñan en negar que el racismo es responsable de suicidios o genocidios.
Lo que vivió Mario Francisco por ser garífuna, por el color de su piel, por la forma o textura de su cabello, por tener una identidad étnica diferente no puede ser catalogado como un suceso de acoso escolar, eso es reducir el racismo a un acto de agresión que no expresa las profundas dimensiones históricas de la carga racial que enfrentan miles de niños y niñas indígenas alrededor del mundo. Por eso, éste es un aterrador caso de racismo institucional que ninguna autoridad escolar de Guatemala fue capaz de enfrentar, evitar, y que llevó a un niño garífuna de 12 años a tomar la decisión de no querer vivir en ese marco cotidiano y social. Este desenlace muestra el papel opresor de la raza y de cómo, en casos extremos, el racismo sí mata.
A finales del siglo pasado, en el contexto del avance neoliberal y el debilitamiento del Estado benefactor, se organiza el supuesto Encuentro de dos Mundos, y el reconocimiento discursivo constitucional de la multietnicidad y pluriculturalidad de la nación, refundando el mito de la nación diversa culturalmente. El relato del poder se resemantiza con denominaciones que reconocen la diversidad y la diferencia cultural desde un multiculturalismo oficial en el que subyace la continuidad de la raza y el racismo en la acción institucional.
Pero 1992 es un año de quiebre del discurso hegemónico. Nada de celebraciones; desde los pueblos, el relato del 12 de octubre deja de ser retórica racista y se convierte en Día de Resistencia y Lucha de los pueblos indígenas, afrodescendientes, campesinas y populares; es memorial de agravios, “holocausto de los aborígenes”, genocidios y etnocidios, asimilación forzada, “violación originaria”. 1992 anuncia el histórico levantamiento de los mayas zapatistas del ezln, y desde entonces se fortalecen y reactivan los procesos de autonomía de comunidades y pueblos originarios en el territorio, frente al despojo, la violencia exacerbada y la impunidad. La respuesta del poder y las oligarquías a las resistencias y luchas de los pueblos contra la explotación y dominación sigue siendo el ejercicio de la violencia, la fragmentación de sus comunidades y organizaciones, la cooptación de liderazgos, las políticas de asistencia social y el indigenismo institucional.
Los pueblos originarios, los afroargentinos y los inmigrantes de varios países sudamericanos han luchado durante décadas por su reconocimiento y sus derechos individuales y colectivos. Un triunfo relevante fue que la Reforma Constitucional de 1994 reconoció la preexistencia de los pueblos indígenas y derechos territoriales. En 2004 se aprobó una ley de migraciones basada en el paradigma de los derechos humanos. En 2010 algunas de esas luchas fructificaron en la celebración del Bicentenario, cuando participaron muchos de estos grupos que generaron una imagen más diversa de la nación argentina.
Sin embargo, el Estado argentino jamás desplegó una política coherente y sistemática contra el racismo social y por la restitución de todas las tierras pertenecientes a las comunidades originarias. Esto se agravó con el desplazamiento de la frontera agrícola y las compras de tierras por parte de poderosos grupos transnacionales, que han dado pie a numerosos conflictos en los cuales se cuentan muertos y heridos. Al mismo tiempo, el resurgimiento de un discurso católico e hispánico para identificar a la nación se combinó con el renacimiento desde la cúpula del poder acerca de que los argentinos “somos todos europeos”. También se derogaron por decreto algunos artículos claves de la ley de migraciones de 2004. De esa manera, en la actualidad la tensión y la represión sobre los pueblos indígenas y sobre los migrantes, así como la expansión del racismo social, han llegado nuevamente a niveles sumamente peligrosos.
Entre las respuestas que han surgido está la búsqueda del conocimiento desde los propios pueblos afectados. Mujeres y hombres indígenas están formándose cada vez más sobre cómo opera la opresión racial en sus vidas cotidianas y también cómo operó y cómo definió la historia de sus pueblos. Con el conocimiento llega la conciencia, luego la denuncia, en algunos casos usando los tribunales para buscar justicia. Pero la mayoría de mujeres y hombres que enfrentan cotidianamente el racismo no lo denuncian por falta de instituciones estatales que recojan estos delitos en sus comunidades y por falta de investigaciones y castigos ejemplares a los responsables, y menos reparaciones acordes al daño para las víctimas y sus pueblos. El propio Estado continúa reproduciendo el racismo de múltiples maneras en todas sus instituciones y políticas públicas que impactan y definen la vida de las comunidades indígenas en la vida diaria.
La oligarquía guatemalteca se concentra en negar desde el racismo hasta la posibilidad de compartir el poder nacional. Sus intereses de clase privan por sobre cualquier proceso de aprendizaje y está dispuesta a usar toda violencia para no perder sus privilegios. Posee un conocimiento general de Guatemala y, para el caso del pueblo garífuna, lo asumen como un pequeño grupo de familias de descendencia africana que están en uno de los extremos del mapa, en un lugar caluroso, desbordante de un atrayente exotismo que demandan los turistas extranjeros –especialmente los hombres–. Así de folclóricos, racistas, paternalistas y machistas son sus acercamientos.
La descolonización es un camino que siguen las luchas de los pueblos y una academia con un compromiso social. Desde los espacios zapatistas se reconoce la trascendencia del pensamiento crítico y la inminencia de una lucha anticapitalista, antipatriarcal y antirracista. Particularmente, el papel de la antropología en este proceso reside en su larga trayectoria de investigación de la alteridad, que ha sido su objeto de estudio por excelencia; recorre pueblos y culturas en el mundo que enseñan la existencia de otros modos de vida y de organización de la sociedad. Se trata de profundizar la ruptura del vínculo histórico de la antropología con el colonialismo, el nazismo y el imperialismo; el involucramiento en guerras de conquista y contrainsurgencia, y oponer una antropología que aplica sus conocimientos al servicio de los pueblos en lucha y la construcción de un futuro de convivencia humana. El acervo de conocimientos acumulados después de más de un siglo acerca de otros pueblos y culturas puede contribuir a desaparecer la marca de la colonia y trascenderla, dejándola en el memorial de agravios.
La antropología y las ciencias sociales han mostrado, especialmente en los últimos veinte años, que la sociedad argentina es profundamente heterogénea en sus creencias, prácticas, rituales e identificaciones. Sin embargo, el carácter prescriptivo y hegemónico de la homogeneidad no solamente se opone a la evidencia de situaciones regionales y provinciales diferentes, sino que implica relegar a un papel subordinado las producciones socioculturales (artísticas o científicas) que cuestionan esa supuesta homogeneidad.
También han mostrado que la Argentina es un caso de “racismo sin racistas”. Un mito antiguo dice que “en la Argentina no hay racismo… porque no hay negros”. Si bien los afrodescendientes son muy pocos, el término “negro” o “negro de alma” muestra la intersección entre racismo y clasismo al ser usado como sinónimo de “pobre”, para aludir a los habitantes de las villas miseria, los miembros de sindicatos, los asistentes a una protesta callejera, los hinchas de fútbol de Boca Juniors y los peronistas. Ninguna fuerza política tuvo buen desempeño electoral con base en una campaña abiertamente racista o xenófoba, pero los estudios sociales mostraron que ese racismo y ese clasismo si bien están concentrados en los sectores más poderosos, blancos y de mayor nivel socioeconómico, muchas veces también es incorporado al lenguaje de los sectores populares.
Ni todos los argentinos son racistas ni todas las actitudes racistas son idénticas. Hay racismo contra los inmigrantes de países limítrofes, contra inmigrantes de tez oscura que van desde el llamado “interior” a las grandes ciudades, contra los afrodescendientes (con una nueva inmigración desde Senegal), contra los inmigrantes asiáticos y contra otros grupos. Para complicar más las cosas, el término “negro” también es utilizado cotidianamente en contextos de confianza como un término de cercanía y afecto entre amigos, hijos y padres, o entre miembros de una pareja. “Che, negro” es una forma cariñosa y cotidiana de hablarle a alguien conocido.
Una de las razones por las cuales el racismo continúa reproduciéndose impunemente, negando la existencia de los pueblos indígenas, es porque la mayoría desconoce los elementos teóricos básicos del racismo. La teoría racial crítica explica la raza como una categoría social que está en constante cambio, que da poder, otorga privilegios, identidad y prestigio, permea y delinea las relaciones históricas, sociales y económicas dentro de los grupos sociales y pueblos, pero también traza las relaciones dentro de las instituciones creadas por las sociedades dominantes, que siempre son pequeños grupos de familias que basan su poder en su blancura. Por eso, en sociedades multirraciales como la guatemalteca, difícilmente se puede comprender la persistencia y la crudeza con que ha operado la opresión económica si no se usa simultáneamente un acercamiento racial que explique la compleja posición subordinada de millones de seres humanos por largo tiempo.
Estudiar el racismo implica dejar una semilla que motive a pensar que la construcción de equidades nacionales no es sólo trabajo de los pueblos indígenas sino también de las clases medias y de las pequeñas elites mundiales, porque enfrentar el racismo en sus múltiples expresiones requiere de un trabajo colectivo. Los estudios sobre las poblaciones indígenas se han visto influidos por las acciones de mujeres y hombres indígenas dentro de sus propios países, sus luchas nacionales, regionales, latinoamericanas y mundiales. También por los marcos legales internacionales que les garantizan derechos que fueron en buena medida impulsados y cabildeados por ellas y ellos. Esto pasa por evidenciar los diferentes lentes racistas con los que se ha analizado a los pueblos indígenas y cómo se les ha retratado en la historia social, para llegar a adentrarse en las nuevas corrientes de los intelectuales indígenas.
Precisamente, valorar la autoría de los pueblos originarios es parte del proceso de desmantelar el racismo para evidenciar los pasos que se han dado desde las propias bases indígenas conscientes y señalar que en la redefinición de la política nacional de los países en donde existen poblaciones indígenas ya no se pueden ignorar sus propuestas y demandas. Especialmente las que buscan superar simultáneamente la opresión económica, la de género y la discriminación racial, que juntas están condenando a la pobreza a más del 80 por ciento de las mujeres y los pueblos indígenas del mundo.