Recepción: 22 de octubre de 2018
Aceptación: 5 de junio de 2019
A lo largo de la historia se ha mostrado que en un gran número de conflictos existe una constante: la violencia dirigida contra las mujeres, utilizándolas como botín de guerra para denigrar y lastimar a los contendientes, sean pueblos, grupos o personas. Esto no es diferente en los conflictos contemporáneos que enfrentan las mujeres de los pueblos indígenas, especialmente en aquellos casos relacionados con la lucha por construir, defender y fortalecer los modelos autonómicos de sus pueblos y comunidades, así como los relacionados con la oposición de los pueblos contra los megaproyectos extractivistas que amenazan con despojarlos de sus territorios. En este escenario las mujeres indígenas están siendo objetos de una violencia adicional, ya no solo considerándolas como botín de guerra, sino que existe una violencia dirigida directamente contra ellas por su activismo político sea como autonomistas, líderes de organizaciones, sufragistas, feministas o anti-extractivistas. En este contexto en este artículo brindaremos un panorama sobre las distintas intersecciones, de género, clase, etnia que en contexto neoliberal extractivo violentan a hombres y mujeres de los pueblos indígenas que ponen en entredicho el poder, la (in)justicia y el modelo económico vigente, centrándome en las continuidades y la nuevas expresiones de la violencia contra las mujeres indígenas.
Palabras claves: extractivismo neoliberal., género, interseccionalidad, mujeres indígenas, Violencia contra las mujeres
Indigenous Women in War: Expressions of Violence, New and Old
History discloses a constant in numerous conflicts: violence against women that treats them as spoils of war, as a means of denigrating and injuring opponents that can be peoples, groups or individuals. The situation is no different in current-day conflicts women from indigenous communities must face, particularly in cases related to struggles for building, defending and strengthening those peoples’ and communities’ autonomous models; as well as those related to community opposition to extractive mega-projects that threaten to displace them from their homelands. In such scenarios, indigenous women are the objects of additional violence, now not only as spoils of war, but as a direct result of their political activism as autonomy-advocates, organization leaders, suffragists, feminists or anti-extractionists. The present study provides a panorama of numerous intersections—gender, class, ethnicity—that in the neoliberal extractive context violate indigenous men and women who call power, (in)justice and the current economic model into question. I also focus on continuities and new expressions of violence against indigenous women.
Keywords: Violence against women, instersectionality, gender, indigenous women, neoliberal extractivisim.
La violencia ejercida contra las mujeres indígenas en las últimas décadas tiene algunos rasgos que es importante destacar; comenzaremos por señalar que se trata de un problema añejo que remite a la longeva cultura patriarcal que ha recorrido la historia del mundo. Sin embargo, en cada momento histórico esta violencia tiene particularidades; por ello, en este trabajo quisiera centrarme en la violencia estructural que se ejerce contra las mujeres indígenas que rompen con los “mandatos de género” (Segato, 2003),1 las mujeres activistas que luchan no sólo contra la exclusión y la discriminación, sino por ejercer derechos ciudadanos y su identidad como integrantes de un pueblo indígena. Me referiré específicamente a la violencia ejercida contra las líderes y activistas sociales que están luchando con sus pueblos para defender su autonomía y detener el avance devastador de los proyectos extractivistas que desde hace ya tres décadas se vienen impulsando a lo largo y ancho en América Latina.
Abordo la temática de la violencia contra las mujeres indígenas desde dos perspectivas que son complementarias para el entendimiento de las nuevas violencias que recorren tanto a México como al resto de América Latina. La primera es la perspectiva intersectorial en tanto propuesta teórica metodológica amplia, que permite entender las distintas dimensiones en que la dominación, discriminación, exclusión y violencia que se ejercen contra las mujeres indígenas por su etnia, género y clase en un entorno social, económico, político y legal que alimenta y amplía la discriminación. Recupero el debate emprendido por Mara Viveros cuando afirma que la interseccionalidad se ha convertido en la expresión utilizada para designar la perspectiva teórica y metodológica que busca dar cuenta de una realidad cruzada o imbricada por las relaciones de poder, en un contexto y un momento histórico específicos (Viveros, 2016). En este caso el marco contextual que analizo es el de las nuevas expresiones de la violencia contra los pueblos indígenas en general, y en particular contra las mujeres indígenas, en esta etapa contemporánea calificada por Harvey (2004) como de nuevo imperialismo, caracterizado por una forma de acumulación basada en la explotación de materias primas en los países periféricos.
Por ello, la segunda perspectiva analítica alude a las visiones críticas del giro extractivista que va dejando a su paso una devastación ecológica, así como conflictos y nuevas exclusiones (Zibechi, 2015; Gudynas, 2009). El extractivismo, cuya expresión es la multiplicación de actividades como las petroleras, mineras, hidráulicas, agrícolas o turísticas que se traducen en el despojo de territorios, el desplazamiento de población o la generación de conflictos interétnicos y que están siendo contestados por vigorosos movimientos sociales e indígenas en el continente.
Me interesa destacar cómo, a pesar de las críticas expresadas por académicos, biólogos, geógrafos, politólogos, antropólogos, sociólogos, economistas, entre otros, así como la proliferación de movimientos sociales amplios en contra de este modelo económico, los Estados celebran el arribo de millonarias inversiones argumentando su derrama en empleos y la reactivación de las economías nacionales, a la vez que invisibilizan el entorno de violencia que está generando contra pueblos indígenas, movimientos autonomistas y sus líderes, tanto a hombres como a mujeres, que denuncian las amenazas contra sus territorios, sus culturas ancestrales, cosmovisiones y modos de vida. En este sentido, el gobierno mexicano ha expresado con bombo y platillo el incremento de las inversiones extranjeras, pues durante la presente administración gubernamental (2012-2018) la inversión extranjera directa (ied) acumulada fue del orden de 156,194.3 millones de dólares, cifra 51.9% mayor que el monto reportado seis años atrás. De éstos, 11.7% se ha destinado a la minería (se, 2017). Si bien la inversión en minería parecería modesta, existe un fuerte interés por seguir ampliando este sector, como puede constatarse en el Programa de Desarrollo Minero 2013-2018 (dof, 2014), que afirma que México tiene en 70% de su territorio recursos minerales probados, en tanto que existe una “evolución geológica positiva” para considerar que esta actividad puede ampliarse, por lo que se ha establecido un plan para continuar con la entrega de concesiones a los inversionistas interesados.2
De acuerdo con las cifras oficiales la minería no es el sector de mayor aporte al pib, ni ofrece un importante número de empleos, ni le genera al país mayores ganancias. Sin embargo, sí está originando gran cantidad de conflictos socioambientales y ha echado por la borda la autonomía reconocida constitucionalmente a los pueblos indígenas, con lo que se está amenazando su supervivencia como pueblos diferenciados cultural y políticamente. Todo parece indicar que esta será la tónica de los siguientes años, pues se ha colocado a la minería como un sector estratégico para el desarrollo nacional. En este mismo sentido la ley minera vigente (2014) declara, en su artículo sexto, que la minería es una actividad de utilidad pública y deja asentado que la exploración, la explotación y el beneficio de los minerales o sustancias a que se refiere la ley son de utilidad pública y serán preferentes sobre cualquier otro uso o aprovechamiento del terreno, con sujeción a las condiciones que establece ésta.
Dos datos cuantitativos nos ayudarán a mostrar la envergadura del proceso en curso: según Eckart Boege (2013), la afectación por minería impactaba hasta hace cinco años a por lo menos 42 de los 62 pueblos indígenas. Documentó que entre los años 2000 y 2012, de las 28 millones de hectáreas identificadas como el núcleo duro de los territorios indígenas, se concesionaron alrededor de 2 173 141 hectáreas, principalmente para la minería metálica. Lo cual se traduce en que en esos doce años los indígenas habían perdido la jurisdicción sobre 7% de su territorio tan sólo por concesiones mineras. Sus pesquisas muestran que la mayoría de las concesiones en el territorio nacional fueron otorgadas al amparo de la ley minera aprobada en 1992, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Tan sólo durante los años de 2000 a 2012 se entregaron 2 814 concesiones para explotar oro, 71 plata y 25 cobre. Sin duda el proceso de despojo de los territorios indígenas está avanzado en forma vertiginosa como consecuencia del boom minero que fue preparado jurídica y fiscalmente desde la década de 1990, con la política neoliberal en boga (López y Eslava, 2011; López, 2017).
Según Svampa (2012), en el último decenio América Latina ha transitado del Consenso de Washington, basado en la valorización financiera, al consenso de los commodities, sustentado en la exportación de bienes primarios a gran escala. Afirma con razón que si bien la exploración y exportación de bienes naturales no son actividades nuevas en la región, en los últimos años del siglo xx y en un contexto de cambio del modelo de acumulación se fue intensificando la expansión de proyectos tendientes al control, la extracción y la exportación de bienes naturales, sin mayor valor agregado. De tal forma que el actual consenso de los commodities implica subrayar, precisamente, el ingreso a un nuevo orden económico y político, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo, altamente demandados por los países centrales y las economías emergentes.
Para que este modelo se impusiera fue importante la trasmutación del Estado en uno de seguridad, el cual viró la razón del Estado de bienestar social a la defensa de los intereses económicos de las corporaciones transnacionales que encabezan y controlan el giro extractivo. Para autores como Gledhill (2014), transitamos a una seguridización de la política pública, en el marco de un Estado sombra, mientras que Giorgio Agamben (2016) habla de la constitución de un Estado de seguridad o de excepción. Por su parte, el Tribunal Popular de los Pueblos (tpp) denomina a estos Estados como fallidos. Es decir, que existen una serie de fenómenos, procesos, contextos y circunstancias que nos permiten hablar de modelos políticos y económicos violentos, los cuales en aras de mantener el modelo económico y bajo el argumento de la seguridad nacional y social, recurren a instaurar Estados de excepción, con lo que criminalizan y reprimen la justa protesta de vastos sectores sociales, generando lo que se ha denominado nuevas víctimas del desarrollo, lo que va dejando una cauda de asesinatos, entre ellos de mujeres, en todo el territorio nacional (Belausteguigoitia y Saldaña, 2015).
En este contexto, la violencia generada contra las mujeres indígenas se ha recrudecido, pues si bien ha sido una constante (Hernández, 2015), vemos que a medida que se han constituido como actores políticos que se posicionan frente a los problemas de sus pueblos y que luchan por sus derechos como mujeres, se recrudece la violencia. Me parece que ahora no sólo se les agrede para castigar y dañar a sus hombres, es decir, a sus pueblos y sus proyectos políticos, sino que a medida que las mujeres tienen un papel protagónico en estas luchas, sea como parte del movimiento anti-extractivista, como defensoras de los derechos humanos, asesoras o consultoras, son víctimas de una violencia desmedida, como mostraré enseguida.
Los datos oficiales muestran que la violencia se extiende a lo largo del continente contra las mujeres que denuncian los despojos extractivistas y/o la violación de los derechos humanos universales, sean líderes, autoridades de pueblos o comunidades, periodistas o defensoras de los derechos humanos. Casos como el asesinato de la abogada Digna Ochoa, el 19 de octubre de 2001, quien fuera una destacada defensora de los derechos humanos e integrante de Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, indignaron al país. Otro de los casos de mayor irritación fue el asesinato de la líder del pueblo indígena lenca de Honduras en marzo de 2016, Berta Cáceres, quien encabezaba la campaña contra un polémico proyecto hidroeléctrico de capital chino que construiría la represa de Agua Zarca, proyectada en el noreste del país en el Río Gualcarque, en un territorio sagrado y espacio de reproducción de los lencas. La campaña de protesta de esta luchadora social logró que el constructor más grande de represas a escala mundial de propiedad estatal china, Sinohydro, retirara su participación; lo mismo ocurrió con el otro inversionista, que era el Banco Mundial. En reconocimiento a su incansable lucha le fue otorgado el premio medioambiental Goldman. Sin embargo, nada pudo hacer este reconocimiento y triunfo para evitar que fuera asesinada.3 En el marco de las resistencias al extractivismo, otras dos mujeres indígenas han sido reconocidas con el premio Goldman: la peruana Máxima Acuña, por la férrea defensa de su territorio donde la minera Yanacocha pretende explotar una mina de oro y cobre a cielo abierto en las alturas del departamento norandino de Cajamarca, destruyendo las fuentes de agua.4 Y este año correspondió a Francia Márquez, activista y líder comunitaria colombiana de la localidad de La Toma, en el suroccidental departamento de Cauca, por su lucha contra la minería legal e ilegal (ocmal, 2018). Sin embargo, estos reconocimientos no han tenido prácticamente ningún impacto para detener la vorágine minera que continúa sembrando terror y violencia.
Retomando el caso de México, las cifras lo colocan como uno de los países más violentos de America Latina, situación que se agravó a partir del año 2006 cuando el gobierno federal declaró una guerra frontal contra el narcotráfico, lo que se ha traducido en que durante la última década (2006-2016) los muertos civiles hayan ascendido a 175 000. El peor año fue el 2011, cuando la cifra se elevó a 27 200 asesinados, y durante el año de 2017 se sumaron hasta el mes de noviembre 26 502. Cifras similares se han reportado para este 2018. Estamos hablando de una media mensual de más de 2 000 homicidios dolosos.5 Sin embargo, esta lucha contra el narcotráfico oculta otras dimensiones de la violencia que es importante señalar, como la violencia que ejerce la delincuencia común y organizada que se expresa en robos, asaltos, violaciones, que colocan cotidianamente a las y los ciudadanos en vilo. Vale la pena señalar que en gran número de casos la violencia está vinculada no sólo con la impunidad judicial, sino con la enorme desigualdad social que prevalece en el país, lo que lleva a muchos jóvenes a engrosar las filas del narcotráfico o grupos delincuenciales ante la falta de oportunidades laborales o educativas. Esto es por demás paradójico, porque a pesar de la desigualdad reinante y los elevados niveles de corrupción y de violencia, nuestro país está colocado en el lugar número 15 del ranking de las economías del mundo.6 Mientras tanto, en lo referente a los índices de desigualdad, de acuerdo con cifras aportadas por la Comisión Económica para América Latina (cepal, 2016), la mala distribución de la riqueza alcanza una cifra muy alta, pues 80% de los activos financieros están concentrados en sólo 10% de las familias, mientras que 10% de las empresas del país concentran 93% de los activos físicos.7 A esta violencia debemos sumar la criminalización, persecución, privación de la libertad y los asesinatos de líderes de pueblos indígenas, tanto hombres como mujeres, que encabezan luchas contra el despojo o la amenaza de despojo de sus territorios.
De manera tal, la desigualdad, la diferencia, la racialización, la violencia de género y los feminicidios son categorías y fenómenos que se intersectan y dibujan las nuevas violencias de que están siendo objeto muchas luchadoras sociales del continente. Como una muestra de la criminalización, una reciente declaración de Amnistía Internacional señaló que sólo en los dos últimos años (2016-2017) habían sido asesinados 437 activistas pro-derechos humanos en 22 países, y 75% de los casos tuvieron lugar en América Latina y tuvieron que ver directamente con las actividades extractivistas (ai, 2017).8
En cuanto a los datos disponibles para acceder a cifras oficiales sobre la violencia contra las mujeres, durante el mes de noviembre de 2017 se estableció la desagregación en distintas categorías relacionadas con la violencia de género. La Secretaría de Gobernación dio a conocer una lista donde aparecen desagregados 31 nuevos delitos, contabilizados durante los años 2014-2017. Con esta nueva clasificación, se dio a conocer que se abrieron 1 500 investigaciones por feminicidio (Tabla 1).
Entre los datos desagregados resaltan también las denuncias presentadas por violencia intrafamiliar, que superan la cifra de 40 000, mayor que cualquiera de los demás apartados acumulando los tres años contabilizados. Otros delitos de los que ya se tienen cifras son: los cometidos por servidores públicos (36 478), la corrupción de menores (5 489), delitos electorales (1 840), aborto (1 540), trata de personas (1 034), tráfico de menores (467) e incesto (76).9
Si bien estos números son preocupantes en sí mismos, aluden a los casos denunciados sobre los cuales se inició una investigación; sin embargo, de acuerdo con los datos aportados por el Ombudsman nacional, Luis Raúl González Pérez, existe una tendencia al incremento de la violencia feminicida en los últimos años. En este sendero los datos presentados por el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) señalan que los feminicidios se elevaron a 12 811 tan sólo en el año 2017. Se afirma que se trata de “muertes de mujeres con presunción de homicidio”, lo que hizo que 2017 se convirtiera en el año más violento en contra de las mujeres (adn40: 2017). No se sabe, sin embargo, cuál es la proporción de mujeres indígenas que han sido víctimas de feminicidio y de desaparición forzada, pues los datos no están segregados por pertenencia étnica.
Ahora bien, las cifras en cuanto a la violencia contra defensores de derechos humanos, ambientalistas y líderes sociales e indígenas son igualmente alarmantes tanto para México como para el resto de los países de América Latina, por ejemplo en Honduras Chis Moye (bbc News, 2016), de Global Witness, señalaba que entre 2002 y 2014 habían ocurrido ciento once asesinatos de activistas ambientales en el territorio hondureño, ochenta de los cuales habían tenido lugar en tan sólo tres años (2012-2014). En lo que corresponde a México entre 2010 a 2016, cuarenta y un defensoras de derechos humanos habían sido asesinadas, esto de acuerdo con los datos aportados por la Red Nacional de Defensoras de los Derechos Humanos en México, de las cuales once eran periodistas (rnddhm, 2014). Éste es el escenario en donde líderes y organizaciones de mujeres indígenas están luchando por detener la violencia y la desposesión de sus cuerpos-territorios, como veremos enseguida.
De este amplio escenario de la violencia generalizada y en contra las mujeres indígenas quiero presentar algunos datos referentes a México y América Latina. Me interesa enfatizar que las mujeres luchan al lado de sus pueblos, como agraviadas directas, como actores políticos y no sólo como acompañantes; en múltiples casos han mostrado su agencia política encabezando movimientos de resistencia, desenmascarando las injusticias y construyendo organizaciones primero con sus pueblos y de forma paralela creando organizaciones de mujeres, cimentando posicionamientos, reflexiones y propuestas epistemológicas. Este activismo, como mostraremos, las ha colocado como el centro de una violencia preferencial y focalizada, en acciones que van desde la criminalización hasta la violencia sexual (Hernández, 2015) y del desplazamiento hasta el asesinato.
Es frente a este escenario que las mujeres organizadas políticamente expresan en sus agendas una serie de reivindicaciones que han ido desde la defensa de sus derechos como mujeres hasta una posición política denominada feminismo culturalmente situado (Sánchez, 2005); podemos hablar también de un feminismo anti-extractivista y de feminismos territoriales (Ulloa, 2016a y 2016b). Algunas se sitúan en los feminismos populares y comunitarios, otras parten desde los ecofeminismos y muchas no se reconocen como feministas de forma explícita. Pero todas, desde su diversidad, comparten el horizonte de una lucha anti-extractivista o post-extractivista, descolonizadora y antipatriarcal, y se empoderan en el marco de las resistencias. Su principal aporte, de acuerdo con Miriam Gartor (2014), ha sido visibilizar los estrechos vínculos entre extractivismo y patriarcado.
Entre las organizaciones de mujeres contra el extractivismo sobresale en Centroamérica la red de Mujeres Latinoamericanas Tejiendo Territorios, quienes emprendieron una caravana entre el 7 y el 17 de enero del 2018 que recorrió Guatemala, Honduras y El Salvador para denunciar las afectaciones de las industrias extractivas en las mujeres, y afirmaron que
como mujeres participantes en este esfuerzo, hemos confirmado que en nuestros países la lógica extractivista está amenazando gravemente los territorios y las poblaciones que ahí habitamos (Gartor, 2014).
Por su parte, las integrantes de la Red de Comunidades Afectadas por la Minería en Honduras, en voz de Xiomara Gaitán, afirman que “la mayoría de los proyectos extractivistas promueven un contexto de violencia, estigmatización y criminalización contra liderazgos comunitarios, en especial hacia las mujeres que luchan desde los territorios en Centroamérica, donde se cometen múltiples violaciones a los derechos humanos” (Gartor, 2014).
En el mismo tenor se han vinculado en redes y organizaciones continentales, por ejemplo el encuentro más reciente tuvo lugar en Montreal, Canadá, en abril de 2018, bajo el nombre de Encuentro Internacional “Mujeres en resistencia frente al extractivismo”, donde denunciaron las agresiones que sufren los pueblos indígenas y las mujeres en particular en sus etnoterritorios. Hablaron sobre los enclaves petroleros en la Amazonía ecuatoriana, la explotación minera de Cajamarca en Perú o la ruta de la soja en Argentina, denunciando que están viviendo los impactos que trae consigo la masiva llegada de trabajadores, lo que ha provocado el incremento del mercado sexual. El alcohol, la violencia y la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual se establecen en la cotidianidad de los pueblos como una expresión de la violencia machista (Gastor, 2014; Comunicaciones Aliadas, 2018).
En estos encuentros se ha dado cuenta de otras dimensiones e impactos con la llegada de las empresas, como son la militarización que acompaña ciertas regiones mineras. Se trata de una problemática que ya tiene varios años de presentarse; por ejemplo, en el año 2011, en el marco del Encuentro Latinoamericano Mujer y Minería, efectuado en Bogotá, Colombia, mujeres de treinta y cuatro organizaciones, redes, comités y asociaciones denunciaron que
La megaminería se acompaña de bases militares, mayor presencia de todos los actores armados y aumento de vigilancia privada, lo que hace más vulnerables a las mujeres.
La salud de las mujeres y las niñas recibe también fuertes impactos agresivos de los megaproyectos. Se acentúan las enfermedades de transmisión sexual (ets), respiratorias, mentales y de la piel, auditivas y todas aquellas derivadas de la actividad minera extractiva y de las fumigaciones. Además, se destaca el incremento de los abortos, malformaciones, cáncer y embarazos de adolescentes, entre otras problemáticas de la salud.
Con dolor e indignación afirmamos la permanente demanda de servicios sexuales por parte de funcionarios y obreros de la industria minero energética, servidumbres, trata de personas, migración de mujeres, así como la estigmatización de las mujeres que ejercen el trabajo sexual promovido por este tipo de actividades económicas (Acción Ecológica et al., 2011).
Desde esta perspectiva, tanto la tierra como el cuerpo de la mujer son concebidos como territorios sacrificables. A partir de ese paralelismo, los movimientos feministas contra los proyectos extractivos han construido un nuevo discurso político y de lucha que se centra en el cuerpo de las mujeres como un primer territorio a defender. La recuperación del territorio-cuerpo como un primer paso indisociable de la defensa del territorio-tierra. Se trata de una reinterpretación en la que el concepto de soberanía y autodeterminación de los territorios se amplía y se vincula con los cuerpos de las mujeres. Desde esta perspectiva podemos aludir al feminismo comunitario de las mujeres xinkas en resistencia contra la minería en la montaña de Xalapán (Guatemala), quienes plantean que defender un territorio-tierra contra la explotación sin tener en cuenta los cuerpos de las mujeres que están siendo violentados sería inadecuado. En ese mismo país se han expresado otras luchas que tienen ya una década; por ejemplo, en junio de 2008 Gregoria Crisanta Pérez y otras siete mujeres de la comunidad de Agel, en San Miguel Ixtahuacán, sabotearon el tendido eléctrico interrumpiendo el suministro de la minera Montana Exploradora, subsidiaria de la canadiense Goldcorp Inc. Durante cuatro años recayó sobre ellas una orden de captura por sabotaje del funcionamiento de la mina. Finalmente, en mayo de 2012 los cargos penales fueron levantados y las mujeres lograron recuperar parte de las tierras de Gregoria, que venían siendo utilizadas de forma irregular por la empresa, con lo que lograron un triunfo importante.10
Los encuentros y redes latinoamericanos de mujeres contra el extractivismo tienen una enorme importancia, tanto porque se constituyen como espacios de denuncia como de creación e intercambio de estrategias de lucha y resistencia. Son espacios desde donde las mujeres están planteando formas alternativas de vida comunitaria en armonía con la naturaleza, sus culturas, cosmovisiones, así como para pensar nuevos acuerdos entre géneros, con lógicas que rompen con el modelo capitalista vigente. En este rumbo fueron muy elocuentes los planteamientos expresados en el Encuentro Regional de Feminismos y Mujeres Populares celebrado en Ecuador en junio de 2013, donde las asistentes se plantearon otra forma de organizar la vida económica. Una economía basada en la gestión de los bienes comunes que garantice la reproducción cotidiana de la vida; es decir, se trata no solamente de luchas de resistencia, sino igualmente de búsquedas y construcciones dirigidas al ejercicio de nuevas economías solidarias y sustentables con una nueva lógica tanto identitaria en términos étnicos como socioambientales, y por tanto de defensa de sus territorios, de su vida como comunidades y como pueblos (Suárez, 2017).
Los costos de la resistencia frente a este modelo económico de desposesión han sido altos, como largos en tiempo y onerosos en términos económicos, sociales y políticos, pero también se han generado novedosos y vigorosos procesos de construcción organizativa, así como de reflexiones teóricas y de construcción de paradigmas alternativos; en este andar se han sumado algunos triunfos contra las grandes empresas extractivistas y contra los Estados que las sostienen. Tal es el caso por ejemplo del pueblo de Sarayaku en Ecuador, donde las mujeres tuvieron un papel importante en la lucha contra la empresa Yanacocha, que adquirió el proyecto minero Conga en 2001. Como es ampliamente sabido, las mujeres del pueblo de Sarayaku, en la Amazonía ecuatoriana, encabezaron la resistencia contra la petrolera argentina Compañía General de Combustibles (cgc), a la que lograron expulsar de sus tierras en el año 2004. En este caso, el Estado ecuatoriano había concesionado 60% de su territorio a la empresa, sin realizar ningún proceso de información ni consulta previa a los pueblos impactados. Fueron las mujeres quienes, desde el principio, tomaron la iniciativa. Cuando el ejército incursionó en su territorio militarizando la zona en favor de la petrolera, ellas requisaron su armamento. Incluso el ejército quiso negociar la devolución de las armas de forma secreta. El pueblo de Sarayaku, empujado por las mujeres, convocó a la prensa de Ecuador para llevar el caso a la luz pública. Finalmente, en el año 2012, tras una década de litigios, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh) declaró la responsabilidad del Estado ecuatoriano en la violación de los derechos del pueblo de Sarayaku (Gartor, 2014).11
Ahora bien, es importante señalar que si bien en América Latina podemos hablar de distintos Estados y modelos de desarrollo, en el caso del extractivismo investigadores como Eduardo Gudynas (2009) hablan de la existencia de un modelo post-extractivista para referirse a los países “progresistas” como Venezuela, Ecuador o Bolivia, los cuales se posicionaron como post-neoliberales y emprendieron la construcción de nuevas constituciones de carácter pluriétnico y plurinacional, reconociendo derechos a sus pueblos indígenas, inclusive en el caso de Bolivia se dejaron asentados derechos de la naturaleza; sin embargo, aún quedan grandes retos para lograr una relación equitativa y respetuosa de los derechos de estos pueblos.
El caso de la minería es elocuente porque nos permite ver las coincidencias o continuidades con el modelo neoliberal. Inicialmente, podemos constatar que los nuevos Estados han seguido la senda del extractivismo, tal vez la mayor diferencia con el resto de los países del orbe es el papel mucho más activo que los Estados progresistas tienen en la dirección del modelo económico, que se expresa por ejemplo en la imposición de altas tasas fiscales y en que buena parte de dichos recursos tienen como destino su inversión en distintas áreas y programas sociales. Sin embargo, el daño ecológico, la violación de derechos y la resistencia de los pueblos y sus mujeres así como la criminalización y la violencia que desatan son una constante compartida en todo el continente, independientemente del Estado promotor.
Retomo aquí como ejemplo el caso del Arco Minero, en Venezuela, que se remonta al año 2016, cuando el gobierno de Nicolás Maduro entregó concesiones mineras en 112 000 kilómetros cuadrados, que abarcan una parte de la región norte del estado de Bolívar y de Amazonas, al sur del río Orinoco. En ese territorio empresas nacionales y extranjeras pueden explotar legalmente coltán, oro y diamante. Esto se traduce en que el gobierno venezolano le abrió las puertas al desarrollo de la minería en 12% del territorio nacional, con la intención de que esta actividad sustituyera al petróleo y se convirtiera en una nueva fuente de ingresos para el Estado (Mongabay Latam, 2018). Desde el inicio, ambientalistas y científicos se opusieron a esta decisión, señalando además que el gobierno venezolano no cumplió con realizar un estudio de impacto ambiental, ni cumplió con la consulta previa, libre e informada a los pueblos indígenas, como mandatan la Constitución y los instrumentos de derecho internacional, como el Convenio 169 de la oit. En el proceso de oposición uno de los grupos más activos han sido las mujeres indígenas amazónicas aglutinadas en la organización Wanaaleru, quienes han denunciado que en esta región se está generando un ecocidio, pues se están arrasando miles de hectáreas de bosque amazónico, con la concomitante contaminación de las aguas superficiales y subterráneas ocasionada por la oxidación de minerales sulfurosos. Asimismo, han denunciado el proyecto como etnocida en tanto que se han presentado detenciones, persecución y el asesinato de líderes indígenas. En cuanto a los efectos sobre la salud y el bienestar de las mujeres amazónicas, han denunciado la violencia provocada por el incremento de la trata de mujeres y la expansión de la prostitución, así como en daños a la salud materno-infantil, provocados por el abandono de cultivos tradicionales, la migración y el aumento de defunciones infantiles, así como altas concentraciones de químicos en la sangre que provocan abortos (Wanaaleru, 2016).
Estamos, en síntesis, ante un panorama enormemente preocupante tanto por la violencia, la descomposición social y el faccionalismo que las explotaciones mineras generan en los pueblos indígenas como por los nuevos escenarios de agresiones contra las mujeres. Lamentablemente, este modelo parece que continuará en los siguientes años, porque prácticamente todos los países latinoamericanos siguen apostando al arribo de grandes inversiones de empresas nacionales y extranjeras, a pesar del desastre social y medioambiental que dejan a su paso. Por ejemplo, en el caso de Ecuador el expresidente Rafael Correa afirmaba que no era posible tener a un pueblo pobre sentado en sacos de oro, aludiendo a la riqueza mineral del país que era necesario explotar, con el objetivo de detonar el desarrollo económico. Es decir, que su proyecto postneoliberal enarboló un modelo neoextractivista que pretendía “transformar el patrón de especialización de la economía con el fin de lograr una inserción estratégica y soberana en el mundo”.12 Pareciera que todos los países latinoamericanos han retomado aquella vieja afirmación expresada en el siglo xix por el naturalista, geógrafo y explorador italiano Antonio Raimondi, a quien sus pesquisas lo llevaron a afirmar que “el Perú es un mendigo sentado en un banco de oro” (Villacorta, 2006).
Este modelo económico denominado eufemísticamente como “de desarrollo” avanza a pesar de las decenas de investigaciones que han señalado que recolocarnos como exportadores de materias primas no genera bienestar, sino por el contrario dependencias económicas y desigualdades regionales con la creación de los enclaves extractivos. En términos políticos implica una disminución de la soberanía nacional, porque se cede el destino económico de nuestros países a la lógica de las grandes empresas extractivas. También es preocupante que las decenas de procesos de disputa sean por la vía jurídica o a través de vigorosas movilizaciones sociales y protestas que no logran detener los procesos de expropiación o despojo de vastos territorios ricos en recursos bioenergéticos. Como he señalado, en el activismo antiminero las mujeres están teniendo un papel central, desde donde distintas organizaciones y colectivos están documentando, denunciando y mapeando estos procesos; tal es el caso por ejemplo del Atlas de Justicia Ambiental, que tiene como objetivo mostrar las distintas formas en que tanto los pueblos como las mujeres están siendo afectados por la minería, y su papel para construir alternativas a este devastador modelo económico.13
Cierro este recuento de las resistencias contra el extractivismo dejando testimonio de la más reciente expresión ocurrida en México el pasado 11 y 12 de octubre de 2018 en la ciudad de Oaxaca, donde se llevó a cabo un “juicio popular comunitario contra el Estado y las empresas mineras” que había sido acordado durante la realización del Segundo Encuentro Estatal de Pueblos, Comunidades y Organizaciones “aquí decimos sí a la vida, no a la minería”, realizado en la comunidad zapoteca de Magdalena Teitipac, los días 23 y 24 de febrero de 2018. En dicho encuentro participaron alrededor de 60 comunidades y 36 organizaciones (Colectivo Oaxaqueño en Defensa de los Territorios, 2018).
Durante el juicio popular se presentaron 22 casos de empresas que están violando los derechos de los pueblos indígenas en la entidad. Asimismo, se recuperaron, documentaron y difundieron testimonios de diversas comunidades y organizaciones. Quiero destacar los presentados por organizaciones de mujeres indígenas en defensa de sus territorios, quienes produjeron un pequeño video para dar cuenta de la situación que guardan sus derechos; son los casos de las mujeres defensoras de la tierra de San José del Progreso14 y el de las Defensoras del Territorio de San Martín de los Cansecos,15 los cuales se constituyen como un testimonio de las luchas de los pueblos indígenas donde las mujeres, junto con los hombres, están teniendo un papel importante.
Los casos fueron presentados ante un jurado conformado por destacadas y destacados luchadores y luchadoras sociales, defensores de derechos humanos, abogados y abogadas de amplia trayectoria y reconocimiento: Blanca Chancoso, Vicepresidenta de la Ecuarunari de Ecuador;16 Jakeline Romero Epiayu, integrante de la organización Fuerza de Mujeres Wayuu y Premio Nacional de Derechos Humanos de Colombia;17 Daniel Cerqueira, abogado brasileño experto en Derechos Indígenas de la Fundación para el Debido Proceso (dplf); Ignacio Henríquez, maestro en administración pública con experiencia en cooperación de Oxfam en El Salvador; Miguel Álvarez, presidente de serapaz y Premio Nacional de Derechos Humanos de México; Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, de México; Beatriz Gutiérrez, Defensora Comunitaria del Pueblo Ikoots de San Mateo del Mar, Oaxaca; Carmen Herrera García, de Abogados y Abogadas por la Justicia de los Derechos Humanos A.C.; Francisco López Bárcenas, abogado mixteco experto en derechos indígenas. El jurado contó con el apoyo de los peritos Ana de Ita, directora del Centro de Estudios para el Cambio del Campo Mexicano (ceccam); Saúl Rosado Zaidi, del Colectivo Multidisciplinario por las Alternativas Locales (comal) y la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (anaa), y Saúl Aquino, ciudadano de Capulálpam de Méndez.18
El jurado, después de escuchar los testimonios y revisar la documentación enviada por los pueblos y las autoridades comunitarias, emitieron un veredicto final de nueve puntos, en los que llaman al Estado mexicano a respetar los derechos a la libre determinación de los pueblos indígenas, a declarar al Estado de Oaxaca libre de proyectos mineros, y a cancelar las concesiones que se han otorgado en franca violación de los derechos de los pueblos indígenas y campesinos.19
Si bien se trata de una sentencia no vinculatoria, será enviada a las autoridades mexicanas con el fin de buscar difundir esta problemática e incidir en que se tomen medidas que pongan el alto a los despojos territoriales y la violación de derechos que se multiplican a lo largo del territorio nacional.
El estudio de la situación de las mujeres indígenas que son víctimas de diversas violencias ha sido abordado desde distintas perspectivas, una de las más sugerentes es la que plantea el concepto de interseccionalidad, acuñado por la activista y académica afroamericana Kimberle Crenshaw en 1991. En su artículo “Mapping the margins: Intersectionality, Identities Politics and Violence against Women of Color” reflexiona sobre la marginalidad de las mujeres de color, que se presenta tanto en el movimiento antirracista, cuyo sujeto de enunciación es el hombre negro, como en el movimiento feminista, cuyo referente (sujeto) de enunciación es la mujer blanca. Por ello, apela a la importancia de visibilizar cómo las múltiples formas de violencia se conectan de manera interseccional y apunta a repensar los márgenes que van desde la violencia doméstica hasta la estructural, atravesada a su vez por la construcción histórica racializada de las identidades en los márgenes de la sociedad mayor (De Marinis, en prensa).
De forma paralela, las feministas latinoamericanas planteaban las múltiples formas de opresión que vivían las mujeres indígenas por su condición de clase, género y etnia, y la manera en que estas múltiples formas de opresión eran negadas por los movimientos de izquierda e indígenas en México (Espinosa, 2010). Éstos han sido aportes centrales desde Latinoamérica. Como afirma Natalia de Marinis (en prensa), situar el concepto de interseccionalidad a través de la colonialidad y desde el enfoque del territorio y los derechos colectivos se vuelve un elemento importante a incorporar para pensar en la realidad de las mujeres indígenas. En el mismo tenor, Mara Viveros (2016) nos convoca a analizar los entramados de violencia desde enfoques históricos y políticamente situados para no perder su potencial político.
Otro de los elementos que es importante destacar en el actual contexto extractivista que violenta los derechos colectivos de hombres y mujeres indígenas es el giro político latinoamericano en el que peligrosamente se están instaurando gobiernos conservadores de derecha, que reprimen fuertemente a los movimientos sociales críticos del neoliberalismo.
Lo que podemos constatar es que con la expansión del capital extractivista se renuevan el discurso y las prácticas neocoloniales que dañan la tierra y los territorios de los pueblos indígenas y, con ello, las condiciones de vida de sus miembros. La instauración de las industrias extractivas han traído consigo una mayor violencia a las regiones indígenas y de afrodescendientes, y tienen un impacto mayor en la vida de las mujeres, sea por la llegada de grupos paramilitares que buscan inhibir la protesta social o sea porque su operación lleva consigo la proliferación de negocios, lícitos e ilícitos, como los bares, los burdeles, la prostitución y la trata de personas, actividades que afectan la vida y los derechos de las niñas y mujeres, como lo han venido denunciando diversas organizaciones, entre ellas Amnistía Internacional (Damiano, 2017).
Ahora bien, en cuanto a la violencia ejercida contra las mujeres en México, como en el resto del continente, sus propios testimonios muestran que abarca un amplio espectro social, pues no afecta únicamente a las indígenas, aunque ellas se encuentran entre los sectores más vulnerables. Cada día, las cifras de asesinatos de odio crecen ante la imposibilidad de la sociedad de frenar este flagelo. La impunidad con la que actúan los delincuentes y muchas veces en complicidad con las autoridades nos habla de un Estado fallido, corroído por la corrupción e infiltrado por la delincuencia. Un “Estado en la sombra” lo llamaba Gledhill (2000), que ha crecido al amparo de las reformas neoliberales. De aquí que Aída Hernández (2010: 95-96) afirme que el análisis de género en las regiones militarizadas, como los realizados por Diana Nelson (1999) en Guatemala, Davida Wood (1995) en Palestina o Dette Denich (1995) en Sarajevo, indican que en contextos de conflicto político-militar la sexualidad femenina tiende a convertirse en un espacio simbólico de lucha política y la violación sexual se instrumentaliza como una forma de demostrar poder y dominio sobre el enemigo. Casos como los ocurridos en los estados mexicanos de Chiapas, Atenco, Guerrero y Oaxaca no han sido una excepción; la militarización y la paramilitarización han afectado de manera específica a las mujeres en una guerra sucia no declarada. Desde una ideología patriarcal, que sigue considerando a las mujeres como objetos sexuales y como depositarias del honor familiar, la violación, la tortura sexual y las mutilaciones corporales son un ataque a todos los miembros del grupo enemigo.
Es lamentable que a pesar de que existe una enorme información sobre América Latina que da cuenta de los impactos del giro extractivista, poco se ha logrado para detenerlo. Baste señalar que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) ha emitido entre el año 2000 y 2016 diecisiete informes de fondo, señalando al Estado mexicano por violaciones a diversos instrumentos interamericanos. Entre 2007 y 2014 se han adoptado 39 medidas cautelares tanto para individuos como para comunidades cuyos derechos se encuentran en riesgo. Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh) ha emitido siete sentencias condenatorias respecto de México, tres de las cuales aluden a mujeres.20
Y finalmente, en el último informe de la Relatora Especial de las Naciones Unidas en su visita a México en 2017, se señaló que México ha contribuido en gran medida a promover la agenda indígena en el plano internacional, incluida la aprobación de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. En el ámbito nacional, el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas a la autonomía y la libre determinación en el artículo 2 de la Constitución del país es un avance importante, al igual que las iniciativas encaminadas a facilitar su participación política.
No obstante, es necesario trabajar con más empeño para lograr que esas iniciativas sean eficaces y para hacer frente a las causas profundas de la marginación de los pueblos indígenas.
Durante la visita al país, la Relatora Especial observó situaciones graves de exclusión y discriminación contra los pueblos indígenas [y afirmó que] las actuales políticas de desarrollo, que promueven “megaproyectos” en los sectores de la extracción, la energía, el turismo, el agronegocio y otros, representan un gran obstáculo para el disfrute por los pueblos indígenas de sus derechos humanos. Ha habido un aumento importante de ese tipo de proyectos de inversión, que se ejecutan en tierras y territorios de los pueblos indígenas sin que se celebren consultas adecuadas para obtener su consentimiento libre, previo e informado. Esta situación ha dado lugar a la expropiación de tierras, efectos negativos en el medio ambiente, conflictos sociales y la criminalización de los miembros de las comunidades indígenas que se oponen a los proyectos. Además, cuando intentan acceder a la justicia para denunciar violaciones de los derechos humanos relacionadas con esos proyectos de inversión, los pueblos indígenas tropiezan con graves obstáculos, como la distancia física que los separa de las instituciones de administración de justicia, las barreras lingüísticas, la falta de asistencia jurídica adecuada, el temor a represalias si se presenta una denuncia y la falta de mecanismos de protección apropiados (onu, 2018: 9).
Frente a estas violencias, tanto hombres como mujeres indígenas han encabezado diversos procesos de defensa de los territorios y naturalezas, demandando el reconocimiento del derecho a tomar decisiones a través del consentimiento previo, libre e informado, o generando nuevos espacios de participación como los procesos de consultas autónomas, comunitarias o populares (Ulloa, 2016a y 2016b), como el juicio popular realizado en el estado de Oaxaca. Asimismo, es importante destacar que a través de las protestas y acciones de resistencia emprendidas por las mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas se plantean críticas y propuestas alternativas en la relación con los territorios y se posicionan tanto otras visiones de desarrollo (alternativas al desarrollo) como construcciones culturales de género en el contexto de los extractivismos, tales como la ética del cuidado y la justicia ambiental. A estas dinámicas políticas que las mujeres lideran no sólo en Colombia, sino en América Latina, Astrid Ulloa las ha denominado “feminismos territoriales” en tanto que son luchas territoriales-ambientales que se centran en la defensa del cuidado hacia el territorio, el cuerpo y la naturaleza, y en abierta crítica a los procesos de desarrollo y los extractivismos. Ante estos escenarios, seguirá siendo fundamental combinar estrategias de defensa de los territorios, desde la presión social, las protestas colectivas, incorporar la perspectiva de género que visibilice el impacto diferencial de las violencias contra las luchadoras sociales indígenas y no indígenas, así como mantener una lucha jurídica vigorosa: ante los horrores, el derecho; ante el deterioro ambiental, la construcción de proyectos alternativos que busquen recuperar o construir sociedades armónicas donde prevalezcan los derechos humanos, los derechos colectivos y los derechos de género. Todos lo merecemos como ciudadanas y ciudadanos comprometidos con la construcción de mundos mejores.
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