Medicina tradicional: ¿Dónde están la vida, los sufrimientos, las violencias y las mortalidades en los pueblos originarios?

Recepción: 28 de abril del 2023

Aceptación: 14 de septiembre de 2023

Resumen

En este texto se describen y analizan los procesos de exclusión o secundarización que existen en los estudios locales de la medicina tradicional respecto de toda una serie de procesos de salud/enfermedad/atención/prevención que operan en la vida de los pueblos originarios, pese a que gran parte de estos están incluidos en los usos y costumbres de dichos pueblos. Las principales exclusiones revisadas refieren a procesos epidemiológicos, y especialmente a la mortalidad materna, así como a violencias cercanas, partos y relaciones infantiles y juveniles forzadas culturalmente. Se demuestra que esos estudios excluyen procesos que son parte de las culturas nativas y que generan una visión parcial y distorsionada de la vida de estas, por lo que no permite entender la racionalidad social, cultural y económica actual de dichos pueblos.

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traditional medicine: where are the lives, suffering, violence, and mortality rates of indigenous peoples?

This article analyzes the exclusion and sidelining evident in local studies on traditional medicine and a whole series of processes related to health, illness, healthcare, and prevention in the lives of Indigenous peoples, many of which are part of their practices and customs. The main forms of exclusion examined herein are related to disease, especially maternal mortality, but also to domestic violence, childbirth, and the forced marriage of children and adolescents. The analysis sheds light on how native cultural processes are excluded from these studies on traditional medicine, creating a biased, distorted vision of the lives of Indigenous peoples today and hindering an understanding of their social, cultural, and economic rationale.

Keywords: traditional medicine, biomedicine, methodology, transactions, exclusions.


Necesitamos asumir que si algo caracteriza a los estudios sobre la medicina tradicional (mt) mexicana son las exclusiones y secundarizaciones de aspectos que son básicos para entender los procesos de salud/enfermedad/atención/prevención (procesos de seap) que afectan a los denominados pueblos originarios. Entre las principales están la exclusión de los saberes afromexicanos; la escasez de estudios sobre mt en población no indígena, pero también sobre población indígena que vive en ciudades; así como la escasez de estudios sobre mortalidad y morbilidad.

La exclusión de estos y de otros procesos generan una visión distorsionada de los procesos de seap que operan en los pueblos nativos, dado que son estudios en los que interesa la mt y no lo que hace la población indígena con sus problemas de salud, incluida la mt. No parece interesarles la relación de las enfermedades tradicionales no solo con la mortalidad, sino con el sufrimiento por la muerte de los seres queridos; no conozco estudios en los que se analice la normalización social de la muerte sobre todo de niños al interior de las familias y de las comunidades. Aunque sí contamos con estudios sobre el velorio del angelito, ritual que está en desaparición debido en gran medida a la reducción de la mortalidad infantil

Cuando comenzó a estudiarse la mt a finales de 1930, los pueblos originarios, pero también gran parte de la población mexicana, se atendían con mt; una mt que fue desarrollándose durante la situación colonial y que incluía diversos saberes que se fueron constituyendo en parte de los usos y costumbres de indígenas y no indígenas. Por ello considero que uno de los mayores problemas de los estudios sobre mt es la exclusión de toda una serie de procesos, pese a que se han convertido desde hace decenios y hasta cientos de años en parte de la vida de los pueblos indígenas. Este asunto conduce a presentar un panorama sesgado de los procesos de seap que son parte de la vida de los grupos nativos.

A continuación presentaré y analizaré dos campos complementarios en los que observé exclusiones y secundarizaciones –me refiero al campo epidemiológico en general, aunque focalizado en las violencias–, y en segundo lugar a procesos que tienen que ver con embarazos, mortalidad materna y algunas sexualidades.1

Las exclusiones epidemiológicas

En principio no tenemos estudios sobre la salud de los pueblos indígenas, sobre lo que ellos consideran salud, así como del sistema de salud que generan y utilizan; tenemos estudios sobre las cosmovisiones de los pueblos originarios, pero no sabemos cuáles son las cosmovisiones que surgen respecto de los procesos de seap en los saberes cotidianos de las comunidades. Si bien en las últimas décadas se ha desarrollado el concepto de Buen Vivir, este ha sido utilizado básicamente en términos ideológicos sin referirlo a los procesos de seap que operan realmente en la cotidianidad de las familias y comunidades, que aparecen saturados por saberes biomédicos, por pérdidas de vidas y por sufrimientos.

Hay dos aspectos complementarios que caracterizan actualmente a los pueblos amerindios: me refiero al notable y constante crecimiento demográfico y a la extensión de la esperanza de vida. Estos procesos no se dieron cuando en dichos pueblos dominaba la medicina tradicional, sino que su incremento se genera cuando se diversifican las formas de atención de las enfermedades, sobre todo a partir de las décadas de los cuarenta y cincuenta e, inclusive, durante el neoliberalismo. Me interesa subrayar que la inmensa mayoría de los que estudian la mt y especialmente los que hablan de Buen Vivir y los que se autodenominan decoloniales y poscoloniales no describen, ni analizan ni explican qué ha pasado para que la población indígena mexicana crezca continuamente y lo haga cuando disminuye el papel de la mt, pese a seguir constituyendo el sector de la población más marginado y explotado. No proponen explicaciones para entender por qué en México la población nativa ha casi duplicado su esperanza de vida entre 1930 y la actualidad, ni haya reducido la mortalidad en los diferentes grupos etarios.

Germán Freire concluye que en América Latina y en Venezuela, en particular, aumenta la población indígena y se reduce su mortalidad por varios factores, pero sobre todo

[…] debido a la expansión –aunque precaria– de la biomedicina. Una comparación entre dos segmentos de la población Piaroa en 1992; uno con acceso y otro sin acceso al sistema de salud público nacional, mostró que la población con acceso a la biomedicina crecía 65% más rápido que la que no lo tenía […] La primera tenía una esperanza de vida de 47 años, y la segunda de 34 años […] La biomedicina es uno de los pilares fundamentales de la recuperación de la población indígena (Freire, 2007: 14).

Toda una serie de analistas ha cuestionado fuertemente a la biomedicina y señalado una gran parte de sus limitaciones y consecuencias negativas, considerando expresamente o connotando que la mt es mejor que la biomedicina en varios aspectos. Y así, por ejemplo, René Dubos (1975) señalaba que en 1949 se habían realizado estudios que demostraban que los otomíes del Valle del Mezquital (México) tenían una dieta más adecuada que la de la población de ciudades de los ee. uu., ya que no evidenciaban signos de desnutrición. Con ello concluyo que la ruptura de esta dieta generó desnutrición en este grupo; pero lo que no describe ni explica Dubos es por qué antes de la ruptura de su dieta por la aculturación este grupo tenía tan altas tasas de mortalidad, las que disminuyeron cuando se fue aculturando cada vez más.

Necesitamos asumir que los usos y costumbres, incluyendo los rituales culturales sobre los procesos de seap no evitan las altas tasas de mortalidad, como señala Victor Turner (1980) respecto de grupos africanos, dado que

la situación de la salud pública de los ndembu, como la de la mayor parte de los africanos, es altamente insatisfactoria… El hecho de que un rico y elaborado sistema de creencias y prácticas rituales proporcione un conjunto de explicaciones para la enfermedad y la muerte, y dé a la gente un falso sentido de confianza de que dispone de medios suficientes para hacer frente a la enfermedad, en modo alguno contribuye a la elevación del nivel de salud ni al aumento de la esperanza de vida. Sólo una mayor higiene, una dieta mejor y más equilibrada, una mayor difusión de la medicina preventiva y la extensión de las posibilidades de hospitalización puede destruir a ese “archivillano” que es la enfermedad, y liberar a África de su viejo dominio (Turner, 1980: 397-398).

Las exclusiones epidemiológicas referidas a mortalidad, morbilidad y hambre en los grupos indígenas conducen a negar u ocultar las carencias más graves de estos grupos, dado que, según los diferentes analistas e instituciones de salud, los pueblos originarios se han caracterizado en el pasado y en la actualidad por tener las más altas tasas de mortalidad y las menores esperanza de vida, así como por morir en gran medida por“causas evitables”. Esta situación ha sido reconocida reiteradamentepor el Sector Salud y por especialistas (Aguirre Beltrán, 1986; Hernández Bringas, 2007; Page, 2002). Es decir, los grupos que presentan las peores y más letales condiciones de salud casi no cuentan con estudios y/o con información epidemiológica. Estas carencias no solo refieren a los padecimientos tradicionales, sino también a los alopáticos, aunque en los últimos años –como veremos adelante– algunos grupos de antropólogos están generando una importante información epidemiológica sobre todo en lo que concierne a las mujeres, especialmente de mortalidad materna, violencias de género y vih-sida.

Las investigaciones sobre mt han estudiado las enfermedades y en mucho menor medida las mortalidades que reconocen los grupos nativos y sus curadores, excluyendo hasta hace muy poco tiempo las enfermedades y mortalidades definidas biomédicamente, pese a que las principales causas de mortalidad eran las enfermedades infectocontagiosas, a las que en la actualidad se han agregado enfermedades crónico-degenerativas como la diabetes mellitus 2 y las cardiovasculares. Si bien estas causales eran referidas por los pueblos originarios, por lo menos en parte, a enfermedades y procesos tradicionales como el susto, la envidia o la brujería, lo que no ha sido descrito ni analizado etnográficamente es cuál era y es la eficacia de los tratamientos tradicionales respecto de dichos padecimientos para evitar o reducir las altas tasas de mortalidad. Lo que tenemos, por ejemplo, son estudios que demuestran la potencialidad sanadora de las plantas medicinales, pero no su uso en relación con las mortalidades dominantes en las comunidades originarias.

Ahora bien, estas carencias epidemiológicas se dan en todas las tendencias teórico/ideológicas, lo que amerita alguna explicación dadas las fuertes diferencias que hay entre ellas. En principio, considero que estas similitudes se deben a que las diferentes tendencias omiten estos datos o los tratan superficialmente para no contribuir a la estigmatización de los pueblos originarios. Son las mismas razones por las que se suele omitir el análisis de procesos de seap que contribuirían a confirmar los estereotipos racistas sobre la población indígena, como son los casos del labio leporino u otras malformaciones congénitas. Así como tampoco se estudian los infanticidios, pese a que una parte de ellos remiten a causales tradicionales, como es el caso de la muerte infantil por brujerías (Fábregas y Nuttini, 1993; Peña, 2006).

Una parte de los analistas, especialmente Carlos Zolla (1994a), reconoce que varias de las enfermedades tradicionales son mortales, así como cuáles son las principales causas de muerte según los curadores tradicionales entrevistados, entre las que está la desnutrición. Desde el inicio de los estudios sobre mt se ha reconocido la existencia de cuadros de desnutrición y de enfermedades relacionados con los mismos en los pueblos indígenas (Aguirre Beltrán, 1986), alcanzando su expresión más notoria en términos antropológicos el texto de Guillermo Bonfil (1962) sobre el hambre en una comunidad yucateca, donde los ejes explicativos están en las condiciones económico/políticas dentro de las que viven los indígenas de Yucatán. Aunque esta situación se ha mantenido hasta la actualidad en la mayoría de los pueblos originarios, contamos con escasos estudios antropológicos como los de Arnaiz o los de Ysunza, pese a que en los últimos años las instituciones específicas y los medios de comunicación han señalado reiteradamente esta situación. Y así, en 2003, la Unicef sostuvo que 70% de los niños indígenas padecen desnutrición (Román, 2003), mientras en 2021 el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (coneval) reconoce que 30% de los indígenas sufren hambre. Pero, además, en las últimas décadas, al hambre se han agregado problemas como el sobrepeso y la obesidad, resultado en gran medida del consumo de alimentos chatarra (Enciso, 2018). Este tema casi no se estudia por los antropólogos sociales, pues es un problema estructural de las poblaciones nativas, que evidencia la inclusión de estilos alimentarios negativos generados por la aculturación. Asimismo, esta situación de desnutrición contrasta con el reconocimiento antropológico de la existencia de una dieta indígena que sería nutritiva y barata, pero que funciona cada vez menos, sin que tengamos estudios sobre ello. No obstante, cabe recordar que cuando dominaba la dieta tradicional positiva, los nativos tenían más altas tasas de mortalidad que en la actualidad.2

Ahora bien, esta situación de salud no es una particularidad de los pueblos originarios mexicanos, sino que, como señalan Marcia Inhorn y Peter Brown (1990), las enfermedades infectocontagiosas son la más importante causa de sufrimiento y muerte en las sociedades tradicionales estudiadas por los antropólogos. Ello obedece en gran medida a que los pueblos originarios se caracterizan por su situación de pobreza o extrema pobreza, por la falta de infraestructura sanitaria básica, por su marginalidad social.

Los estudios de mt se caracterizan por la exclusión de toda una serie de procesos de seap, comenzando con los alopáticos que, según nuestros estudios, ya eran reconocidos por lo menos en comunidades yucatecas desde la década de 1920 (Menéndez, 2018). Si bien el núcleo de los estudios sobre mt han sido los procesos de seap tradicionales, no cabe duda, como concluyó Gracia Imberton, que

Una tendencia muy marcada de los estudios antropológicos sobre las enfermedades en el mundo indígena ha sido la de destacar aquellos aspectos considerados propios de la cosmovisión, como el chulel y los naguales mayas, que han ocupado un lugar privilegiado en esta perspectiva. La preocupación por las “almas” indígenas, que ha sido una constante desde la llegada de los europeos al continente americano, ha orientado la mirada antropológica hacia este tema desatendiendo otros (Imberton, 2002:15).

Pero no solo se estudian poco o muy poco ciertas enfermedades tradicionales, sino también ciertos curadores tradicionales, especialmente hueseros y culebreros, pese a que atienden problemas frecuentes como fracturas y dolores o mordeduras de víboras y picaduras de alacranes.

Un aspecto básico para la salud escasamente estudiado, salvo en Yucatán, han sido las condiciones de higiene descritas y analizadas por numerosos autores para la península (Steggerda, 1965; Ramírez, 1980), reconociendo algunos salubristas –que no antropólogos– que la escasez de muerte por tifus en Yucatán, que era uno de los padecimientos más letales en México, se debía a las condiciones de higiene de su población.

Un tercer aspecto casi totalmente excluido por los antropólogos es el estudio de las enfermedades generadas por las actividades laborales en sociedades como la yucateca en las que pudimos verificar que estas son frecuentes. Tampoco son estudiadas las discapacidades que afectan tanto a mujeres como varones debidas a causas genéticas o contraídas en la vida cotidiana. También son muy escasos los estudios sobre la blanquización de la piel y la aplicación de cirugías plásticas para modificar rasgos faciales indígenas, pero que se da sobre todo en mestizos.

Otro de los principales procesos poco estudiados es el que se refiere a las enfermedades mentales, ya que la actitud dominante es negar que existen en los pueblos originarios o se reconoce su presencia, pero sin estudiarla, sosteniendo de forma explícita o tácita que, de existir, es mucho menor y menos grave que en las sociedades desarrolladas. Como señala Natera, investigadora del Instituto Nacional de Psiquiatría: “Aunque la salud mental es de vital importancia en las poblaciones indígenas, es un problema poco atendido al igual que el abuso del consumo de alcohol y de sus consecuencias” (Comunicación personal, 2018). En el Diccionario de mt, Carlos Zolla (1994b, t. ii: 548) considera que la locura en los pueblos nativos refiere a trastornos de las facultades mentales expresadas a través de conductas extrañas que imposibilitan la relación de los individuos con los sujetos de su grupo social, que generalmente son atribuidos a la introducción de seres sobrenaturales en el cuerpo o a los efectos de la brujería. Este autor señala que algunos pueblos (totonacas, huastecos, jacaltecos) reconocen formas de locura como padecimiento; mientras Güémez (2019, comunicación personal) señala que no hay enfermedades tradicionales en Yucatán que refieran a la locura, aunque hay palabras coloquiales mayas que remiten a la pérdida de la razón.

En las últimas décadas se han generado estudios sobre los “nervios”, epilepsia o locura que habrían sido generados por el susto o por corajes (Castaldo, 2002; Gallardo, 2002). Se han detectado también en clínicas rurales del Instituto Mexicano del Seguro Social (imss) procesos depresivos y de ansiedad, especialmente en mujeres. Pero varios de los principales especialistas como Barragán, Campos, Güémez o Villaflor (comunicaciones personales) reconocen que las enfermedades mentales son poco o nada estudiadas en los pueblos originarios. Este asunto no ignora que los curadores tradicionales, por lo menos en ciertas comunidades, están atendiendo personas con crisis nerviosas, ansiedad, depresión, insomnio.

Por otra parte, pese a que Yucatán tiene históricamente las más altas tasas de suicidio de México, documentado por lo menos desde finales del siglo xix, o a que en 2020 hubo una ola de suicidios de adolescentes indígenas chiapaneco y a que se ha incrementado notablemente el suicidio general y sobre todo en jóvenes entre 1970 y la actualidad en el país, no contamos con estudios sobre suicidio en grupos originarios. Es interesante señalar que mientras para los pueblos indígenas sudamericanos tenemos una compilación de doce trabajos sobre el suicidio (Campo y Aparicio, 2017), para México casi no contamos con este tipo de estudios.

Violencias como parte de la cultura

Toda una tendencia ha señalado el papel de la violencia sistemática en la generación de enfermedades mentales o emocionales (Farías, 1999; Frías, 2021), y México es una sociedad que por lo menos desde la conquista europea se ha caracterizado por el dominio de la violencia sistemática a nivel nacional y en los pueblos originarios. La negación de la enfermedad mental en los pueblos oprimidos y colonizados tiene en gran medida que ver con la hipótesis evolucionista generada en el siglo xix, según la cual la locura y la enfermedad mental tenían que ver con el desarrollo de la “civilización”, premisa que fue cuestionada en diversos momentos y especialmente en las décadas de 1950, 1960 y 1970 por los estudios de la situación colonial, reconociendo dichas enfermedades como producto, por lo menos de manera parcial, de la dominación y explotación colonial, como lo han planteado Balandier, Bastide y Fanon, pero que no ha sido aplicado entre nosotros. Por ello considero que esta negación y secundarización tienen que ver en gran medida con que se piensa la enfermedad mental como otra posible estigmatización contra los pueblos nativos.

Pero las violencias no son solo ignoradas como causales de enfermedad mental o de padecimientos emocionales, sino que no suelen ser estudiadas como violencias, pese a su notoria existencia y a sus posibles incrementos. No son estudiadas respecto de la mujer, pero especialmente del varón, no obstante que a nivel nacional más de 90% de los homicidios son de varones contra varones y que México tiene una de las más altas tasas de homicidios; recordemos que Latinoamérica es la región con mayores tasas de homicidios en el ámbito mundial. Además, los escasos estudios sobre masculinidad en indígenas de México, como el de Martín de la Cruz (2010), no incluyen el papel de las violencias en las relaciones varón/varón y varón/mujer, pese a ser una de las características culturales de gran parte de los pueblos originarios y, por supuesto, de los no originarios.

La recuperación de esta problemática se ha dado exclusivamente respecto de la mujer, en gran medida por el desarrollo de perspectivas feministas. Se ha documentado que entre 2012 y 2018 los homicidios de mujeres hablantes de una lengua indígena han aumentado más de 154%, al pasar de 79 a 122; más aún, en 98% de las comunidades indígenas de los estados de México, Morelos, Veracruz, San Luis Potosí y la Ciudad de México van en aumento las agresiones contra las mujeres (Xantomila, 2020). De tal manera que en algunos estudios se concluye que “[…] las formas más severas de violencias sexuales como la violación y el intento de violación son más prevalentes entre las mujeres hablantes de una lengua indígena” (Frías, 2021a: 381; Cacique, 2021).

Se ha encontrado que la mayoría de estas violencias son realizadas por familiares, lo que aparece documentado no solo en investigaciones socioantropológicas, sino en testimonios biográficos, como el caso de la indígena zapoteca Odila Romero que narra cómo antes de los once años fue manoseada y penetrada sexualmente por sus tíos (Blackwell, 2009). En comunidades de diferentes grupos étnicos mexicanos se ha registrado que las violencias contra la mujer están legitimadas culturalmente, incluso por la mt, ya que, por ejemplo, algunas enfermedades tradicionales como el susto o la bilis serían generadas por estas violencias y, por lo tanto, sanadas, pero sin alterar la normalidad cultural de las violencias. Estas violencias intrafamiliares ocurren en comunidades donde la dominación masculina es absoluta y una gran parte de dichas violencias son extremas y llegan incluso a la muerte de la mujer. Las continuas violencias en muy diferentes situaciones cumplirían el papel simbólico de evidenciar quién tiene el poder no solo en las relaciones de género, sino en la comunidad y en la cultura.

Pese a estos reconocimientos, los especialistas como Sonia Frías concluyen que estas violencias contra la mujer han sido escasamente estudiadas, pues “han sido invisibilizadas tanto por un gran sector de la academia como por distintas instancias gubernamentales” (2021: 433), además de que “De hecho existen pocos estudios que se hayan aproximado a la magnitud de las violencias de género que viven las mujeres y niñas indígenas; y cuando lo han hecho, se han centrado en la problemática de violencia de pareja” (Frías, 2021a: 18). Con esta percepción concuerdan Berrio, Castro, De Keizer, Gamlin, Minero, Núñez, Ravelo, Sierra y me lo confirmaron a través de comunicaciones personales hechas en 2021; asimismo, subrayan que el Instituto Nacional Indigenista no ha planteado esta problemática durante su etapa integracionista, pero tampoco durante su periodo participativo (Muñiz y Corona, 1996).

Guillermo Núñez, una de las principales autoridades en estudios de género, considera que “no hay casi nada escrito sobre violencia de género en contextos indígenas; recuerda que hay algunas viejas tesis que presentan visiones mitificadas, donde todo es lindo”. En sus estudios sobre los yaquis, documenta la hegemonía masculina y señala que los intelectuales indígenas no hablan sobre desigualdades de género ni sobre violencias; según ellos,

si bien entendemos que es un tema importante, pero híjole, es un tema delicado, porque si se mueve una pieza de la estructura familiar yaqui, de lo que es la mujer y el hombre… Uuff existe el riesgo de que se desmorone todo. Los intelectuales indígenas activistas no tratan el tema de la violencia degénero, pues creen que con ello contribuyen aún más a la estigmatizaciónde los indígenas (comunicación personal, 29/07/2021).

A su vez, Jennie Gamlin observa que la mayoría de las mujeres wixaritari han vivido y/o siguen viviendo relaciones intrafamiliares violentas:

De las conversaciones que he tenido, surgen violencias muy extremas que pueden causar la muerte. Estas mujeres sufren violencias del padre, madre, hermano y maridos. No he escrito sobre este tema, pues me es muy difícil hablar abiertamente de violencia intrafamiliar con la comunidad. No obstante, algo digo en algún texto (Gamlin, 2020). La bibliografía sobre los huicholes no trata este tema; se ha focalizado en los procesos religiosos y artísticos. No conozco un solo texto sobre violencia de género entre los huicholes (comunicación personal, 03/03/2021).

Si bien en las últimas décadas se ha denunciado insistentemente la violencia contra la mujer y, en menor medida, la violencia contra la mujer indígena, observamos que en gran parte de estos señalamientos dominan interpretaciones que reconocen la existencia de violencias, pero al mismo tiempo se evita incluir ciertos aspectos y se proponen interpretaciones que los excluyen y convalidan otros. Según Muñiz y Corona, la violencia contra la mujer en contextos indígenas es en gran medida encubierta “[…] con el discurso de la preservación cultural. Así cualquier tipo de violencia física o mental sobre las mujeres indígenas, se explica desde sus costumbres y tradiciones ancestrales” (1996: 42).

Lo que queda claro en las escasas etnografías es que la violencia de género es generada y protegida por la cultura de los pueblos originarios, pues en lugar de describir y analizar los usos y costumbres violentos, muchos de los estudios, incluida una parte de los feministas, remiten las explicaciones a procesos “externos”. De tal manera que las violencias son remitidas a la sociedad mestiza, a la situación colonial, al racismo, a la explotación de la mujer por los blancos, a la violencia antifemenina de los caciques, a las violencias del crimen organizado e inclusive a las violencias castrenses, pero sin describir específicamente las violencias intrafamiliares. Y si bien no niego el importante papel que cumplen las violencias enumeradas; sin embargo, el núcleo de las violencias contra la mujer son intrafamiliares e intracomunitarias.

Subrayo que tenemos muy escasos estudios sobre homicidios en general, y los pocos que existen han sido desarrollados por antropólogos extranjeros. Más aún, se suele reconocer que la brujería puede causar muertes en niños y también en adultos, pero salvo excepciones (Peña, 2006) no tenemos estudios locales referidos a infanticidios, pese a que aparecen como parte de los usos y costumbres. Más aún, en el ámbito nacional se han incrementado en los últimos años los homicidios infantiles, que son cometidos casi en su totalidad por familiares de la víctima (Hernández Bringa, 2007). Por lo que la mayoría de las violencias físicas y emocionales, así como los homicidios se dan entre miembros de la familia y de personas cercanas. En otras palabras, la gran mayoría de las violencias no son ejercidas contra los sujetos y grupos que los explotan y racializan, sino contra miembros de su comunidad o de comunidades indígenas cercanas.

Considero importante mencionar que los antropólogos no describen ni analizan las muertes corporativas expresadas sobre todo en las venganzas de sangre, pese a que han sido señaladas por autores extranjeros y reconocidas, pero no estudiadas, por especialistas mexicanos. Ahora bien, como lo he señalado (Menéndez, 2012) en forma explícita e implícita, los antropólogos locales y de Latinoamérica, en general, suelen considerar que las violencias y sobre todo los homicidios no son parte de la cultura, lo que se evidencia más allá de las palabras en la escasez de este tipo de estudios locales. Sin embargo, las violencias y homicidios han sido reconocidos y estudiados en México por antropólogos extranjeros desde por lo menos 1940, cuando Ruth Bunzell publica su texto sobre los chamulas; le siguieron los textos de Carmen Viqueira y Ángel Palerm (1954) sobre los totonacas; y en las décadas siguientes los de Henry Favre (1964), Lola Romanucci-Ross (1973), Veronique Flanet (1977, 1986), James Greenberg (1989), sobre diversos grupos.

Por más que los especialistas mexicanos saben de las violencias homicidas en las comunidades que investigan, muy pocos las estudian; Jaime Page, uno de los mejores estudiosos de los procesos de seap indígenas (comunicación personal, 2021), no conoce estudios sobre homicidios en grupos originarios de Chiapas y concluye que en algunos municipios es un tema tabú. A su vez, De Keizer (comunicación personal, 2021), uno de los mayores especialistas en violencia masculina, desconoce la existencia de trabajos sobre homicidios y otras violencias en grupos étnicos; una excepción es el trabajo de Zuanilda Mendoza (2013) respecto de los triquis, que es para mí el principal aporte etnográfico de la antropología mexicana a la descripción y análisis de la violencia en un pueblo originario en el que la violencia es parte estructural de la vida cotidiana.

La violencia doméstica, según Jane Collier (2009), ha sido estructural en los grupos étnicos, y si bien se han dado cambios, dichas violencias siguen existiendo como parte normalizada de las relaciones de género legitimadas por la comunidad. Es en gran medida por esta normalización cultural que las mujeres y los niños no denuncian las agresiones, pues hasta una parte de las mujeres consideran que es normal que las violenten. Más aún, las autoridades comunitarias apoyan a los violentadores y secundarizan o niegan las escasas demandas planteadas por las mujeres. “Entre las mujeres existe desconfianza con respecto a acudir a las instancias de procuración de justicia a levantar un acta, porque […] las autoridades son masculinas y tienden a favorecer a sus congéneres” (D’Aubeterre, 2003: 54).

Si bien en las revistas feministas mexicanas hay referencias a la violencia contra la mujer en general y respecto de los grupos indígenas en particular desde por lo menos la década de 1970, los primeros trabajos sistemáticos sobre estas violencias en los grupos indígenas mexicanos fueron impulsados por Soledad González, aunque concentrados en Cuetzalan (Puebla) (González, 1998, 2004, 2009; véase también Mejía y Mora, 2005). Pero fue la tesis de Graciela Freyermuth la que en 2000 desarrolló en profundidad etnográfica la violencia antifemenina en una zona de Chiapas.

Considero que el ocultamiento de estos procesos por gran parte de la producción antropológica, más que encubrir el problema, limita o impide la posibilidad de reducir y de ser posible erradicar la violencia. Hay que asumir desde el principio que estas violencias indígenas son parte de las condiciones de violencia dominantes en México como sociedad y que adquieren en los pueblos originarios características particulares. Además, dichas violencias –en el ámbito nacional y particular– pueden estar relacionadas con procesos que las pueden incrementar, como han sido los programas de planificación familiar impulsados desde las décadas de los setenta y ochenta, la pérdida del estatus social y económico del varón, dado que cada vez es menos el único proveedor del grupo familiar; la inclusión de la mujer en el proceso laboral, el proceso migratorio masculino que deja durante meses o años sola a la mujer, aunque controlada por el grupo familiar. Considero que hay que evidenciar en toda su significación estas violencias para que las asumamos, en lugar de marginarlas y negarlas.

En términos epidemiológicos una situación especial la constituye la carencia de estudios sobre las enfermedades y padecimientos que, pese a impactar en sus vidas, desconocen los pueblos indígenas, pues solo lo abordan algunos trabajos puntuales. Está el estudio de Horacia Fajardo sobre los huicholes, quien señala que “pacientes de diferente edad con signos obvios de enfermedades nutricionales como anemia, avitaminosis o debilidad extrema por falta de alimento, no fueron catalogados como enfermos por ‘el costumbre’” (2007: 141; véase también Cortés, 2015). Estudios médicos y ecológicos, pero también antropológicos (Pérez Camargo, 2020; Valdez Tah, 2015), han evidenciado el desconocimiento por la población y por los curadores tradicionales de la enfermedad de Chagas en Yucatán. También tenemos el caso del vih-sida que, pese a ser una importante causa de mortalidad entre la población indígena (Freyermuth, 2017), es escasamente estudiado. Patricia Ponce concluye que “Es patente el profundo desinterés por parte de los científicos sociales para desarrollar pesquisas sobre concepciones, valores y prácticas sexuales, identidades de género, diversidad sexo genérica, homofobia, homoerotismo, estigma, discriminación y vih/sida (Ponce, 2008: 1; véase también Ponce, 2011; Núñez, 2011; Muñoz, 2022, 2023).

Si bien en los últimos años se ha desarrollado la investigación de género y procesos de seap, esta se focalizó en la mujer, en especial a través de los estudios sobre mortalidad materna; pero prácticamente no existen estudios sobre el género masculino y sobre gays, lesbianas y transgéneros en los pueblos originarios, salvo contadas excepciones. En el caso del varón esta carencia es significativa porque, según Freyermuth (2017), con datos hasta 2014, las tasas de mortalidad de los varones indígenas duplican las de las mujeres y en los municipios donde hay 70% y más de población indígena, las diferencias son aún mayores. No contamos con datos sobre qué género se enferma más, aunque se señala que la mujer es quien concurre más a atención con mt y con biomedicina, pero sin un desarrollo etnográfico preciso. Lo mismo ocurre respecto de la autoatención de los padecimientos a nivel familiar, ya que se da por sentado que está a cargo de la mujer, pero el trabajo etnográfico es escaso (Cortez, 2015).

Desde la perspectiva epidemiológica, es necesario reconocer que a partir de las investigaciones de Berrio, Freyermuth, Muñoz y Sesia se ha desarrollado una importante corriente de estudios epidemiológicos sobre pueblos originarios de Chiapas, Oaxaca y Guerrero que han permitido tener una visión cada vez más precisa de la mortalidad y morbilidad de los mismos. Ponce sí ha generado este tipo de estudios, pero referidos solo al vih-sida y especialmente en Veracruz. La mayoría de estos estudios se centran en lo alopático y no incluyen lo tradicional como parte de la carrera del enfermo.

Mortalidad materna, parto, matrimonios y sexualidades

Hay toda una serie de procesos epidemiológicos que tienen que ver directa e indirectamente con el embarazo, el parto y el puerperio, que evidencian también exclusiones o producciones reducidas, salvo en los casos de los grupos coordinados por Freyermuth y por Paola Sesia en Chiapas y en Oaxaca, respectivamente, que han dado a conocer las altas tasas de mortalidad materna en las zonas indígenas, así como también su paulatina disminución aunque mantienen notorias diferencias con la media nacional. Ya en 2001 la Secretaría de Salud señalaba que las mujeres indígenas tienen un riesgo de morir tres veces mayor a las no indígenas por causas relacionadas con la maternidad, lo que se mantiene en 2011 (Freyermuth y Luna, 2014). Pero, además, se observa que 87% de las mujeres muertas en los Altos de Chiapas entre 1989 y 1993 no habían recibido atención médica (Freyermuth y Meneses, 2006: 6). Freyermuth y Arguello (2018) muestran esta situación en 1990 y en 2015, ya que a pesar de un descenso de la mortalidad materna en Chiapas y en Oaxaca, sigue siendo mucho más alta la tasa de mortalidad en mujeres indígenas que en no indígenas.

Las más altas tasas de mortalidad materna se han dado cuando en la atención del parto dominaba la medicina tradicional y puede correlacionarse, por lo menos parte del descenso, con un incremento de la asistencia biomédica, más allá de la violencia obstétrica y de que dicha asistencia fue cuestionada por parte de la población nativa. Como evidencian Sesia y Freyermuth (2017), pese a las altas tasas de mortalidad materna ocurridas entre 2004 y 2007 en Oaxaca, necesitamos asumir que estas son más altas aún, dado el alto nivel de subregistro que existe en las zonas indígenas, que la autora calcula entre 40% y 50%. Subraya que 75% de las defunciones en zonas indígenas se dieron en la casa; más aún: “El 44% de las mujeres en los municipios indígenas que fallecieron por mortalidad materna dieron luz a solas o atendidas por un familiar […] el 33% fueron atendidas por parteras empíricas, y sólo 21% tuvieron atenciones médicas por personal de salud calificado” (Sesia y Freyermuth, 2017: 232). Pero, además, 60% de la mortalidad infantil en 2013 se daba en zonas indígenas (La Jornada, 20/08/2014). Ante estas cifras, la autora llega a cuestionar en un trabajo previo: “la imagen a veces romántica que existe sobre todo en cierta literatura antropológica con respecto a la importancia cultural y médica de terapeutas tradicionales en comunidades indígenas” (Sesia et al., 2007: 27).

La alta mortalidad materno/infantil en zonas indígenas ha sido documentada periódicamente por la Organización Panamericana de la Salud a través de investigaciones sobre la salud de las Américas, pero también por medio de investigaciones antropológicas hechas en varios países de Latinoamérica. En el caso de Bolivia se señala no solo la alta mortalidad materna, sino que “[…] por cada mujer que muere por causas atribuibles al embarazo, parto y puerperio, alrededor de treinta sobreviven con su salud sexual y reproductiva severamente comprometida. Los huérfanos sobrevivientes también sufren problemas de salud, crecimiento y desarrollo muy bien documentado en diferentes investigaciones” (Uriburu, 2006: 173). Aclaro que en México no contamos con este tipo de investigaciones; como tampoco con estudios sobre el síndrome de alcoholismo fetal, que en México puede ser muy alto dada la alta ingesta de alcohol en mujeres indígenas, que se expresa parcialmente a través de sus altas tasas de mortalidad por cirrosis hepática.

Si bien las parteras empíricas constituyen el tipo de curador tradicional más estudiado en México, la mayoría de estos estudios no describen ni analizan la posible mortalidad durante el embarazo, el parto y el puerperio tratados por las parteras. Destacados especialistas (Berrio, Castro, Freyermuth, Salas, Sesia) no conocen trabajos sobre mortalidad en partos realizados por parteras (comunicación personal, 2020/2021); mientras Jaime Page (comunicación personal, 2018) señala que las parteras y otros curadores tradicionales con quienes ha platicado sostienen que nunca se les mueren los pacientes. Para Berrio, la mortalidad de madre e hijos en el proceso de parto con parteras es un tema tabú; en mi comunicación por lo menos con cuatro especialistas no obtuve información sobre mortalidad en parto, pese a que han tenido experiencias directas de muerte. Dichas experiencias refieren no solo a la mortalidad materna, sino también a la mortalidad neonatal. Obviamente esta mortalidad no se consigna, pues puede conducir a situaciones legales; pero, además, dicha omisión ocurre por el dominio de miradas que tratan de evitar discriminaciones racistas mitificando en gran medida la realidad.

La mortalidad materna y la mortalidad neonatal han ido descendiendo por varias razones, entre ellas, la aplicación sistemática del programa de planificación familiar (pf) que ha generado una notoria disminución del número de nacimientos y, por lo tanto, de partos. Si bien este programa inicialmente operó menos en zonas indígenas y fue rechazado por la población y por gran parte de las parteras, se fue imponiendo y en la actualidad excluyó a las parteras del trabajo de parto. Una de las principales técnicas de pf ha sido la esterilización de mujeres, la que casi no ha sido estudiada por la antropología mexicana, incluida la antropología feminista (Menéndez, 2009).

Ahora bien, hay muy pocas investigaciones sobre el papel y las reacciones del varón ante la aplicación de la pf a sus mujeres; se señalan –como vimos– algunas reacciones violentas, pero sin un desarrollo etnográfico que lo sustente. Si el machismo y el poder del varón sobre su mujer es tan fuerte como se señala, ¿qué pasó para que ellos aceptaran la aplicación de técnicas anticonceptivas, inclusive definitivas, a sus mujeres? Es importante hacernos esta pregunta, especialmente porque, según el refrán mexicano, para los hombres: “la mujer siempre cargada como el fusil, y detrás de la puerta”. La antropología feminista en particular ha enfatizado el fuerte régimen patriarcal dominante en los pueblos originarios, pero no describen, analizan ni explican cómo, pese a dicho régimen patriarcal, se impuso la pf, incluidas las esterilizaciones. Según Berrio, Haro, Núñez y Sesia no existen estudios etnográficos sobre cómo reaccionaron los varones frente a la pf.

Uno de los problemas más agudos que operan en los pueblos originarios y, por supuesto, no solo en ellos, refiere a los matrimonios infantiles como parte de los usos y costumbres (Naciones Unidas/cepal 2021). Las niñas son casadas entre los nueve y los 14 años, y en algunos casos aún a menor edad (Juárez, 2016). Según la onu, una de cada cinco mujeres en México se casa siendo niña (Juárez, 2016a); de acuerdo con el Unicef, esen los grupos indígenas de América Latina donde estos matrimonios son más frecuentes, constituyendo la única región en la que no disminuye el matrimonio infantil (Poy Solano, 2018). Dichos matrimonios están basados en usos y costumbres, es decir, están justificados por las culturas nativas, de tal manera que las mujeres que tratan de evitar el matrimonio forzado seven expuestas, por lo menos en comunidades del estado de Guerrero, a ser privadas de la libertad por la familia del cónyuge, a que les arrebaten a los hijos o, inclusive, a que las encarcelen, como aseveró recientemente Abel Barrera, reconocido defensor de los pueblos originarios (Xantomila, 2023). Es el caso de una niña de 14 años que se negó a casarse con otro niño, casamiento que había arreglado su familia, que recibiría 200,000 pesos mexicanos cuando la casaran; pero, dado que esta niña rechazó el matrimonio, fue encarcelada por la policía comunitaria (Guerrero, 2021).

Estos procesos se dan por lo menos en grupos originarios de Chiapas, Michoacán, Oaxaca, San Luis Potosí y Veracruz (Bellato y Miranda, 2016; García Gómez, 2017; Camacho, 2017), donde en los últimos años se ha documentado periodísticamente el rechazo de niñas a casarse con consecuencias negativas para ellas. Los usos y costumbres en algunos contextos pueden adquirir características especiales, como la ocurrida con una joven indígena de 16 años en una comunidad de Veracruz, donde las autoridades comunales trataron de casarla con el sujeto que la violó (Refoma, 26/12/2019). Necesitamos asumir que en estas violencias operan estructuras de reciprocidad que articulan los homicidios con las necesidades comunitarias. Según Mendoza (2013), una mujer triqui le informó que un sujeto mató a su esposo y que las autoridades comunales propusieron que el asesino se casara con ella con el objetivo de hacerse cargo de la familia. O, en otros casos, las autoridades comunales no solo no detienen al violador, sino que únicamente le imponen una multa, como ocurrió en una comunidad chiapaneca (Henríquez, 2003). Más aún, en el Valle del Mezquital dos médicos acusados de violar a una menor solo tuvieron que pagar una multa de 35,000 pesos a la familia de la niña (Camacho, 2003). En gran medida, debido a los usos y costumbres, la onu/cepal (2021) estima que hay un notable subregistro de casos porque son ocultados por la comunidad, pero también por quienes estudian estos hechos. La base de estos usos y costumbres es la venta de la niña a sujetos generalmente adultos que pagan una dote, casi siempre en dinero en la actualidad, ya que, hasta hace pocos años, lo que se pagaba correspondía a las bebidas y comidas que implicaba el matrimonio.

Como en los otros campos de estudio señalados, no tenemos etnografías de estos usos y costumbres, dado que si bien esta situación ha sido planteada desde la década de 1980 por organizaciones sociales de orientación feminista, son escasos los textos antropológicos, pese a que activistas indígenas, como el abogado Abel Barrera, denunciaron y solicitaron la intervención del gobierno para eliminar las ventas matrimoniales. Sin embargo, siguen dominando visiones indigenistas que omiten u ocultan los usos y costumbres negativos normalizados culturalmente, de tal manera que para los varones y también para la mayoría de las mujeres la violencia es parte de su normalidad cultural: “Debemos pugnar porque el indigenismo haga consciente el derecho a cuestionar la propia cultura y cambiar prácticas contrarias a los derechos humanos de los grupos indios, en particular de las mujeres, sobre todo en lo relacionado con la violencia doméstica. Que asume que no todo lo tradicional es bueno o concibe lo ancestral como idílico y deseable” (Muñiz y Corona, 1996: 58).

Subrayo que estos procesos no se dan solo en los pueblos originarios, sino que son parte de otros sectores sociales; pero es en los pueblos indios donde aparece legitimado culturalmente. México, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde), es el país del mundo con mayor abuso sexual de niños, niñas y adolescentes (Gómez, 2023); las niñas indígenas constituyen 45% de las menores víctimas de trata (Largner, 2018); más aún, el abuso sexual por parte de profesores y funcionarios en escuelas primarias y secundarias de Querétaro es la principal denuncia que registra la Comisión Estatal de Derechos Humanos por parte del sector indígena (Chávez, 2004). Es el conjunto de estos procesos lo que necesitamos asumir a nivel nacional, latinoamericano y, sobre todo, de las comunidades originarias.

Ligado estrechamente a los problemas señalados, tenemos la cuestión del embarazo adolescente, que no solo se da en zonas indígenas, pero que ocurre en ellas en mayor porcentaje. Gran parte de dichos embarazos aparecen ligados a las violencias de género; de tal manera que en México 11 000 niñas son embarazadas anualmente como consecuencia de la violencia sexual cometida principalmente en la familia, según la directora de Instituto Nacional de las Mujeres (Martínez, 2019; La Jornada, 2019). En 2015 y 2016, más de mil niñas de entre diez y 14 años que resultaron embarazadas en su mayoría fueron producto de violación sexual y “fueron forzadas a continuar con su embarazo” (La Jornada, 2017). La titular del Consejo Nacional de Población (Conapo) consideró que, durante el confinamiento generado por la pandemia, se habrían incrementado en 30% los embarazos de adolescentes. Según Gabriela Rodríguez, 27.5% de los abusos es generado por los tíos, 15% por otro familiar, 13% por alguien conocido, 9.3% por un hermano y 6.6% por el papá (Rodríguez, 2021). Este proceso es más frecuente en las zonas marginadas de Chiapas, Tabasco, Coahuila y Guerrero, sobre todo en zonas de prevalencia indígena, siendo parte de los usos y costumbres (Rodríguez, 2021, 2021a, 2023).

La sexualidad constituye uno de los campos más excluidos por parte de los estudios de mt, pues la sexualidad femenina, masculina y de otros géneros es prácticamente ignorada. No hay estudios sobre el erotismo, la diversidad sexual, los orgasmos, la masturbación o la disfunción eréctil, pese a que, por ejemplo, se ha sostenido que la anorgasmia (incapacidad de experimentar orgasmos) afecta a 40% de las mujeres urbanas y a 80% de las rurales, lo que sería producto de la represión sexual femenina (Hernández, 2005).Tampoco hay estudios sobre el aborto, aunque paradójicamente tenemos estudios sobre técnicas abortivas en los grupos indígenas mexicanos; también carecemos de trabajos sobre la infertilidad y, en especial, sobre la esterilidad por género, ya que los escasos datos con que contamos indican que la infertilidad es atribuida comunitariamente a la mujer.

Hay un proceso que tiene importancia en sí mismo, pero que se ha potenciado dada la expansión del vih-sida, me refiero al estudio de la diversidad sexual y de manera particular de la homosexualidad que, según Guillermo Núñez, poco o nada se ha trabajado en México y menos aún en los pueblos originarios (2009: 8). Según Núñez, esta ausencia “se deriva de que la homosexualidad o cualquier disidencia entre los indígenas no existe o no es propia de su sociedad, sino una expresión decadente producto de la influencia ‘exterior’” (2009: 14). Plantean varios analistas, especialmente Patricia Ponce, que la bisexualidad masculina tiene como consecuencia la transmisión del vih-sida por los varones a sus esposas.

Ahora bien, el conjunto de los procesos analizados expresa características básicas de las culturas de los pueblos originarios, pero sobre todo una: la subordinación social, cultural, política y sexual de la mujer no solo al hombre sino a su comunidad, a su cultura. Si bien en los últimos años algunas mujeres están logrando acceder a cargos políticos comunitarios, estatales y nacionales, dichos logros siguen siendo mínimos, ya que las comunidades continúan desarrollando estrategias para excluirlas del poder político. Aunque es creciente la demanda femenina contra la violencia y la subordinación, por lo menos hasta ahora la mayoría de los analistas reconocen que la mujer sigue estando subordinada al varón, a la familia del esposo, a su comunidad y a su cultura. La asamblea de San Bartolo Coyotepec (Oaxaca) eligió presidente municipal a Rutilio Pedro Aguilar, quien declaró personas no gratas a las mujeres que se han manifestado por el respeto a sus derechos políticos electorales. Se decidió que las mujeres no pueden ser regidoras ni presidentas municipales. Esta decisión se tomó en una asamblea a la que asistieron 900 personas, en su mayoría mujeres; sin embargo, el sometimiento es tal que, al ser postuladas las propias féminas, con cabeza agachada, pedían no ser incluidas excusando que no podían cumplir con la regiduría (Pérez, 2014).

No obstante que la antropología feminista ha planteado varios de los procesos enumerados, en las corrientes antropológicas o en las orientaciones políticas e ideológicas dominan las tendencias a no analizar dichos procesos. Y no solo se trata del indigenismo nacionalista, expresado en gran medida por el gobierno actual, sino de las corrientes poscoloniales y decoloniales, así como también de sectores del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) que colocan el núcleo de las violencias contra las mujeres en el “capitalismo macho” occidental, lo que expresa un mecanicismo ideológico que tiene poco que ver con lo que ocurre en la realidad. No cabe duda de que en los diferentes países capitalistas “occidentales” se ejercen violencias de todo tipo contra las mujeres, pero no son en estos países donde se dan las formas más frecuentes, crueles y asesinas contra la mujer, sino que es en países capitalistas no occidentales como Afganistán, Irán o Arabia Saudita. Es en estas sociedades donde las mujeres pueden ser lapidadas por adulterio, donde refranes señalan que vale más una vaca que una mujer, donde las mujeres no pueden bailar ni cantar públicamente. Por lo que mientras sigamos jugando a lo ideológico, tanto para omitir/ocultar los procesos enumerados, como para interpretarlos sesgadamente, no solo no vamos a interpretar y movilizar la realidad, sino que seguiremos contribuyendo a la persistencia de esas violencias, vejámenes y sufrimientos.

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Eduardo L. Menéndez es licenciado en Ciencias Antropológicas (Universidad de Buenos Aires); maestro en Salud Pública (Escuela Salud Pública de México); doctor en Antropología (Universidad de Buenos Aires). Doctorados honoris causa por la Universitat Rovira i Virgili; por la Universidad Nacional de Rosario y por la Universidad Nacional de Lanús. Profesor/investigador emérito del ciesas. Ha desarrollado numerosas investigaciones en el campo de la antropología médica que ha dado lugar a la publicación de 32 libros y cuadernos; 119 artículos y 108 capítulos de libros. Entre sus libros están los siguientes: La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo (2002); De sujetos, saberes y estructuras. Introducción al enfoque relacional en el estudio de la salud colectiva (2009); Poder, estratificación social y enfermedad. Análisis de las condiciones sociales y económicas de la enfermedad en Yucatán (2021); Morir de alcohol. Saber y hegemonía médica (2020).

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Encartes, vol. 7, núm 13, marzo 2024-septiembre 2024, es una revista académica digital de acceso libre y publicación semestral editada por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, calle Juárez, núm. 87, Col. Tlalpan, C. P. 14000, México, D. F., Apdo. Postal 22-048, Tel. 54 87 35 70, Fax 56 55 55 76, El Colegio de la Frontera Norte Norte, A. C., Carretera escénica Tijuana-Ensenada km 18.5, San Antonio del Mar, núm. 22560, Tijuana, Baja California, México, Tel. +52 (664) 631 6344, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C., Periférico Sur Manuel Gómez Morin, núm. 8585, Tlaquepaque, Jalisco, Tel. (33) 3669 3434, y El Colegio de San Luís, A. C., Parque de Macul, núm. 155, Fracc. Colinas del Parque, San Luis Potosi, México, Tel. (444) 811 01 01. Contacto: encartesantropologicos@ciesas.edu.mx. Directora de la revista: Ángela Renée de la Torre Castellanos. Alojada en la dirección electrónica https://encartes.mx. Responsable de la última actualización de este número: Arthur Temporal Ventura. Fecha de última modificación: 25 de marzo de 2024.
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