Recepción: 5 de agosto de 2022
Aceptación: 24 de agosto de 2022
La pandemia por covid-19 y el confinamiento que trajo consigo llevaron al mundo entero a buscar nuevas formas de organización de la vida cotidiana. También impusieron la necesidad de repensar la forma en que nos relacionamos con la naturaleza y el sentido de nuestra existencia individual, social y como especie.
Así, vimos surgir diversas interpretaciones, tanto religiosas como espirituales que, a través de sus explicaciones sobre el origen y las implicaciones de la pandemia, buscaban reposicionarse como sistemas explicativos y normativos, en contraposición y franco cuestionamiento del pensamiento científico.
En particular, vimos el posicionamiento de diversas teorías conspiracionistas, definidas por Hugo Rabbia como “aquellas ideas que atribuyen diversos tipos de responsabilidad sobre la crisis pandémica a grupos poderosos que confabulan en secreto para alcanzar objetivos malévolos”. Entre sus intereses está el proyecto de un “nuevo orden mundial”, el descenso poblacional o la dictadura sanitaria, así como una agenda de control social y político.
En este documento, convocamos a cuatros expertos que desde España, México, Brasil y Argentina dialogan sobre la relación entre estos movimientos conspiracionistas, su vinculación con los sistemas de creencias religiosos o espirituales, y sus implicaciones en las sociedades contemporáneas.
La covid-19 ha tenido dos efectos principales: por un lado, ha contribuido a visibilizar una red amplia de grupos, actores y movimientos conspiracionistas que ya existían, pero que, en buena medida, permanecían relativamente ocultos a la mirada pública. Por otro lado, ha contribuido a la rearticulación de estos movimientos, ha provocado la creación de nuevas sinergias y alianzas, y les ha dado empuje a nivel de visibilidad pública, y política. Ahora bien, a pesar del éxito creciente de los movimientos conspiracionistas, conviene destacar que la covid-19 también ha generado el efecto inverso. Es decir: en tiempos de covid se ha producido un incremento de la valoración positiva de la ciencia y de las instituciones científicas en el mundo contemporáneo. En términos globales, parece que hoy en día la población mundial confía más en la ciencia de lo que lo hacía algunos años atrás, y que la importancia de la ciencia en el mundo contemporáneo es una de las cuestiones que genera más consenso a escala internacional. De esta forma, paradójicamente, en tiempos de covid-19, se producen dos hechos contrarios: el crecimiento del prestigio global de la ciencia, y a la vez el incremento en la circulación de teorías conspiracionistas. Este escenario nos muestra que el fenómeno es más complejo de lo que podría parecer a primera vista, y que conviene mostrarse cauteloso ante pronósticos precipitados.
En una línea similar, pensar sobre el papel de la religión en la creación, sustento y circulación de teorías conspiracionistas también exige una cierta precaución. Por un lado, la religión y la espiritualidad pueden ser actores cómplices, o incluso protagonistas, en la expansión de teorías conspiracionistas. Está ampliamente documentado el papel de algunas comunidades religiosas en reforzar discursos anti-establishment y en promover lecturas conspiracionistas sobre la realidad. No hace falta ir muy lejos. El asalto al capitolio en tiempos de Trump tuvo un fuerte tinte religioso, así como el papel de las comunidades evangélicas neoconservadoras en apoyar los imaginarios conspiracionistas en Brasil. Ahora bien, no sólo los grupos religiosos alineados de talante conservador han dado soporte a teorías conspirativas. También sectores importantes de la llamada “espiritualidad holística”, más cercanos a sectores de izquierda política, han promovido lecturas alternativas a los discursos oficiales sobre la covid-19. Es lo que, utilizando un concepto de Ward y Voas, se ha llamado el crecimiento de la “conspiritualidad”; es decir, la creciente vinculación entre determinadas comunidades de la espiritualidad holística y los movimientos conspiracionistas. Una vinculación que ha dado lugar a la creación de una articulación, híbrida y fluctuante, entre visiones conspiracionistas sobre la covid-19, teorías sincréticas sobre la idea del advenimiento de un despertar espiritual a escala global, con la práctica de formas alternativas de medicina y de vida.
En definitiva, aproximarse hoy en día al estudio de los movimientos conspiracionistas exige tener en cuenta la complejidad y los múltiples matices del fenómeno, así como su variabilidad contextual (y temporal).
Inculpar a determinados grupos (cristianos, musulmanes, judíos, gitanos) y ciertos saberes (“brujería”, alquimia) de confabular contra el resto de la población ha sido una forma histórica de conspiracionismo fundada en diferencias culturales, étnicas y religiosas. El conspiracionismo actual, también en busca del causante de cierta crisis (un enemigo), implica nuevos desafíos: por un lado, descifrar el modo en que seres no humanos (reptilianos, extraterrestres, máquinas), seres supra-humanos (descendencia de Jesús o ángeles) y el avance científico-tecnológico (robótica, nanotecnología) cobraron protagonismo en el imaginario, erigiéndose como actantes responsables de un recóndito control social. Por otro, falta indagar cómo estas formas distorsionadas de interpretar la realidad, “en aras de revelar la verdad”, configuran creencias, estilos de vida, tipos de crianza y consumo; producen estigmas, tendencias de opinión política y germinan nuevas anomias.
Dado que los conspiracionistas se proponen “develar la verdad”, teóricamente es imprescindible revisar las genealogías discursivas sobre el saber de Michael Foucault; la construcción social del criminal, del anormal y del loco, a quienes se considera fuera del orden “del discurso”. Siguiendo esta pista, encontramos que suele culparse del caos a seres caracterizados fuera de lo humano, con “rasgos monstruosos”: locos, deformes o extranjeros, porque se considera que manejan saberes diferentes o mantienen otras creencias. Otro imprescindible es René Girard; a través de su teoría mimética muestra cómo la rivalidad entre dos partes, expresada en envidia, imitación y disputa por los mismos bienes, deriva en la imputación de un tercero: el chivo expiatorio (real o imaginario), inculpado de propiciar la discordia o de esconder la realidad ignorada por el resto y sacrificado para restablecer el pacto. Otras claves se encuentran en los estudios de “identidad deteriorada” de Erving Goffman y sobre normalidad y anomia de Émile Durkheim.
Los argumentos de los conspiracionistas en torno al conocimiento científico son que éste se ha transformado a través de los siglos y por ello no es exacto. Lo cual se interpreta como la principal debilidad de la ciencia en el imaginario conspiranoico, lo que muestra la enorme brecha entre los fundamentos de pretensión de plausibilidad para la ciencia y la incomprensión de cómo se construye la ciencia en la imaginación conspiracionista.
Personalmente, “la conspiración” nunca ha sido mi objeto de estudio y tampoco he querido enmarcar mis universos de investigación como conspiracionistas. Esto no quiere decir que nunca haya investigado grupos que apelen a modelos explicativos muy cercanos a la definición que da Hugo Rabbia del término: “aquellas ideas que atribuyen diferentes tipos de responsabilidad por la crisis de la pandemia a grupos poderosos que confabulan en secreto para lograr objetivos malévolos”. He mantenido una relación ambigua con esta noción a lo largo de los años por la siguiente razón: por un lado, reconozco que la conspiración puede ser una categoría de uso político muy relevante, con un amplio potencial para posicionarse y luchar por ideales liberales, modernos e ilustrados. Por otro lado, la conspiración como categoría de análisis me parece poco prometedora, debido a que el término resulta demasiado genérico e impreciso, de modo que potencialmente sirve para amalgamar grupos y estilos de pensamiento tan diferentes entre sí, que el orden de conexión entre ellos se vuelve meramente especulativo.
No obstante, reconozco el surgimiento de un área interdisciplinaria prometedora del conspiracionismo: no puedo dejar de mencionar el impresionante y voluminoso trabajo organizado por Michael Butter y Peter Knight como un indicio de este movimiento. Sin embargo, desde el campo particular de la antropología, o el tipo de antropología con el que me identifico, calificar algo como conspirativo dice muy poco. Para no dejar aristas en mi posición, si tratamos la conspiración como un estilo de pensamiento, cuyo trabajo antropológico sería precisamente describirlo en detalle hasta el punto de ir más allá de la generalidad del término, cobra relevancia la categoría paso, pero siempre provisional.
La irrupción de la pandemia de covid-19 constituyó un acontecimiento clave para visibilizar una agenda de investigación en torno a movimientos y teorías conspiracionistas que ya tenía cierto recorrido en círculos escépticos y en los márgenes de algunas disciplinas (como la psicología social y política, las ciencias cognitivas de la religión o los estudios culturales). Desde las dos primeras perspectivas, la adhesión a creencias conspirativas se aloja en necesidades epistémicas, existenciales y sociales de algunas personas y grupos ante acontecimientos inesperados o impactantes, como las que propició aún más la pandemia, reforzada por situaciones de aislamiento social, incertidumbre, sentimientos de amenaza e ineficacia personal y crecientes desigualdades sociales. Pero hay diferencias en torno a sus aproximaciones. Mientras las ciencias cognitivas de la religión han enfatizado más los estilos de pensamiento (analítico o intuitivo) y los sesgos perceptuales (antropomorfismo, mentalización, entre otros) que acercarían las creencias conspirativas a ciertas características a un nivel individual del pensamiento y las creencias religiosas, esotéricas y/o paranormales, los aportes de la psicología política han tendido a sopesar más el impacto de variables políticas y de contexto en el ámbito intergrupal. Así, la polarización ideológica, la desconfianza institucional, la facilitación de espacios para la circulación de información alternativa y las dietas informativas resultan indicadores relevantes. A su vez, estas aproximaciones han sido complementadas (y a veces cuestionadas) por enfoques culturalistas, donde los principales desafíos se alojan en torno al conocimiento como construcción social y al estatuto que adquiere en especial el conocimiento científico en una “economía del conocimiento” y del desencanto político.
En nuestros estudios en Argentina advertimos que la adhesión a creencias conspirativas sobre el coronavirus era un fenómeno extendido a mitad de 2020, sobre todo entre personas evangélicas y espirituales sin religión. Dicha relación, no obstante, se veía mediada principalmente por la asignación de una agencia externa a Dios o fuerza suprema y por actitudes fatalistas frente a la pandemia. Pero más que identificaciones, prácticas o actitudes religiosas o espirituales, las variables que presentaron mayor poder predictivo fueron el autoposicionamiento ideológico (hacia la derecha del espectro, independientes y quienes no pudieron identificarse) y el desacuerdo con medidas de gestión gubernamental de la pandemia.
A más de dos años de la irrupción del coronavirus, hemos adquirido más perspectiva: no toda adhesión coyuntural a teorías conspirativas implica una ideación o mentalidad conspirativa, ni tampoco un rechazo irrestricto de la ciencia (por ejemplo, las tasas de vacunación contra la covid-19 en Argentina son considerablemente altas y se traslapan en muchos casos con quienes se han adherido a alguna creencia conspirativa sobre el coronavirus). Estudiar la adhesión, circulación y movilización de creencias conspirativas implica sopesar el papel que desempeñan referentes y movimientos sociales, espirituales, religiosos y políticos en procesos que, a su vez, parecen adquirir características particulares para cada contexto nacional y local.
Durante décadas la teoría del déficit cognitivo fue la opción hegemónica para explicar la existencia de grupos que se oponen a conocimientos validados por las instituciones científicas. La teoría del déficit asumía que el problema era que esas personas que negaban o cuestionaban determinadas ideas científicas no disponían de suficiente información, tenían información errónea o no tenían la capacidad para interpretar los datos. Así, se pensaba que la educación y la promoción de políticas basadas en la información eran el antídoto principal para frenar la expansión de teorías conspiracionistas. Hoy en día sabemos que el “analfabetismo científico” no es la razón principal, o al menos no la única, que pueda explicar por qué determinadas personas confían en teorías no validadas por la comunidad científica. La plausibilidad, en una sociedad como la nuestra donde existe una notable fragmentación social y política, se construye en buena medida a través de la identificación cultural y afectiva que los individuos establecen con determinadas comunidades. El llamado efecto túnel o echo-chamber que provocan las redes sociales intensifica aún más este fenómeno. Para pensar la plausibilidad de este tipo de creencia es fundamental comprender cómo se construyen las comunidades (offline y online) en las sociedades contemporáneas, y en la inversión afectiva que los individuos establecen con estas comunidades. Creencia y afecto están más vinculados de lo que se podría pensar a primera vista.
Para comprender sociológicamente la expansión de movimientos conspiracionistas es necesario no sólo estudiarlos en tanto que movimientos de negación y oposición, sino también como espacios de afirmación, y hacerse preguntas como las siguientes: ¿qué tipo de propuestas en términos de estilo de vida promueven?, ¿qué anclajes morales?, ¿qué clase de posibles futuros vislumbran? Adoptar este tipo de perspectiva permite ir más allá del retrato robot simplificado del conspiracionista que, como indican Harambam y Aupers, hace un flaco favor a la comprensión del fenómeno.
La proliferación de creencias conspiracionistas evidencia el desencanto de las promesas incumplidas por la modernidad y el desánimo ante el mundo que la modernidad ha producido; a la vez, es resultado de la ausencia de utopías sociales (socialistas, anarquistas o comunalistas) y del descrédito de la ciencia, la cual no ha logrado resolver la hambruna ni paliar el cáncer, ni garantizar recursos mínimos de subsistencia a todos. Por otra parte, la participación democrática y los derechos humanos no han consumado una sociedad equitativa para todos los sectores, y todavía la guerra es el recurso para resolver disputas entre las naciones. En esta tesitura, si partimos de que las nociones de modernidad y racionalidad son descartadas y no representan coordenadas de pensamiento ni acción para todos los sujetos sociales, puesto que no convencen, es comprensible por qué para los conspiracionistas éstas representan formas de engaño. El conspiracionismo actual fue posible como resultado de una larga campaña de escepticismo previa, alimentada por gobiernos antidemocráticos que beneficiaron a unas cuantas elites; de la presunción de espionaje durante la guerra fría; de la “amenaza del comunismo”, del surgimiento de nuevas enfermedades en plena época positiva, y el enriquecimiento de farmacéuticas, así como el destape de información clasificada como WikiLeaks, entre otras cuestiones.
Sin embargo, ¿cómo explicar que creencias inverosímiles hayan tomado el lugar de otras más plausibles en ciertos sectores? Difícilmente podemos descifrar por qué la gente cree lo que cree (es decir, cómo se produce el sentimiento de “numinosidad” que posibilita la creencia), pero sí podemos señalar cómo se configuran estos discursos que después se expanden. Primero: el conspiracionismo se incrementa en un contexto de desencanto de la modernidad y ausencia de nuevos paradigmas, donde la opinión fútil de cualquiera tiene la misma validez que la de un especialista ante la democratización de la palabra, principalmente por el internet. Segundo, existe una industria del conspiracionismo que reditúa ganancias a youtubers, creadores de contenido, artistas, vendedores, escritores, seudocientíficos, terapeutas, promotores turísticos, guías espirituales, organizadores de festivales. Tercero, considero que el conspiracionismo que responsabiliza de las crisis mundiales a enemigos inverosímiles tiene auge, sobre todo, en países desarrollados. Las teorías conspiracionistas surgen en el norte global: porque es ahí donde la población no puede concebir que, aun siendo habitantes del primer mundo, son vencibles. ¡Y si alguien los vence, no puede ser de este mundo! ¡Deber ser alienígena, suprahumano o androide!
Además del internet, es importante destacar el papel de las industrias culturales en el surgimiento del conspiracionismo inverosímil. El cine de ciencia ficción aventura realidades alternas: Matrix, Avalón, Terminator o aquellas películas donde la tecnología y la robótica adquieren autonomía y rigen a los humanos.
¿Qué pasa si reemplazo a los terraplanarios mencionados en la pregunta con los azande?
Básicamente, esta pregunta me parece que se puede formular en los siguientes términos: ¿cómo los no modernos dan plausibilidad a sus mundos? Rodear los debates que envuelven una cuestión de esta naturaleza sería retomar un siglo de crítica de los fundamentos epistémicos de la antropología. Pero más que eso, esta pregunta es demasiado moderna, me permite recuperar la obra de Bruno Latour, tan leída entre nosotros pero muchas veces no incorporada como una forma de pensamiento, para en consonancia con él sostener que es el fetiche de la modernidad para reducir a los no modernos precisamente a su no modernidad. En cualquier caso, desde mi perspectiva, no existe un fundamento general que dé plausibilidad a las diversas creencias descritas en la pregunta.
Según Barkun las teorías conspirativas comparten un pensamiento común en torno a ideas de que nada acontece por accidente, nada es lo que parece a primera vista y todo está interconectado. Esto parece encontrar puntos en común con las formas en que se presentan algunas creencias religiosas, espirituales, esotéricas y paranormales, y también con concepciones transhumanistas, anti especistas y de naturalismo radical (entre otras) que ganan cada vez mayor visibilidad. Parece haber allí diversas respuestas al antropocentrismo y sus efectos, y a la desmagización del mundo como profecía incumplida de la modernidad.
Estas teorías “inverosímiles” parecen adquirir plausibilidad en el mismo edificio (machacado) de conocimientos de la modernidad occidental. Por ejemplo, la “hermenéutica de la sospecha”, incluso la instalada en sus versiones más masivas, popularizadas o comodificadas, como las que pueden ofrecernos películas como The Matrix, series televisivas como V. Invasión extraterrestre o Los expedientes X, o novelas como El código Da Vinci. Las culturas populares tienen un papel importante en habilitar, circular y, a veces, dotar de legitimidad a este tipo de teorías. Pero también contribuyen a construir un modo lego de entender la ciencia: desde el “escepticismo” en torno a la “mala” ciencia (el “científico loco” como antagonista), pasando por la ciencia “exprés” e “infalible” (cualquier capítulo de csi es un buen ejemplo).
En la circulación de movimientos y teorías conspiracionistas por redes sociales (YouTube, Reddit, Twitter) y conferencias «alternativas» se ofrecen también diversos modos de pertenencia y de diferenciación. Este aspecto bien podría analizarse vis-à-vis a las redes y los circuitos de divulgación y popularización científica y de escepticismo científico que también han reactualizado su popularidad en entornos digitales.
Por último, la adhesión a creencias conspirativas y los discursos de sus propagadores recogen diversas demandas de autodeterminación y autonomía personal, y de esperanza. Muchas de estas teorías son presentadas como modos de “iluminación”, “toma de conciencia”, “desalienación” frente a un entorno que despierta suspicacias y desconfianzas en todos los niveles, y donde las grandes narrativas ideológicas y/o religiosas parecen carecer de la capacidad de penetración social y de movilización que tuvieron en el pasado.
La mayoría de los investigadores del fenómeno enfatizan el carácter anti-establishment y de contraposición a los poderes establecidos de los movimientos conspiracionistas. La construcción de lecturas alternativas de la realidad les lleva a oponerse a la “verdad oficial” y movilizar relatos políticos de oposición. En este contexto, hay grupos que tienden al aislamiento, promueven espacios comunitarios alejados del “mundanal ruido” y con una aspiración de construir modos de vida alternativos. Hay otros que, insertos en la sociedad mayoritaria, se movilizan para mostrar su desacuerdo y utilizan diferentes recursos para hacerlo, desde manifestaciones a batallas legales o hasta boicots. En algunos contextos como Brasil, Rumanía o Estados Unidos, las teorías conspiracionistas han ganado adherentes entre mandatarios y otras figuras de la elite política, lo cual complejiza las lecturas clásicas de Estado versus pueblo.
En tiempos de la covid-19 muchos de estos grupos han centrado sus movilizaciones en torno del tema de la salud, las políticas sanitarias y más concretamente la vacunación. Las campañas antivacunación se han convertido en un marcador simbólico alrededor del cual se han visibilizado y han cristalizado dinámicas de oposición al Estado y a las instituciones científico-sanitarias. A la vez, han servido de espacio de encuentro y articulación de personas y grupos provenientes de ámbitos ideológicos muy distintos y con proyectos diferentes, algunos de carácter marcadamente conspiracionista, otros no tan claramente. La idea de la “toxicidad”, y de la contaminación creciente del mundo y los cuerpos se ha constituido como imaginario común en la crítica de la sociedad contemporánea.
Durante el período de confinamiento por la pandemia de la covid-19 surgieron distintas teorías conspiracionistas que contradijeron el discurso científico y las recomendaciones de resguardo de los gobiernos, boicoteando campañas de salud por redes sociales o causando disturbios en espacios sanitizantes o plazas públicas. Estas acciones nos conducen a pensar en qué medida las libertades deben ser irrestrictas para todas las formas de expresión y opinión. Me parece indispensable discutir si es necesario poner límites a creencias que provocan desinformación y, en contextos de pandemia, que atentan contra la salud; sobre todo, las campañas que atentan contra la seguridad de algunos sectores sociales; por ejemplo, la xenofobia hacia la población china y hacia “el extranjero” en general; la estigmatización del personal hospitalario o incluso de los enfermos.
Las explicaciones inverosímiles tergiversan las causas, la forma de expansión y las consecuencias de las crisis, y conducen a acciones poco racionalizadas. Como señala Alejandro Martínez Gallo, filósofo español: el conspiracionismo es divertido mientras se mantiene en la periferia lunática y no ocupa la plausibilidad del discurso, donde se vuelve peligroso. Es de señalar que distintas ideas conspiracionistas son altamente conservadoras y mantienen posiciones políticas de ultraderecha. Por ejemplo: la fantasía de que los reptilianos se alimentan de fetos abortados induce a oponerse al derecho al aborto; el supuesto de que “la inducción a la homosexualidad” en los niños tiene por intención controlar la natalidad y despoblar el mundo, el cual sería habitado por seres no humanos, es una creencia homofóbica; la idea del que el extranjero, el extraño, el negro, el musulmán, es terrorista y busca despojar a sus legítimos dueños de sus bienes para apoderarse de una nación fomenta identidades distorsionadas del otro y de su cultura; la idea de que chinos, rusos o coreanos del norte están produciendo enfermedades y también medicamentos para eliminar a la población blanca estadounidense y europea son otras formas de xenofobia. No es casualidad que la organización Q’Anon, la más fuerte de los grupos conspiracionistas estadounidenses, haya apoyado a Donald Trump y lo haya promovido como el único héroe capaz de confrontar a los reptilianos; o que lo haya secundado en la afirmación de que la covid-19 había sido inventada en un laboratorio chino para apoderarse del control mundial con la vacuna. Lo que quiero decir es que existen grupos poderosos de ultraderecha, interesados en promover y conservar cierto capital sociopolítico, y que promueven el conspiracionismo en tanto credo que estimula la grupalidad. Les conviene crear grupos de choque que pueden usarse en coyunturas de desventaja política (tales como la toma del capitolio en Washington en 2021 por una supremacía blanca, armada y de ultraderecha).
¿Qué debe hacer el Estado, los Estados, frente a estas cuestiones? Principalmente en el norte global, asumir la responsabilidad de la desigualdad y de las crisis a escala mundial. Ya entrados en el uso político y la enajenación de la realidad, encuentro que el conspiracionismo, al distorsionar la realidad, pretende responsabilizar de las diferencias sociales a actores imaginarios (luego concretados en actores estigmatizados para ser sacrificados); con ello impide reparar en que la desigualdad en cuanto a acceso a bienes, trabajo y servicios es causada por diferencias de clase. Es decir, la inequidad social, que debía ser interpretada, desde la mirada marxiana como resultado de diferencias por distinciones de clase (lucha de clases) se desvía hacia un reptiliano, un extraterrestre, un supra-humano, pretendiendo enajenar a las clases subalternas de un análisis crítico de la realidad social. Es por ello que las clases medias y altas son las más asiduas de estas creencias, porque se trata de teorías cómodas que les restan responsabilidades en un sistema de desigualdad y explotación. Esta enajenación les permite lavarse las manos.
En el sistema de salud pública brasileño me he enfrentado a dos grandes controversias:
En primer lugar, existe un conjunto de instituciones y actores en el campo de la salud que afirman que las medicinas alternativas no están sustentadas en evidencia científica, por tanto no pueden ser financiadas con dinero público. En resumen, para ciertos grupos, estos medicamentos serían un ejemplo legítimo de negacionismo científico autorizado y fomentado por el propio Estado, promoviendo prácticas que pondrían vidas en riesgo. En segundo término, en otra controversia común en mi campo de investigación, los terapeutas afirman que no es la ineficacia científica de sus prácticas el elemento central del debate, sino el intento de preservar los intereses económicos de una alianza global entre la medicina occidental y la industria farmacéutica, lo que motivaría la resistencia a las terapias alternativas. Y frente a la acusación de que las terapias alternativas no están científicamente probadas, los terapeutas suelen afirmar que, si bien la evidencia no es mucha, es clínicamente sólida. Es decir, aunque la salud de un paciente que utiliza la homeopatía puede no ser explicada por la ciencia, es visible en la clínica.
Con la pandemia de covid-19 noté un fenómeno curioso en Brasil. El mismo argumento de los terapeutas sobre la falta de evidencia científica de sus prácticas, pero con evidencia clínica de la mejoría de sus pacientes, fue movilizado por los defensores del uso de la hidroxicloroquina. El uso de esta droga, que políticamente se alineaba más con la derecha bolsonarista, afirmaba que la mejoría era visible en aquellos que la utilizaban, y que no tenía sentido esperar a la evidencia científica para difundir su uso. Este fenómeno dejó a los grupos progresistas, defensores de terapias alternativas pero resistentes al uso de la hidroxicloroquina, con un problema lógico: ¿cómo defender el uso de la homeopatía, el reiki, las flores de Bach, etc., y rechazar tratamientos médicos no probados por la ciencia ante una pandemia?
Este me parece un buen caso para comprender la magnitud del problema que tenemos ante nosotros. La conspiración no solo sigue un espectro político, el Estado tendría el desafío de dar forma al debate siendo responsable y consecuente con sus decisiones.
En muchas de las movilizaciones sociales de grupos y referentes conspirativos es posible advertir una fuerte presencia de discursos antiigualitaristas y, sobre todo, antisistémicos. A veces, estas movilizaciones articulan colectivos que a priori no parecen compartir un mismo sustrato ideológico, como advierte Viotti en su análisis de los antivacunas en Argentina.
Por un lado, hay sectores asociados con agendas y grupos de las nuevas derechas y del neoconservadurismo, sobre todo vinculados con discursos anarcocapitalistas, antipopulistas y libertarios de derecha. Se tratan de movimientos antiigualitaristas y también antigénero, al punto que varios propagadores de informaciones de dudosa calidad y creencias conspirativas sobre el coronavirus en Argentina han sido referentes de grupos que también manifestaron públicamente fuertes posiciones contra la ley de interrupción voluntaria del embarazo o denuestan diversos métodos anticonceptivos orales.
Por otro lado, hay sectores vinculados con estilos de vida alternativos, algunos vehiculados a través de grupos o referentes de terapias holísticas. Las retóricas de autodeterminación al dar cuenta de su propia vida, no sólo de sus prácticas y creencias espirituales, suelen ser bastante frecuentes en algunas de estas personas, y mucho más central que en otras narrativas de trayectorias religiosas o espirituales.
Asimismo, en el estudio que realizamos en Argentina, el autoposicionamiento ideológico (de derecha, pero también independientes y sin identificación) fue la principal variable predictiva de la adhesión a creencias conspirativas sobre el coronavirus, junto con la creencia en un mundo justo (un set de creencias próximas a los discursos meritocráticos que sirven para justificar como naturales las desigualdades sociales). Pero las personas espirituales o creyentes sin religión de pertenencia no se diferenciaron significativamente de ateos y agnósticos en sus posiciones ideológicas (los menos de derecha, y los que menos adhirieron a creencias globales en un mundo justo y a creencias conspirativas sobre el origen del coronavirus).
Mientras entre sectores orientados hacia la derecha ideológica lo que se cuestiona es lo que consideran “mala ciencia”, es decir, el conocimiento que no se ajusta o confirma las propias creencias sobre el mundo (por ejemplo, el que provendría de lo que llaman “marxismo cultural”), en algunos grupos de estilos de vida alternativos –no en todos– se prefiere desanclar los argumentos de cualquier gramática que pueda remitir a una cientificidad degradada, y se enfatiza la casuística y la singularidad de la propia experiencia por sobre la lógica de las probabilidades.
No hay un diagnóstico claro. De fondo, en la expansión de estas teorías conspiracionistas nos atrevemos a vislumbrar una crítica, y una desazón, frente a los derroteros actuales del proyecto político de la modernidad. Una crítica que, en determinados momentos, quizá podría ser productiva y semilla de nuevos futuros. Sin embargo, en la actualidad buena parte de los movimientos conspiracionistas se nutren de movimientos de extrema derecha (o son cooptados por ellos) que imponen futuros que favorecen la desigualdad y la discriminación social, cultural, política y económica, a la vez que muestran tintes autoritarios contrarios a la pluralidad democrática. Evitar que la crítica o el cuestionamiento de la realidad oficial derive en teorías conspiracionistas y movimientos de extrema derecha es, seguramente, una de las tareas más importantes en este comienzo de siglo xxi. Investigar sobre estos temas y mostrar la complejidad del fenómeno que abordamos es un primer paso.
Ante la desesperanza de la modernidad y la pluralidad de voces que pueden viralizarse en los medios virtuales, sin ponderación de una epistemología de plausibilidad, veo una sociedad más creyente de teorías inverosímiles, más desinformada y más polarizada. Por otra parte, el incremento del conspiracionismo nos muestra que hemos fallado en la difusión del conocimiento científico, y que los académicos estamos en un soliloquio que se urge romper; que no hemos dejado de ver las crisis como coyunturas de disputa por los recursos de sobrevivencia, por lo que, en un mundo con múltiples saberes e ideologías, necesitamos recuperar y difundir los que son viables para la reproducción de una sociedad más equitativa.
Por otro lado, aventuro una hipótesis: el confinamiento por la covid-19 develó la punta del iceberg de forcejeos que presenciaremos a futuro: la disputa entre el empresariado industrial (dueños de los medios de producción) y el empresariado virtual (dueños de la tecnología digital, medios de información, redes sociales y creación de contenido). Encuentro por parte del conspiracionismo una férrea lucha por destruir los medios y prácticas que permiten la reproducción del trabajo de la tecnología virtual: ataques a antenas G5, negativas a laborar desde casa, acusación a empresarios virtuales, como Bill Gates y Mark Zuckerberg, de producir nanotecnología para controlar el mundo. Considero que la pandemia permitió vislumbrar el tipo de armas ideológicas (conspiracionistas) que se seguirán usando en el futuro para inclinar la balanza de la opinión pública hacia un grupo u otro.
Katharine Hayhoe notó que, en este tema, cobran relevancia dos urgencias que, aunque conectadas, exigen estrategias de análisis y de acción muy diferentes. Por un lado, el apremio del propio proceso de calentamiento global, que avanza rápidamente hacia situaciones irreversibles y cada vez más comprometedoras para el mantenimiento de la vida en el planeta. Por otro lado, la necesaria atención al amplio conjunto de actores que se han involucrado en los debates sobre el tema desde su negación, a veces rechazando la realidad del fenómeno mismo, a veces movilizando un argumento laxo que ve en acciones concertadas globalmente, como los tratados internacionales y consorcios de investigación, actitudes “globalistas” que ocultarían los propósitos de una suerte de imperialismo climático.
El negacionismo puede ser descrito en forma de etapas, marcadas temporalmente por el propio avance de las catástrofes que se pretende negar, por lo que dicha estructura podría describirse a partir de siete máximas: 1) no es real, 2) no está con nosotros, 3) no es tan malo, 4) es demasiado costoso de resolver, 5) encontramos una solución excelente (una solución que es invariablemente ineficaz), 6) ya es demasiado tarde, 7) deberían haberme advertido antes.
El negacionismo es una rama de la conspiración; es, ante todo, una actitud, una forma de actuar en el mundo y la negación es sólo una de sus formas de manifestación. El negacionismo no es una actitud pasiva, sino parte de una posición activa que postula realidades mundiales en una agenda que poco tiene que ver con la actitud defensiva
El segundo aspecto a enfatizar se refiere a la naturaleza de la negación de los negacionistas. Estructuralmente, el objeto de la negación no son los hechos, no es eso lo que está en juego, más bien se niega al enunciado mismo de lo que se niega. Guiada por un falso dialogismo, esta aparente controversia es la base de los movimientos para aniquilar la alteridad. Es en este sentido que negar las realidades del cambio climático, negar la concreción de una pandemia, negar la esclavitud, es el medio y no el fin. En todos estos casos, el objeto en cuestión es siempre un aliado y no un enemigo.
Barkun lo dice de manera muy clara: de ser conocimiento estigmatizado, las teorías conspirativas atraviesan un proceso donde su lugar periférico se vuelve mainstream, sobre todo en la cultura popular, redes sociales y algunos discursos políticos y religiosos. Las conspiraciones son hoy registros habilitados y disponibles para su uso (y abuso) en diversos planos de la vida social.
Considero que cada vez más vamos a convivir en archipiélagos de epistemes alternativas; no es un fenómeno nuevo, pero sí parece adquirir más visibilidad e incluso tiene más clara incidencia en lo público. Insisto con la idea de archipiélagos: una sociedad de tribus autoconfirmatorias. No obstante, no hay una ausencia total de posibilidades de diálogo, hay puentes, y ahí es donde creo que hay que aguzar la mirada y donde tenemos que seguir trabajando para comprender mejor cómo se gestan y funcionan, en cada contexto, esas articulaciones posibles, incluso entre los propios grupos conspiracionistas.
Por otro lado, a la ciencia le queda una gran tarea, que es volverse menos críptica, más accesible, abrirse más, comunicar mejor, saberse y presentarse como falible, trabajar sus propios sesgos y estar más preocupada por su tiempo. No obstante, no pretendo afirmar que el debate se encuadra entre binomios ciencia y no ciencia, o entre racionalidad e irracionalidad. La adhesión a creencias en teorías conspirativas parece presentar una racionalidad subyacente y una forma particular de configurar lo que es conocimiento válido que disputa las epistemes autorizadas (como la científica) y que, por lo tanto, requiere seguir explorándose.
Mar Griera es profesora del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona y desde 2016 directora del grupo de investigación isor, especializado en sociología de la religión. Sus trabajos se centran en la intersección entre la religión, la espiritualidad, la identidad y la política en la Europa contemporánea.
Enriqueta Lerma es doctora en Antropología, investigadora del Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur de la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Fundadora del Laboratorio de Etnografía del cimsur.
Rodrigo Toniol es antropólogo, profesor del departamento de Antropología de la Universidad Federal de Rio de Janeiro y del programa de posgrado en Antropología Social de Unicamp. Es editor de la revista Debates do ner e investigador de productividad de cnpq. Actualmente es presidente de la Asociación de Cientistas Sociales de la Religión del Mercosur.
Hugo H. Rabbia es doctor en Estudios Sociales de América Latina. Investigador de conicet en el Instituto de Investigaciones Psicológicas (iipsi) de la Universidad Nacional de Córdoba. Profesor de Psicología Política en la Universidad Católica de Córdoba.
Olga Odgers es doctora en Sociología (ehess, París) e investigadora de El Colegio de la Frontera Norte desde 1998. Sus investigaciones se centran en la intersección de los análisis sobre religión, migración y salud.
María Eugenia Patiño es doctora en Ciencias Antropológicas (uam), profesora e investigadora en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Sus investigaciones se ubican en el estudio de movimientos laicales, vida consagrada femenina y catolicismo.