Recepción: 15 de diciembre de 2020
Aceptación: 1 de julio de 2021
El río Huallaga del Perú fue escenario de una guerra contrainsurgente que se cruzó en los años 80 del siglo xx con un boom de la cocaína. Cuando se alejaba la guerra y los moradores de la región narraban sucesos de esa historia, cada vez más remota, el río Huallaga aparecía como potencia: una fuerza que marcaba territorios e intervenía en los trayectos de una violencia múltiple. Este ensayo examina cómo los atributos del río, tanto topológicos como senso-materiales, se expresaron desde imágenes que circulaban en épocas de posconflicto. A partir de una lectura del sentido obtuso, este texto vincula las imágenes que surgían mediante relatos y sueños con otras, fotográficas, tomadas del río Huallaga cuando la guerra supuestamente ya no amenazaba de manera directa. Poner en conversación distintas manifestaciones de la imagen permite rastrear la incertidumbre que se generaba entre diferentes efectos de realidad. También abre la posibilidad de escuchar los ruidos que llegaban lejanamente de la conmoción anterior y que, a veces, lograban perturbar el correr de presentes ya de otros tiempos. Si la etnografía implica responder a mundos empíricos, no con una repetición simple que copia lo que acontece, sino mediante acercamientos nuevos e inesperados, este ensayo describe y hace resonar imágenes que persistían, o insistían en volver, a partir de un trabajo de campo.
Palabras claves: agua, detalle, escritura etnográfica, imagen, materiales, Perú, posguerra, sentidos
The Huallaga River of Peru was scene to a counterinsurgency war that in the 1980s converged with a cocaine boom. Later, when the war had largely withdrawn and when the region’s inhabitants narrated events of that increasingly remote history, the Huallaga River appeared as a force: one that set boundaries but also intervened in the trajectories of a multifaceted violence. This essay examines how the attributes of that river, both topological and sensori-material, came to be expressed in images, which circulated in times of post-conflict. By reading for their obtuse sense, this text connects the images that recurred by means of stories and dreams with those of another sort, this time photographs of the Huallaga River itself, when the war no longer seemed to threaten directly. Here, bringing distinct manifestations of image into conversation with one another permits tracing the uncertainties that cropped up between different effects of reality. It also opens the possibility for listening to the sounds that arrived in the distance, from the previous upheaval, and that would occasionally disrupt the passing of presents belonging now to other times. If ethnography implies responding to empirical worlds, not with a simple repetition that copies what happens, but with new and unexpected approximations, this essay describes and echoes images that endured or that insisted in returning from fieldwork.
Keywords: ethnographic writing, detail, image, senses, materials, water, postwar, Peru.
Este ensayo comienza con una fotografía de un fierro clavado en la orilla de un río (Foto 1). La sigue una serie de líneas escritas que presentan en letras cursivas elementos seleccionados de esa imagen –formas, colores, materiales– intercalados con descripciones de los atributos que ese mismo río expresa. El propósito de comenzar así es abrir la imagen fotográfica por medio de las palabras. Es decir, tomar algo que la foto presenta como obvio y estirarlo… para ver hasta dónde llega. En este caso las primeras líneas del ensayo entonan un ritmo propio que pide sobre todo ir más lento. Sólo luego, después de haber resaltado el problema relacional que siempre se da entre “imagen”, “materia” y “texto”, la lectura puede correr más rápido, ya que el resto asume una forma narrativa. “El trueno lejano” pertenece a un proyecto sobre cambios territoriales en el valle del Alto Huallaga del Perú, una región con la cual mantengo un fluido contacto etnográfico de más de 20 años. Aquí una de las prioridades de la escritura es dejar que los encuentros vividos y los materiales recopilados durante mis estadías de campo inspiren maneras de expresión propias, aun cuando éstas no correspondan del todo a las convenciones de los ensayos académicos. A la vez es importante subrayar que el enfoque conceptual de “El trueno lejano” –igual que el de las otras contribuciones a este dossier– se anima gracias a un reencuentro con el conocido ensayo de Roland Barthes “El tercer sentido”. Si bien el texto corto de Barthes –donde se dedica a proponer una nueva teoría de la imagen a través de la lectura de fotogramas extraídos de las películas de Sergei Eisenstein– ha sido comentado ampliamente por estudiosos del cine, de la literatura comparativa y de la antropología, se ha apreciado menos su alto valor para la etnografía y específicamente cómo ésta pueda tomar más en serio la importancia de la imagen dentro del estudio de mundos empíricos.
Fierro
El río truena.
Turbio
El río aleja. La fuerza de sus aguas es material.
Plomo
En las piedras que trae, en los palos que bota, en las imágenes que a lo largo de sus estelas resucita, el río se expresa.
Grumo
Si lo puedes oír, corre cerca. Si lo puedes escuchar, pronto aparecerá. Sobre todo, el río mueve, y al mover marca una orientación.
Verde ondulado
De arriba hacia abajo: empuja, jala y con ese mismo gesto establece los cantos que durante un periodo indefinido delimitan sus corrientes.
Espiras
El río escoge sus bordes. Según su propio afán también los reconfigura.
Cobrizo
Y por un plazo largo, si las orillas parecieran contener toda fuga horizontal, las aguas pueden crecer, hasta sobrepasarlas.
Hueso, cenizo
Pero el río, aun cuando no inunda, ladea, y ese otro movimiento –de ribera a ribera– es constante… sin que abandone la una para invadir la otra en un desplazamiento de mayor envergadura donde busca reacomodarse sobre el terreno.
Clavado
Sorprende que al juntar apenas dos o tres atributos topológicos –la orientación que declina desde arriba hacia abajo, el flujo entre dos cantos que a veces transgrede– se pueda esbozar el río como una figura lineal. Captado… enmarcado así, permite un acercamiento de cierto tipo, pero a costa de perder otras cualidades. La figura lineal –tan habitual en las representaciones de los ríos– no comunica la peculiar fuerza de sus corrientes, no relata sus texturas ni sus cualidades sonoras, tampoco su peso, ni su historicidad. Más aún, tiende a distanciar todo aspecto que requiere un acercamiento sensorial. Estas limitaciones apuntan a cuestiones mayores de perspectiva, que sobrellevan las aguas movedizas sin poderlas resolver en un solo flujo. Es decir, una multiplicidad irreductible define al río como un devenir geográfico:1 desde cerca no puede encuadrarse; desde lejos pierde detalle y vivacidad. Sobre todo, como cualquier paisaje, este devenir ribereño no permite que los demás lo perciban en un solo gesto. Por el contrario, al enmarcar el río, la figura lineal pretende tomar su lugar. Y si bien eso es algo, no es el río.
Esta foto la tomé hace unos años. Enmarca un fragmento del río Huallaga a la altura del pueblo de Aucayacu en el Perú.2 La imagen muestra cosas obvias: un fierro plantado en una tierra arenosa, piedras de variable tamaño y pequeñas ondulaciones de las aguas que trazan uno de los bordes de la margen derecha. En este fragmento el río pareciera manso. Aquí no hay turbulencias y no sólo porque la imagen frena su movimiento. La foto manifiesta cosas patentes. O mejor dicho expone las superficies de las cosas que presenta. A la vez afirma lo que no se deja ver: la opacidad de los cuerpos. La foto capta exterioridades. Comunica la membrana que en un primer momento las laminaba, pero sólo para tomar medida de la superficie. La foto anuncia, sin revelar, lo que queda debajo de esa superficie, pero también detrás y dentro de las entrañas de cada cosa. Esta opacidad se torna tan evidente, que ya no se toma en cuenta: se olvida y al olvidarse desaparece aun permaneciendo a plena vista.
Y gracias a esto, a veces resuena lo obtuso –ese sentido tercero que Roland Barthes (1986: 49-67), en un ensayo temprano sobre los múltiples registros de la imagen, contrastó tanto con la referencia objetiva (o denotación) como con las elaboraciones secundarias de significado (o connotación)–. Resuena lo obtuso, pero también insiste: al lado, detrás y a través de lo obvio.
El río no sólo aparta, también se aleja. Aquí quiero pensar esa fuerza de apartar las cosas y esa otra fuerza de mudarse lejos. Ambas fuerzas son materiales. Quiero pensarlas a través de la imagen: al sopesar lo visualmente patente y al sondear lo que truena mediante ello. Insiste lo obtuso, ¿cómo?, ¿y de qué maneras? Sin saberlo aún, me atengo a una presunción: que lo obvio es su canal.
Aquí me involucro con un problema básico para la etnografía: ¿cómo trabajar con las imágenes fotográficas que uno toma durante un trabajo de campo? Esta pregunta suscita otra: ¿qué relaciones pueden tejer aquellas fotos con la escritura y con las diversas manifestaciones de imágenes de diferente índole que ésta elabora? Desde cierto ángulo, sin respuesta a estas dos preguntas, confío en experimentar… O sea, la primera respuesta es un largo silencio hasta que mis intentos de responder en palabras plasmen algo que pueda hablar por sí mismo.
En esta primera foto, fragmento del río, la translucidez del agua combina revelación y oscuridad. Lo translúcido implanta capas y éstas amplían el campo visual. Conllevan la mirada más lejos pero pronto alcanza un tope visual: un punto espeso, de mayor densidad. Haciendo crecer el campo, lo translúcido “da” un poco más. El canal de lo obvio, sin embargo, impone un ritmo uniforme. Todo lo que se ve de la orilla, al descender por debajo de las aguas, ¿persistiría así, como repetición en serie, aun cuando éstas se tornan oscuras? O quizá la imagen, en cambio, podría provocar una fascinación repentina: ¿la superficie del río (esas pequeñas ondas verde plomo con crestas blancas, que la cámara frenó y supuestamente captó) no sería lo que hace detener la mirada? Ese poder de fascinar, ¿será atributo de la foto? ¿Atributo de las ondas? ¿O tendrá el agua en sí una naturaleza cercana a la de la imagen?
Lo obtuso, mientras tanto, resuena en ese aspecto de la materia que manifiesta una tensión única. Es la historicidad hecha palpable, apartada hacia una región próxima pero inasible. Lo que resuena es una visualidad latente que acompaña esa materia en toda su crudeza. Es romo. Tornea. También es sombra: se cierne por encima, merodea por atrás o estremece desde adentro. Ahí a veces anima, convulsiona. Sobre todo, la sombra arrojada por el cuerpo se reincorpora a ese mismo cuerpo para intensificar su opacidad. Quizá por eso el agua tiene algo de obtuso, sobre todo cuando se vuelve turbia.
Las fotografías que aparecen en estas páginas fueron tomadas en 2015. Las muestro porque revelan un paisaje ribereño en sus detalles materiales, los cuales comprenden también varios aspectos de la práctica y vida social del vado que facilita el tránsito de personas, pertenencias y vehículos entre las dos márgenes del Huallaga.3 Las fotos, por tanto, precisan referencias de fecha y lugar dentro de una constelación temporal mucho mayor, que entrelaza distintos presentes etnográficos con los pasados (algunos aquí cargados de violencia) que repercuten en ellos como también con momentos posteriores de lectura y composición escrita.
Para Barthes, lo que distinguía a la fotografía de otras artes visuales era su fuerza constativa en el plano temporal. Su capacidad para autenticar el acontecimiento de algo –al menos el haber pasado frente a una lente fotográfica en un determinado momento– era lo que permitía estabilizar un vínculo de referencia histórica. Aquí lo que quiero enfatizar, sin embargo, es el aspecto móvil de la foto: no sólo lo que circula fuera del encuadre marcado por la cámara sino los movimientos que se suscitan en las entrañas de la misma imagen, los que presentan menos un carácter de desplazamiento en el espacio que una capacidad de conmover, ejercer fascinación y hasta evocar imágenes de otra índole y de otro momento. En su aspecto móvil, la fotografía se aproxima a un paisaje ribereño. Si fuera del encuadre el río se aleja, desde adentro resuena un apego vital que sacude, palpita y varía sin cambiar de sitio. Captar estas corrientes diversas de la imagen fotográfica presenta un problema de descripción, un desafío para la etnografía: ¿cómo rastrear o al menos responder al conjunto de estos movimientos? Más allá del montaje y otras prácticas afines de yuxtaposición, de qué modo puede la foto entretejerse con la escritura si no es a través de una exposición minuciosa que procede, incluso mecánicamente, plasmando con una palabra, quizá dos, un fragmento o partícula de la toma fotográfica, para implantarlo luego dentro de los tejidos del texto: fierro, turbio, plomo, grumo. El desafío para la etnografía es entregarse al detalle.
A partir de estas fotos medito sobre lo que llamaré la visualidad latente del devenir geográfico del río Huallaga. Latente porque la materialidad de ese terreno palpita de una manera que genera imágenes, más allá de las que puedan captarse con una máquina fotográfica o incluso con la mirada. Algunas de ellas se actualizan en momentos donde ciertos de sus aspectos se vuelven evidentes. Otros aspectos no se ven, al parecer, nunca. Sin embargo, se dejan sentir y escuchar un poco lejos… quizá para decir desde ese apartado lugar que algo persiste más allá de lo que se logra confirmar. Paradójicamente, la única manera de acercarse a esa visualidad latente es a través de una descripción que comienza a partir de las líneas patentes de lo empírico, con la esperanza de descubrir ahí otros puntos de despegue… y con el propósito de hacer más tangible ese mundo que, en este momento, ya no está (Foto 2).
A este lugar regresé en 2015; un lugar que, durante muchos años, fue uno de los escenarios principales de una guerra entre el Estado peruano y Sendero Luminoso (una guerra que a escala nacional terminó antes del 2000, pero que en el Alto Huallaga demoraba una década más).4 Fue también donde la economía local, al menos hasta finales de los 90, se centraba enteramente en la producción de la hoja de coca y su derivación hacia la cocaína, sin desaparecer por completo hasta la fecha.5 Regresé a este lugar, y ahí descubrí que el río Huallaga se había retirado del puerto. Hasta este momento sólo había conocido sus aguas apegadas al pueblo. Los cambios estacionales siempre hacían alterar su curso, pero nunca antes lo había visto tan replegado. Por donde antes corría y tronaba, rodeado por lejanos horizontes, se extendía un enorme cauce silencioso de tierra húmeda y piedras. Me dicen que por allá andan las corrientes, y si quiero llegar a ellas toca transitar un pequeño camino recién abierto en el lecho del desparecido río. Mirar esa foto, ese panorama enmarcado, transporta. En medio de ese camino y en ese volver a voltear la mirada hacia el puerto –alterado ya por el abandono– surgen vistas provenientes de otras épocas. Imágenes del pasado del puerto se despliegan alrededor del presente, provocando traslados fugaces a destinos inesperados.
Y de pronto, es como si estuviera simultáneamente en otro terreno y otro tiempo: cuatro años más atrás y dos horas al sur, en una chacra de la margen izquierda del río cerca de Venenillo, envuelta de sombras de madrugada cuando me desperté. No aguantaba el polvo y empecé a estornudar, tanto así que Tina, despertándose también, me preguntó desde su cama, al otro lado del cuarto, si me estaba dando gripe.
Afuera seguía oscuro. Alergias serán, le aseguré; pero en vez de volver a dormir Tina me comenzó a hablar, diciendo que tuvo un solo sueño: o sea, hasta oír que me sonaba la nariz había descansado sin interrupciones: desde el momento de haberse quedado seca poco después de que todos fuimos a dormir al sentir ese aire húmedo y fresco que anunciaba una tormenta. Buena parte de la noche llovería. Y fuerte llovió, pero sin despertar a Tina.
Chequé la hora: las cuatro. Y Tina, desplazándose ahora a otro registro, empezaba a contar. Durante las próximas dos horas compartía ocurrencias de sus años de vadera, cuando en canoas largas de madera, cada una equipada con motor fuera de borda, trasladaba gente y sus cargas entre el pequeño puerto de La Roca, en la margen derecha, y el pueblito de Venenillo en la izquierda. Para ese entonces Venenillo era un punto de compraventa muy concurrido del narcotráfico. Más notorio aún era un centro del poder maoísta, quizás el de mayor importancia en todo el valle Huallaga. Ahí, en el decir de ella, donde las papas quemaban, se hizo responsable del servicio diario de vado, gracias a la autorización de un delegado local del Partido Comunista. Según Tina, sin ese permiso no podía trabajar.
Es curioso: casi todas las veces que paso la noche en las chacras de distintas personas, las cuatro de la madrugada suele ser la hora que alguien se despierta y sin levantarse comienza a contar historias. Es curioso también porque, como no hay luz y como cada quien está echado en su cama, se habla sin ver las caras de los demás. Uno escucha mirando, envuelto de la oscuridad, haciendo que el espacio mismo se vuelva espeso tanto dentro como fuera del mosquitero. Miras al techo o a la otra persona, hacia quien habla o en cualquier otra dirección. El sueño también aprieta a tal punto que es fácil perder la certeza de lo que uno ha dicho y oído y lo que proviene más bien del sueño o lo que uno ha soñado.
Pero esta vez, al contar de madrugada episodios de su trabajo en el río, Tina empezó con un acontecimiento que poco tuvo que ver con el traslado de gente y carga. Empezó no en el mismo río, sino cercano al puerto del mismo pueblo que vemos en la primera foto panorámica. Empezó con algo que había sucedido varios años antes de dedicarse a trabajar en el vado: la vez que su primera hija, Sabine, recién nacida, contrajo una extraña enfermedad.
Por ese entonces, principios de los 80, vivían con la mamá de Tina a un paso del puerto. La casa se encontraba al lado de una brecha, bajando paulatinamente desde un precipicio hasta llegar a las aguas del río. En esa época, toda actividad y movimiento de personas dentro del pueblo tendían a concentrarse cerca del puerto, por el acceso fácil que daba a la banda. En la parte delantera de la casa, su mamá había abierto un restaurante, dejando un cuarto atrás como dormitorio de la familia, que servía también de depósito. Al costado de la cama de Tina había un hueco en el piso que la mamá usaba como una especie de refrigerador. Ahí colocaba las botellas de cerveza para mantenerlas heladas.
De bebé, Sabine dormía con Tina. Una noche se despertó queriendo teta. Tina se la dio, y cuando terminó de lactar, las dos se quedaron dormidas. En eso, Tina sentía que su hija estaba volviendo a tomar la teta. Pensó: ¿qué raro? Ya tomó. Entonces tocó su pecho y sintió algo frío. Abrió los ojos y vio la víbora.
Tina quiso gritar, pero tenía miedo y se aguantó. Sólo cuando la culebra se había retirado, soltó un grito. Al toque vino su mamá, abuela de Sabine, preguntando qué había pasado. Tina le dijo que había soñado con una culebra que le estaba chupando el seno. Tina pensó o quizá quería pensar que todo fue su imaginación. Y seguramente en esa confusión o juego de semejanzas entre lo real y lo ilusorio a alguien se le podría ocurrir encontrar un dejo de esa clase especial de cosas espantosas que Freud llamó lo siniestro. La abuela, sin embargo, no estaba lista para creer que todo fuera un simple sueño.
Cuando entró la mañana y cuando Tina ya había llevado a Sabine afuera, desarmó la cama. Con la luz del día encontró ahí una culebra larga. Era una mantona, tipo boa constrictora. No era venenosa, me confirmó Tina, sin mencionar que en la selva peruana esa víbora tiene fama de gustarle la leche materna. La abuela buscó ayuda: llamó a tres hombres que en ese momento estaban tomando cervezas en una mesa del restaurante. Pidió que mataran a la mantona. La víbora tenía el cuerpo crecido como si estuviera preñada. Le cortaron la barriga. Y de ahí salió la leche.
Cuando su mamá le contó lo que habían encontrado cerca de la cama, más miedo tuvo Tina. Si la culebra realmente le había hecho eso, ¿qué consecuencias tendría para su bebé?
De ahí pasó un tiempo, y Tina prácticamente se había olvidado de la culebra, cuando Sabine, con seis meses ya, comenzó a enfermarse. Su piel se volvía amarillenta y su cuerpo parecía secarse. Tina temía que su hijita iba a morir cuando en esos días se acercó una señora de la misma vecindad a quien todos decían la Runa Mula. Tina no sabía por qué le decían así, sólo sabía que esa era su chapa. La señora, al advertirle que Sabine estaba grave, le dijo a Tina que no se preocupara. Ella sabía cómo curar esa enfermedad, pero para hacerlo Tina tendría que entregarle su hija por cuatro días. Durante ese tiempo no la podría ver. Tan intensa era la angustia que sentía, que Tina aceptó.
La señora Runa Mula llevó a la bebé y, a puertas cerradas, le hizo un tratamiento con una planta conocida como el jergón sacha. Igualita al jergón se ve esa planta, me dijo Tina, y si bien por toda la selva se emplea como remedio contra las mordeduras del jergón, que a diferencia de la mantona es una víbora muy venenosa, se usa también para curar otras enfermedades.
A los cuatro días, la señora trajo a Sabine de vuelta a casa, viéndose ya mucho mejor. Tina le quiso pagar con cinco soles. La señora no los recibió. Sólo después de varios intentos de dárselos, finalmente consintió que Tina le pagara, pero con plata no. Más bien le hizo un pedido poco usual: que el día que ella, la señora, falleciera, quería que Tina fuera quien preparara su cuerpo para el entierro. Nuevamente, Tina aceptó.
Al poco tiempo –no me acuerdo si fueron semanas o meses– unos narcotraficantes, gente de una de las firmas locales, mataron a la señora. Había caído un cargamento a manos de la policía y como la hija de la señora era policía, esos narcos presumían que la Runa Mula tuvo algo que ver. Tomándola por soplona, le dispararon a la cara. Luego botaron su cuerpo al río, que lo llevó, pero no muy lejos. Colgado en un palizal se quedó y ahí estuvo abandonado sin que nadie lo recogiera. Nadie, ni siquiera su familia, quería levantar el cuerpo, o quizá no se atrevían.
Tina se enteró por casualidad, cuando en la calle se topó con una amiga, quien al verla exclamó: ¡Estás bien! ¡Estás viva! ¡Pensé que te habían matado! Contenta, sorprendida y a la vez preocupada la amiga contó que había visto un cuerpo en el rio. Al acercarse, notó que el cadáver no sólo era de mujer, sino que guardaba con Tina más que un cierto parecido.
De inmediato Tina se fue al río y ahí encontró lo que quedaba de la Runa Mula. Habían pasado varios días y su cuerpo ya estaba feo: tenía la cara destrozada, olía mal y estaba ensuciado con excremento. Sacó el cuerpo y lo limpió. Tina se encargó de todo, cumpliendo de ese modo la promesa. La familia de la señora en ningún momento apareció.
“Pero mira cómo es”, Tina me comentó desde su lecho del otro lado del cuarto, envuelto aún por la espesa madrugada, “ella, la Runa Mula, sabía. Al pedir que me encargara del entierro ¡ya anunciaba su propia muerte!”
Y después, durante muchos años, cuando los hermanos de Sabine querían fastidiarla, le decían: ¡chupa culebra!, ¡chupa culebra! Toda esa historia se había filtrado al acervo familiar.
A diez minutos de caminata aparecen las corrientes y ahí mismo, donde la trocha llega a su fin, trabajan los vaderos desde un nuevo sitio de embarque con dos botes de metal. Uno de los botes, chato y angosto, lleva años en operación. Ya con evidente deterioro, corre peligro de perder negocio frente a la otra nave que se ve en esta última foto: una embarcación nueva y más amplia, porque viene acondicionada con una plataforma entablada que la convierte en balsa.
A momentos, lo que me salta a la vista en esta foto son las piedras sobre suelo pardo y, otras veces, sendas mochilas de dos mujeres llegando al barco. Quizá noto el esmero de un hombre vadero, parcialmente agachado al lado y por debajo de la rampa de tierra, ahí seguramente mojándose los pies en las aguas, mientras espera: con la mano derecha posada sobre una tabla, atento al paso de estas últimas pasajeras. Muy cerca a él y al parecer botada, otra tabla se extiende en diagonal, desde el borde de la foto hacia la balsa, guiando el camino. Casi en paralelo, una soga blanca serpentea al otro lado de la rampa hacia un fierro clavado hasta quedarse enroscada en él. Y de repente, la mirada, dejándose jalar por las semejanzas, salta hacia la izquierda nuevamente, para toparse con una segunda soga amarrada a la proa de la nave.
Los sitios de embarque son lugares de encuentro: lugares para observar y dejarse observar en las esperas y los movimientos que imponen las entradas y salidas de botes. Aquí ocho personas aparecen entre operadores y pasajeros, cada uno con sus poses, contemplaciones y a veces careos. En la plataforma de la balsa, alrededor de una moto lineal, están de pie un muchacho y dos hombres, el dueño de la moto y el chofer de un mototaxi que acaba de subir (Foto 3). A la derecha, la mujer que cobra pasajes se apoya en una barandilla, mirando quizás hacia los que viajan en la parte delantera del motocarro, quienes se escapan de la toma, o quizás simplemente se pierde en sus propios pensamientos.
Aquí, en medio de texturas, sombras y acontecimientos menores, como el cuidado con que la mujer de pantalón blanco pisa la tablita de entrada; el grueso del movimiento va en una sola dirección: hacia la balsa, y de ahí hacia el otro lado del río. Esta orientación obvia es la que dirige la mirada hacia adelante. Una línea que se empuja, cortando de modo perpendicular la marcha imparable de las corrientes. Entre orillas: esas dos fuerzas vectoriales, la una –ida y vuelta– sobre la otra, y las dos bajo un cielo de nubes grises, que por su parte hacen lo que quieren. Lo obtuso viene a perforar la imagen: para multiplicar sus planos y crear salidas inesperadas. Es la apertura de un campo desconocido: ese hueco rectangular en la cubierta de la balsa. Es la visualidad latente en un lugar cargado de pasado, cuando la idea de cruzar al río turbaba.
El suceso que inicia la historia de la mantona ocurre en el entresueño, entre el dormir y el despertar, dentro de esa franja fronteriza donde los efectos de realidad no logran cuajarse. Al sentir algo raro, Tina comienza a despertar, pero el momento crítico es cuando abre los ojos. Lo insólito de lo que vio, la imagen que no esperaba fue extrema y le hizo gritar… pero no de inmediato. A pesar del pavor, en ese momento decidió resistir: mejor no reaccionar hasta que la culebra se saciara. Sólo después de que se hubiera retirado… ¿pero hasta dónde? No sabemos. La culebra se esfumó… y su ausencia amplía un problema de fondo: la escasez de elementos probatorios. El grito que Tina finalmente soltó hizo llegar a la mamá y también la pregunta: ¿qué pasó?
A golpe del acontecimiento, una impresión fuerte hace dudar a Tina: ¿realmente había dejado el sueño atrás? Si bien antes de abrir los ojos pudo aclarar que la sensación rara no provenía de su bebé –demasiado frío–, esa imagen de la boca de la culebra fue lo que permitió captar la causa. Enseguida comenzaba el cuestionamiento: primero, de lo visto; luego, y por implicación, de sí misma.
Quizá vale recalcar que toda imagen conlleva un problema de denotación: una contienda sobre los efectos de realidad… que al final resulta ser un problema de juicio, de tipo legal, porque implica cierto consenso social sobre lo que puede actualizarse y lo que no. Barthes (1989: 121) reconoció esa contienda cuando atribuyó a la fotografía una capacidad especial (frente a otras técnicas para la creación de imágenes) de asegurar la referencia irrefutable de un suceso: “esto ha sido”. Asegurar la fidelidad de referencia es en el fondo dictaminar sobre un “valor veritativo” (Frege, 1984: 51-86), y lo que es lo mismo, sobre el grado y la calidad de actualización en el espacio y el tiempo. Lo cual implica también una toma de postura sobre lo que constituye la ilusión.
Si para Barthes la fotografía logra esa fidelidad con mayor facilidad, otros modos de provocar y circular imágenes no quedan pasivos frente al problema de la denotación; al contrario, cada cual teje su propia relación. Un relato, por ejemplo, se caracteriza, según Maurice Blanchot (1969: 208), por “enfrenta[rse] a lo que no puede ser comprobado…” Elude la verificación en vez de asegurarla, y no tanto porque presenta contenidos extraordinarios, hasta fabulosos. Como género literario –y a diferencia del diario íntimo que para Blanchot no hace más que resumir y avalar– el relato se define por constituir lo que él llama un “lugar de imantación”. Ese lugar “atrae la figura real a los puntos en que debe situarse para responder a la fascinación de su sombra” (Blanchot, 1969: 207-08).
El relato produce encanto al empujar la actividad de esbozar lo real hacia sus límites. Coloca esa actividad ahí, en ese precipicio, precisamente para confrontarla con todos los efectos que ocasiona. La confronta, sobre todo a mi parecer, con las opacidades que acompaña todo intento de plasmar lo real.
La incertidumbre qua realidad resuena en el relato. Y al resonar impulsa adelante una historia que se desenlaza a través de la búsqueda de un sentido definido: ¿qué sucedió? Es más, dicha búsqueda procede por un canal envuelto aun con las tinieblas del azar y donde las tinieblas animan y motivan el movimiento narrativo, lo cual resulta ser otra manera de describir la fascinación.
De esta foto (Foto 4) son los reflejos e intercambios dentro de la composición que capto primero. Ahí veo ángulos de movimiento que se cruzan y hacen eco. Veo las poses paralelas de dos hombres, uno más joven que el otro, vueltos hacia el río, mientras que otro hombre, por una ruta que se traza en medio y desde una dirección opuesta, hace desembarcar un motocarro. Veo tablas colocadas para superar el intervalo que existe entre proa y tierra arenosa. Veo campos de color y un amarillo especialmente intenso, lo cual me lleva a la extrema nitidez de las arrugas en la tela del polo: huellas del movimiento y esfuerzo físicos que resaltan justo al lado del fuera de enfoque –nebuloso como el cielo– del brazo derecho y la tangana que éste agarra saliendo del encuadre. La foto constata algo que “ha sido”: se enfoca en una particularidad ya no presente. O sea, entendida desde una perspectiva bergsoniana del tiempo, apunta a un presente anterior que se distancia del presente actual (de la lectura o de la mirada) que a su vez pasa, gracias a un elemento más general del pasado dentro del cual se desplaza: el “era” (Bergson, 1900; Deleuze, 2002: 133). Me pregunto ¿sin las sombras y espesores de las materias que presenta, esta foto tendría semejante impacto? De las personas la foto sólo da el lado de exteriores que se giran hacia la cámara. La foto no revela nada de lo que yace debajo. La vida interior de cada persona es una región opaca que otros no pueden penetrar.
La mamá de Tina intenta determinar si lo que había visto su hija llenaba condiciones básicas de veracidad. El contenido e impresión de lo sucedido por sí solo no pudo llenarlas. Requería apoyo. Un suplemento. Ese imperativo o hasta incitación a suplir esas condiciones animaba la pesquisa tras otros elementos de juicio. La abuela de Sabine los buscaba. Si lograba encontrarlos, quizás serían suficientes para anclar la denotación y de ese modo aclarar el acontecimiento.
De noche no había posibilidades de verificación. Tuvo que esperar la luz de día. En la mañana, debajo la cama, ahí estaba: una víbora, que se presuponía ser la misma. La proximidad al escenario del delito fue un primer indicio, pero la mantona no es una culebra cualquiera. Su fama o notoriedad por querer leche materna provee una prueba intrínseca, a pesar de que no figuraba en lo que Tina narró. Además, en este relato la culebra aparentaba estar encinta, una condición que de paso le ligaba a Tina, quien hacía poco estuvo en un estado parecido. Compartía de ese modo la maternidad incipiente, pero la transgresión de la mantona no fue un simple hurto. Aquí alimentarse resultaba un parasitismo: no implicaba matar a la fuente sino desviar su fuerza. Atentaba de paso contra la bebé –criatura de la fuente– no sólo robándole su comida sino poniendo su vida en peligro.
Si es claro que este relato se nutre de un saber (tipo leyenda) ampliamente difundido, no es menos claro que una ansiedad de llenar huecos en el contenido es precisamente lo que promueve el desenlace, no sólo dentro del horizonte diegético del relato mismo sino también dentro de las lecturas que optan proceder por el registro de las connotaciones. Lévi-Strauss (1970) insistió en el aspecto totalizador del mito: una plenitud virtual que absorbía todas las variantes empíricas y frente a la cual cada versión enunciada sería a lo más un ejemplo parcial. El relato que compartió Tina se presta fácilmente a una lectura que lo convertiría en un fragmento, snapshot o cliché del mito. No obstante, prefiero persistir con la versión que ella contó, porque detenta una autonomía propia. Resaltar esa autonomía orienta la mirada hacia los registros empíricos de una experiencia etnográfica y hacia sus vínculos con el devenir geográfico del río Huallaga.
La manera en que los hombres tomaron represalia por la transgresión de la mantona es notable. Hendir la parte abultada enfatizaba una maternidad paralela, luego violada. Con un solo corte, el dominio humano acabó con la vida de la culebra. Acabó también con la criatura víbora que iba en proyecto. De la lesión salió un líquido blanco, supuestamente lo que robó de Tina: otro indicio.
No fue casual tampoco que para producir esta prueba tuvieran que matar a la culebra, transformándola en cosa muerta: una materia que se presenta como denotación que indica el cuerpo en sí y a la vez provee una pieza fundamental para armar la pesquisa. Según Gilles Deleuze, “cualquier designable o designado es en principio consumible, penetrable” (1994: 24), a veces bueno para comer, pero siempre listo para servir de peldaño para tramar otras proposiciones (1994: 24-25). Este doble aspecto u orientación de la denotación la coloca entre materia y lenguaje (un punto al que regresaremos adelante). Por el momento es suficiente destacar que matar a la culebra la convirtió en cosa muerta pero no canceló del todo su influencia. A través de una enfermedad por venir, seguía “chupando” la vida de Sabine, secando su cuerpo poco a poco.
Con la búsqueda de pruebas la historia de la mantona corre tanto detrás como a la sombra de una figura real. A lo largo de su persecución –que es también una actividad de delinear a esa figura– se propagan opacidades. Estas zonas latentes, oscuras, se adhieren a la búsqueda en su avance, lo cual provoca e intensifica un efecto de fascinación. Ahí, por todo ese tránsito, se perfila un nexo crítico entre relato, imaginación e imagen fotográfica. El sentido obtuso de Barthes acontece gracias a las sombras que arroja la figura real, sobre todo si por “sombra” se entiende la creación de un campo ciego. En ese respecto el punctum ofrece una entrada vital para pensar el sentido obtuso, aunque es importante estar cauteloso de no mezclar conceptos que parecen cercanos, pero al final son diferentes. Las maneras en que Barthes (1989: 99) describió el punctum eran varias, pero entre ellas hay ésta: “Una especie sutil más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase el dedo más allá de lo que ella misma muestra…”6 Es decir, la foto comunica una fuerza adicional que es difícil de rastrear. Desde la imagen se abre una zona que excede lo visualmente patente. Sólo faltaría observar que ese más allá se expande en dos direcciones: hacia lo que supera los bordes del encuadre, y hacia lo que se esconde en las texturas y las profundidades de cuerpos para envolverlos de oscuridad: una sombra que atrae, una sombra-imán, una sombra que a veces truena lejos.
En cambio, lo obvio va adelante como si su propio avance no aumentara el misterio. El registro de las connotaciones en particular, conforme se aleja cada vez más de los atributos singulares de la materia, pareciera operar con el fin de desvirtuar la atención de las sombras que arroja la figura real. El relato de la mantona se desenvuelve como una meditación profunda sobre la legalidad. No obstante, se resaltan otros motivos de “segundo sentido” que exigen comentario. Y si es difícil resistir ese “llamado”, de repente sea porque llegar a lo obtuso –es decir a lo romo, a lo redondo, a lo impenetrable de la materia que una imagen fotográfica a veces presenta y a veces oculta al dejarlo de manifiesto– requiere detenernos un poco en este registro “intermedio.” Barthes, a propósito de la clasificación, colocó las connotaciones entre el primer y el tercer sentido. ¿Fue una decisión afortunada? Para captar el sentido obtuso, ¿no sería más directo saltarlas por completo? Difícil de saber, pero no pueden negarse las cadenas de reciprocidades que se desenlazan por el relato y que lo tornan vertiginoso.
Un animal traspasa la línea humana, ese animal pierde la vida. Su influencia maligna, sin embargo, persiste. Entra la vecina para salvar a la bebé, y Tina adquiere una deuda con ella. En la muerte, la vecina conocida como Runa Mula se ve abandonada por todos, todos menos Tina, quien cumpliendo la promesa levanta el cadáver y lo “cura”: lo vuelve presentable y permite su reincorporación a lo social. Así se cancela la deuda.
En esa primera lectura de reciprocidades, ciertos elementos parecen resolverse, pero no sin dejar otros cabos sueltos. Los tres hombres que desentrañaron a la mantona, ¿quiénes eran? No sabemos. Tampoco sabemos por qué a la señora asesinada le decían Runa Mula. Tina no sabe. Simplemente fue así, su chapa o apodo: designada por otros y que por azar se le pegó. La chapa acumuló un reconocimiento social, pero de un modo especial que despachó a la señora a una región restringida dentro lo social por un gesto que a la vez la excluyó de las demás.
La Runa Mula, en la cosmología andina-amazónica, es un conocido personaje, generalmente mujer, quien viola la ley de parentesco al hacerse amante de un familiar, no tanto de primer sino del segundo grado. Según el hábito de las leyes sobrenaturales, esa transgresión genera el castigo por sí misma: el transgresor queda parcialmente transformado en animal (mitad persona, mitad mula, por eso Runa Mula) y de ese modo es expulsado, pero sólo en parte, del dominio humano. Simultáneamente dentro y fuera: ser Runa Mula es pender precariamente sobre el precipicio de lo humano, mirando al abismo. Tina se asombró que la Runa Mula le hubiera anunciado su propia muerte, pero la chapa misma ya le había designado como un tipo social que transita sobre una línea fronteriza.
Dentro del relato la Runa Mula es madre de una mujer policía. A la vez es curandera o quizá bruja. ¿No encuentran los brujos una luminosidad en la sombra? ¿No ven de noche, tal como los Runa Mula, quienes ven gracias a la luna, una luz que brilla desde la oscuridad? No podemos saber.
A esa señora le acusan de soplona por violar la ley de los narcos, la ley de los que están fuera de la legalidad estatal. Lo que le designa “enemiga” es una asociación producida por un lazo familiar. Es decir, la ley de parentesco provee el vínculo para incriminarla. A los ojos de los demás, ya no es persona sino el peor de los tipos sociales en este momento histórico en el Alto Huallaga: el soplón.
Todo lo que no sabemos en el relato es sombra, imán, fascinación, y gracias a ello el registro de las connotaciones siempre crece y se vuelve inagotable. Lo único capaz de limitar su avance sería el agobio. Pero sin llegar hasta ahí quizás sea importante apreciar el lugar que ocupa la oralidad, de motivo recurrente a lo largo del relato. Hay la actividad de dar y tomar leche. Hay la boquita de la bebé y luego la boca de la culebra. También hay la cola de culebra que, según unas versiones del mito, se mete de chupón a la boca de la criatura humana; este detalle no figura explícitamente en lo que Tina compartió, aunque sí entra de modo indirecto al menos dos veces: por la enfermedad que contrae Sabine, y luego por medio de la broma: ¡chupa-culebra! Asimismo, está la señora Runa Mula acusada y su doble desfiguramiento: el primero físico e irremediable, y el segundo social, que se recuperó parcialmente gracias a las acciones de Tina.
Leche, boca, cara… barriga también. Andar tras las connotaciones se convierte en una tarea sensata, si bien interminable. Menos común sería notar que la oralidad marca también una frontera entre la materia y la no materia, tal como Deleuze precisó en Lógica del sentido. “Lo que separa los sonidos y los cuerpos hace de los sonidos los elementos para un lenguaje. Lo que separa hablar y comer hace posible la palabra, lo que separa las proposiciones y las cosas hace posible las proposiciones” (1994: 135). Sobre esa frontera, que la figura misma de la oralidad reitera, el lenguaje acontece, “por lo que distingue” a lo largo de dos dimensiones que se acercan sin llegarse a tocar. En un lado proliferan las (series de) denotaciones: el ámbito de cuerpos materiales, consumibles o penetrables. En el otro abundan las (series de) expresiones: el ámbito de significados que circulan y de historias que se cuentan, hasta en horas de madrugada. En tal caso, la oralidad no sería sólo un motivo dentro del relato. Apuntaría a una estructura del advenimiento del lenguaje mismo con sus propias características topológicas: los bordes de las palabras y los bordes de las cosas denotadas. Curiosamente, ahí en esta franja es también donde Roland Barthes situó el acontecimiento de un sentido obtuso.
El tercer sentido interviene categóricamente “desde afuera” en el mundo de las representaciones. Llega a la imagen desde un apartado lugar. A veces sobresale en las texturas de cosas materiales. A veces resuena desde las oscuras profundidades de cuerpos. Sobre todo, resalta que hay algo más de lo que se ve y de lo que se toma por dado. Ubicar la emergencia del sentido obtuso topológicamente –tal como hace Barthes al llamarla “un pliegue (o una arruga) que ha quedado marcado en el pesado tapete de las informaciones y significaciones” (1986: 62)– necesariamente introduce una pluralidad de perspectivas (hacia lo obtuso, desde lo obtuso), cada una con sus correspondientes “más allá”: zonas que rebasan los límites propios a un punto de vista. Lo cual sugiere: ese “desde afuera” que el sentido obtuso suscita siempre es múltiple. Y esa multiplicidad se vuelve más irreducible cuando se trata de un devenir geográfico que acumula densidad histórica filtrada por el paso de distintas eras políticas.
Un día, a principios de los 90, Tina estaba lavando ropa con una mujer joven que le ayudaba. Ese día faltaba agua en la casa donde vivía con su nuevo esposo. Y para mí es fácil ubicar esa casa, ahora que regreso a la primera foto panorámica (Foto 2), la que tomé al voltear hacía el puerto. No se ve la casa, pero tampoco queda lejos de la de la abuela de Sabine, es decir, por el malecón, donde Tina tuvo el encuentro con la mantona.
Estaban lavando y faltaba agua, y como el río estaba crecido, bajaron a la orilla. Tina de repente alzó la mirada río arriba y vio que algo daba vueltas.
Y yo le digo a la muchacha, oye ahí está bajando una pelota, hay que chaparle… Venía así dando la vuelta y ella ja, ja se ríe. Paca, agarra así y total una cabeza era, una cabeza de muerto. Le ha soltado. Yo le digo, no lo botes al agua. Bótalo afuera. No, me dice. Bótalo afuera y le he hecho acantar con un palo la cabeza… Y le vemos el brazo que viene… flotando así su brazo, ahí también con el palo le ha hecho así, y total hemos juntado la cabeza, los dos brazos y esta piernita así…. hemos juntado …. ahí estaba la cabeza de Riwi, del botero Riwi… porque él era bien crespito y tenía un lunar acá tenía grande…
Dejaron la ropa y fueron a avisar a la familia. “Que venga a ver,” insistió Tina, y al llegar y al darse cuenta de que era cierto: “uff, una gritería,” me dijo, “llorería en el puerto…”
Ese breve suceso me lo compartió Tina una noche hace unos años, cuando ella y su esposo Wilson –un antiguo botero también– me contaron de la persecución que el ejército había hecho a los vaderos del Huallaga. Lo menciono aquí porque revela algo de la visualidad latente que anima a las orillas y corrientes de ese río, y que a través de la narración de historias como ésta resuena y a veces se deja captar. Hay mucho que podría decirse acerca de ese suceso, sin embargo, aquí me limitaré a enfocar las primeras imágenes y cómo se transfiguran por medio de la semejanza.
El impacto de este fragmento de relato parece expresarse a través de una similitud: lo que se asoma como pelota deviene cabeza: la cabeza cercenada de un querido botero del pueblo. Es más, lo que surge a primera vista pertenece al campo de los juegos: “ja, ja”, se reía la joven, pero sólo hasta que ese objeto redondo se revelara como algo funesto. Por ese recorrido la semejanza se extiende: de un campo (la ligereza del juego) a otro. Al final, se transforma la denotación y su efecto de realidad: lo que se tomó equivocadamente por algo divertido resultó ser verdaderamente otra cosa: la pesadez de los residuos carnales del asesinato y mutilación. Queda denotado también que alguien, el ejército, viene divirtiéndose con las vidas humanas y de personas conocidas. El juego toma otro matiz: la cabeza podría ser la tuya. Bien parecida que es. Algo ordinario ya no es lo que fue, pero ahora sí, de repente, se ha vuelto demasiado familiar. La semejanza retorna, pero esta vez ya con aires de lo siniestro.
A lo largo de este trayecto hay dos momentos cuando la determinación de lo que Tina y la joven ayudante vieron se recalibró. Con el primero se precisa el género de la cosa: no es una pelota como pensaron, sino una cabeza humana. ¿Tan fácil es confundir la una con la otra? Más allá de la forma redondeada, me pregunto, ¿qué semejanzas habrá? En un segundo momento el género de la cosa se particulariza: no es cabeza de una persona cualquiera sino la de Riwi. Y este otro reconocimiento se hace posible gracias a detalles materiales: un lunar grande y el pelo crespo. Ya no existe el mismo espacio de juego dentro de los quehaceres cotidianos. Otro espacio se abre, de espanto, donde un juego más serio predomina, rápidamente seguido por un entorno de duelo, donde se perfilan una serie de relaciones humanas. La persona que fue Riwi vibra a través de los vínculos sociales que sostuvo en vida y que lo siguen en su ausencia.
La muerte de Riwi ocurrió en medio de otros sucesos parecidos, cuya repetición daba testimonio de la condición del Alto Huallaga en ese entonces: en este lugar las familias pierden sus seres queridos. Era una condición que acrecentaba la tensión entre lo particular y lo general hasta no poderlo aguantar: un punto de quiebre que Tina conocía bien, quizá mejor que otros.
Una lectura simbólica se desenvuelve por el registro de la similitud, dejando atrás los atributos singulares y, por tanto, la historicidad de la materia. Ciertas semejanzas son patentes y hasta icónicas. En el Perú la forma de serpiente es una iconografía común para describir los tributarios principales del río amazonas, como el Marañón en El Serpiente de Oro de Ciro Alegría. Otras semejanzas son un poco más rebuscadas y pertenecen a un orden mitológico, como ese refrán local que el río Huallaga llegó a ser la fosa común más grande del país, lo cual reduciría la muerte de Riwi a sólo un caso entre muchos.
Llamar algo “mito” es reconocer que proviene de una repetición tan remota que rebasa la posibilidad de rastrear su origen. En el relato de la mantona hay semejanzas que se producen por la repetición de una misma asociación vuelta estructura. Las leyendas que atribuyen a las culebras buscar leche materna son muy difundidas en América Latina y en Europa también.7 Habría que mencionar además la prevalencia de la semejanza tanto en las prácticas mágicas como en la curación (Taussig, 1993). Aquí la Runa Mula cura a Sabine con la planta llamada jergón sacha. La palabra “sacha” en la selva peruana se refiere no sólo a una copia sino a una copia jerárquicamente inferior a la cosa con que comparte una relación de similitud. Sacha es un pretendiente. La jergón sacha aparenta tener la forma de la temida culebra jergón (fer de lance). Y gracias a esa similitud esa planta detenta poderes de curar la mordedura del jergón y una variedad de otros malestares.
En la historia de la mantona circulan afinidades raras, algunas de ellas patentes, otras parcialmente ocultas. Con ritos de limpieza, Tina hizo “curar” los restos de la Runa Mula. Al hacerlo compartía un oficio con la señora finada. Pero más allá del relato, el hecho es que Tina no sólo ha sido vadera sino curandera también. El relato tampoco revela que el papá de Sabine, quien estaba ausente, y por eso Tina vivía en la casa de su mamá, era policía. Quizá por esa asociación y esa posible afinidad la señora se había acercado: primero para ofrecer su ayuda y luego para entregar su confianza (pidiendo que a la hora de su propia muerte Tina se responsabilizara del sepelio). También, raro y no latente, sino explícitamente incorporado al relato, está la amiga quien, al ver el cadáver de la señora, lo toma por Tina. Esas semejanzas extrañas pueden interpretarse como expresiones de lo siniestro. Algunas proceden de manera traumática al mezclar lo animado con lo no animado; aquí, con pelotas y cadáveres. Otras afinidades son más sutiles en sus modos de sorprender. Delicadas o no, todas se desenvuelven por analogía: es decir, se alejan de la materia y lo que le acontece.
Una tarea fácilmente podría perfilarse aquí: confrontar lo siniestro con el tercer sentido de Barthes. Lo obvio trafica en semejanzas, tal como cualquier esquema de pensamiento que, al aspirar a lo máximo, intenta establecer dominio sobre otros. Esas semejanzas pueden proliferar como meras copias o como inversiones que se oponen para resolverse al final. Lo siniestro se distingue por rechazar tal conclusión. En cambio, oscila perennemente entre amparo e intemperie. Se aferra a los extremos y dirige atención a ellos. Critica al punteo-contrapunteo, pero igual coquetea con ello, mediante la similitud.
Lo obtuso, mientras tanto, como lo describe Barthes (1986), no corre por el registro de las semejanzas: ni obvias, ni simbólicas, ni de índole siniestra. Lo obtuso no niega, no invierte y no destruye. Subsiste por el canal de lo obvio, pero desde ahí inquieta. Inquieta para apuntar a lo que aún no se capta: hacia adentro, hacia afuera. Apunta a las singularidades de la materia: en los matices y las texturas que a veces resaltan de una imagen. Apunta también a las fuerzas que insisten a través de esa materia, y de la que una foto sólo ofrece una vista exterior. De ese modo sugiere lecturas nuevas. Sobre todo, alude a la posibilidad de fijarse en otras cosas, o de reencontrarse con las mismas desde otra entrada (Foto 5).
¿Y el río? ¿No circula a veces como si fuera un “elemento” obtuso? ¿De cuando en cuando no detenta autonomía frente a la denotación, subvirtiendo su afán y su función de anclar? La palabra elemento sugiere algo meteorológico. El río truena: su sonido crece al acercarse, su sonido disminuye al alejarse. El río Huallaga atraviesa el valle del mismo nombre. Atraviesa los relatos de sus pasados. Dentro de su fuerza material hay un poder de mover, atropellar y hasta rehacer la tierra, pero también de generar imágenes, visualizaciones y encubrimientos. La fuerza material del Huallaga aparta las cosas para hacerlas volver en otro lugar y en un momento inesperado. Como el sueño, o más bien como la franja fronteriza que el soñar empuja hacia el despertar. Mira, ahí viene una pelota. Anda a buscar por el palizal.
Quizá lo que provocan estas imágenes fotográficas, tomadas a las orillas del Huallaga, no es tanto parálisis. Quizás, al contrario, abren un pliegue hacia otros tiempos: gracias al acontecimiento o, lo que es lo mismo, gracias a la relación que se entabla entre materia (que nunca deja de ser movimiento) y la posibilidad del lenguaje. Una foto se coloca al lado de otra foto. Y detrás de cada una, un campo ciego se expande: siempre y cuando se deje escuchar. El campo ciego deviene… hacia dentro por el fragmento, en sus asperezas y colores. Deviene también hacia fuera por el despliegue de sus sombras y por el apartarse de sus estremecimientos.
Lo obtuso subvierte para potenciar una pluralidad de lecturas, que no sólo ven sino escuchan, y más allá de escuchar soslayan la formación, partición o regimentación a priori de los sentidos. Lo a priori es otra instancia de lo obvio. Es una estructuración de las facultades de percibir que van por delante de cada encuentro para asegurar el anclaje de los sentidos en un mundo de denotaciones. La propuesta de escuchar lo visual no es promocionar un sentido a favor de otro. Es concebir la percepción como un acto más creativo. Es dejar que la fuerza de lo obtuso inspire la composición, para que de ahí transite a lo largo de los textos que, como etnógrafos, escribimos. Es enfatizar que la etnografía implica responder a mundos empíricos con acercamientos menos esperados: algo que no se puede hacer sin elaborar, describir y hacer resonar imágenes, las que se toman con la cámara, que circulan por los relatos, que se filtran por los sueños y entresueños y que persisten en visitarnos a partir de los trabajos de campo. Dejar resonar imágenes es apreciar las sombras y las opacidades que manifiestan, no para olvidarlas dentro de la descripción de figuras reales, sino para hacerles recobrar valor, volviéndose lugares de imantación.8
Barthes, Roland (1986). Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces (C. Fernández Medrano, trad.). Barcelona: Paidós Ibérica.
— (1989). La cámara lúcida (Sala-Sanahuja, trad.). Barcelona: Paidós.
Bergson, Henri (1900). Materia y memoria (Martín Navarro, trad.). Madrid: V. Suárez.
Blanchot, Maurice (1969). El libro que vendrá (Pierre de Place, trad). Caracas: Monte Alba.
Criado Boado, Felipe (1986). “Apéndice ii. Serpientes gallegas: madres contra rameras”, en José C. Bermejo Barrera et al., Mitología y mitos de la hispania prerromana, vol. ii. Madrid: Akal, pp. 241-274.
Deleuze, Gilles (2002). Diferencia y repetición (María Silvia Delpy y Hugo Beccacece, trad.). Buenos Aires: Amorrortu.
— (1994). Lógica del sentido (Miguel Morey, trad.). Barcelona: Paidós.
Frege, Gottlob (1984). Estudios sobre semántica. Barcelona: Ariel.
Lévi-Strauss, Claude (1970). Antropología estructural (Eliseo Verón, trad.). Buenos Aires: Eudeba.
Perú (2004). Hatun Willakuy: Versión abreviada del informe final de la Comisión de La Verdad y Reconciliación. Lima: Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Poole, Deborah y Gerardo Rénique (2018). Perú: tiempos de miedo. Violencia, resistencia y neoliberalismo (Alberto Gálvez Olaechea, trad.). Lima: Punto Cardinal.
Taussig, Michael (1993). Mimesis and Alterity: A Particular History of the Senses. Nueva York: Routledge.
Olavarría, María E. (2003). Cruces, flores y serpientes: simbolismo y vida ritual yaquis. Mexico: Plaza y Valdes.
Santos Granero, Fernando. (1985). “Crónica breve de un etnocidio o génesis del mito del ‘gran vacío amazónico’”. Amazonía Peruana, núm. 11, pp. 9-38. https://doi.org/10.52980/revistaamazonaperuana.vi11.195
Richard Kernaghan es etnógrafo y profesor asociado del Departamento de Antropología de la Universidad de Florida. Estudia el nexo entre la estética y los fenómenos legales, con un enfoque en los ríos, el transporte y la temporalidad política del paisaje. Su primer libro, Coca’s Gone (Stanford University Press, 2009) describe las secuelas de un boom de la cocaína a través de relatos de una región cocalera del Perú conocida como el Alto Huallaga. Su próximo libro, Crossing the Current (Stanford UP, 2022) rastrea las transformaciones del territorio de esta misma región después de la derrota militar de la insurgencia maoísta Sendero Luminoso, y reflexiona sobre la persistencia de una guerra que termina sin terminar. Ahí la firmeza del pasado toma cuerpo en el transcurrir del presente, donde imagen, materia y sensación se cruzan insólitamente entre sí.