Antropología: conocimiento y política

Recepción: 22 de marzo 2017

Aceptación: 28 de marzo 2017

Agradezco la invitación de la revista Encartes para participar en su primer número con un comentario sobre el artículo de Gustavo Lins Ribeiro, porque comparto la preocupación del colega y amigo por el regreso de regímenes autoritarios en muchas partes del mundo (no solamente en la política formal de todos los países, sino también en muchas de sus instituciones, incluyendo las académicas) que habían sido considerados ya superados y cuyas expresiones frecuentemente están vinculadas con estrategias de discriminación étnico-cultural, de género y de clase. Me parece significativo que su llamado a cuestionar el papel actual de la antropología en la sociedad se encuentre en la buena compañía de la convocatoria formulada hace poco por el Consejo Editorial de Nueva Antropología (Consejo Editorial, 2016: 9-10) de iniciar una revisión profunda de nuestra disciplina en vista de la situación social general y de la de las disciplinas sociales y humanas encargadas de su estudio; por su parte, las revistas Relaciones (El Colegio de Michoacán) y Estudios sobre las Culturas Contemporáneas (Programa Cultural, Centro Universitario de Ciencias Sociales, Universidad de Colima) han aprovechado recientemente sus respectivos aniversarios para impulsar y aportar a tal revisión siempre de nuevo necesaria de las ciencias sociales mexicanas, en las cuales la antropología ha ocupado un lugar significativo.1

En el primero de mis tres comentarios bordo y profundizo algunas afirmaciones de Gustavo sobre la visibilidad y presencia pública de la antropología actual en México. En el segundo, vinculo esta situación con la transformación en proceso del sistema de ciencia y tecnología, que combina la refuncionalización y mercantilización de la institución universitaria con cambios profundos en el tipo de conocimiento llamado ciencia, y que me parece Gustavo tiene en la mira cuando habla de la desintelectualización actual. El tema del tercer y último comentario retoma una idea suya sobre la ética de la antropología y la analiza de un modo algo diferente.2

a) Sobre la falta de relevancia de la antropología actual

Se ha lamentado con frecuencia que “la antropología” –en el sentido de pronunciamientos de gremios, departamentos, antropólogos, la circulación de resultados de estudios y de (contra)propuestas, la presencia de antropólogos en los medios de difusión– parece hoy menos visible e influyente en el país que en otras épocas. Entre las razones de esta comparación desfavorable pueden estar el crecimiento de la población nacional y del sistema universitario, la transformación de los medios de difusión generales y especializados, y el incremento del número de instituciones antropológicas y también de disciplinas sociales en el país.3 Aun así, es cierto que la ciencia antropológica en el sentido amplio y la antropología sociocultural en particular no parecen tener el lugar que podrían y deberían tener.

Sin embargo, esta observación vale principalmente para el ámbito nacional, porque en los niveles estatal y regional y en algunas ciudades la presencia de dichos elementos antropológicos se aprecia a veces bastante más. Hay que considerar también que la participación de antropólogos como tales –aunque a veces al margen de sus instituciones de adscripción y no pocas veces de modo honorífico y en horas libres– en movimientos sociales, organizaciones populares y las en los últimos tiempos tan frecuentes como inefectivas cristalizaciones de protesta ciudadana pública no suele ser muy publicitada.4

Además, hay que considerar que la situación mencionada contrasta de modo paradójico con la presencia creciente de la antropología en las instituciones académicas: en los últimos diez años no ha habido prácticamente ninguna reunión semestral de la Redmifa sin la noticia de un nuevo programa de estudio universitario (grado o posgrado) en México. Para toda América Latina hay que reconocer desde los años ochenta un crecimiento constante de instituciones académicas y programas de estudio e, igual que en México, del número de congresos y otras reuniones.

Mención aparte merece el incremento exponencial de las revistas y los libros antropológicos (en otras ciencias sociales se observa lo mismo) durante las últimas dos décadas, o sea, precisamente desde la fecha que consigna Gustavo como el fin de la época de oro.5 Está claro que dichas publicaciones se dirigen en primer lugar y ante todo a los demás integrantes de la comunidad antropológica, los estudiantes de grado y de posgrado y los colegas de otras disciplinas sociales, pues en ellas se exponen y se discuten resultados de la investigación científica que solamente otros especialistas de la misma rama de conocimiento y del mismo nivel académico pueden evaluar y usar para otros procesos de generación de conocimiento especializado. Pero es obvio que muchas de nuestras revistas esperan encontrar lectores también entre los ciudadanos no especializados interesados en temas de sociedad, historia y cultura, e incluso entre funcionarios y tomadores de decisiones en instituciones públicas y privadas. Aun así, cabe la sospecha de que el aumento constante de la cantidad de revistas se debe más a los intereses de quienes escriben en ellas que a la demanda real o estimada de posibles lectores. Por otra parte, ¿cuántas de estas revistas editadas en el país, en América Latina y en otras partes del mundo revisa y con qué regularidad lo hace un antropólogo común y corriente cada mes o año? ¿Y qué se puede decir sobre la circulación y la utilidad de varias docenas de libros de antropología publicados todos los años (algunos de ellos pertenecientes a la categoría de “libros Promep”, como en alguna instancia de evaluación se ha llegado a llamar a los acopios de textos de calidad variada convertidos en capítulos por gracia de presupuestos sobrantes e introducidos no pocas veces por acrobáticos intentos de pretender algún vínculo orgánico entre las partes que componen el libro)?

Esta enorme masa de publicaciones contrasta vivamente con la existencia de solamente dos –eso sí: excelentes– revistas antropológicas destinadas a un público más amplio: Arqueología Mexicana y Ojarasca, la primera de venta en muchas ciudades del país y la segunda, si bien formalmente ya no perteneciente a la comunidad antropológica propiamente dicha,6 presente por doquier como suplemento mensual de la versión digital del periódico La Jornada.

También hay que mencionar en este contexto la gran cantidad de museos en los cuales no solamente se exhiben resultados del trabajo antropológico (en el sentido amplio de los “cuatro campos”, siempre ligados a la etnohistoria-historia), sino que son para muchísimos niños mexicanos el espacio de su primer encuentro directo con testimonios materiales y gráficos importantes acerca de sus antecedentes sociales y culturales, lejanos o cercanos. Por tanto, ¿no merecerían nuestros museos de antropología e historia mayor atención por parte de las instancias de formación y de divulgación y su consideración en sus programas escolares?

La creación de numerosos blogs y sitios de internet pertenecientes a las llamadas “redes sociales” digitales no ha significado, hasta ahora, una solución a los problemas de comunicación, ni dentro de la comunidad antropológica (cuyos miembros, además, suelen estar conectados e interesados en otras disciplinas científicas relacionadas con sus temas de investigación), ni con públicos no especializados más amplios, sino que más bien los incrementan. Por una parte, se necesitan cada vez más esfuerzos y mecanismos para atraer la atención de los internautas a dichos sitios electrónicos (no pocos de los cuales están desactualizados) y, por otra, en su mayoría no constituyen nada nuevo, sino solamente trasladan a la esfera digital formas de comunicación y publicación impresas (a menudo copiando tal cual textos e imágenes).

En este contexto, llama a la reflexión que a pesar de contar la ciencia antropológica con enormes acervos de problemas, datos, debates y propuestas sobre temas tales como familia y parentesco, naturaleza y cultura, sexo y género, casi no ha habido participación significativa del gremio o de grupos o instituciones antropológicas mexicanas desde la antropología en las recientes polémicas nacionales sobre el matrimonio igualitario o sobre temas de bioética. Lo mismo vale para el omnipresente tema de la globalización, con que inició nuestra disciplina su “época de oro”, y donde ha sido particularmente llamativo el abandono de las vertientes difusionistas en la enseñanza antropológica y de las formas de cambio cultural tradicionalmente examinadas como combinaciones de innovación independiente y transmisión.7 Igualmente, no se han reflejado en el debate público las experiencias y los vínculos de la gran cantidad de antropólogos mexicanos que cuentan con formación académica o estancias largas o repetidas en los Estados Unidos. ¿Y no es cierto todo eso igualmente para la considerable cantidad de estudios antropológicos mexicanos recientes sobre temas tan cruciales y frecuentemente discutidos en prensa, radio y televisión como la migración, las relaciones sociedad-medio ambiente (incluyendo la contraposición entre antropoceno y capitaloceno mencionada por Gustavo), la violencia pública o el desempleo recientemente agudizado por las llamadas reformas energética y educativa, para mencionar solamente algunos de los ejemplos más relevantes?

Empero, también hay que reconocer que tal falta de presencia de la antropología no se debe únicamente a problemas de tipo técnico-comunicacional como los mencionados y atribuibles a los profesionales, el gremio y sus instituciones. Hay que tener en cuenta también que el carácter del conocimiento antropológico es en sí problemático y dificulta a menudo su difusión y divulgación. El “carácter eminentemente subversivo” de la antropología, como lo llama Gustavo, es ciertamente un rasgo que distingue de antemano la expectativa que se tiene en grandes sectores de la población con respecto a los enunciados de los antropólogos. A diferencia de enunciados provenientes de, por ejemplo, médicos o astrónomos, que se suelen valorar de modo espontáneo y de antemano como útiles o al menos sin amenaza a las opiniones, valores o normas de conducta acostumbrados e incluso respetados como “naturales”, los enunciados antropológicos a menudo son temidos como incómodos o en algún sentido desafiantes (Krotz, 2009: 96-99).

En todo caso –en el tercer y último comentario volveré sobre el tema– estamos ante una situación que demanda revisar los criterios reales para la selección de temas de investigación en instituciones académicas públicas, los criterios reales de la asignación de recursos a estudios y publicaciones y los procesos de decisión correspondientes, la brecha entre tanta publicación (y algo semejante podría decirse también con respecto al incremento llamativo de seminarios, congresos y otras reuniones académicas y profesionales) y su reducida repercusión pública (especializada y general), y asimismo, las opciones disponibles y deseables para hacer llegar los resultados de nuestras pesquisas a cuáles destinatarios y posibles usuarios.

b) Sobre el predominio de una antropología académica no (suficientemente) reflexiva

¿Será una de las razones de la situación descrita un predominio de la antropología académica en México tan excesivo que prácticamente oculta la antropología del segmento mayor de los antropólogos profesionales, o sea de quienes trabajan en otras instituciones públicas y privadas? De hecho, este segundo tipo de antropología casi no aparece en las numerosas publicaciones antropológicas del país, no tiene presencia en los programas de formación a nivel de grado y posgrado (donde a veces ni siquiera se recurre a ella cuando se crean o reorganizan planes de estudio destinados a “formar” a dichos profesionales), y se encuentra representado sólo de manera muy marginal en los congresos (casi siempre organizados por instituciones académicas y en función de las modalidades de operación y comunicación de éstas) y en las instituciones gremiales. Más recientemente, el Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales (ceas) y el Colegio de Antropólogos de Yucatán (cayac), instituciones gremiales que a pesar de sus nombres androcéntricos agrupan a antropólogas y antropólogos, han dado muestras de querer ocuparse más de dicho sector profesional.8 Es de llamar la atención que esto sucede justamente en un momento en el cual la brecha entre la antropología académica y la antropología de la mayor parte de los egresados de las licenciaturas en antropología parece ensancharse:

La transformación de los programas de enseñanza antropológica a la luz de los criterios impuestos por las instancias de evaluación de la educación superior se ha ajustado claramente a la falta de empleo y a la carencia de apoyo a la ciencia y la tecnología en las políticas públicas contemporáneas de nuestro país. El resultado de este proceso conlleva, entre otros muchos fenómenos sociales, la restricción del acceso a los programas universitarios, la simplificación de la formación académica y la eliminación del espíritu crítico de los egresados (Krotz y De Teresa, 2012: 54).9

Un aspecto crítico de dicha simplificación se hizo patente hace ya veinte años en el volumen 2 del anuario Inventario Antropológico (1996: 405; véase la misma información ampliada en el volumen 3, 1997: 495), donde apareció la primera licenciatura en antropología social que permitió la titulación sin tesis u otro trabajo escrito final. Visto desde hoy, ¿no hay que entender ese momento como síntoma del avance de lo que poco después Pablo González Casanova (2000) llamó la llegada de “la nueva universidad”? A pesar de que provocó la larga huelga estudiantil del año 1999 en la Universidad Nacional Autónoma de México contra el llamado Plan Barnés, la estrategia de transformación universitaria moldeada, al parecer, por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde), se impuso de todos modos en México y en otros países de América Latina.

En México, al igual que en todo el subcontinente latinoamericano, puede observarse, además, la convivencia más o menos pacífica de dos tendencias en la comunidad antropológica. Una se basa en el compromiso ante todo con los más recientes debates, enfoques, términos y publicaciones surgidos en los países originarios de la antropología y todavía hegemónicos en la disciplina mundial, mientras que la otra parece más preocupada por los problemas práctico-políticos y teóricos de la situación sociocultural “propia”, o sea, “del Sur”. El que las llamadas “evaluaciones académicas” –en realidad modelos coactivos de planeación, investigación y comunicación de conocimientos calcados de instituciones norteñas asumidas como universales– induzcan cada vez más fuertemente a seguir a la primera tendencia mencionada, desalienta, desde luego, la reflexión sobre la situación propia, sobre las expresiones sureñas de las transformaciones en proceso10 y sobre el aporte teórico desde el Sur (Comaroff y Comaroff 2012).

Otra raíz de lo que señala Gustavo como “antiintelectualismo” me parece que se halla en la llamada antropología postmoderna, la cual desde los años noventa ha ejercido una influencia desastrosa. Si bien al principio generó puntos de partida interesantes para el examen de la metodología antropológica, derivó pronto en una moda para la cual “no hay paradigmas privilegiados. La ciencia no se acerca más a la verdad que cualquier otra “lectura” de un mundo no conocible e indecidible. La verdad es relativa, local, plural, indefinida e interpretativa. Por consiguiente, hay que abandonar el intento de llegar a datos etnográficos objetivos” (Harris, 1995: 63). Hay que darse cuenta lo que significa para la disciplina académica y para al mundo profesional un egresado de una licenciatura de antropología social que en su primer trabajo remunerado, conseguido con dificultad, entrega el estudio encargado sobre las causas de algún fenómeno (migración, discriminación, conflicto agrario, desempleo, cultura política, etc.) al empleador con la observación de que su trabajo no representa la realidad, sino únicamente su verdad personal, una verdad entre muchas otras posibles…

¿No hay una relación entre la amplia difusión de este tipo de ideas –puestas de relieve, por cierto, también por el famoso “affaire Sokal” en 1996–11 y la gran cantidad de imprecisiones y falsedades fácilmente detectables en el debate político previo al referéndum sobre el llamado “Brexit” y durante la campaña electoral estadounidense? Tales situaciones, prolongadas después por el denuesto repetido de las supuestas “noticias falsas” por parte del presidente estadounidense actual, llevaron al Oxford English Dictionary a elegir en noviembre pasado la expresión post-truth –a veces traducida como postfáctico– como la palabra en inglés del año 2016.

Aparte de las mentiras abiertas y los simples errores, de los cuales están plagados muchos discursos políticos (al igual que muchas informaciones difundidas a través de la red), ¿no estamos aquí ante un nuevo nivel de la problemática de la ideología como parte y causa del fomento de pensamiento no científico e incluso anticientífico y, con ello, del antiintelectualismo que lamenta Gustavo?12

Sin embargo, la cuestión tiene una dimensión más profunda. “La web no provee simplemente de modo pasivo información; ahora también alerta a la gente acerca de información que posiblemente le interesaría, le da recomendaciones, y la incita a establecer relaciones de colaboración con otra gente que tiene puntos de vista semejantes”, señala el especialista en cibernética Francis Heylighen (2011: 274), quien ha llamado a este proceso la eclosión del “cerebro global, que es la metáfora de esta red emergente, dotado de inteligencia colectiva que está formada por los habitantes de este planeta y sus computadoras, sus bancos de conocimientos y los vínculos comunicacionales que los conectan”. Independientemente de si uno acepta en todos sus detalles esta hipótesis, o se adhiere mejor a la teoría de Gaia, o prefiere el concepto teilhardiano de “noósfera” para comprender la etapa evolutiva actual de la especie humana, ¿no es llamativo que justamente en el momento preciso en que emerge esta red comunicacional realmente planetaria como un potencial de la especie humana nunca antes visto para examinar y enfrentarse a escala planetaria a los problemas comunes, se imponga la transformación mencionada de la universidad, abunden los mecanismos para inducir de mil maneras la banalización de la comunicación en la red, se mantengan ocultos los modos de operación de las principales redes y motores de búsqueda y se acopie sin control ciudadano gigantescas cantidades de información personal en manos privadas?13

Todo lo anterior es, evidentemente, un llamado a que los órganos de decisión y representación unipersonales y colegiados en nuestras instituciones universitarias (en cuyo marco se realiza, conjuntamente con el Instituto Nacional de Antropología e Historia y algunas otras instancias de la nueva Secretaría de Cultura, casi la totalidad de las actividades de difusión y divulgación antropológicas en el país) desarrollen mecanismos efectivos para el estudio y autoestudio de los procesos y condicionantes de la generación, la transmisión intergeneracional y la difusión del conocimiento antropológico.14

c) Sobre ética y episteme

En vista de la situación general, no necesita mayor justificación el llamado de Gustavo a “retomar nuestro papel político”, considerando, además, que los antropólogos de la primera generación, los evolucionistas del siglo XIX, estaban ampliamente convencidos de la utilidad de su nueva ciencia para mejorar la sociedad existente, y que no pocos de ellos participaban, aunque lejos del ímpetu de los socialistas utópicos a quienes habían eliminado de la generación de conocimiento socioantropológico, en diversas estrategias orientadas hacia tal fin. Sin embargo, entonces como hoy, la pregunta sobre qué mejorar y cómo tiene varias respuestas racionales posibles. Y es que el llamado a la acción política constituye un reto a tomar decisiones dentro o fuera de determinados cauces establecidos para tal fin en una sociedad dada y en un momento histórico dado, y los criterios y los pormenores prácticos de dicha actuación no pueden derivarse directamente del conocimiento antropológico mismo, sino que dependen también de opciones éticas, políticas, filosóficas o religiosas más generales. Desde luego, nadie podrá objetar que los antropólogos se asocien con otros antropólogos en empresas, cooperativas, asociaciones civiles, movimientos, etc., para poner sus conocimientos al servicio del combate al autoritarismo, el racismo y la discriminación y el fomento de la democracia y los derechos indígenas. Pero, ¿en una institución de docencia o investigación científica (que es el único caso que puedo tratar con cierto conocimiento)?

Para no quedar en afirmaciones generales y a pesar de los posibles malentendidos, me voy a atrever en el marco de este pequeño comentario a esbozar cuatro pistas concretas de acción, que se justificarían en una institución de tipo universitario precisamente no por la invocación de los valores de los académicos y de los estudiantes (considerando, además, que la desigualdad de poder entre unos y otros convierte con relativa facilidad a los segundos en “clientes” políticos), sino por la referencia a las propiedades del proceso mismo de generación de conocimiento antropológico. Coincidentemente, en las cuatro pistas se eclipsa el tema de la instrumentalización del conocimiento antropológico, y se mantiene en el centro la generación misma del conocimiento antropológico, que por su naturaleza suele implicar el cuestionamiento de la manera acostumbrada de ver y entender los fenómenos sociales.15

La primera pista la constituye la investigación no solamente sobre sino en colaboración con determinados sectores de la sociedad que son víctimas del desorden social reinante, o con organizaciones que están actuando en pro de la defensa y la promoción los primeros. Tal investigación se está realizando en muchas partes de América Latina, como lo ha demostrado recientemente la voluminosa obra reunida por Xóchitl Leyva (2015). Sin embargo, tal procedimiento a menudo no es factible por razones diversas. Además hay que considerar siempre la posible pérdida de credibilidad cuando los colaborantes se dan cuenta que los beneficios de la colaboración que ellos reciben son menores o menos patentes que los que reciben sus contrapartes académicas16 o cuando en la misma institución se están llevando a cabo también investigaciones de signo contrario, incluso contratadas y pagadas bajo condiciones poco claras por empresas públicas o privadas, fundaciones o instancias gubernamentales más bien orientadas hacia la explotación del trabajo humano, la depredación del medio ambiente y la reproducción de la desigualdad social.

Una segunda pista es la reacción ante ciertas situaciones económicas, sociales, políticas o culturales críticas en extremo, donde se puede demostrar que la acción estrictamente investigativa –y, por consiguiente, la obligación social de tal acción investigativa– tiene que responder directamente a la necesidad de proteger los derechos humanos fundamentales, en especial el derecho a la vida y la integridad física y psíquica, de determinados seres humanos, por cierto, todos objetos actuales o posibles de la investigación social. El volumen colectivo Alzando la voz por Ayotzinapa (Juárez y Aduna, 2015) puede verse como un ejemplo de este tipo de acción, que tal vez a causa de la dificultad de negarle legitimidad tenga un potencial mayor que el hasta ahora reconocido.

La tercera pista está en el examen de la organización de nuestras escuelas y centros de investigación. La pregunta clave con respecto a la docencia puede adaptarse fácilmente a la relación entre los académicos, sus representantes y sus superiores laborales: ¿Estas instituciones están organizadas y operan de tal manera que sin muchas palabras, sino a través de su funcionamiento día a día y el llamado currículo oculto se fomenta realmente el pensamiento crítico, se estimula la exploración creativa de alternativas sociales sin explotación, discriminación ni dominación, se impulsa el aprendizaje y el ejercicio libre de la argumentación filosa y respetuosa a la vez? Estas preguntas se pueden desdoblar: ¿Los solemnes enunciados programáticos corresponden a la realidad observable o no pueden ocultar que desde el primer año de la carrera se entienda que es mejor no contradecir a los profesores ni citar autores o hacer preguntas que “no les gustan” y no insistir en propuestas una vez denegadas? ¿La discriminación étnico-cultural y de género se erradica solamente en el nivel verbal o también en las actuaciones cotidianas y la instrumentación de las políticas institucionales? ¿La elección y conducta de los representantes, la transparencia en el ejercicio presupuestal y el trato dispensado a los subordinados laborales son de tipo colegiado, participativo y democrático o repiten los estereotipos acostumbrados?

La cuarta pista vincula varios de los elementos mencionados en este tercer comentario con elementos mencionados en los dos anteriores. Es común y tiene larga tradición la preocupación por “devolver” a los grupos sociales en los que se basan nuestros estudios de la sociedad y la cultura al menos parte de los resultados de tales estudios. ¿No sería mejor intentar hacer comprensible para los ciudadanos que no han tenido una educación especializada en ciencias sociales qué son y qué significado tienen para uno, y cómo se pueden estudiar los fenómenos pertenecientes a la dimensión sociocultural de la realidad y cómo puede pensarse con este fundamento en alternativas al desorden social reinante? Es decir, ¿no sería mejor, en vez de tratar de traducir las “conclusiones” de nuestras investigaciones, utilizarlas para inducir e introducir al pensamiento sociocientífico mismo? ¿No podría ser esto una “popularización” (Krotz, 2016: 62-63) de la antropología que no constituiría su simplificación plana, sino su conversión en instrumento de la lucha antiideológica –y desde el punto de vista de las Antropologías del Sur, descolonizadora– en los diversos ámbitos de la generación, difusión y divulgación del conocimiento sobre el ser humano en sociedad?17 Tal vez una nueva “época de oro” esté en puerta, cuando –sin poder eliminar la división del trabajo en la esfera del conocimiento– la antropología ayude a entender mejor que ahora a los ciudadanos lo que es, por qué es como es, y cómo se podría transformar la sociedad actualmente tan desigual en hogar de todas las personas.

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