Revueltos, grijos y puchuncos: racialización, identidad y mestizaje en un pueblo de la Costa Chica de Guerrero1

    Recepción: 25 de julio de 2020

    Aceptación: 17 de diciembre de 2020

    Resumen

    El artículo presenta una discusión etnográfica en torno a los procesos de racialización, mestizaje y construcción de la identidad/alteridad en Punta Maldonado (El Faro), Costa Chica de Guerrero. En primer lugar, examina los conceptos de raza y racialización con el fin de entender cómo los atributos físicos han sido usados en la marcación y jerarquización de las diferencias; enseguida explora los significados de algunas categorías de uso local que muestran el modo en que la apariencia física, particularmente el pelo, es socialmente percibida e interpretada en El Faro. Por último, analiza cómo la idea de mezcla es pensada e incorporada en las narrativas de identidad colectiva de este lugar.

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    revueltos, grijos and puchuncos: racialization, identity and miscegenation in a town of the costa chica of guerrero

    This article presents an ethnographic discussion around the processes of racialization, miscegenation and the construction of identity/otherness in Punta Maldonado (El Faro), on the Costa Chica of the state of Guerrero. In the first place, it examines the concepts of race and racialization in order to understand how physical attributes have been used to highlight differences and order them into a hierarchy. Next, it explores the meanings of some locally used categories that show the way in which the physical aspect, and the way to wear one’s hair in particular, is socially perceived and interpreted in El Faro. Finally, it analyzes how the idea of mixtures is viewed and incorporated into the collective identity narratives in the area.

    Keywords: identity, alterity, race, racialization, miscegenation.


    Introducción

    Punta Maldonado es una localidad de pescadores y campesinos perteneciente al municipio de Cuajinicuilapa, en el estado de Guerrero, en la llamada Costa Chica. Esta región se extiende desde el polo urbano de Acapulco (Guerrero) al de Huatulco (Oaxaca); su paisaje físico incluye planicies costeras, zonas serranas de las estribaciones de la Sierra Madre del Sur y áreas lacustres (Campos, 1999; Lara, 2017; Widmer, 1990). Al igual que ocurre en otras localidades de la región, este poblado ha estado signado por procesos históricos de mestizaje e intercambio cultural entre afrodescendientes –cuya presencia se remonta a esclavizados de origen africano que arribaron a la región durante el periodo colonial– e indígenas –en especial, los grupos ñuu savi y nn’anncue ñomndaa–.2 En la jerga local, los primeros suelen ser conocidos como morenos –y, en menor medida, como negros–, mientras que a los segundos se les etiqueta como indios. Así, indígenas (o indios) y afrodescendientes (o morenos-negros),3 han sido protagonistas del pasado y presente de Punta Maldonado, lugar mejor conocido por su sobrenombre: El Faro.

    Mapa 1: Punta Maldonado (El Faro) y sus localidades vecinas. Fuente: INEGI, con modificaciones realizadas por el autor. Fecha de elaboración: 6 de junio de 2019.

    Según Gloria Lara (2017), en la Costa Chica resulta difícil separar de modo tajante a los afrodescendientes de los indígenas, como si se tratara de dos grupos bien diferenciados que hubiesen mantenido fijas sus fronteras étnicas a lo largo de la historia; todo lo contrario, las dinámicas de mestizaje e intercambio cultural han diluido tales límites, forjando alteridades porosas que obligan a estudiar cómo se ha construido específicamente “lo negro”, “lo moreno” o “lo indio” en los espacios locales.

    En el caso de El Faro, existen varias formas en que morenos e indios marcan sus diferencias: desde la lengua y el modo de hablar el español4 hasta las costumbres matrimoniales.5 No obstante, un elemento que tiene gran relevancia en las narrativas cotidianas de la alteridad es el aspecto físico o, en palabras de Elisabeth Cunin, la “apariencia racial”, esto es, el “conjunto de rasgos físicos –el color de la piel pero también el pelo, la nariz, el cuerpo, etc.– a los que se atribuye un significado dentro de un marco socialmente determinado” (2003: 19). En ese sentido, los fareños –término autodenominativo acuñado por nacidos o residentes de Punta Maldonado– usan categorías como puchuncos, grijos o lacias. La primera alude a hombres y mujeres de pelo muy rizado, mientras que las otras dos denotan, respectivamente, a hombres de cabello corto y puntudo y a mujeres de cabello largo y liso.6 Estas palabras trazan diferenciaciones individuales y colectivas a partir de un criterio físico particular –la textura del pelo–, pues si los y las morenos son asociados a lo puchunco, a los indios se les relaciona con lo grijo o con lo lacio, según se trate de hombres o de mujeres.

    Empero, la realidad es mucho más compleja que las categorías con las que a veces se pretende capturarla y clasificarla. Aun cuando en El Faro discursivamente se plantea una oposición entre la gente india y la gente morena –usándose para tal fin el cabello como uno de los tantos criterios diferenciadores–, en la práctica hay personas puchuncas que no se asumen morenas y hombres grijos o mujeres lacias que no se autodenominan indios, bien porque destacan otros criterios físicos –por ejemplo, un tono de piel claro– o socioculturales –vestir y hablar de cierta manera– que a su vez los enlazarían con otras etiquetas; o bien, porque remarcan una genealogía mezclada que los lleva a definirse de otro modo: revueltos, mestizos.

    ¿Cómo analizar entonces categorías que apelan a los atributos físicos en la marcación de las diferencias? ¿Cuáles son las significaciones que se le dan a términos como puchunco o grijo en El Faro? ¿Qué papel desempeña el mestizaje en la redefinición de esas denominaciones y en la configuración de otras identificaciones? Tales interrogantes son la base de la reflexión. La primera cuestión me conduce a los conceptos de raza y racialización, usualmente asociados a la interpretación y clasificación de las diferencias físicas; en esa medida, en la primera parte de este artículo realizaré una revisión de dichos términos. Ello me lleva a la segunda interrogante, en torno a los sentidos de las palabras grijo y puchunco en El Faro, dos categorías racializantes relacionadas con la marcación de la alteridad y la identidad en este lugar; para abundar al respecto me valdré de información etnográfica recabada in situ entre 2013 y 2016. Finalmente, la tercera pregunta introduce el concepto de mestizaje, que complejiza aún más la discusión sobre racialización e identificación; en concreto, exploraré la noción fareña de lo revuelto o mestizo,7 la cual alude a un mestizaje negro-indio que diluye mas no elimina los contrastes marcados a partir de la oposición entre puchuncos y grijos, y forja identificaciones inestables, ambiguas, flexibles.

    Raza y racialización

    Actualmente, en el campo de la antropología y las ciencias sociales parece haber un consenso: la raza no es un hecho biológico e inmutable que determine las cualidades morales e intelectuales de los seres humanos sino, más bien, una categoría sociohistórica desde la cual se han legitimado desigualdades sobre la base de los rasgos físicos, especialmente el color de la piel (Arias y Restrepo, 2010; Gall, 2004; Hoffmann, 2008; Stolcke, 2000; Velázquez e Iturralde, 2016; Wade, 2000, 2014; Wieviorka, 2009). Se trata, en lo esencial, de una construcción ideológica cuyo significado ha variado con el paso del tiempo y en función de contextos histórico-políticos específicos.

    Verena Stolcke rastrea los orígenes de esta categoría hacia el siglo xiii, en la Península Ibérica, cuando la doctrina católica de la “pureza de sangre” pretendió separar, luego de varios siglos de convivencia, a los cristianos de los musulmanes y judíos; siguiendo la teoría fisiológica medieval según la cual la “esencia” de una persona era transmitida por la sangre de la madre, alguien considerado “puro” sólo podía ser engendrado por una mujer cristiana. El término raza, que aún tenía un uso aislado, iba ligado a un principio teológico-moral en donde el fenotipo estaba ausente, puesto que el elemento crucial en la diferenciación de los grupos era la religión (Stolcke, 2000: 43-44). Paralelamente, importaba la idea de estirpe o linaje, esto es, la descendencia y pertenencia a una familia dada; así, la raza también remitía al lazo genealógico que unía a un cierto grupo de individuos en torno a un ancestro común (Wade, 2000: 12-13).

    Hacia finales del siglo xvii, cuando los naturalistas europeos comenzaron a estudiar de modo sistemático las diferencias físicas y culturales entre los humanos, el fenotipo empezó a cobrar una mayor relevancia. Entonces se elaboraron las primeras tipologías que asociaban rasgos físicos con aspectos morales e intelectuales, las cuales se desarrollarían en el siglo xviii y, sobre todo, durante el xix, con el surgimiento del denominado “racismo científico” (Velázquez e Iturralde, 2016: 77-83; Vergara, 2018: 20). De este modo ocurrió un importante desarrollo en la noción de raza, que ahora sí empezó a ver las diferencias físicas (apoyándose para tal fin en ciencias como la biología, la craneometría y la anatomía comparada), las cuales fueron empatadas con las diferencias en la moralidad, inteligencia y grado de “civilización”. Esta nueva concepción germinó en un entorno marcado por el capitalismo industrial, el imperialismo europeo y la ciencia moderna, que aunados explicaron y justificaron las desigualdades sociales con base en tipos físicos supuestamente innatos e inmutables; desde tal óptica, las razas se transmitían de generación en generación y se ordenaban en una escala jerárquica en la cual los “blancos” ocupaban el primer rango mientras que los “negros”, “amarillos” e “indios” quedaban rezagados por sus “cualidades inferiores” (Stolcke, 2000: 44-45; Wade, 2014: 42-43; Wieviorka, 2009: 22-30).

    El sentido de la raza como ligazón entre caracteres físicos por un lado, y desigualdad social, moral y psicológica por el otro, perduró en los discursos políticos y científicos hasta la mitad del siglo xx, cuando culminó la Segunda Guerra Mundial y la ideología nazi, que llevó el racismo científico hasta sus últimas consecuencias, obtuvo el repudio mundial (Wieviorka, 2009: 31). En ese panorama, también marcado por la lucha que libraron los afroamericanos contra la segregación racial legal en Estados Unidos, la raza sufrió otro giro conceptual que le hizo perder validez como noción para entender la diversidad humana. Dejó de ser vista como un hecho natural y empezó a comprenderse como categoría ideológica empleada para legitimar asimetrías sociales.

    En suma, la noción de raza ha tenido varias significaciones a lo largo del tiempo. Primero se asoció a la idea de linaje o estirpe, en una clara connotación moral-teológica que jerarquizaba los grupos sociales en función de la religión profesada. Luego pasó a verse como un hecho natural inscrito en la piel, el cráneo y los atributos faciales, que expresaba desigualdades en el intelecto, los valores y el desarrollo social de diversos grupos humanos. Hoy día, en el lenguaje académico, el término se entiende como categoría histórica empleada con dos fines ligados: 1) interpretar y clasificar la diversidad humana y 2) legitimar las asimetrías sociales. En ese tenor, la raza no es una realidad objetiva sino un constructo ideológico históricamente determinado (Wade, 2000: 21-22).

    Aunque el término de raza fue desapareciendo progresivamente del lenguaje académico (sustituido por palabras como “etnia” o “cultura”), no por ello se desvaneció el racismo en tanto estructura ideológica legitimadora de subordinaciones y exclusiones. Por el contrario, persisten concepciones racializantes de la diferencia, desde las cuales se estigmatiza en razón del color de la piel o los rasgos faciales, bien sea en ámbitos familiares y cotidianos (Moreno, 2010), dinámicas comunitarias regionales (Quecha, 2017), o dentro de instituciones como las escuelas (Masferrer, 2017), por mencionar sólo algunos escenarios.

    La breve exploración del concepto raza permite llegar a dos puntos entrelazados. Primero, se trata de una categoría sociohistórica cuyos usos y significados han variado a lo largo del tiempo, en razón a contextos políticos, económicos e ideológicos específicos. Segundo, se trata de una categoría polisémica que esconde y traslapa varios sentidos, no necesariamente concordantes entre sí, en lenguajes que van del científico-académico al vernáculo-popular. Así, una tarea analítica que se impone consiste en indagar, histórica y etnográficamente, cuándo y cómo se desenvuelve la noción de raza en un escenario dado, qué significaciones denota, quiénes y con qué propósitos la emplean.

    Llegados a este punto, resulta adecuado traer a escena el concepto de racialización, acuñado desde la academia para referir ciertos procesos de marcación jerarquizada de las diferencias, que surgieron en la modernidad (Arias y Restrepo, 2010). Según estos autores, el término en cuestión implica tres aspectos interrelacionados. Primero, la definición de lo humano a partir de la distinción y oposición de dos entidades: la física-material y la mental-moral. Segundo, la centralidad concedida a la dimensión física o externa, desde la cual se define y engloba la dimensión moral o interna. Tercero, la aprehensión de esa entidad física-material en términos biológicos, asociados con la emergencia de saberes expertos desde la segunda mitad del siglo xviii, que acentúan marcadores de diferencia tales como el color de la piel, la talla, la forma del pelo o los rasgos faciales (Arias y Restrepo, 2010: 58-59). A fin de cuentas, el proceso deviene en la creación de taxonomías (“negro”, “indio”, “blanco”, “mestizo”, etc.) que clasifican, califican y jerarquizan las diferencias, tomando como base los aspectos físicos-externos-biológicos.

    La racialización responde a geopolíticas conceptuales locales, nacionales e internacionales, de modo tal que no hay un proceso homogéneo ni lineal de clasificación racial sino múltiples y específicas maneras de jerarquización según el contexto. Por ejemplo, no es equivalente la racialización que emana desde las elites a la que se configura entre sectores subalternizados, si bien ambas pueden guardar entre sí relaciones de coexistencia, tensión y articulación (Arias y Restrepo, 2010: 60-61). Siguiendo la propuesta de estos autores, una tarea a desarrollar sería “establecer genealogías y etnografías concretas de cómo las diferentes articulaciones raciales (o la racialización) surgen, despliegan y dispersan en diferentes planos de una formación social determinada” (2010: 62).

    En fin, los términos raza y racialización van de la mano. Si el primero es una categoría sociohistórica y polisémica que ha sido empleada para legitimar desigualdades, el segundo es una herramienta analítica mediante la cual se busca entender cómo se ha puesto en marcha la idea de raza en escenarios sociohistóricos específicos, de qué modo se ha concebido y utilizado, desde qué presupuestos conceptuales y con qué fines. En ese orden de ideas, enseguida exploraré dos categorías que evidencian procesos de racialización en El Faro.

    Morenos puchuncos, indios grijos: raza y racialización en Punta Maldonado

    Si la raza es una categoría cuya significación varía de acuerdo con los contextos particulares en que se despliega, ¿qué entienden los fareños por ella? Por un lado, al igual que en el lenguaje popular mexicano, la palabra tiene el sentido genérico de “gente”, se usa para referirse a un grupo de personas al cual se puede o no pertenecer, y suele asociarse en el discurso con el lugar de origen, la nacionalidad, los modos de hablar, de comportarse, de vestir, etc. Durante mi experiencia etnográfica registré comentarios donde se empleaba el término en varias situaciones: “Toda esta raza de por acá nomás es el puro cotorreo” (18 de septiembre de 2013), a fin de enfatizar el carácter jovial en los fareños; o “Tú tienes raza, de allá de tu tierra, ¿Cómo se llama?… Aquí nuestra raza es la mexicana, ¿y la tuya?” (5 de abril de 2016), para remarcar una diferenciación en torno a la nacionalidad. En estos extractos, el término se usaba para referir a un cierto grupo de personas y diferenciarlo de otro grupo, a partir de elementos que no siempre se ceñían a la apariencia física.

    Sin embargo, la palabra raza también suele ligarse con categorías como moreno o indio, y de hecho es usual oír en El Faro expresiones como raza negra, raza blanca, raza morena o raza india, que tienden a exaltar rasgos físicos como el color de la tez, la forma del cabello o la talla –aunque sin por ello obviar otros estereotipos relativos al temperamento, los valores o las costumbres–. En esa línea, en algunos discursos cotidianos hay rastros de un lenguaje alusivo tanto a la “pureza de sangre” como a la estigmatización de ciertos caracteres físicos, de tal suerte que se “empeoraría” o “mejoraría” una “raza” dependiendo de con quién se efectúe un enlace sexual-matrimonial. Por lo común, la unión con quienes han sido marcados morenos o negros suele ser vista como perniciosa, sobre todo por parte de aquellos que no se reconocen del mismo modo: “Estos negros de por acá se van a buscar las indias de por allá de los cerros pa’ mejorar la raza, la sangre… quieren mejorar su color, su sangre” (30 de noviembre de 2016); “Si mi nieta se va, que ni piense regresar porque ya decidió irse con el marido. Eso sí, ¡qué chingao!, quiso empeorar la raza. ¡Cómo salió el chamaquito! [Señala un auto de color negro]… ¡como ese carro que está ahí!” (10 de agosto de 2016).

    El primer comentario lo registré en una plática informal con dos hombres avecindados en la localidad, a propósito de la reciente boda entre un joven moreno y una joven india en el vecino poblado de Tejas Crudas. En ese contexto, uno de los hombres explicó la aparente predilección de los negros por las indias en razón al deseo de “mejorar” la sangre –léase la descendencia–, sugiriendo implícitamente que en aquéllos hay un cierto malestar con su propia pigmentación. Se aprecia en el discurso la presencia de los “viejos” sentidos de la palabra raza: tanto la connotación de una estirpe o linaje susceptible de “mejorar” o “empeorar”, como la calificación positiva o negativa de aspectos como el color de la tez.

    El segundo comentario fue hecho por un hombre de tez blanca y cabello rubio –rasgos físicos que suelen ligarse con la denominación güero– a propósito de la marcha definitiva de su nieta, una joven morena que había decidido irse a vivir con el padre de su hijo, también moreno, en la localidad de Tecoyame (Oaxaca). El hombre güero expresaba a un grupo de parientes y vecinos su molestia por la decisión de la nieta, quien habría “malogrado” la “raza” –léase la estirpe– al haber procreado un hijo con un hombre aún más moreno que ella. En esta situación concreta, la piel negra es valorada negativamente y la descendencia se concibe “empeorada” porque en un enlace del grupo familiar intervino una persona cuya tez tenía un color estigmatizado. Paradójicamente, pese a los lamentos del hombre güero por su “linaje malogrado”, su propia esposa era una mujer de piel negra y cabello puchunco con la cual había procreado cuatro hombres y cuatro mujeres, cada cual con pigmentaciones entre claras y oscuras, y en su familia extensa también había personas negras y puchuncas. Como se dijo antes, los mestizajes han sido constantes en la región, por lo que los discursos racializantes que denuestan ciertos atributos físicos –pieles negras, cabello crespo– no necesariamente se traducen en prácticas que excluyan de facto las uniones sexuales con quienes tienen dichos caracteres. Sobre estas contradicciones y ambigüedades discursivas volveré más tarde.

    En suma, “raza” en El Faro entraña sentidos distintos aunque no contrapuestos: de un lado, una idea amplia de “gente”, definida sobre todo por criterios socioculturales –origen, costumbres, nacionalidad–; de otro lado, una idea que, asociada con palabras como negro o indio, conlleva a valoraciones positivas o negativas en torno a algunos atributos corporales. Este segundo sentido es el que me interesa profundizar, toda vez que entre los fareños hay nociones que apelan a la apariencia física en la construcción de las diferencias y de las identificaciones individuales y colectivas. Me refiero a los términos puchunco y grijo, relacionados en un nivel discursivo general con los términos negro e indio, respectivamente. Veamos el siguiente extracto de una conversación con dos jóvenes, Moro y Julio:

    Moro: Los grijos. Ah, pero esos son los que tienen el cabello pues, esos son los indios.
    Julio: Esos son los indios.
    Investigador: ¿Cómo es eso?
    Moro: Tienen el cabello puntudo
    Julio: Tienen un cabello así como puntudito pa arriba.
    Investigador: ¿Puntudo?
    Julio: Ajá, así que tú estás chino [crespo] y en vez de chino lo tuvieras así para arriba, como de erizo ¿si lo conoce? Así es su cabello, así, puntudo, que no se les baja a la cabeza. Ese es grijo.
    Moro: Y de ahí el puchunco, también.
    Investigador: ¿Y ése cuál es?
    Julio: …Más apretado todavía.
    Moro: Más apretado que no le entra ni el agua.
    Julio: Es un pelo chino, chino, chino, pero súper chino, así, así.
    Investigador: ¿Pero ese también es con los indios?
    Julio: No, no, casi no hay indios.
    Moro: Esa ya es gente negra. Esos son puchuncos.
    Investigador: Así les dicen pues…
    Moro: Puchunco.
    Investigador: ¿Así le dicen acá?
    Moro: Le mira uno que tiene la cabeza: “allá hay un puchunco” [Risas].
    Investigador: ¿Eso por qué? ¿Esa palabra qué significa?
    Moro: Que tiene el cabello así…
    Julio: Que tiene el cabello grande y todo enredado, así. Todo chando [feo] [Risa].
    Moro: Hay muchas mujeres que no les crece el cabello largo, así lo tienen siempre como puchunco, pues, no les da, no les crece.
    Julio: Ajá. Es que está demasiado chino que no, no le crece así hacia abajo… (26 de abril de 2015).8

    Como se colige de esta conversación, un rasgo físico en particular –el cabello– se asocia con los términos indio y negro, en función de su forma o textura: si es puntudo, se relaciona con el primero, pero si es ensortijado y apretado se enlaza con el segundo. Esta asociación, valga decir, es muy común entre los pobladores a la hora de describir a quienes se denominan indios –sin distingo de su origen étnico-lingüístico– y también a los negrosmorenos. Bien podría argüirse que en este caso opera un proceso de racialización en cuanto un atributo físico usado no únicamente para definir la otredad sino, además, para (des)calificarla. Esto puede verse en las palabras de Moro y de Julio, quienes se mofaban y pronunciaban comentarios despectivos sobre los pelos grijo y puchunco; burlas que, por extensión, aplicaban a los sujetos portadores de tales rasgos: los indios y los negros.

    Así, pues, el cabello es un marcador diacrítico al cual subyace una jerarquía racializadora desde la que se subvalora, por lo menos en el ámbito estético, a aquellos a quienes se asignan formas físicas consideradas “risibles”, “sucias” o “feas”. De ahí las equiparaciones jocosas entre los grijos y los erizos, o la descripción de los puchuncos como personas cuyo cabello “es tan apretado que no le entra ni el agua”. Son comentarios que suscitan burla frente a características valoradas negativamente y concebidas como modelos distantes del ideal físico de belleza. ¿Cuál es ese patrón estético positivamente valorado? En varias pláticas cotidianas registré que el “ideal estético” correspondía al del güero, sujeto definido por su tez blanca, ojos claros y cabello quebrado o chino –o sea, ligeramente rizado, moldeable y manejable-. Este modelo ideal de belleza se halla también en otros lugares de la región como El Ciruelo, Oaxaca (Correa, 2013: 130-131).

    En este punto, debo decir que ni Julio ni Moro se ajustaban al patrón físico del güero, pues su piel no era blanca ni sus ojos claros: ninguno entraba en el “ideal estético”. Empero, aun cuando su madre se reconocía –y era reconocida– como india y su padre se consideraba –y era considerado– como negro, ninguno se asumía como negro o como indio. Si bien por su color de piel podrían ser aproximados a la categoría de moreno o de negro, la textura de su cabello –ni liso ni muy rizado– era un factor que a su juicio los desmarcaba del rótulo de puchuncos y del de grijos –y, por ende, del de negros e indios–. En otras palabras, operaba aquí una selección subjetiva de los atributos marcados como “positivos” en detrimento de los percibidos como “negativos”, a la par con narrativas que rehuían términos semánticamente cargados. ¿Por qué los dos jóvenes esquivaban estas categorías? ¿Qué había detrás de la reticencia hacia lo puchunco y lo grijo?

    En primer lugar, la valoración negativa –al menos en el plano de lo estético– de estos atributos físicos tiene un correlato en un racismo estructural que ha subvalorado a indios y a negros, palabras que en sí mismas entrañan una carga semántica peyorativa de matriz colonial (Good, 2005; Quijano, 2000; Velázquez, 2016). Desde esta óptica, no sólo se comprende la mofa o el desprecio hacia características físicas consideradas “propias” de sujetos descalificados históricamente, sino también la renuencia de dichos sujetos a identificarse con etiquetas desdeñosas como indio, negro o moreno, más aún si no disponen de alguno de los rasgos asociados con tales términos. Es decir, hasta cierto punto los actores pueden jugar con las terminologías raciales, enfatizando en sus narrativas personales aspectos físicos socialmente concebidos como “positivos” –por ejemplo, el cabello quebrado–, y soslayando los que socialmente se perciben “negativos” –la piel oscura–. Estos procesos de “selección subjetiva” de los atributos corporales, que autoras como Cunin han llamado “competencia mestiza”,9 se inscriben en el ámbito más amplio de un racismo cuyas valoraciones sobre lo que es “bueno” o “bonito” y sobre lo que es “malo” o “feo”, son la base a partir de las cual los sujetos racializados elaboran narrativas identitarias que pueden, como en el caso de Moro y Julio, esquivar términos burlescos.

    En segundo lugar, la reticencia a autodenominarse con palabras como grijo o puchunco se explica por la existencia de otras nociones que, en cambio, sí son empleadas en discursos cotidianos de autoidentificación. En El Faro tales nociones son las de mestizo o revuelto. ¿Cuáles son las significaciones de estas denominaciones? ¿Cómo se relacionan con las ideas de lo puchunco y de lo grijo, de lo negro y de lo indio?

    Revueltos, mestizos, cruzados: mestizaje, racialización e identidad en El Faro

    Moro y Julio son fruto de la unión entre una mujer india y un hombre negro, y por tal razón encontraban más apropiado llamarse a sí mismos revueltos, cruzados, campechanos o mestizos, términos que aludían a la mezcla de sus orígenes. Desde su lógica, ellos ya no eran negros ni indios, sino sujetos diferenciados de sus antecesores en virtud de su calidad “mixta”. La mezcla aparece aquí como elemento que configura nuevas narrativas identitarias; en ese tenor, cabe citar las palabras de don Evaristo, padre de Julio y Moro:

    Haz de cuenta, yo me junté con ella. Yo soy negro y ella es india. Ya mis hijos, ellos no son ni negros ni indios sino… cómo es que se les dice… eso tiene un nombre… mestizo me parece que se les dice. Ellos ya son mestizos porque tienen cruza de negro y de indígena (5 de abril de 2016).

    La narrativa de don Evaristo y sus hijos figura en otros relatos de identificación colectiva que asimismo recalcan la experiencia del mestizaje, principalmente entre agentes que han sido socialmente clasificados como indios/as y como negros/as: “Acá estamos más revolcados, o sea que la raza está más revuelta. Habemos negros, güeros, inditos, de todo ves acá” (Cusuco, 3 de octubre de 2013); “Ya la raza está campechana. Todo revuelto, pues. Negro con indio, indio con negro… Todo revuelto” (Gerardo, 12 de diciembre de 2016). Como puede verse, hay un énfasis en los términos revuelto, revolcado o campechano, que subrayan las mezclas en los relatos colectivos de identidad y en teoría minimizan la importancia de la apariencia “racial”: ya no importaría si alguien es indio/a o negro/a, moreno/a o blanco/a, pues al fin y al cabo “todos somos revueltos”.

    De esta manera, en Punta Maldonado se recrea la idea de un Nosotros revuelto en donde se resalta la mezcla entre sujetos definidos como indios/as y como negros/as, aunque sin exclusión de agentes designados como güeros/as. Se trata, además, de una narrativa en la que al parecer pierden relevancia los rasgos físicos, pues si todos se reconocen mestizos y si “la raza está campechana”, ¿qué importancia podrían tener cosas como el color de la piel o la textura del pelo? De aquí se desprenden dos cuestiones importantes a desarrollar. Primero, ¿cómo es caracterizado este sujeto revuelto o mestizo y qué diferencias plantea frente al indio y frente al negro? Segundo, ¿qué tan fija o qué tan móvil es esta denominación, hasta qué punto suprime rótulos racializantes como grijo y puchunco, y en qué medida se aparta o no de los procesos de racialización?

    En primer lugar, contrario a lo que podría creerse, la idea del sujeto revuelto no está disociada de descripciones que apelan a atributos corporales; en este caso, la caracterización se distancia de las imágenes comúnmente relacionadas tanto con el negro como con el indio. Moro, en una de nuestras charlas, apuntaba: “Ya nosotros [los mestizos-revueltos] no tenemos el pelo apretado como los negros. Si tú ves, mi pelo es más ondulado, y la piel no es tan oscura, es más clarita” (12 de septiembre de 2013). Es decir, para Moro había diferencias notables entre las categorías negro/a y mestizo/a, que se evidenciaban en la textura del cabello y el tono de piel. En una línea similar, Julio recalcaba: “Como ora, mi pelo es normal, ¿o a poco tú lo miras parado como erizo o apretado como micrófono? Ni chino ni grijo, normal” (26 de abril de 2015). Ciertamente, para Julio y su hermano un pelo “normal” no adquiría las formas grijas y puchuncas de sujetos racializados como los indios y los negros.

    Pero la caracterización del sujeto mestizo o revuelto no se reduce al pelo o a la pigmentación. Como bien sustentan Odile Hoffmann (2007) y Citlali Quecha (2017), en la Costa Chica las fronteras de alteridad e identidad van mucho más allá de la apariencia y comprenden desde los aspectos idiomáticos hasta la tradición oral, las creencias religiosas o las prácticas espaciales. En una dirección semejante, Amaranta Castillo (2003) muestra cómo los estereotipos dan cuenta de aspectos comportamentales que los actores étnicos proyectan sobre sí mismos y sobre los demás, por lo que la caracterización de la mismidad y de la otredad trasciende el ámbito de lo corporal. En cuanto a Punta Maldonado, los discursos cotidianos también aluden a rasgos de la vida social que, en general, señalan cualidades más “civilizadas” en los mestizos y más “atrasadas” o “rústicas” en los indios y en los negros. Por ejemplo, los pobladores de Tecoyame son clasificados por los fareños como negros; en un par de ocasiones escuché los siguientes comentarios: “Están en la jungla estos vatos. Ven un carro y se sorprenden, como si no conocieran civilización” (Cusuco, 9 de septiembre de 2013). “O sea que nosotros estamos más civilizados que ellos… O sea que viven en casas de esas antiguas, ya no se ven, así grandes de paja” (Felipe, 14 de septiembre de 2013). Pese a que Felipe y Cusuco se decían revueltos, su tez bien los podía hacer pasar por morenos y aun así consideraban a los negros de Tecoyame como personas “que no conocían la civilización” o que vivían de un “modo antiguo”. Registré apuntes similares sobre pobladores de otras localidades tenidas por negras con respecto al modo de hablar: “Los de La Culebra, peor. Hablan todavía más rústico; ‘Mi a-má’, ‘Mi a-pá’. Van a la preparatoria… y siguen hablando así. Aquí ya nosotros hablamos de otro modo” (Ramona, 29 de abril de 2016).

    Las apreciaciones negativas se encuentran igualmente presentes ante quienes son marcados con el rótulo de indios. En muchos casos, las y los fareños empleaban términos despreciativos como indito/a (diminutivo infantilizante) o guanco/a (que alude a una supuesta condición “indómita”, “sucia” y “atrasada”) motivo por el cual solían usarse a guisa de insulto. Aun cuando los comentarios no fueran ofensivos –de hecho, en no pocas ocasiones se exaltaban aspectos como la laboriosidad, curiosidad o temple en el trabajo agrícola de los denominados indios–, sí expresaban condescendencia y resaltaban su carácter “cerrado” o “poco civilizado”, en contraste al carácter “abierto” y completamente “civilizado” de los mestizos. Veamos las percepciones de doña Cirina sobre el municipio amuzgo de Xochistlahuaca, siendo ella una mujer de origen amuzgo con más de 30 años de residencia en El Faro:

    Allá es pura gente indígena. Sino que antes estaban cerradas las personas. No hablaban español, sólo su lengua nada más. Pero ‘ora ya no, ya como hay escuelas pa’llá, allá les enseñan el español… Unos todavía visten huipil pero ya otros se ponen la ropa común. Sobre todo los más jóvenes son los que ya hablan más español que amuzgo… Sí, ya hay más civilización, pues (Cirina, 19 de julio de 2016).

    En resumen, la definición del sujeto mestizo surge en el discurso local como algo en principio opuesto al sujeto negro y al sujeto indio, concibiéndose como superior a ambos en los ámbitos físico-corporales y comportamentales-sociales. En cuanto al primer ámbito, los mestizos son proyectados como cuerpos carentes de los atributos que han sido considerados estéticamente inferiores: ya no tendrían pelo “apretado” ni “erizado” y el color de su piel ya no sería tan oscuro, tal cual argüían Moro y Julio. Empero, hay quienes se dicen revueltos/as aun cuando su apariencia encajaría en la idea de lo moreno –como en los casos de Felipe y Cusuco–, o de lo indio –como en el caso de Cirina–. En ese punto entra en juego la dimensión social, en la cual los mestizos son considerados gentes “civilizadas” que hablan mejor el español o tienen un estilo de vida “avanzado”, patente en las casas que habitan, en la ropa que visten o en la educación que reciben; desde esa lógica, Felipe, Cusuco o Cirina se apartan de las etiquetas racializantes que en un primer instante les implica su apariencia, para luego encuadrarse dentro de la noción de mestizo/a aduciendo determinados aspectos sociales que catalogan “típicos” de dicha categoría, o simplemente exaltando la idea de que el pueblo es mezclado y por tanto todos compartirían dicha condición. Así, siguiendo a Hoffmann (2008), los actores sociales se mueven en variados contextos en los que fluyen afiliaciones identitarias disímiles (indios, negros, mestizos), las cuales coexisten contradictoriamente y se activan en situaciones concretas.

    En relatos como los de Felipe o Cirina, denominarse mestizo es reivindicar una categorización positiva y, a la vez, desmarcarse de la carga desdeñosa que encierran los rótulos de negro y de indio que les son asignados por su tez o cabello. En una orilla distinta está el caso de Ramona, güera que a veces se decía mestiza. Valga recordar que el concepto de güero, contrario al de indio y al de negro, no proyecta un modelo estético inferior. No obstante, Ramona notaba que sus características físicas eran contrapunteadas por el aspecto indio o moreno de parientes y vecinos; o sea, trascendía su apariencia individual y advertía las “mezcolanzas” presentes en su familia extensa y en la localidad de El Faro en su conjunto, con lo cual subordinaba su identificación individual de güera a la identificación colectiva de mezclados o revueltos. En este caso, ninguna de las denominaciones desapareció; más bien, se yuxtapusieron aunque parecieran contradecirse.

    La narrativa del nosotros revuelto o mestizo, empero, no deja de provocar perplejidades en quienes la enuncian como término autoidentificativo. A mi juicio –y aquí entro a la segunda cuestión planteada antes–, ello tiene que ver con el concepto de mezcla que se maneja. Por una parte, asumirse revuelto no elude del todo las categorías indio y negro, pues éstas prefiguran o anteceden a aquél; quien se identifica como revuelto suele mencionar en su genealogía a sujetos masculinos o femeninos que son situados dentro de dichas etiquetas racializantes. En otras palabras, si una persona se afirma cruzada es porque sus predecesores son indios/as y negros/as: la mezcla entre actores que encarnan ambas nociones da pie a la identificación mestiza. De este modo, si bien se evitan categorías identitarias cuya carga semántica es negativa, no se las elimina por completo, pues al fin y al cabo ellas constituyen el punto de partida de la nueva adscripción; como se colige de los testimonios reproducidos, ser mestizo implica ser en parte negro y en parte indio. He ahí una primera complejidad: la elaboración de una identificación que se construye por oposición a otras dos denominaciones, pero que a la vez las sintetiza o condensa.

    Por otra parte, cuando una persona se asume mestiza o cuando asevera que en El Faro “la raza está revuelta”, expresa una condición de indeterminación análoga a la que Víctor Turner (2008) conceptuó como liminaridad: esa posición intersticial, ambigua y antiestructural por la cual atraviesan las personas de un sinnúmero de sociedades en ritos de paso como los de la niñez a la edad adulta, donde los agentes cruzan una fase en la que no tienen un status social definido y se vuelven, durante cierto lapso, seres indeterminados sin ningún tipo de pertenencia social. Las narrativas del nosotros revuelto no se inscriben en la dinámica de los rituales de paso, pero se asemejan a ellos en un punto: conciben sujetos que se hallan en un umbral, pues no son ni enteramente indios ni enteramente negros aunque al mismo tiempo sean ambas cosas (Hoffmann, 2008: 170-172). Ramona lo conceptualiza así: “mestizo es indio con negro. Se le dice mestizo al indio con negro, porque sale como el garrobo,10 ni de aquí ni de allá” (6 de noviembre de 2016). He ahí una segunda complejidad: el carácter ambiguo, impreciso, de una categoría identitaria cuya definición además genera dudas:

    Es como nosotros, que ya no sabemos qué raza somos. Se junta el indio con el negro y ya no sabemos qué somos. Todo se ha revuelto ya. Si llega el gringo [estadounidense de tez blanca y cabello rubio] y agarra a la morena. ¿Qué va a salir de allí? Ni sabe uno (Evaristo, 30 de noviembre de 2016).

    Los comentarios de Evaristo y de Ramona muestran cuán compleja puede llegar a ser una categorización identitaria. Es llamativo que los habitantes de El Faro muchas veces vacilen a la hora de autonombrarse: ¿indios o negros, blancos o morenos? Para resolver el dilema aluden a la mezcolanza: “somos cruzados, somos revueltos”. La autodenominación, empero, no está a salvo de incertidumbres, y de ahí el titubeo de Evaristo (“ya no sabemos qué somos”) al tratar de darle un nombre a “su raza”. Asimismo, la definición que hace Ramona del mestizo construye un sujeto hasta cierto punto inclasificable puesto que no es “ni de aquí ni de allá”, no es indio ni negro pero a la vez alberga características de ambos.

    En este sentido, lo revuelto se superpone a categorías racializantes como puchuncos o grijos, aunque no por ello las elimina. Una persona que se denomine revuelta puede ser clasificada por sus vecinos como grija o puchunca debido a la textura del pelo; el que se identifique como mestizo (porque tiene un cierto tono de piel, porque considera que habla y vive de un cierto modo, o porque acentúa las mezcolanzas de su pasado familiar) no impide que otros empleen para ella rótulos racializantes, en este caso, por la textura de su pelo. Y si alguien se afirma mestizo porque tiene el cabello quebrado y ya no ensortijado ni puntudo, para un tercero esa persona bien puede ser morena en razón al color de su tez o india debido a su estatura. Reivindicar una identificación “mezclada” no suprime la racialización.

    Lo anterior conduce a un punto clave: en lugar de anularse o socavarse, los términos revuelto, grijo y puchunco coexisten y reproducen una lógica de racialización en la cual se hacen presentes aspectos fenotípicos en la definición de la alteridad y la identidad. Sin embargo, mientras que el primero es una forma de autodenominación que se acuña en las pláticas cotidianas y cuya connotación es afirmativa, los segundos son vocablos empleados para denominar a los demás, rara vez se usan como términos autoidentificatorios y en cambio se asocian a valoraciones despectivas y burlescas. Por otro lado, al reconocer tanto un origen indio como uno negro, la noción de lo revuelto ejemplifica la inestabilidad de las categorías:

    Evaristo: Igual yo con ella [señala a Cirina], ella india y yo negro, ya los hijos salieron amitanados: mitad y mitad, ni negros, ni blancos.
    Cirina: Pero tú ya tampoco eres negro-negro, porque tu mamá era indígena. Su papá de él era negro, pero su mamá ya indígena…
    Evaristo: Sí. Mi mamá era copalteca. De Copala. Ella era india. Mi papá sí era negro… Te digo que se ha revuelto toda la raza (5 de abril de 2016).

    El diálogo resulta ilustrativo puesto que en muchas ocasiones don Evaristo solía llamarse a sí mismo negro –era de las pocas personas que se asumía con dicha palabra–, pero a raíz de la intervención de doña Cirina reconoció que, en sentido estricto, él como muchos también era producto de una mezcla. Se inscribía así en una lógica de lo mestizo que producía indeterminación, pues al tiempo que sacudía la aparente estabilidad de algunas rotulaciones –negro, indio– activaba otras posibilidades de identificación –revuelto/a o cruzado, que puede ser varias cosas y a la vez ninguna–.

    Finalmente, la significación de lo revuelto, lo negro y lo indio no se deslinda del modo en que las mezclas son socialmente percibidas y apropiadas en los relatos de otredad e identidad. Hay aquí una naturaleza contradictoria en el mestizaje, que si bien configura una subjetividad no reductible a las diferencias físicas, no elimina la racialización ni los epítetos basados en la ordenación y calificación de la apariencia (Cunin, 2003).

    Conclusión

    A lo largo de este artículo traté de mostrar cómo la apariencia era un elemento significativo en la elaboración de las narrativas de la diferencia y la identidad en un pequeño pueblo de la Costa Chica guerrerense, históricamente marcado por las mezclas y el intercambio cultural. Mi propósito no era revivir la idea decimonónica de raza ni mucho menos asentar la existencia de “tipos raciales” perfectamente delimitados en función de los atributos físicos; más bien, pretendía entender cómo algunos de estos rasgos eran percibidos e interpretados socialmente y de qué modo se usaban para racializar, o sea, para construir, categorizar y jerarquizar la alteridad y la mismidad. El asunto entonces no era ver si la tez o el pelo forjaban la identidad de una persona o colectivo (la sola idea cae en un reduccionismo biológico en extremo simplista), sino analizar cómo ciertos aspectos que se mencionaban una y otra vez en las conversaciones cotidianas, entre ellos marcadores somáticos tales como el pelo, eran significados por los actores locales al punto de llegar a narrativas racializantes sobre “nosotros” y “los otros”. En esa línea, capté la relevancia que adquiría la categoría del nosotros revuelto.

    La narrativa de lo revuelto o lo campechano reivindica las mezclas y a la vez reproduce un proceso de racialización que entraña varias ambivalencias: selecciona ciertos atributos corporales y socioculturales al tiempo que evade otro tipo de caracteres; se contrapone a categorías (indios, negros) que simultáneamente subsume; se emplea como término autoadscriptivo pero no por ello borra etiquetas racializantes (puchuncos, grijos), con las que de hecho coexiste; proyecta sujetos liminares, en situación de umbral; complejiza los relatos identitarios, cargándolos de incertidumbre, inestabilidad y maleabilidad.

    ¿Qué tan generalizada es esta versión fareña del mestizaje en la Costa Chica? ¿Cómo son percibidas las mezclas en otros contextos locales-regionales y de qué manera inciden en los relatos de alteridad e identificación? ¿Cómo se vinculan dichas narrativas con el discurso nacional homogeneizador del mestizaje que, según Hoffmann (2008), marginó y negó las presencias de los negros o afrodescendientes hasta la segunda mitad del siglo xx? Tales interrogantes merecen un tratamiento de fondo que por ahora sólo enuncio. Baste, por lo pronto, retomar un punto referido al principio: en El Faro –y en la Costa Chica en general– resulta difícil hablar de identidades afrodescendientes o indígenas nítidas, autocontenidas y bien delineadas, pues la realidad del mestizaje conduce a la heterogeneidad, a la ambigüedad, al cruce de fronteras, procesos de los cuales dan cuenta las narrativas locales. Además, siguiendo a Cunin, “el mestizaje –lejos de obedecer a una lógica de armonía y de pacificación– alimenta y acentúa el recurso a la ideología racial y al prejuicio del color” (2003: 14). De ello da cuenta el discurso del nosotros revuelto, que integra pero a la vez trasciende categorías racializantes y abre múltiples posibilidades de adscripción, sin por ello anular los procesos de racialización que operan en la cotidianidad.

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    Giovanny Castillo Figueroa es antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, maestro y doctor en Ciencias Antropológicas por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Actualmente es becario posdoctoral adscrito al Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur (cimsur), en la Universidad Nacional Autónoma de México, así como miembro del Grupo de Estudios Afrocolombianos. Sus temas de investigación giran en torno a las narrativas de identidad y alteridad y los procesos de racialización y etnicidad entre sujetos afrodescendientes, particularmente de México y Colombia. También ha realizado investigaciones etnográficas con pescadores ribereños, indagando entre otras cosas sobre saberes empíricos, técnicas y tecnologías de trabajo, relacionamientos laborales e imaginarios simbólicos.

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