Recepción: 29 de marzo de 2023
Aceptación: 1 de mayo de 2023
A partir de varias de las ideas contenidas en el texto de David Lehmann: “Más allá de la decolonialidad: discusión de algunos conceptos claves” (2023), en este escrito propongo una forma diferente a la suya de entender la relación entre la movilización indígena de las últimas décadas en Latinoamérica, los estudios decoloniales y otras formas de lo que llamo “el marco colonial”. El argumento central se desarrolla alrededor de la movilización indígena, a la que considero cambiante y en un proceso de complejización, en el que las relaciones con las ideas de descolonización son evidentes, pero no las únicas que informan su acción política. Al tener en cuenta estos dos elementos, la relación entre movilización, descolonización y democracia se entiende de otra manera y con consecuencias diferentes a las que plantea Lehmann.
Palabras claves: descolonización, giro decolonial, movilización indígena, pueblos indígenas
indigenous mobilization and decolonization in latin america: some ideas for discussion
Departing from some of the ideas in David Lehman’s text, I propose a different way to understand the relationship between indigenous mobilization in recent decades in Latin America and decolonial studies and other research I labeled “colonial reason.” I argues that this paradigm is broader than the “decolonial” one, and that aside from very interesting contributions, part of its limitations come from its own comprehensive intent. But the central argument is around indigenous mobilization, which I consider to be changing and in a process of increasing complexity, in which relationships with the ideas of decolonization are evident but are not the only ones that inform indigenous political action. Taking into account these two elements, the relationship between mobilization, decolonization, and democracy is seen in another way and with other consequences.
Keywords: indigenous peoples, decolonization, decolonial turnaround, indigenous mobilization, Guatemala.
David Lehmann nos regala un texto provocativo en el que trata varios temas importantes para el debate sobre la movilización de los pueblos indígenas de América Latina en estas primeras décadas del siglo xxi. Desarrolla en torno a ellos diversos argumentos, pero sus dos ideas principales me parecen interesantes y en principio las compartiría: que las movilizaciones indígenas producen aportes para la democracia más allá de los beneficios obtenidos por los propios indígenas y que la propuesta de la decolonialidad ha acabado por generar una forma simplificada de entender la compleja realidad étnico-racial de este continente. Sin embargo, la articulación que propone entre ambas ideas, así como otras afirmaciones del texto, pueden ser discutidas y lo haré mediante algunos comentarios dentro de una propuesta diferente de cómo entender la movilización indígena y el papel de la propuesta decolonial en ella. Creo que ambas –la movilización indígena y las ideas desarrolladas desde lo que llamaré el “marco colonial” –se han influenciado mutuamente en las últimas décadas, que son más amplias de lo que Lehmann plantea, y que la movilización indígena en concreto –que es el asunto que me interesa– tiene efectos democratizadores en toda la sociedad no a pesar de los argumentos decoloniales –como señala Lehmann–, sino precisamente desde ellos, pese a que estos también pueden tener efectos excluyentes. Por esta razón, el debate entre movimientos universalistas y “movimientos que se definen sólo por la política de la identidad” debe plantearse desde una perspectiva que tenga en cuenta qué significa ser indígena en la América Latina del siglo xxi.
Esta reflexión no se centra en la cuestión de la decolonialidad, sino en aquello sobre lo que puedo aportar: en el análisis de la acción política de los pueblos indígenas movilizados.1 No pretende ser este un artículo erudito, más bien, a partir de la lectura del texto de Lehmann, quiero plantear una serie de ideas que sirvan para la discusión a la que nos invita Encartes. Dada la variedad y complejidad de las temáticas, será una glosa necesariamente incompleta y parcial, en la que caeré en generalizaciones y simplificaciones, con constructos como “planteamiento decolonial”, “indígenas de América Latina” o “pueblos indígenas organizados” que esconden la gran diversidad de su interior.
Antes de entrar a la movilización indígena –que, repito, es el eje de este texto–, es necesario detenernos en la cuestión de la decolonialidad, pues, según aparece en el título de Lehmann, es su principal preocupación. No entraré en un tema sobre el que ya hay una gran producción y álgido debate (véase De la Garza, 2021; Rufer, 2022; o el libro del mismo Lehmann, 2022; por citar la producción reciente); solo quiero plantear algunas cuestiones que en mi opinión son necesarias para el desarrollo posterior del texto.
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Una primera observación al escrito de Lehmann sería que los estudios que se basan en entender la situación actual de América Latina desde una perspectiva que cuestiona el eurocentrismo de las propuestas teóricas e ideológicas que han regido sus destinos y que no toman en cuenta a sus pobladores originarios y sus saberes (Quijano, 2000; Rufer, 2022), son más amplios que los autodenominados decoloniales.
Desde finales del siglo pasado ha ido consolidándose una serie de propuestas político-académicas en torno a lo que Mario Rufer llama “el campo de estudios de(s)coloniales y de la crítica poscolonial” (2022: 11) y que en este artículo llamaré “el marco colonial”, para referirme a quienes plantean sus análisis desde la idea-marco de que la situación colonial generada en este continente desde el siglo xvi sigue presente como una “condición estructurante del presente” (Rufer, 2022: 11), como elemento central para entender la conformación histórica y las dinámicas sociales de la región. Es decir, el núcleo de la argumentación se coloca en la forma de entender y ordenar el mundo que la experiencia colonial generó y aún sigue presente, muchas veces oculta porque nuestra misma manera de analizar las sociedades es parte de ella.
Son muchos los autores y escuelas que entrarían en este marco. Dentro de esta gama, el Grupo Colonalidad/Modernidad, el Grupo de Estudios Decoloniales o la “opción decolonial” se caracterizarían por sus planteamientos alrededor de la negación epistémica de los sujetos originarios como base de la modernidad occidental, a partir de lo que Walter Mignolo ha llamado la “matriz de poder colonial”, que afecta a todas las dimensiones de la vida social, y que se ha enriquecido con las propuestas de Boaventura de Sousa Santos sobre la ecología de saberes y las epistemologías del Sur. Es quizá la versión de los estudios incluidos en el “marco colonial” la que ha logrado mayor presencia dentro del mundo académico latinoamericano, y por ello es posible que Lehmann se refiera a ella de forma aislada,2 pero no es la única versión.
Existe una diversidad de propuestas que se han ido desarrollando y afianzando en estas décadas, como la relectura de las ideas en torno al colonialismo interno formulado en México por Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen a mediados del siglo pasado. También están las surgidas desde las luchas indígenas como las aportaciones de la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui que, viendo a la colonialidad como base de la sociedad boliviana, la concibe como ch’ixi, diversa, compleja; así como las hechas por la Comunidad de Historia Mapuche por historiadores como Pablo Marimán o Héctor Nahuelpan; o las lecturas del colonialismo entendido desde el marxismo abierto del Seminario de Entramados Comunitarios alrededor de Raquel Gutiérrez. Son formas en que la persistencia de lo colonial no se entiende solo ligada a formas de saberes y epistemologías, sino relacionadas con otros aspectos de la realidad histórica y social.
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Ya entrada la tercera década del siglo xxi, no se puede negar la importancia e impacto de los aportes hechos desde este “marco colonial” en la renovación y profundización del análisis de las realidades sociales de América Latina y cómo ha incidido en escuelas como el feminismo, el marxismo o la ecología política.
Es evidente que la llamada de atención sobre la importancia de la persistencia de los esquemas coloniales en las estructuras sociales e ideológicas ha permitido un entendimiento mayor del devenir histórico y las brechas sociales de la región, al establecer una relación ineludible con el capitalismo y asumir la propuesta feminista de incorporar el patriarcado a este marco de dominación. Además, desde la propuesta primigenia de Aníbal Quijano (2000), estudiosos del marco colonial se han unido a otras corrientes (estudios afroamericanos y diaspóricos, racismo crítico) para que a estas alturas el racismo, la raza y la racialización formen parte ineludible de unas ciencias sociales que en esta región habían sido renuentes a este marco de interpretación, enriqueciendo así las formas de entender nuestras sociedades. Es importante la idea de que el racismo va más allá de la población indígena o afrodescendiente y que el principio de diferenciación por origen está en la base de la concepción misma de todas las sociedades, marcadas por los efectos de la experiencia colonial.
Quizá lo más interesante es la faceta deconstructiva de estas críticas, como el cuestionamiento a las formas académicas de conocimiento, que ha obligado a un examen de nuestras formas de investigar y de enseñar, profundizando en la crítica a las formas jerárquicas de entender nuestra labor. De esta manera, al reforzar propuestas que ya se venían dando –como el “conocimiento situado” del feminismo (Haraway, 1995)–, se han enriquecido las formas de concebir y practicar la academia. La reivindicación de los saberes indígenas como formas legítimas de conocimiento ha permitido el desarrollo de una “investigación indígena” que parte de su experiencia diferenciada respecto a las cuestiones que les atañen como tales indígenas. De la misma manera, la crítica a la razón como base del conocimiento moderno ha abierto la investigación a ontologías y “sentipensares”, formas diferentes de conocer que enriquecen nuestra labor.
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Pero la forma como se manejan muchas veces estas propuestas da la razón a Lehmann cuando acusa a estos planteamientos de simplificar la realidad. Como plantea Renée de la Torre (comunicación personal, 5/04/2023), la crítica poscolonial ha generado discursos poscoloniales que no cumplen sus mismas expectativas. Es una paradoja que unas propuestas que surgieron desde un planteamiento de revisión histórica para dar su lugar a una diversidad cultural que había sido negada por el pensamiento occidental haya acabado en una visión que, como señala Lehmann, es la de un sistema “polarizado que ha permanecido intacto durante casi 500 años”.3 Se ha congelado la historia de forma dicotómica entre un pasado en que no había dominación colonial y un “presente” de 500 años que permanece anclado en esa dominación. Se ha generado una visión también dicotómica del mundo, polarizada entre un Norte u Occidente moderno, colonizador, capitalista, patriarcal y depredador, y unas culturas “del Sur”, definidas por una ontología relacional, un respeto por la naturaleza y unas formas colectivas de organización –es decir, todo lo opuesto a lo occidental– que parecen similares entre sí pese a su diversidad histórica y geográfica.
Esta visión de “Occidente” o el “Norte” es comprensible porque son la modernidad y la Europa que llegaron a América Latina y la formaron como es hoy, pero es una versión que olvida siglos de historia, elementos no solo precapitalistas, sino precristianos muy similares a los “saberes indígenas”, que también forman parte de los repertorios sociales y culturales de las sociedades europeas. En la simplificación del pensamiento “occidental” se crea una genealogía única –excluyente, patriarcal, racista– que es evidente, pero olvida tradiciones críticas a esa modernidad o que se han desarrollado de forma paralela a ellas, algunas de las cuales se nutren de los mismos estudios que las niegan.
Por el contrario, se ha acabado creando un “Sur” unificado por aquello que se opone a “lo occidental”: un Sur mítico en que, pese a esa colonialidad, han pervivido relaciones sociales horizontales, en que los seres humanos tratan a la naturaleza como parte de ella, en que la diferencia de género no conlleva dominación y en que la diversidad –cultural, sexual– se celebra y no se persigue. Si estas prácticas no son así ahora, es porque la modernidad/capitalismo/patriarcado/racista las desapareció. Estos argumentos acaban llevando a una visión de las sociedades en que los colectivos insertos en relaciones coloniales se entienden como colectivos autocontenidos y autoexcluyentes, separados entre sí y definidos por unos “saberes” también “propios”, diferentes y autoexcluyentes, que dejan de lado varias décadas de comprensión de las dinámicas sociales y culturales en este continente.
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Otra paradoja más es que, a mi entender, estas limitaciones de la razón colonial provienen de una de sus mayores fortalezas: el pretender construir un paradigma nuevo (Rufer, 2022) que cuestiona, rompe y supera el pensamiento del que proviene, un paradigma que contiene propuestas políticas desde las que se puede transformar la sociedad. Por un lado, esta pretensión puede llevar a la simplificación del análisis –“todo es colonial”, “solo la colonialidad explica”– y a una negación de todas las demás corrientes y marcos explicativos considerados como “colonialistas”, a menos que expliciten su conversión descolonizadora. Puede conllevar colocar a este pensamiento en una situación victimizada dentro de la academia, pese a su evidente consolidación e incluso empoderamiento en algunos espacios. Por el otro, esta pretensión de refundación ha llevado a una versión militante en que la “razón colonial” está pasando de paradigma a doctrina para quien la considera una verdad única y lleva a medir la idoneidad de las propuestas académicas por su cercanía al núcleo “descolonizador” y no por su capacidad analítica.
Es una situación que en parte se parecería a lo que pasó con el marxismo académico que llegó a ser hegemónico en ciertos espacios en los años setenta del siglo pasado: se usa para medir la corrección política de una “academia comprometida” que simplifica mucho el análisis, pero que –dicen– aumenta el valor político de los estudios. En ese momento, quizá las versiones más ricas son las que combinan elementos de este paradigma con los de otros, explotando así todo su potencial en vez de encerrarse en una verdad única.
Por este motivo son reconstituyentes, provocadoras y sugerentes propuestas como la de Silvia Rivera Cusicanqui (2010), quien no habla de los “chixi” ni retoma a René Zavaleta para oponerse a lo colonial, como parece argumentar Lehmann, sino que lo hace desde la asunción de la necesidad de una “práctica descolonizadora”, y que plantea la historia desde los diferentes “horizontes” o momentos históricos de dominación: el “colonial, el liberal, el populista” (p. 56) para proponer un “proyecto de modernidad indígena” (p. 55) en una Bolivia que parta de “la afirmación de un nosotros, abigarrado y chixi” (p. 73).
Así, cuando Lehmann cuestiona la forma en que desde los estudios decoloniales se concibe la realidad indígena como homogénea y anclada entre la colonialidad y la resistencia, a mi parecer plantea una crítica legítima y necesaria. Pero la visión de lo indígena que muestra, no de forma explícita y ordenada, sino a través de comentarios sueltos, tampoco ayuda a entender la movilización indígena actual, y está en la base de lo que quiero plantear en los siguientes apartados, por lo que me detendré brevemente en este asunto.
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Lehmann manifiesta en su texto una visión de lo que implica ser indígena en América Latina hoy, basada en una identidad que considera “fluida y cambiante”, que se fundamenta en elementos “subjetivos” y tiene relación con “la fluidez de las fronteras raciales” en unas sociedades “abigarradas” con “mestizaje generalizado”. Esta imagen, en la que lo étnico-racial no parecería ser un elemento importante en la conformación social, se refuerza cuando el “racismo estructural” se menciona una sola vez –entre paréntesis– y considera que “lo racial y lo étnico acarrean una ambigüedad” respecto a la desigualdad, puesto que, de nuevo, las “fronteras son porosas”, “concierne a desventajas y heridas ancestrales que siguen afectando el desempeño individual” y piensa que los indígenas “padecen de las secuelas psicológicas y sociales de prejuicios y exclusión raciales repetidas de generación en generación”.
Parece haber entonces una comprensión limitada por parte de Lehmann respecto al papel de la diferencia étnico-racial en la generación de desigualdades en América Latina. No es extraño, entonces, que disienta de las propuestas descolonizadoras y que tenga un entendimiento parcial de la movilización indígena, pues estas se basan en dicha desigualdad estructural.4 Incluso, a veces cae en la imagen estereotipada de lo indígena que les achaca a ambas, decoloniales e indígenas: como, por ejemplo, al decir que los zapatistas “eran indios pero habían vivido más en un régimen de servidumbre que en comunidades indígenas estructuradas, y sus líderes estaban impregnados de la retórica de la teología de la liberación y del socialismo”. ¿Los indígenas solo han vivido en comunidades estructuradas y vivir en un régimen de servidumbre les imposibilita seguir siendo indígenas?, ¿conocer la teología de la liberación y el socialismo “desindigeniza”, “desetnizaría”, deslegitimaría las demandas como “indígenas”?
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Creo que para entender la movilización indígena hoy en América Latina y qué significa ser indígena en el siglo xxi en esta región hace falta un acercamiento distinto. Un acercamiento que parta de la economía política, como plantea Lehmann, pero de la raza y la diferencia étnica, no en vez de ellas; un acercamiento que, como el de la razón colonial, ponga la desigualdad estructural en el centro, pero que –como bien señala Lehmann– tenga en cuenta los cambios introducidos por la historia en los indígenas y en las mismas sociedades latinoamericanas, tanto en la diversidad interna como en el surgimiento y desarrollo de sus luchas. Es una tarea muy amplia para este escrito, pero quizá sea útil proponer algunas ideas al respecto –de nuevo con el peligro de caer en generalizaciones y simplificaciones– para después entender mejor los apartados siguientes.
Podríamos empezar planteando el ser indígena como una condición social –similar en ello a ser mujer, ser campesino o ser alemana–, producto de un proceso histórico específico, que implica una posición estereotípica –esperada– dentro de la escala étnico-racial predominante, que suele conllevar relaciones de subalternidad –no dicotómicas– con las otras categorías de esta escala: blancos-criollos, ladinos-mestizos y otras que se den localmente. Es decir, los indígenas son la manifestación más visible de la construcción de la dominación étnico-racial en prácticamente toda América Latina, junto con los afroamericanos en algunos países y regiones. 5
El ser indígena hoy está entonces tan relacionado con la desigualdad múltiple como con la especificidad cultural. Es una categoría que fue creada para justificar la dominación y exclusión, construyendo una ideología –el racismo– que culpa a la cultura y a la “raza” de la subalternidad de quienes la sufren (Bonfil, 1972; Quijano, 2000).6 De esta forma, una diferencia cultural existente queda impactada por las valoraciones y el papel que se le otorgan en esta dominación: en la evolución de los idiomas originarios en los últimos siglos no podemos dejar de tener en cuenta su estigmatización y su función de marcador étnico y los “préstamos impuestos” desde los sectores dominantes; pero tampoco el valor otorgado como símbolo de especificidad y resistencia. No podemos negar sus cambios continuos, pues los elementos culturales y raciales que se consideran “indígenas” y las justificaciones ideológicas que conllevan van variando, sin que por ello dejen de ser “propios” aunque no sean “puros”.
En este siglo xxi, los significados y consecuencias de ser considerado indígena son producto de una larga historia que ha ido cambiando y acumulando efectos. La conformación de un régimen colonial basado, entre otros, en la racialización de las estructuras y las relaciones sociales fue fundamental en este proceso, pero no es el único momento como tampoco esa colonialidad explica todo lo que ha ocurrido hasta hoy. Por ejemplo, la dicotomía étnica basada en las categorías “indígena” y “ladino”, que aún rige muchas de las relaciones en Guatemala –y la misma figura aglutinante del ladino, diferente del mestizo mexicano–, tiene una historicidad específica: surge a finales del siglo xix relacionada con las reformas liberales y la economía agroexportadora cafetalera (Taracena, 1997, 2004; Smith, 1990); está asociada a ese periodo específico de la historia de Guatemala que dura más o menos los siguientes cien años. Por ello, ahora que el modelo económico está cambiando, también lo hacen las categorías y el esquema ideológico que las sostiene (Bastos, 2007). 7
Los indígenas han sido parte integral, fundamental muchas veces, de las sociedades que se han creado a partir de la colonia y que se han complejizado al ser cruzadas por diferentes dimensiones de diferenciación y jerarquía: género, clase, generación, rural-urbano, además de la categoría étnico-racial. Las sociedades del siglo xxi son esencialmente complejas, por lo que la condición étnico-racial no es la única que marca la vivencia de los indígenas: son hombres, mujeres, campesinos, albañiles o profesionales, que viven en aldeas, cabeceras, ciudades o en otros países. Son, aunque en términos siempre deficitarios, guatemaltecos y guatemaltecas, mexicanos y mexicanas (en la construcción de estas identidades nacionales tenemos otra historicidad con desarrollos muy diferenciados entre ambos países).
Así pues, debemos reconocer la importancia de la brecha étnico-racial en la mayoría de las sociedades latinoamericanas, pero no es útil hacerlo entendiendo a los pueblos indígenas como colectivos autocontenidos y autoexcluyentes, separados de las sociedades de las que forman parte. Esas visiones dicotómicas que niegan realidades tan tangibles dan como resultado diagnósticos simplificados de las complejas realidades sociales y políticas.
En su texto, Lehmann plantea que la movilización indígena no tiene objetivos “universalizantes” porque es básicamente “indigenocéntrica”, achacando esta mirada a los postulados decoloniales –como si fueran la única fuente de pensamiento indígena–, y propone que, a pesar de eso, sus efectos sí son democratizadores para toda la sociedad. Opino que la cuestión es más compleja: la movilización ha ido cambiando y es muy diversa, como también lo es su relación con el marco colonial.
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A lo largo de las últimas cinco o seis décadas, las movilizaciones indígenas han pasado por diversas fases, con ritmos propios de cada país de acuerdo con los contextos nacionales. Podemos decir que en general comenzaron ligados a actores como la Iglesia católica, movimientos campesinos, partidos de izquierda y movimientos revolucionarios. Se dieron procesos de identificación como indígenas y en los años ochenta ya encontramos dinámicas de organización propia y de etnización de marcos de interpretación: en los discursos campesino y de la teología de la liberación van entrando demandas culturales contra la discriminación y algunos elementos en torno a la autodeterminación que van elaborando los nacientes intelectuales indígenas.
Para la década de los noventa, cuando la desmembración de la Unión Soviética precipita el final del socialismo real y el neoliberalismo se asienta, los indígenas son actores locales que buscan ser tomados en cuenta como tales y muestran su fuerza y capacidad política en acciones como la marcha a Quito en 1991, el levantamiento zapatista en 1994 o el movimiento maya en Guatemala. Los gobiernos reaccionan con la ola del “constitucionalismo multicultural” (Van Cott, 1995; Sieder, 2002) que conlleva el reconocimiento formal de la existencia de los indígenas como pueblos y la puesta en marcha de algunas políticas multiculturales siempre acotadas y políticamente cosméticas.
Un ejemplo serían las políticas de cuotas mencionadas por Lehmann que, según él, no funcionan “a largo plazo” por el alto número de “fraudes” identitarios que conllevan. De nuevo, yo pensaría que la cuestión es más compleja. Sin entrar en debates más propios de esta política en concreto, estaría, por un lado, lo que Stavenhagen (2007) llamó con mucha elegancia “la brecha de la implementación” para hablar de la no aplicación de los derechos declarados y las políticas establecidas; por el otro, aunque estos se cumplan, se trata de acciones que atacan los efectos y no las causas –como las cuotas–: no buscan tocar la construcción histórica ni resolver las causas estructurales de esa desigualdad. Sin embargo, son utilizadas por los actores indígenas para fortalecerse e ir desarrollando su legitimidad como unos pueblos que, además de reconocimiento de su diferencia cultural, buscan su autodeterminación.
Con el cambio de siglo, la realpolitik del capitalismo neoliberal se impuso en América Latina en la forma de los regímenes extractivistas (Svampa, 2019) que surgieron de la reprimarización de las economías. Estas políticas afectaron de lleno las economías populares y, entre ellas, las de las comunidades indígenas. Ante este contexto, por el proceso de consolidación y la misma desarticulación de otras formas y actores basados en la clase –como sindicatos y organizaciones campesinas–, las organizaciones indígenas se convierten en los actores eje de la movilización antineoliberal dentro del llamado “giro ecoterritorial” (Svampa, 2019).
Desde estas posiciones, en algunos países arman verdaderas coaliciones sociales que logran triunfos electorales, mientras otras se centran en sus territorios ante el abandono de la interlocución con estos Estados y otras desarrollan las dos a la vez. Desde ambas posturas se profundiza en la “búsqueda de lo propio”, la reconstitución como pueblos y la creación-recuperación de un pensamiento indígena (Burguete, 2010). Expresiones como “Abya Yala” o “el Buen Vivir” muestran la capacidad de generar propuestas desde ese pensamiento propio, que se nutren de las luchas y los discursos aliados y se convierten en ejes de acción y elaboraciones más allá de la movilización indígena.
Esto implica que las movilizaciones indígenas de estos años cambian de eje y que los derechos culturales pasan a la “defensa del territorio” amenazado, compartiendo la lucha con actores medioambientales, antineoliberales y feministas. Se generaliza un discurso anticapitalista, que no hace referencia a contenidos de clase, sino que se centra en la capacidad depredadora de este sistema. Además, como una reacción a la propuesta multicultural, se consolidan las propuestas plurinacionales que ahondan en la autodeterminación y cuestionan más profundamente a los Estados latinoamericanos en su dimensión colonial.
Así, para esta tercera década del siglo xxi las luchas indígenas han cambiado mucho. Lo que en los años setenta eran ideas de unos pocos intelectuales, en los noventa fue edulcorado pero también diseminado con el apoyo de los Estados, y en el nuevo siglo fueron una de las bases de las protestas antineoliberales. No se parecen a aquellos actores que reclamaban políticas de reconocimiento cultural en la década de los noventa, pues sus demandas son más amplias y no son “unos pocos” –como dice Lehmann– los que tienen reclamos territoriales.
De la misma manera, la actitud ante los gobiernos es muy amplia: desde los que forman parte de frentes amplios con una base más o menos indígena hasta los que se oponen de frente a los regímenes cada vez más autoritarios. Pero lo importante es que las demandas y propuestas indígenas de entender estas sociedades van consolidándose más allá de ellos mismos. Así es como en 2006, la fórmula plurinacional es la más votada en la abigarrada Bolivia; o en Guatemala, desde 2012, la propuesta de un Estado plurinacional es cada vez más aceptada entre y fuera de los indígenas como fórmula para salir de la crisis en que está inserta esa sociedad. 8
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Uno de los elementos que unifica esta movilización en que estamos inmersos ha sido la construcción de la lucha, demandas y derechos desde la idea de “pueblos”: que los indígenas forman una serie de colectivos con una historia y una cultura común que les otorga derecho a la autodeterminación, a decidir sobre su vida y futuro como tales colectivos. Esta figura se ha ido llenando de contenidos conforme ha avanzado la movilización, con énfasis diferentes según los países: si en los años setenta era un referente proveniente de las descolonizaciones de Asia y África, ha avanzado hacia contenidos claramente nacionales que retan a los Estados nacionales latinoamericanos desde dentro, siempre desde una polisemia muy útil para lograr conjuntar esfuerzos.
Así, en la actualidad, “pueblo” es un concepto multivalente con diversos referentes. Por un lado, se entiende como sujeto colectivo de derechos plasmados en la legislación internacional y constitucional, como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit) y la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas. Aunque apenas hayan sido aplicadas por los gobiernos, son un importante instrumento para la defensa de derechos y reclamos de autodeterminación, como el uso del derecho a la consulta libre, previa e informada (clpi) en numerosos litigios en toda la región (Sieder, Montoya y Bravo-Espinosa, 2022).
Además, como señalé, hay un significado de pueblo como nación, pues son casi sinónimos: ambos hablan de un colectivo unificado por historia, identidad y cultura que reclama algún grado de soberanía política. La misma construcción de las ideas de pueblos indígenas en el contexto multicultural estaba basada en lo nacional (Bastos, 1998) y se ha hecho explícita –en unos países más que en otros– en las propuestas de recuperación de un pasado autodeterminado de los procesos de reconstitución (Bastos, 2022). Lo específico de estas construcciones como naciones es que no se reclama –por ahora– una soberanía de tipo estatal, sino una “autonomía” al interior de los Estados (Gros, 1999; Santos, 2010), ya sea a través de los mencionados Estados plurinacionales o de comunidades que buscan su autonomía. 9
Por último, la idea de pueblos indígenas tiene un claro componente descolonizador, que le da un matiz especial a la idea nacional, pues, además de la autodeterminación, se pretende revertir la situación colonial en que conciben estar. Esta situación implicó la negación de sus saberes y su misma existencia, que solo se han mantenido –sostienen– por su actitud de resistencia histórica. Al oponer los saberes propios a los impuestos por la relación colonial, se refuerza la diferencia a través de elementos que se consideran ancestrales y ontológicamente diferenciados de los occidentales.
Todo esto lleva a plantear que la constitución de los pueblos indígenas como sujetos políticos se está haciendo a base de su reconstitución, la recreación de los elementos previos a la conquista, que supuestamente los definían, desde códigos y necesidades actuales. Amplío así la propuesta de Araceli Burguete (2010) –que la considera una fase del proceso de afirmación política– a una manera de entender todo el proceso de recuperación cultural y consolidación como sujeto político y complejización del discurso que se da desde los años setenta (Bastos, 2022).
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Entonces, la construcción de propuestas descolonizadoras en el campo académico y la constitución de los pueblos indígenas como sujetos políticos se han ido desarrollando de forma paralela y, sobre todo desde inicios de este siglo, se han ido alimentando mutuamente. De esa manera, propuestas del marco colonial aparecen en el discurso y práctica de la movilización indígena en diversas formas.
Para empezar, el mismo planteamiento de una situación colonial aún vigente afianza la necesidad de cerrar ese ciclo que comenzó cuando los europeos cortaron su desarrollo como pueblos autónomos y autosuficientes y que continuó en las repúblicas en forma de un racismo renovado. Ahora hay que terminar con esa situación consiguiendo la autodeterminación. Dentro de las versiones simplificadas de la historia y la geopolítica, también se asume la propuesta de un “Occidente” como causante general no solo de la opresión, explotación y negación, sino también origen de los males –machismo, alcoholismo– que afectan a las sociedades indígenas.
Los planteamientos descolonizadores también refuerzan la idea de unos saberes indígenas que van más allá de esos elementos “culturales” asignados por la antropología tradicional y conforman una forma indígena de concebir el mundo radicalmente diferente de la dominante colonial, que ha sido silenciada y ahora se debe recuperar, descolonizándola, limpiándola de los elementos impuestos. De esta manera, “lo propio” se concibe desde una diferenciación ontológica con los saberes occidentales y la “liberación del indígena” –como se decía en los años setenta– o la autodeterminación –en términos más actuales– no implican solo la necesidad de liberarse de las estructuras políticas y sociales que oprimen, sino también de las estructuras ideológicas y mentales construidas para negarlos como sujetos.
Así, algunos de los planteamientos que se comparten con los desarrollos del marco colonial sirven a los actores indígenas para su reforzamiento interno como sujeto político con fuerza y razón de ser. Y lo hacen en los aspectos en que se simplifica la historia y desaparecen la diversidad, los sincretismos y muchos elementos presentes en la vida cotidiana de los indígenas, como bien plantea Lehmann. En una clara operación de un esencialismo estratégico (Spivak, 2003), que a veces llega a ser ontológico, sirve para reforzar unas identidades siempre desvalorizadas y remarcar lo propio, pero también para generar barreras, listas de requisitos, códigos de conducta y “mayámetros” para medir la pureza de las propuestas, como plantea María Jacinta Xón Riquiac (2022) para Guatemala.
Lo peligroso de estas ideas es que acaban llevando a ver las sociedades como formadas por estos colectivos autoexcluyentes entre sí, como bolas de billar –como decía Wolf (cit. en Carrithers, 1995: 47)–, cuya única posible relación es el choque entre ellas. Esta forma de entender a las sociedades como conformadas por núcleos definidos por sus saberes y culturas autorreferenciados remite finalmente a la tríada de Johann G. Herder: espacio-cultura-comunidad en que a cada territorio corresponde un colectivo definido por una cultura. 10
Estos aspectos, que están en la base de los nacionalismos, también acaban por estar en la base de los estudios coloniales y las propuestas indígenas que simplifican la pertenencia y los saberes a partir de la razón colonial. No permiten tener en cuenta la complejidad que se da dentro de estos colectivos y entre ellos, que están conformados por lo étnico-racial como una de las dimensiones de la vida social. Pero en esa sociabilidad hay otras dimensiones a través de las que se han dado todo tipo de relaciones. La conformación histórica de los colectivos étnicamente marcados, los “pueblos”, se ha basado en un intercambio –desigual, jerarquizado, basado en la dominación– que ha sido parte de unas transformaciones que se daban mientras las mismas sociedades cambiaban. Esa relación entre territorio, cultura y colectivo está lejos de ser unívoca.
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Esta reconstitución es una de las facetas de la movilización indígena, un elemento fundamental de su acción interna, del reforzamiento de los actores y su consolidación como sujetos políticos. La he destacado porque en ella aparecen relaciones claras con los argumentos de la descolonización, pero no es la única acción política de los indígenas; por ello aquí quiero contraargumentar un par de afirmaciones de Lehmann que me parecen importantes por lo que implican.
En primer lugar, me extrañó mucho la afirmación “por muy decoloniales y anti-occidentalistas que se proclamen […] se convierte en fuerza democratizante”. Sin entrar a un debate de qué entendemos por “democracia”, no creo que haya razones para dudar de las credenciales democráticas de quienes se asumen descolonizadores ni de los pueblos indígenas. 11 La descolonización es democratizadora desde que busca desarmar las estructuras de poder. Se centra casi únicamente en la racialidad y la colonialidad, pero desde una visión de lo racial y lo colonial que supera lo indígena y considera que toda sociedad latinoamericana está fundada de forma completa a partir de estos principios. Las propuestas indígenas refuerzan la democracia no solo al exigir un trato igualitario y, por tanto, la aplicación de la legalidad, sino al buscar derechos más allá de los establecidos y opciones de participación que amplían las mismas formas democráticas actualmente existentes.
La visión descolonizadora es un marco que ha permitido la acción conjunta de los actores indígenas con otros muchos. Los indígenas han aportado muchos de sus saberes a las acciones y propuestas medioambientales; asimismo, muchas mujeres indígenas están enriqueciendo las demandas antipatriarcales y viceversa. Al formar parte de fuerzas que plantean de una manera u otra la necesidad de la descolonización, los actores indígenas van más allá de sus demandas y buscan una transformación de la sociedad en su propia acción y ligados con otros actores.
Por ello, cuando se asumen estas posturas anticoloniales que afectan a toda la sociedad y los indígenas plantean unas propuestas para toda esta sociedad, considero que el debate entre derechos universales y derechos específicos ha sido superado, y con ello las diferenciaciones que Lehmann hace entre el “universalismo” y el “indigenocentrismo”. Este debate tuvo su auge cuando se trataron de adaptar las propuestas de Charles Taylor (1993) y Will Kymlicka (1996) a la realidad latinoamericana, en momentos en que los actores indígenas buscaban de alguna manera “arrancar” sus derechos a unos Estados reacios a ello y les eran útiles las justificaciones de estos pensadores sobre la necesidad de ampliar el concepto de derechos más allá del “universalismo”.
Pero, en estos momentos, considero que el debate es otro y son los otros sectores que se apoyan en las propuestas hechas desde los indígenas para toda la sociedad. El reclamo en Guatemala de una Asamblea Constituyente Popular Plurinacional, propuesta por el Movimiento de Liberación de los Pueblos desde “los pueblos” y no desde “los indígenas”, me parece un buen ejemplo: la propuesta plurinacional es asumida por sectores diversos, más allá de los indígenas, como una forma de salir de una situación de crisis provocada por una elite criolla que busca mantener unos privilegios a base de formas autoritarias. La razón colonial es un marco que da sentido a esta situación que afecta a toda la sociedad y desde el que se plantean salidas como la plurinacionalidad.
Por otro lado, como expliqué al inicio de este texto, los indígenas son sujetos que forman parte de sus sociedades y lo hacen desde múltiples dimensiones de esa vida social, no solo la étnico-racial. Pueden actuar desde el género como mujeres, desde la clase como campesinos, desde la sexualidad como homosexuales o desde la religión como evangélicos. Cuando actúan en política como tales, los actores indígenas se involucran porque forman parte de ella y buscan cambiarla; se involucran en demandas campesinas porque ellos también lo son y apoyan las demandas de las mujeres porque ellas lo son.
Entonces, cuando los actores indígenas buscan o logran cambios no relacionados con su autodeterminación, no estamos ante “efectos colaterales”, como parecería plantear Lehmann. Es que los indígenas saben que tienen que cambiar sus sociedades para cambiar su situación en ellas; por este motivo no solo luchan por los derechos propios, sino también por los derechos colectivos generales que ellos también necesitan porque forman parte de esas sociedades: “Se da así una complementariedad entre estas dos esferas que no deja de ser conflictiva, que mostraría la concepción de estos sujetos tanto como colectivos por sí mismos, con una historia milenaria, pero también como pertenecientes a los colectivos nacionales que la historia colonial les impuso” (Bastos, 2022: 26).
Creo que para entender los fenómenos que analiza y discute Lehmann en su texto es útil partir de que tanto la movilización indígena en América Latina por reconocimiento y autodeterminación como la propuesta decolonial forman parte de un proceso más amplio: el cuestionamiento a la modernidad occidental que se ha venido dando desde hace al menos cincuenta años en diversos campos: cultural, político, académico, y que incluye al ecologismo, los feminismos y el altermundismo, pero también al posmodernismo, a las religiosidades new age o a los turistas que buscan “culturas puras”. Este cuestionamiento ha ido fortaleciéndose conforme el capitalismo ha ido avanzando hacia formas cada vez más excluyentes y depredadoras, poniendo al planeta en una situación de crisis irreversible, a la vez que ha logrado mercantilizar prácticamente todos los aspectos de la vida social, incluidos los políticos. Dentro de dicho proceso, las mujeres y los pueblos indígenas son posiblemente los sujetos políticos más activos que, al defenderse contra unas agresiones socialmente normalizadas, cuestionan las bases mismas de esa modernidad que les redujo a actores sin derechos.
Así, estamos asistiendo a un cambio de paradigma en la lucha contrahegemónica en general, que propone formas nuevas de entender las relaciones sociales y los procesos históricos para así acabar con las formas de opresión heredadas de una historia marcada por la razón colonial (Pineda, 2023).
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En este sentido, descolonizar nuestras sociedades y nuestro pensamiento es una propuesta que puede tener efectos muy profundos a la hora de buscar cómo desarmar las estructuras de poder en que están organizadas tanto sociedades como mentalidades. Despojándose de la arrogancia de quienes se consideran apóstoles de una verdad única, la voluntad escrutadora y deconstructiva del ethos descolonizador es un elemento que coadyuva a desmontar las suposiciones y los mecanismos en que está organizada esta fase del capitalismo.
Las propuestas descolonizadoras buscan disolver las estructuras de poder que existen en nuestras sociedades, organizadas a través de la raza y otros mecanismos de la matriz colonial de poder. Si se pone la insistencia en estas causas, es decir, en las relaciones de poder, se pueden generar propuestas para sociedades más horizontales en las que el origen étnico no sería la base de las relaciones sociales jerarquizadas, sino una dimensión más de relacionamiento.
Sin embargo, los sujetos que se consideran actores de esta transformación, los pueblos indígenas, además de otras muchas acciones, están reforzando su alteridad de una manera que a mi entender puede ser peligrosa: por un lado, el cuestionamiento a los Estados nacionales a partir de las propuestas plurinacionales no objeta sino que refuerza la figura de “la nación”, cuando la nación es uno de los pilares del orden político e identitario de esta modernidad occidental que se cuestiona. En esta fase del capitalismo supuestamente global, en que “la nación” está encontrando un resurgimiento de la mano de formas cada vez más supremacistas y excluyentes, ¿hasta qué punto puede ser la nación vehículo de liberación?
Por otro lado, estos pueblos-nación suponen la consolidación de las categorías de otredad creadas para la dominación colonial. En este sentido, basar la acción política en ellas, en vez de cuestionarlas, podría suponer también la consolidación del orden colonial que los creó, al dar al criterio étnico-racial el papel de rector de la organización política y las relaciones sociales, como planteó Aníbal Quijano (2000). Por mucho que se busque desjerarquizar esas relaciones, finalmente lo que hace es generar microsociedades basadas en unas identidades creadas para la dominación.
Este tema lo plantearon John y Jean Comaroff hace ya tiempo, cuando advertían que “la etnicidad se convierte en factor de maduración de un orden capitalista colonial y postcolonial caracterizado por marcadas asimetrías” (2006 [1992]: 130). Mientras se piense que las categorías étnico-raciales son las que rigen las relaciones sociales y se busque la solución a la jerarquización social sin cuestionar ese ordenamiento social, no estamos disolviendo la ideología, sino que estamos intentando transformar la sociedad desde las mismas reglas creadas por la colonialidad.
Por este motivo, tenemos que estar alertas, pues este cambio de paradigma –que evidentemente está en marcha– puede permitir avanzar hacia la superación de esta modernidad, pero también puede ser absorbido por el capital y acabar teniendo resultados diferentes a los planteados, como ya pasó una vez con la democracia. No digo que tenga que ocurrir, pero este cambio puede no ser liberador para los pueblos y acabar formando parte de la maduración de un capitalismo devorador que ahora fagocita la diversidad que tanto tiempo intentó negar.
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Santiago Bastos es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid y con doctorado en Antropología Social por el ciesas. Fue investigador de flacso-Guatemala desde 1988 a 2008. Es profesor investigador de ciesas Sureste, mientras que en Guatemala forma parte del Equipo de Comunicación y Análisis El Colibrí Zurdo. Sus investigaciones se centran ahora en los efectos que las dinámicas de la globalización están teniendo en las comunidades indígenas de Guatemala y México. Entre sus últimas publicaciones destaca la compilación La etnicidad recreada. Diferencia, desigualdad y movilidad en la América Latina global (2019) y la monografía Mezcala, comunidad coca. Rearticulación comunitaria y recreación étnica ante el despojo (2021), ambas publicadas por CIESAS.