Recepción: 6 de octubre de 2021
Aceptación: 9 de febrero de 2022
Este artículo se propone como objetivo analizar las estrategias securitarias de mujeres de sectores populares de La Plata, Argentina. La hipótesis que lo guía es que la innovación y rutinización de estrategias, entendidas como rituales de la vida cotidiana que posibilitan seguir adelante y proyectar una dimensión de futuro, se tornan fundamentales para la autonomía de las mujeres. El análisis se basa en información recolectada mediante observaciones y entrevistas semiestructuradas a mujeres de dos asentamientos periféricos del municipio de La Plata. Los resultados muestran que las estrategias logran dotar la vida cotidiana de cierta certidumbre y colonización del futuro, pero que principalmente despliegan prácticas de evitación y autorrestricción en el uso del espacio urbano. Además, dichas estrategias están mediadas por experiencias sedimentadas previas, tanto propias como ajenas.
Palabras claves: incertidumbre, La Plata, miedo al delito, prácticas securitarias, sentimiento de inseguridad
security strategies by women from working-class sectors in the urban periphery of la plata
The aim of this article is to analyze the security strategies of working-class women in La Plata, Argentina. The hypothesis guiding it is that the innovation and routinization of strategies, understood as rituals of everyday life that make it possible to continue and to project a dimension of the future, become crucial for the autonomy of women. The analysis is based on information gathered through observation and semi-structured interviews from women from peripheral settlements of the municipal area of La Plata. Results show that the strategies give everyday life a particular dose of certainty and colonization of the future, but which mainly deploy practices of avoidance and self-restriction in the use of the urban space. In addition, these strategies are mediated by their own and other women’s previous experiences.
Keywords: feeling of insecurity, fear of crime, uncertainty, security practices, La Plata.
Este artículo se propone analizar las estrategias securitarias individuales que despliega un grupo de mujeres de sectores populares para afrontar la problemática de la inseguridad ciudadana de la localidad2 de Los Hornos, municipio de La Plata, Argentina. Para ello se desarrolla una estrategia cualitativa en dos asentamientos de esa localidad, donde se realizaron entrevistas semiestructuradas a mujeres que allí viven con la intención de analizar a través de sus relatos cómo definen y redefinen esas estrategias. Asimismo, se mantuvieron charlas informales y se realizaron observaciones en los barrios, con el objetivo de explorar situaciones, actividades y espacios físicos relevantes que contribuyen a la explicación de la problemática propuesta.
Si la premisa es que las mujeres de sectores populares argentinos viven un proceso de aguda desigualdad y vulnerabilidad social, observamos que asimismo están en un entorno permeado por la incertidumbre y la falta de previsibilidad. Es en este marco en el que sostenemos que desarrollan las estrategias securitarias. Parte de este ambiente inseguro se debe a distintos tipos de violencias y situaciones conflictivas que se han vuelto recurrentes en la vida cotidiana de las mujeres en particular, y de los sectores populares en general. Siguiendo a Giddens (1997), este tipo de contextos en permanente cambio generan en los actores diversas preocupaciones por los peligros a los que sienten estar expuestos. Éstos, sean reales o potenciales, originan una falta de estabilidad en la seguridad ontológica y en los parámetros que organizan, dan sentido, coherencia y certidumbre a las actividades de la vida cotidiana. Esa imposibilidad de colonizar el futuro en ambientes caracterizados como riesgosos provoca tanto una pérdida de confianza en la seguridad cotidiana como numerosos miedos.
Por cuestiones de espacio y para ordenar el presente trabajo, las estrategias securitarias que serán retomadas son de dos tipos: las de evitación y las de autoprotección, que implican, respectivamente, dejar de hacer o hacer algo para sentirse o estar más seguras (Sozzo, 2008). Es importante marcar que no sólo la inseguridad ciudadana degrada la autonomía y seguridad ontológica de las mujeres; otras inseguridades vinculadas con lo ambiental, lo alimentario y lo laboral, por citar sólo algunas, afectan a las mujeres de los sectores populares.
Por lo anterior, el artículo se estructura de tal manera que, en un primer momento, se aborda la problemática del sentimiento de inseguridad y el espacio público para el caso de las mujeres, seguidamente se plantea el abordaje teórico de las estrategias securitarias utilizadas para el análisis en el artículo, y en tercer lugar se presenta un apartado metodológico, en el cual se explicitan la estrategia y las técnicas de investigación utilizadas y asimismo se describen y analizan los casos en términos sociodemográficos y subjetivos. Luego se analizan las estrategias securitarias de las mujeres a la luz de la propuesta teórica y sus alcances. Finalmente, y a modo de cierre, se muestran las principales reflexiones que surgieron a partir del análisis de las entrevistas, charlas informales y observaciones, tomando como punto de partida las potencialidades de un análisis interaccionista para ver en dichas estrategias tanto la dimensión creativa como la rutinaria.
En primer lugar, el interés por centrar el análisis en mujeres de sectores populares se debe principalmente a dos cuestiones: por un lado, algunos estudios recientes han mostrado a través de análisis cuantitativos y cualitativos que son los sectores más desfavorecidos de la sociedad argentina quienes sufren en mayor grado tanto la victimización real como el temor al delito, dado que experimentan de manera más extrema la inconsistencia institucional, la desigualdad y la fragmentación y vulnerabilidad social3 (Castel, 2004, 2010; Corral, 2010; Kessler, 2011; Míguez e Isla, 2010; McIlwaine y Moser, 2007). Kessler (2011) y Dammert (2007a, 2007b) dan cuenta de que en el seno de los sectores populares argentinos, las mujeres son quienes experimentan en mayores niveles el sentimiento de inseguridad, y no así las victimizaciones en términos agregados, hecho que se repite en toda la región y que reafirma la relativa autonomía del sentimiento de inseguridad con respecto a las tasas delictivas.
Esta paradoja del miedo (Warr, 1984) ha sido explicada desde distintas interpretaciones: desde una supuesta irracionalidad hasta perspectivas feministas que resaltan distintos elementos estructuradores de la vida social: la cultura patriarcal, la socialización diferenciada, los papeles esperados, la posición social desigual de mujeres y varones por las estructuras de poder y dominación de género (Koskela, 1999; Lindón, 2006a, 2006b; Madriz, 2001; Mehta y Bondi, 2010; Pain, 2001; Snedker, 2015; Soto Villagrán, 2012). En este sentido, la justificación de realizar el estudio en mujeres se debe a que el sentimiento de inseguridad (Kessler, 2011) o inseguridad subjetiva (González Placencia y Kala, 2007) en las mujeres, además de ser significativamente alto, es diferenciable del temor en los varones.
Variadas investigaciones cuantitativas muestran que el temor a las agresiones sexuales y al acoso callejero son las variables que, agregadas en las encuestas de victimización y percepción, trastocan y disparan los niveles del miedo femenino (Dammert, 2007a; Ferraro, 1995, 1996; Lane, 2013; Özascilar, 2013; Warr, 1985). Los trabajos de Warr y Ferraro son elocuentes en este sentido. Warr evidenció, a través del análisis de dichas encuestas, que para las mujeres menores de 35 años el miedo a la violación y los abusos sexuales por parte de desconocidos alcanza a más de dos tercios de ellas, lo que las ubica en la parte superior de su escala del miedo, y este miedo específico tiene un efecto: la tesis de la sombra. Esta tesis implica que el miedo a las agresiones sexuales tiene un efecto amplificador sobre el miedo a otros tipos de delitos y oscurece las especificidades sobre la percepción de inseguridades de las mujeres.
Más recientemente y con datos de Sudamérica, Dammert (2007a) sistematizó y analizó la información registrada a través de estos mismos instrumentos de cuatro megalópolis. Allí observa la misma diferenciación de la percepción de la inseguridad entre los géneros: con distinta variabilidad según el caso, las mujeres reportan en todos ellos sentirse más inseguras. Sostiene que es importante señalar que aunque sobre ciertos tipos de delitos, como los perpetrados con violencia física, son menos victimizadas; otros son subdeclarados por las mujeres. Éstos son los que típicamente se hallan dirigidos contra ellas y sus cuerpos, es decir, agresiones verbales en el espacio público o la violencia más explícita como puede ser una agresión sexual, desde un roce corporal hasta un abuso. Esto se debe tanto a las falencias de las encuestas de victimización para captar la problemática como al hecho de que variadas hostilidades de las que son víctimas no están tipificadas como delito. Por ello, Dammert concluye que una visión androcéntrica se manifiesta, incluso, en los diseños de los instrumentos públicos de recolección de información vinculados con esa problemática. Asimismo, muestra que la dimensión temporal tiene un gran efecto en la variación entre los hombres y las mujeres, pues éstas reportan en mayor medida sentirse “muy inseguras” al caminar en su barrio durante la noche.
El sentimiento de creciente vulnerabilidad, tanto física como social, y la impotencia que ello genera también explican en parte el mayor temor de las mujeres, que a su vez refuerza la masculinización del espacio público y sus usos y contribuye a que persistan las relaciones desiguales entre los géneros (Pain, 1991). El temor a transitar por la ciudad, además de fortalecer las dependencias de otras personas, degrada su condición de ciudadanas portadoras de derechos al cercenar sus libertades. De igual manera, otro elemento que atañe a la explicación del sentimiento de inseguridad en las mujeres, sus representaciones y percepciones es el hecho de sufrir o haber sufrido violencia familiar o violencia ejercida por parte de un varón de su entorno (Kessler, 2011; Madriz, 2001; Stanko, 1995). Tales situaciones conflictivas agravan significativamente la idea dominante de vulnerabilidad de las mujeres y la preocupación por su integridad física y sexual. Asimismo, complejizan los supuestos que han acompañado a gran parte de la criminología y la sociología del delito del siglo xx, que asumía de manera frecuente que las diversas agresiones y violencias se espacializan principalmente en el ámbito público y se ejercen por personas desconocidas (Hale, 1996).
Por su parte, la fragmentación espacial urbana segrega las heterogeneidades: de clase, de nivel socioeconómico, de género, étnicas y etarias, dando lugar al nacimiento de un nuevo modelo de espacialidad. En este sentido la fragmentación se entiende aquí como un
fenómeno espacial que resulta de la ruptura, separación o desconexión de la forma y estructura preexistente de la ciudad […] Implica el abandono de la idea de la ciudad como lugar de encuentro, intercambio democrático y provisión de servicios universales […] La relación entre segregación socioespacial y fragmentación urbana puede ser concebida en términos de una relación entre distancia social y espacial (Burguess, 2009: 101, 116, 120).
En consecuencia, para los casos que aquí se estudian, la fragmentación se entrelaza y complejiza con la existente división sexual del espacio, que también jerarquiza los territorios, al moldear los lugares a través de las expectativas generizadas y los papeles esperados. Así, la experimentación de las ciudades no es la misma para las mujeres que para los varones, ni tampoco para quienes viven en situaciones de marginalidad. De este modo, las experiencias de las mujeres que se analizan sufren una doble vulnerabilidad o una intersección de exclusiones, las de género y las de clase, que tienen implicaciones en las vivencias, el disfrute de la ciudad y los espacios públicos en general.
En este sentido, se parte de la idea de que el espacio se construye intersubjetivamente y que es resultado de una producción vinculada con las relaciones de poder desigual. Reconocemos de esta forma la existencia de limitaciones y demarcaciones no sólo de lugares sino también de horarios que están restringidos para transitar libremente para las mujeres, asignando papeles y autorizaciones diferentes, y que se dan a partir de las construcciones sociales del “ser mujer” (Lindón, 2006a; 2006b; Falú, 2009). Estos “espacios que nos negamos” (del Valle, 2006) para transitar son aquellos a los que las mujeres renuncian o por los que circulan porque forman parte de su vida cotidiana, pero que básicamente están mediatizados por miedos. En términos generales, es decir excediendo lo referente al espacio público, existen ciertas autorizaciones sociales respecto de las conductas esperadas y aceptadas para cada uno de los géneros que están apoyadas en valores y construcciones culturales dominantes (Rainero, 2009).
Asimismo, puesto que el sentimiento de inseguridad se experimenta individualmente, la interpretación y el uso de los espacios se produce desde una situación y posición social particular en la estructura. Esto responde a que el espacio público o ciertos lugares en particular, en tanto construcciones sociohistóricas, representan peligrosidad e inseguridad sólo para ciertos grupos que se encuentran en posiciones sociales definidas (Koskela, 1999; Lindón, 2006a, 2006b; Mehta y Bondi, 2010; Snedker, 2015; Soto Villagrán, 2012). Esta restricción, que condiciona de forma más aguda los movimientos de las mujeres, se aplica a buena parte de las calles y los lugares públicos considerados peligrosos, así como también a lugares deshabitados y sin iluminación.
En esta línea, sin duda los aportes de las geografías feministas son claves para el análisis de los cuerpos de las mujeres situados en el espacio público. La problematización de los cuerpos como primera escala geográfica y dar cuenta de cómo la estructuración generizada de los espacios y lugares tiene efectos en las formas de habitar y transitar la ciudad han sido parte de los grandes aportes de estas investigadoras (Massey, 2001; McDowell y Sharp, 1999; McDowell, 2000). Aun cuando la geografía humanista había nombrado los cuerpos al traer al centro de análisis espacial la dimensión subjetiva, éstos no fueron tomados como categorías de análisis o explicación. Así, pues, las autoras no sólo marcaron un quiebre dentro de la disciplina geográfica sino que también abrieron un camino para el estudio de los cuerpos como lugares de creación y recepción de emociones, significados, prácticas y experiencias.
La privación relativa del espacio público en tanto consecuencia del sentimiento de inseguridad de muchas mujeres a menudo lleva al aislamiento o a una reclusión parcial, pero creciente, en la esfera privada. Esto se vuelve particularmente problemático, ya que restringe la posibilidad de la construcción de la alteridad a través del encuentro con el otro en las experiencias cotidianas que son propias del ámbito urbano (Lindón, 2006a; Soto Villagrán, 2012). Este retraimiento o extrañamiento que experimentan muchas mujeres contribuye a
debilitar la autoestima femenina y ahondar los sentimientos de inseguridad […], [y favorece] un proceso circular y de retrocesos, de producción y reproducción de viejas y nuevas subjetividades femeninas en las cuales se expresa el temor y las mujeres se vinculan a él (Falú, 2009:23).
La dinámica de reindividualización que atraviesa las sociedades contemporáneas reconfiguró los soportes colectivos que protegían a los individuos y que les permitían proyectarse y afirmar un mínimo de independencia social para “dominar los avatares del porvenir” (Castel, 2010: 78), siendo los más afectados quienes no disponen de capitales económicos, sociales y culturales para afrontar las nuevas exigencias de responsabilización individual (Castel, 2004). Así, las rutinas y los hábitos que las personas van desarrollando en estos espacios cobran una centralidad fundamental para la organización de la cotidianeidad, principalmente para afrontar las ambivalencias que se les presentan y reducir al mínimo o lograr evitar los peligros (Giddens, 1997; Goffman, 1970).
De esta forma, el intento de espacialización del miedo y de la inseguridad por parte de los actores procura establecer demarcaciones entre espacios seguros e inseguros, aun cuando las transformaciones en el espacio urbano y las experiencias vividas en éste han deslocalizado o desterritorializado la inseguridad (Kessler, 2011; Reguillo, 2008). La ubicuidad de la inseguridad y la incertidumbre que genera intentarán ser paliadas por los actores mediante la identificación de sujetos, objetos y espacios seguros e inseguros, atribuyéndoles propiedades fijas para procurar encontrar estabilidad y certeza en el quehacer de la vida cotidiana.
Pero de la misma manera, en ese contexto de desafiliación y de diversas formas de vulnerabilidad social las estrategias que despliegan las mujeres para afrontar cotidianamente la inseguridad son parte de la creatividad desarrollada por los sujetos, entendida como las formas innovadoras de actuar frente a experiencias y situaciones nuevas (Castel, 2010; Giddens, 1997). Así, las estrategias securitarias serán entendidas aquí como las prácticas desarrolladas por los sujetos que se orientan a la evitación o resolución de conflictos o potenciales amenazas. Unas y otras se hallan delineadas por la rutina y la creatividad, las cuales condensan una reflexividad alrededor de experiencias previas propias y de otros. Además, dichas estrategias pueden tomar dos formas, las que se realizan de manera individual y las que se desarrollan o piensan de forma colectiva y grupal; en el presente artículo serán descritas y analizadas solo las primeras.
La falta de previsibilidad, sumada a la pérdida de credibilidad de las instituciones y de los agentes del Estado, traen aparejadas transformaciones en los modos de sociabilidad urbana, en términos de que los actores van al encuentro de la diversidad de otredades provistos de sus propios temores, prescribiendo y proscribiendo ciertas prácticas en el espacio público (Reguillo, 2008). En este sentido, también podemos concebir estas prácticas como una manera en que los sujetos que se hallan en zonas donde el Estado se retiró o está en retirada comienzan a generar formas de gestionar y procurar garantizar su seguridad (Walklate, 2001).
Para el caso argentino, las fuertes transformaciones en las condiciones de reproducción material y sociabilidad de los sectores populares durante el ordenamiento neoliberal no significaron que el Estado esté ausente, sino que se trata “de una forma cualitativamente diferente de gobernamentabilidad estatal […] que demuestra simbólicamente el poder arbitrario del Estado y que refuerza la separación entre poblaciones válidas e inválidas” (Auyero y Berti, 2013: 122). Las políticas económicas y sociales implementadas significaron para los sectores medios y populares que el Estado dejó de ser productor y garante de variados derechos sociales. Así, más que retirada parcial o total, nos encontramos con una presencia estatal contradictoria, selectiva e intermitente y a menudo violenta, que se hace presente a través de su brazo represivo o punitivo.
En este tipo de contextos externos inseguros, la rutinización de estas estrategias y la “conciencia práctica” se tornan fundamentales para la búsqueda de la autonomía de los individuos, como rituales de la vida cotidiana que posibilitan seguir adelante y proyectar una dimensión de futuro (Giddens, 1997). Las distintas prácticas desplegadas pueden ser pensadas como capacidades adquiridas a partir de la experiencia individual y colectiva acumuladas, que intentan encontrar, aunque no siempre con éxito, distintas soluciones a las situaciones conflictivas con las que se miden diariamente en los territorios que habitan o transitan (Rodríguez Alzueta, 2011). Ahora bien, ello no supone que consideremos que esta cotidianeidad deba ser concebida en términos de una naturalización de las violencias y el delito, o que conlleve una suerte de inmovilismo de los actores. Por el contrario, en cada situación y encuentro cara a cara los sujetos interactúan de acuerdo con ciertas reglas en el marco de un escenario donde se hacen presentes motivos, imputaciones e intenciones situadas en una dimensión espacio-temporal específica (Goffman, 1970). En consonancia con lo anterior, el uso y manejo del “código de la calle” supone la apropiación de ciertas reglas informales y comportamientos organizados en el marco de una interacción social, lo que contribuye al mantenimiento de las relaciones interpersonales en el espacio público de los barrios de sectores populares4 (Anderson, 1999).
Por último, es importante resaltar y tener en consideración que las mujeres, al experimentar un mayor sentimiento de inseguridad, son más proclives a transformar sus rutinas, sus prácticas y sus comportamientos por temor a ser victimizadas (Madriz, 2001; Rainero, 2009). Esto sería particularmente visible en el caso de las mujeres de sectores populares ya que, dada la escasez de recursos, no poseen ciertas comodidades –tales como un automóvil propio–, lo que lleva a muchas de ellas a autoimponerse restricciones espacio-temporales que las recluyen y les producen desasosiego.
Como se dijo, la metodología del artículo es de corte cualitativo. La recolección de la información se realizó entre agosto y septiembre de 2016 en los asentamientos El Arroyito y El Zanjón de Los Hornos, al suroeste del partido de La Plata, en la provincia de Buenos Aires. El muestreo fue no probabilístico y por bola de nieve. Se realizaron 22 entrevistas semiestructuradas, donde se buscó que las preguntas iniciales fuesen amplias, para posibilitar el surgimiento de temores e inseguridades no directamente relacionados con el delito, el crimen o la seguridad ciudadana; como así también para observar el propio hilo temporal construido en las narrativas de las mujeres.
Asimismo, se tuvo en consideración que la cantidad de entrevistas permitiera una representatividad de la pluralidad de voces de las mujeres que habitan cada asentamiento, según su nacionalidad y edades, dado que la interseccionalidad da lugar a observar que cada uno de estos grupos experimenta de modos distintos el sentimiento de inseguridad dentro y fuera de sus barrios (ver tabla 1 en Anexo). Las entrevistas permitieron acceder a las experiencias de las entrevistadas, lo que perciben y cómo lo interpretan, informando sobre la naturaleza de la vida social de las mujeres en su propia situación, posición y en su conjunto de relaciones (Geertz, 2003; Weiss, 1995). De esta manera, las estrategias securitarias que se presentan fueron identificadas y recuperadas de los relatos a partir de lo que reconocieron para lidiar con las distintas expresiones de la inseguridad. En segundo lugar, se combinaron la observación selectiva y observación enfocada (Werner y Schoepfle, 1987) para de esta manera explorar situaciones, actividades y espacios que se consideraron relevantes y que contribuyeron a la explicación del problema, y también para retomar elementos que no habían sido contemplados en un principio.
Las viviendas que se hallan en los asentamientos El Arroyito y El Zanjón son principalmente casillas de madera y algunas otras construcciones precarias de cemento o ladrillo aparente. En cuanto al acceso, solo dos líneas de transporte colectivo, concesionadas a una empresa privada, comunican los barrios con la localidad de Los Hornos y con el partido de Berisso, contiguo al de La Plata. Ambas atraviesan el centro de la ciudad de La Plata y su recorrido finaliza a escasas cuadras de ambos asentamientos. Estos transportes son los únicos que pasan por allí, con una periodicidad de veinte minutos de lunes a viernes, y de unos cuarenta minutos los fines de semana. Ya que ambas líneas poseen recorridos muy similares, podríamos decir que la comunicación de los dos barrios es limitada. Los vecinos, para trasladarse a otras zonas del partido de La Plata, deben desplazarse hacia las avenidas principales para utilizar o combinar otras líneas de la red de servicio público. Esto, además de encarecer el costo de la vida, da cuenta de la segregación de los espacios en que viven. Por su parte, el paso obligado por la zona céntrica implica extensos tiempos de viaje en la vida cotidiana de estas personas.
El acceso a los servicios es deficiente. Exceptuando las avenidas, los barrios poseen escaso alumbrado público y asfalto. Tampoco cuentan con conexiones de gas natural, ni redes de drenaje o de agua potable. La recolección pública de residuos es espaciada, y tanto el Arroyito como el Zanjón se saturan de basura y roedores, lo cual hace de los asentamientos lugares particularmente insalubres. La falta de aceras y de asfalto dificulta la circulación de las/os vecinas/os e imposibilita el paso de ambulancias, policías y camiones que recolectan los desechos de un número importante de familias. Esta carencia es particularmente problemática en épocas de lluvia y da lugar a posibles accidentes tales como caídas o tropiezos.
Un elemento sociodemográfico más es que en la localidad de Los Hornos podemos identificar dos flujos migratorios importantes. En el primero, durante la década de 1950 arribaron migrantes internos provenientes de provincias del norte y noreste del país en busca de trabajo; en el segundo, que ocurre con mayor intensidad desde 1990, llegaron migrantes de países limítrofes, principalmente de Bolivia y Paraguay, también en busca de empleo y de la posibilidad de tener derechos básicos garantizados por el Estado, tales como la gratuidad de la salud y la educación. Mediante observaciones y encuentros informales se pudo constatar que los nuevos pobladores comúnmente se asientan cerca de los parientes ya radicados, y así se han ido configurando zonas espacialmente diferenciadas de argentinos, bolivianos y paraguayos, que se vinculan entre sí con mayores o menores grados de conflictividad. Para los casos aquí analizados, El Arroyito y El Zanjón están mayoritariamente poblados por argentinos, paraguayos e hijos y nietos argentinos de paraguayos.
En lo que respecta a la dinámica barrial, señalaremos algunas rutinas que pudieron ser reconocidas a través de las observaciones en ambos asentamientos. Mi llegada a los barrios variaba, dependiendo de los horarios en que pactaba las entrevistas, pero siempre usando el transporte colectivo, alrededor de una hora y media o dos antes de la primera cita y hasta caída la noche. Dadas las condiciones habitacionales y los escasos metros cuadrados que tienen las viviendas, gran parte de la vida del vecindario transcurre en las calles, por lo que el espacio público en los sectores populares se vuelve un lugar de sociabilidad forzosa (Rodríguez Alzueta, 2011). Esto supone que los lugares de encuentro de niños y jóvenes, principalmente varones, suponen un habitar y no un mero transitar por la vía pública, pues las posibilidades de recreación y consumo en lugares privados y cerrados son escasas. Lo anterior implica, además, la imbricación de condiciones y procesos urbanos, económicos y culturales.
Los varones adultos suelen salir del barrio en la mañana, debido a que la mayor parte de ellos trabaja en obras de construcción en otras zonas y las jornadas laborales en este sector comienzan muy temprano. Esos empleos son especialmente volátiles cuando se prolongan los días de lluvias intensas y se interrumpe el trabajo. La cercanía al Río de la Plata y a humedales hace que esta situación sea frecuente, por lo que varias de las familias en las que el ingreso principal es el del varón-albañil viven en una situación de preocupación e incertidumbre permanentes. El lugar de encuentro de los jóvenes, principalmente de los varones, durante el día y la noche, son las esquinas del barrio. Allí se reúnen para conversar, jugar, consumir alcohol o estupefacientes. Supimos de antemano, mediante las charlas informales previas con las mujeres, que más allá de que los hostiguen o no, estas reuniones suelen molestar a los vecinos. En la medida de lo posible tratan de evitar pasar por esas zonas tomando rutas alternativas para llegar al destino, ya sea porque hagan ruidos molestos o porque los consideren una potencial amenaza.
Más allá de lo anterior, no todas las jornadas son iguales en los asentamientos. Los días de la semana, horarios y estaciones del año contribuyen a delinear las dinámicas barriales y familiares. Durante los fines de semana es cuando hay más movimiento de personas, sobre todo en los escasos días soleados y antes del atardecer. Los niños corren fuera, jugando entre sí o montando bicicletas bajo la mirada de sus familias, apostadas en las puertas de sus casas tomando mate. Además, a los jóvenes varones también se los puede ver por las calles yendo a comprar cerveza o montando motocicletas de forma muy rápida y ruidosa, hecho que despierta malestar entre los vecinos sea por lo fastidioso que resulta en términos de sensorialidad auditiva o por los accidentes viales que puedan llegar a generar. En estos grupos de varones nunca vimos a una mujer. La mayor parte de las veces, las jóvenes también habitan grupalmente el espacio barrial, pero las actividades más frecuentes son las caminatas como modo de ocio y recreación y no una mera forma de tránsito, en repetidas ocasiones, con niños/as en carriolas.
Por otra parte, algo que se ha podido observar es la poca circulación de personas, el cierre de los comercios y el cese de las actividades en las calles y plazas cuando comienza a anochecer. Las calles se vacían y las familias se recluyen, esto implica que las rutinas y la cotidianeidad en los hogares está organizada de tal forma que se procura no circular por el barrio cuando está oscuro y desolado. Es en el contexto descrito para El Arroyito y El Zanjón que se sitúan espacial y biográficamente las reflexiones de las entrevistadas sobre sus estrategias securitarias.
Para las mujeres, el derecho al uso del espacio público está limitado (Madriz, 2001). Rutinas y hábitos tales como no pasar por ciertos lugares caracterizados como amenazantes o peligrosos, no ir a parques o plazas –principalmente de noche– o no esperar el transporte solas son parte de las diversas formas que toma la restricción de los movimientos de las mujeres entrevistadas. Lo anterior supone que el desarrollo de ciertas prácticas que realizan para intentar evitar enfrentarse con una situación conflictiva, especialmente eludiendo ciertos espacios, es parte constitutiva de la experiencia de la vida cotidiana de las vecinas.
La principal alteridad amenazante identificada por las entrevistadas son los jóvenes varones, epecialmente los que se encuentran en las esquinas o circulan en motocicletas. Sobre las estrategias que aplican alrededor de esta identificación se centra el análisis de este artículo.5 Wilma comenta que ya casi no visita a su hermana en un barrio cercano a El Arroyito porque considera que es peligroso y que con seguridad allí podría ser víctima de un delito. Según ella, la peligrosidad de aquella zona se caracteriza por la oscuridad e inaccesibilidad del espacio, pues no hay calles asfaltadas y se apostan en el espacio múltiples grupos de jóvenes varones a los cuales no conoce.
La relevancia del conocimiento del otro se ve en que muchas mujeres afirmaron establecer siempre un saludo cordial con los jóvenes de las esquinas de su barrio. Éstas se mostraron tranquilas al hablar de ellos, sosteniendo que como los respetan, no las molestan, o porque las conocen a ellas, confían en que ellos no les harán nada. Estas estrategias preventivas manifiestan cercanía y las adoptan con el objetivo de reducir la distancia (Simmel, 2018) que las separa de los jóvenes, para que no las vean como extrañas. Estas vecinas comentan:
Ahí se juntan todos [frente a su casa]. Acá en la esquina también, pero como te ven pasar todos los días es como que… Si sos más conocida, te tienen un poco más de respeto. Pero pasás la [avenida] 66, o vas para el lado del parque, de noche no pases (Nancy, 49 años).
No, yo no me meto con nadie… Porque ante todo, respeto. Vos me respetás, yo te respeto y no molestes. Saludo y seguís… (Silvana, 29 años).
Si pasan por acá, me piden un cigarrillo y yo tengo se lo doy… o les paso agua o una botella. Me piden, se lo doy. No trato de ponerme en contra de ellos, trato de llevarme bien […] Nunca fui una mujer de tenerle miedo a ellos, al contrario, ellos me gritaban y yo también les gritaba… yo me levantaba a la mañana [y me decían] “hola ¿cómo anda?”, “Traigan la factura pa’ tomar mate”, les gritaba yo, entonces trato de llevarme bien (Nadina, 58 años).
Lo anterior ilustra también el manejo del “código de la calle” y el code-switching (Anderson, 1999). Esto significa que las mujeres, dependiendo de la situación, cambian el registro con que se manejan cotidianamente para lograr lidiar con los distintos encuentros que puedan presentárseles en el exterior. Las mujeres que reconocen el entendimiento y la posibilidad del manejo del código del otro y de desenvolverse a partir de éste, son principalmente las que pasan más tiempo en el espacio público barrial. Así, y poniendo el centro de atención en la situación, comprenden dichos símbolos y significados a través de la interacción que luego contribuye a la interpretación de las situaciones cuando se encuentran con el otro. La posibilidad de desenvolverse en el espacio público de esta forma permite la alteración de los códigos y, en consecuencia, de ciertos tipos de comportamientos circunstanciales mediante la evaluación previa de los posibles cursos de acción (Goffman, 1974). Este acercamiento y puesta en suspenso parcial de la distancia social y espacial les otorga confianza y previsibilidad; con menor frecuencia, dichos jóvenes han roto las expectativas de la interacción con agresiones verbales o invadiendo su espacio personal.
Además, podría aventurarse la hipótesis6 de que este comportamiento de los varones en su barrio y hacia mujeres conocidas se debe a los costos de la interacción, pues que las vecinas sepan quiénes son, dónde viven y conozcan a miembros de sus familias aumenta las posibilidades de que ellas puedan ejercer sanciones hacia los jóvenes. Aun cuando no sean agredidas o receptoras de miradas lascivas, las mujeres continúan percibiendo ese encuentro e interacción en términos asimétricos, pues en su experiencia cognitiva y a través de las cadenas de interacción, estos sujetos son capaces de no ajustarse a las expectativas y formas del encuentro barrial.
Por otra parte, podemos reconocer que varias de las mujeres expresaron que en las horas de la noche usualmente no circulan por las calles y que de todas formas no deberían tener necesidad de salir. Para algunas de las entrevistadas esto se debe a que tienen temor a ser victimizadas u hostigadas verbalmente por los jóvenes. Pero para otras se debe a los códigos de honorabilidad que regulan las relaciones y que se ponen en juego en estos asentamientos, en términos de diferenciar la propia posición en que se encuentran en el barrio en comparación con otras vecinas y familias. El respeto –aunque no sólo para las mujeres– es un rasgo central en este tipo de contextos y es a la vez un elemento clave de la negociación en la interacción del código de la calle. De forma similar, gran parte de las madres relataron que luego de la llegada de los niños de la escuela debían quedarse con ellos haciendo las tareas de cuidado. Por ello tampoco tendrían qué hacer durante la noche en las calles, argumentando la restricción de los horarios en los que deberían dejar de transitar por los barrios y el retraimiento en los hogares.
A la tardecita ya es difícil para mí [salir de casa]… es la hora en que viene mi marido ya… él viene a las seis [de la tarde] de trabajar, y a esa hora yo ya estoy acá adentro, cocinando y… haciendo cosas […] Sí… hago acá la limpieza, cuido a mi hija, cuido a mi mamá que está muy enferma (Wilma, 47 años).
Sobre lo anterior podemos reconocer que la maternidad en las mujeres y las expectativas sociales y responsabilidades que pesan sobre ellas marcan también su experiencia acerca de la inseguridad. El peso del mandato maternalista sobre la crianza y los cuidados y el sentido de responsabilidad hacen que muchas hayan remarcado que sus mayores preocupaciones y temores están referidos a las amenazas que puedan llegar a padecer sus familias más que su persona. La totalidad de las mujeres madres solteras sostuvo que cuando comienza a oscurecer evita circular por el barrio. Argumentan que ello se debe principalmente a que sus hijos son pequeños y siempre están con ellas, por lo que el temor a que puedan ser hostigadas cuando están con los niños provoca que declaren estar más precavidas cuando se mueven con ellos que cuando lo hacen solas.
Yo mucho no me manejo con el tema de los chicos. Voy y vengo con los chicos así que no… no ando mucho de noche. Lo más que ando es después de las ocho [de la noche] que vengo de allá del club con ellos, nada más. Después no… venir caminando apuradita. Y fijarse que haya siempre gente. […] más cuando vengo con ellos (Karla, 34 años).
Karla sólo circula por el barrio en la noche cuando vuelve de buscar a sus niños de las actividades deportivas que realizan en el club barrial. En este caso, la única circunstancia semanal en la que no puede evitar circular por la noche y con sus hijos, camina a un ritmo apresurado y por lugares transitados las escasas cuadras que separan su hogar de dicho club. Así, lo que podemos observar es el hecho de que, dependiendo del contexto no sólo espacial sino también quién la acompañe, las estrategias a desarrollar varían.
Caminar apresuradamente, pensar con anticipación los trayectos, mirar atentamente y vigilar todos los movimientos de las personas que circulan cerca es parte de la cotidianeidad de la vida de las entrevistadas. Es decir, el “estar alerta” de lo que ocurre a su alrededor, lograr “detectar el comportamiento inadecuado del otro” (Soto, 2012: 58) –siempre varones– es algo muy recurrente en los testimonios y se vuelve una estrategia más que busca dotar de certidumbre las interacciones en el espacio público. Estar alerta supone una carga cognitiva y emocional negativa, que dificulta el disfrute o apropiación del exterior dependiendo del contexto espacio temporal. En términos de proxemia, si durante las horas del día es evaluada positivamente la concurrencia y cercanía de otros al elegir tomar calles transitadas, durante las horas de oscuridad lo anterior se convierte en una fuente de temor.
En los distintos grupos etarios, los hostigamientos vinculados con el acoso sexual en el espacio público aparecieron explícitamente sólo de manera secundaria en relación con otras experiencias evaluadas como inseguras, pero subyacen en las narrativas. Las experiencias de acoso registradas se vincularon a comentarios y miradas obscenos. Frente a ello, las estrategias fueron evasivas, eligiendo no confrontar a los varones que las acosaron para que no escalara el conflicto a una agresión mayor, que implicara contacto físico o la continuación del hostigamiento. Ninguna de las entrevistadas relató haber vivido algún tipo de invasión sobre el cuerpo, pero dicha posibilidad se vive como una amenaza latente. Lo anterior abona la tesis de la sombra e influye en la prevalencia de transitar más que habitar el espacio público. En todos los casos, se deslizan ideas vinculadas con la localización correcta del cuerpo femenino, significado y sexuado por los otros. Todas ellas parecen saber cuál es su lugar asignado como mujeres, lo que dificulta su integración en el exterior, pues las relaciones sociales y los procesos espaciales se refuerzan mutuamente (McDowell, 2000).
Las mujeres entrevistadas no sólo limitan sus actividades sino que también, en su papel de madres, restringen las actividades de sus hijos por temor a que algo pudiera ocurrirles. En particular esto podemos observarlo en los relatos de las dos mujeres que tienen hijos adolescentes. Priscila tiene un hijo de 14 años y al contar los cuidados que tenía para que no esté expuesto a ninguna posible situación de victimización en la vía pública o que realice actividades que considera que no son apropiadas para un chico de esa edad, resaltó en su relato que ella sí confiaba en su hijo, pero no en los jóvenes que lo rodeaban:
Lo que no me gustaría es que le pasara algo a mi hijo. Creo que no sabría cómo enfrentar o cómo actuaría ante un hecho x. Él va a la escuela conmigo, va a trompeta, lo llevo yo y lo voy a buscar yo… por una cuestión de cuidar su integridad física. Yo confío en él, yo sé lo que es él, pero no confío en el resto. Es lo que le pasa cualquier madre. [Simula conversación] “a mí no me molesta levantarme a cualquier hora e irte a buscar, sos mi hijo. Y si yo no te cuido, no te cuida nadie”. Es así.
Wilma, que es madre de una niña de 12 años, también se muestra preocupada porque esté sola en la calle –sea de día o de noche– y se relacione con los jóvenes de las esquinas. Ella resalta el hecho de mantener reiteradas charlas sobre las precauciones que debe tener en la vía pública. Dada la socialización generizada, es más común que a las niñas desde pequeñas se les enseñen en las familias distintos consejos e imposiciones, que siempre deben tener cuidados y comportamientos adecuados. Los consejos giran en torno a un estar alertas a eventuales agresiones sexuales, pero también sobre cómo caminar, cómo vestir, cómo sentarse, sobre cómo ser femenina y respetada; lo cual, simultáneamente, distingue y distancia de los otros. Wilma sostuvo que:
Yo siempre le hablo a ella de esas cosas… que no pase por donde están los chicos, que no hable con los chicos… que no ande por lugares oscuros… Igual ella no… Cuando es de noche no sale de acá. No, porque su papá ya está acá y la queremos ver acá adentro… Él la quiere ver acá adentro. Yo le compré a ella la tablet y está ahí en su pieza, adentro. No, ella no sale. Ahí tiene la amiguita [señala una casa vecina]. Sobre esta cuadra, ahí nomás va ella. Después, antes de que venga su papá yo le llamo. Por acá nomás, ella no sale a la calle sola, ¿eh? (Wilma, 47 años).
A través de estos dos casos vemos el intento de que los jóvenes se mantengan fuera de “la calle”. Las madres que se consideran a sí mismas “decentes”, declaran además ser estrictas con la crianza, procurando que incorporen el sentido de la responsabilidad, el trabajo y los principios morales “correctos”. Estas estrategias para evitar que los hijos se relacionen con gente que consideran que no son como ellos, por compartir unos supuestos valores diferentes, restringen las experiencias de los más jóvenes a partir de imaginarios construidos sobre el otro. Así también, en la percepción de estas dos entrevistadas, el control sobre sus hijos evitará problemas tanto en el espacio público como en el privado, coproduciendo seguridad a partir de estas prácticas restrictivas (Agudo, 2016).
Siguiendo a Skeggs (2019), desde una perspectiva macroestructural, las mujeres de clases populares han sido consideradas tanto el problema como la solución del orden social. El ideal doméstico de mujeres-madres-cuidadoras que opera en ambas entrevistadas es similar, pero resulta más significativo porque la segunda está en pareja y la primera no. Es decir, aunque Wilma no sea la única progenitora presente, manifiesta el mismo peso y sentir del mandato de la buena crianza, aun cuando está en pareja y la otra entrevistada no (Palomar Verea y Suárez de Garay, 2007; Skeggs, 2019). La internalización de este mandato, el imaginario maternal y el cuidado sobre sus hijos, no ocurren sin mediación. Se ve reforzado en las interacciones con conocidos y desconocidos y las sanciones que aplican sobre las mujeres madres. Dichas sanciones tienen gradaciones, pudiendo ser más o menos simbólicas, como, por ejemplo, la divulgación de chismes en los barrios como forma de disciplinamiento dadas las relaciones de cercanía.
En este artículo se describió y analizó cómo se definen y redefinen en el marco de las interacciones cara a cara las estrategias securitarias individuales para afrontar la problemática de la inseguridad ciudadana de un grupo de mujeres de sectores populares de la localidad de Los Hornos. Se colocó la mirada en el proceso mismo de interacción, atendiendo a conversaciones e intercambios a fin de percibir cómo en la negociación microsocial se van configurando y modificando las estrategias y el sentimiento mismo es uno de los aportes de este artículo.
El intento por cartografiar las condiciones precarias en que viven y las vulnerabilidades que atraviesan las mujeres y sus familias procuró ir más allá de una mera exposición del espacio material para entenderlo en términos de un espacio vivo, que al escuchar las voces de quienes ahí viven adquiere un sentido particular. El lugar que ocupa en este trabajo el análisis del contexto barrial permitió ver dónde se inscriben las estrategias frente a la inseguridad.
La percepción de inseguridad e intranquilidad manifestada en el propio barrio no deja de ser un hallazgo, aun cuando el sentimiento sea bastante generalizado. Gran parte de los estudios del miedo al crimen del siglo xx mostraban como resultado que las proximidades del lugar de residencia y la residencia misma eran considerados lugares seguros, pues los hogares se han presupuesto como el refugio frente al peligro externo. Elementos como conocer más gente, saber quiénes son y dónde viven para un eventual pedido de ayuda; saber sobre las calles y las aceras, la ubicación de la iluminación, entre otros, continúan teniendo lugar en las evaluaciones, pero no son suficientes para construir una percepción de seguridad en sus zonas de residencia.
Las estrategias de evitación y autoprotección analizadas se hallaron cargadas de creatividad. Unas y otras están atravesadas por la evaluación del contexto espacio-temporal y de los movimientos corporales a desplegar, resultando de ello la acción a ejecutar en el encuentro cara a cara con los otros. Y a medida que resultan efectivas, en el sentido de sortear situaciones amenazantes, las estrategias se rutinizan. La creatividad y la diversidad de estrategias pueden ser clarificadas desde la perspectiva propuesta, ya que al colocar el interés en los encuentros cara a cara y recuperar herramientas conceptuales del interaccionismo simbólico, las negociaciones, las evaluaciones y los intercambios toman centralidad explicativa. Los análisis estructurales han hecho grandes aportes al subcampo de estudios que refieren a las experiencias de las mujeres en el espacio público atravesadas por la (in)seguridad, pero no permiten acercarnos a explicaciones que den cuenta de cómo opera la agencia que da paso a la variabilidad de las prácticas de mujeres al transitar el espacio público.
Por otro lado, se ha mostrado cómo las normas de respetabilidad y las pautas e imputaciones configuran las estrategias securitarias de las vecinas y los comportamientos y prácticas esperados que deberían mantener por su posición de mujeres en el espacio público. La asignación de espacios por género, los lugares que se niegan, los horarios restringidos, las precauciones tomadas al realizar ciertos trayectos y la consecuente limitación de su circulación degradan las posibilidades de su experimentación de la vida urbana y su calidad de ciudadanas en tanto que cercenan sus derechos y libertades, y a la vez prolongan en el espacio público el papel de mujer-madre-cuidadora. Tal como se mostró, los desplazamientos y usos de la calle traídos a colación por parte de las mujeres estaban principalmente moldeados por actividades cotidianas vinculadas con el trabajo reproductivo y no al productivo, aun cuando fueran trabajadoras.
Asimismo, la variabilidad de las estrategias securitarias está marcada por las expectativas, pero también por la evaluación de los encuentros cara a cara situados en un espacio-tiempo. La construcción del otro a partir de las narrativas mostró cómo se trazan y asignan motivos sobre un “nosotros” y un “ellos” construido frente a otros habitantes de los asentamientos. Las relaciones sociales que mantienen las mujeres cotidianamente con algunos miembros del barrio se encuentran atravesadas por estrategias de distancia social y defensa personal, considerando que un episodio violento, incivil o amenazante pueda ocurrir en cualquier momento. En consecuencia, las atribuciones de sentido establecidas sobre esos otros manifiestan y trazan no sólo una distancia social sino también una distancia espacial en el mismo asentamiento. La fragmentación urbana, en su dimensión espacial y social, se encarna en la vida cotidiana de estas mujeres a partir de las lógicas excluyentes descritas, tales como las dificultades infraestructurales o de movilidad e inmovilidad. Se observó, también, cómo el sentimiento de inseguridad se produce de manera particular en un entorno de deterioro de lo público, volviendo la mirada a la presencia del Estado como productor de espacios de convivencia y habitabilidad. Asimismo, eso se interseca con el género, pues las expectativas de interacciones no amenazantes en el espacio público son muy bajas para las mujeres, lo que agudiza las dinámicas expulsivas de la ciudad.
Como se dijo, ninguna de las entrevistadas mencionó explícitamente el miedo a la violación y las agresiones sexuales físicas, pero se constató que, para el caso analizado, también opera como la “sombra”, influyendo en otros temores de victimización. Además de los relatos mostrados, lo anterior puede sostenerse en que el otro temor recurrente siempre es un cuerpo joven y masculino. En los pocos casos en que se manifestó temor hacia mujeres, siempre había un previo conocimiento y conflicto interpersonal entre la entrevistada y la otra. En uno y otro caso, la mayor probabilidad de riesgo evaluada se evidenciaba en aquellos delitos u hostilidades que implicaban contacto cara a cara y la cercanía de los cuerpos; es decir, la posibilidad de recibir algún tipo de agresión física.
En términos generales y a través de lo señalado podemos sostener que las diversas estrategias contribuyen a que estas mujeres se sientan más seguras. Por ello también dotan de cierta certidumbre sus experiencias de la vida cotidiana, que se encuentran atravesadas por un contexto de precariedad, pobreza y desprotección del Estado y frente a él. Recuperar la dimensión subjetiva de la vulnerabilidad social es otro de los aportes realizados, dada la mayor importancia de los trabajos académicos, a lo estructural u objetivo, a la vulnerabilidad social en su doble proceso.
Asimismo, dadas la evaluación que hacen del presente y la percepción de que el Estado no brindará seguridades ni certezas, consideramos que se multiplican las estrategias de autoprotección para evitar situaciones amenazantes o adelantarse a ellas para minimizar las posibles consecuencias. Finalmente, profundizar en la dimensión de la agencia de las mujeres y sus prácticas en la ciudad permite problematizar postulados que sostienen que el espacio público está vetado para ellas, así como también la posibilidad de pensar que no son meras reproductoras de estructuras y mandatos sociales. Sin duda ello contribuye a problematizar y comprender las experiencias de las urbanitas en toda su complejidad y así construir políticas públicas para democratizar el acceso y el disfrute de la ciudad.
Finalmente, en una próxima investigación se espera trabajar las estrategias y la espacialidad y la forma en que se construyen en función de los papeles de género. Será relevante, en tanto aporte, realizar un análisis comparativo que aborde la construcción del sentimiento de inseguridad y el desarrollo de estrategias en varones, personas lgbttti+ y una mayor diversidad de mujeres con distintas trayectorias de vida y que no sea necesariamente su condición de clase lo que las acerca.
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Gimena Bertoni es candidata a doctora en Ciencias Sociales por la flacso-Sede México. Maestra en Ciencias Sociales por la flacso-Sede México y licenciada en Sociología por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Es miembro de la Asociación Argentina para la Investigación en Historia de las Mujeres y Estudios de Género (aaihmeg). Es integrante del Grupo de Estudios sobre Violencia, Justicia y Derechos Humanos del Centro de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina; y participante del Proyecto “Fuerzas de seguridad, vulnerabilidad y violencias en contexto de pandemia de covid-19” de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación de Argentina.