Recepción: 13 de septiembre de 2022
Aceptación: 9 de enero de 2023
Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad
Héctor Medina Miranda, 2020 CIESAS (Publicaciones de la Casa Chata), Ciudad de México.
En un momento en que a ciertos promotores de la moda perspectivista, después de haber dado autoridad etnográfica a los jaguares, les gustaría realizar la fusión new age del antropólogo y el chamán, de la antropología y la psicodelia,2 la parte racionalista que resiste entre nosotros, a pesar de todo, experimenta un cierto consuelo en la lectura de una monografía de los huicholes de México (wixaritari, wixárika en singular, etnónimo vernáculo) que escapa al patetismo alucinatorio. Dividido entre la antropología histórica y la etnografía extensiva, este breve libro se centra en un problema específico para aclarar, en lugar de confundir, el significado político de una cultura chamánica y de un complejo mítico-ritual basado en una relación cosmocéntrica con el territorio y en la consecuente dialéctica de identidad y alteridad. Asentados en la Sierra Madre Occidental, los huicholes conforman, con los tarahumaras (rarámuri), una de las dos etnias que han puesto en el centro de su aparato ritual, orquestado por poderosos chamanes, las visiones provocadas por el peyote. Conocemos bien la fascinación que esta “tribu de artistas”, como Robert M. Zingg les llamaba en la década de 1930, fue capaz de provocar en los etnólogos que los frecuentaron, a veces hasta el punto de arrastrarlos en una exaltación psicodélica desenfrenada, ignorando todo rigor científico. Así sucedió, por ejemplo, con los verdaderos especialistas de los huicholes, Barbara Myerhoff y Peter T. Furst, quienes fomentaron a expensas de los wixaritari una de las mayores estafas en la historia de la disciplina: la de Carlos Castaneda, al aceptar alimentar las páginas que habían de conducir al plagiario por el camino del éxito editorial y, en última instancia, a la deriva sectaria.
El libro de Héctor Medina Miranda, por fortuna, se inscribe en la sana reacción epistemológica que caracteriza a una abundante etnología regional contemporánea, ahora ansiosa por distanciarse de la “leyenda negra” castanedista. Evita considerar el simbolismo huichol, a pesar de sus innegables atributos estéticos, como una esencia cautivadora, sino como un mediador de las complejas relaciones entre las diferentes comunidades wixaritari (definidas por una identidad territorial fundamentalmente inestable) y el mundo exterior, el de los teiwarixi (singular teiwari; “vecinos”, es decir, mestizos, blancos, etnólogos y obviamente turistas).3 Pero lo que distingue el planteamiento de Medina Miranda –así como el de otros autores, tales como Cristina Aguilar Ros o Séverine Durin– es un interés innovador por los grupos huicholes geográficamente descentrados por procesos migratorios, que se esfuerzan obstinadamente por mantener el sistema simbólico propio de su cultura, en el seno de una vida social condicionada por el contacto con el mundo exterior. Si Durin y Aguilar Ros se interesaron por los huicholes que se habían vuelto urbanos y por la explotación turística de las comunidades,4 Medina Miranda se enfoca sobre el caso de las comunidades rezagadas en la sierra, en los estados de Durango y Nayarit, pero al margen de una zona geográfica clásicamente huichola, limitada al extremo norte del estado de Jalisco, en torno a las tres comunidades: San Andrés Cohamiata (Tateikie), San Sebastián Teponahuastlán (Huautɨa) y Santa Catarina Cuexcomatitlán (Tuapurie). Sin embargo, lejos de constituir unidades urbanas homogéneas, estas tres comunidades, que están bajo la supervisión administrativa del municipio mestizo de Mezquitic, distribuyen su hábitat entre un pueblo agrupado en torno a la iglesia, la casa real del gobierno tradicional, el centro ceremonial (tukipa), y las casas asignadas a los diferentes cargos rituales y a los caseríos principales (rancherías, kiekari) dependientes de la comunidad, características del hábitat disperso wixárika, propicio para efectos de escisión.
Nuestro autor se compromete a revelar, junto a estas comunidades “canónicas” de Jalisco, el enorme interés etnográfico de los grupos mucho menos conocidos de los estados de Durango y Nayarit, provenientes de rancherías formadas por familias desplazadas, que con el tiempo se han convertido en verdaderos pueblos, como Bancos de Calítique, Guadalupe Ocotán, Santa Rosa, o incluso –casos particularmente notables en nuestra opinión, adelante volveremos a este asunto– las nuevas comunidades recompuestas a orillas del lago artificial creado por la represa de Aguamilpa, inaugurada en 1993. Por lo tanto, se distancia de una corriente principal etnográfica que tendería a sostener, frente al “mestizaje” estigmatizante de estas neocomunidades, un ideal purista con respecto a las de Jalisco, que son más antiguas y por lo tanto consideradas las más “auténticas” en términos de la tradición.
Con buen método, Medina Miranda se esfuerza por reconstruir pacientemente, a partir de documentación histórica consultada en bibliotecas y archivos, los principios dinámicos que operaron en una sierra que fue objeto, durante la época colonial, de misiones mineras y de evangelización, en un clima de violencia del que la guerra del Mixtón (1541) constituyó el clímax. El autor analiza la constitución progresiva de la relación con la etnicidad wixárika dentro de un territorio compartido, de alguna manera, con otros grupos, generalmente hostiles, como los coras, los tepehuanes y los mexicaneros (descendientes nahuas de auxiliares tlaxcaltecas alistados por el ejército español para sofocar la revuelta de 1541).
Considera el autor, en este proceso, el papel de las autoridades civiles y religiosas hispanas, luego mexicanas, y de oposiciones internas, territorializadas, entre indios agricultores –lejos de una supuesta homogeneidad sociológica–, las tendencias estructurales a las rivalidades de vecindad y la escisión comunitaria. Entre estos grupos, primero confundidos indiscriminadamente entre sí por las autoridades coloniales con el genérico peyorativo, de origen nahua, de chichimecas (“bárbaros”), también parece difícil reconocer al huichol (exónimo hispano), sino a través de diferentes nombres, cada uno tan incierto como el otro, utilizados por cronistas de los siglos xvii y xviii, como los guachichiles, vizuritas, guisares, bisoritas, hueitzolmes, huitzoles o güicholes (p. 54). No obstante, en un documento de 1745, uno encuentra una de las primeras menciones de la comunidad de San Andrés Cohamiata. Si bien esta se considera hoy como una de las tres más “auténticamente indias”, el mero hecho de haber sido fundada por franciscanos indica que es resultado de una agrupación autoritaria de familias a las que pretendían, como en otros lugares, sedentarizar y, según la infame expresión colonial, “pacificar”. Muy acertadamente concluye Medina Miranda que “Desde el punto de vista indígena, la región wixárika no se piensa como un ámbito exclusivo y homogéneo, sino como producto y contenedor de las relaciones sociales con diferentes otredades” (p. 56).
A pesar de contar con una base simbólica notablemente consensuada y del cosmocentrismo obsesivo que encontramos en cada una de las comunidades hoy, la cultura wixárika se caracteriza, tanto en la sociología como en los mitos y ritos, por una relación sumamente ambigua con la otredad, empezando por la de los teiwarixi, los “vecinos”, los colonos, los invasores, los usurpadores, que son también personajes cuyo poder transformador linda con la dimensión divina: “La transformación –escribe acertadamente Medina Miranda– forma parte, ineluctablemente, de la tradición” (p. 63). Así la obra misional provocó, como la etnografía de los huicholes no deja de demostrarlo, un despliegue de proyecciones especulares de figuras cristianas, integradas en un aparato ritual propicio para el “bricolage intelectual” lévi-straussiano. Aquí encontramos apasionantes pistas para abordar la complejidad de uno de los rituales más estudiados por los etnógrafos, la celebración de la Semana Santa, que incorpora un Santo Cristo Teiwari (“Santo Cristo el vecino”), desdoblado en dos figuras crucificadas: Tatata (masculino) y Tanana (femenino), siguiendo la clásica cosmología dualista mesoamericana, a quienes dedican –así como a otras deidades semi-cristianas (el santo patrón) y semi-indígenas (los padres míticos)– la sangre de varias docenas de cabezas de ganado bovino. Respecto a este animal de origen colonial, que los huicholes han integrado tanto en su economía como en su sistema simbólico, cabe señalar que, en otras publicaciones, Medina Miranda comparte con el autor de estas líneas la preocupación de resaltar su importancia cardinal, generalmente subestimada por autores comprometidos con la preservación, en la etnografía de los wixaritari, de una supuesta pureza tradicional impermeable a las influencias teiwarixi.5
Al respecto, Medina Miranda ofrece una exégesis de los antiguos mitos huicholes, en la que muestra cuánto se alimentaban estos últimos del cristianismo para absorberlo, para “canibalizarlo”, si queremos hacer una concesión a la moda perspectivista. Entre los textos de los primeros cronistas religiosos de la sierra, como Alfonso de la Mota y Escobar (1940 [1605]) y otros más recientes (Tello 1891 [1653]), encuentra el rastro de una leyenda indígena de gigantes que murieron tratando de escapar al diluvio universal. Piensa que puede ser una mitología compartida de los orígenes del contacto, donde la referencia bíblica solo realza una historia indígena desde los orígenes. Aquí, ancestros gigantes emergen del mar y del diluvio causado por la abuela del crecimiento (Tatutsi Nakawe) para formar los arroyos de la sierra, es decir, los caminos de la peregrinación original (p. 59 y ss.). Estos cursos de agua, que surcan las profundas gargantas de un paisaje con belleza árida, aparecen como marcadores territoriales alrededor de los cuales se forman y distinguen comunidades. Es así como la confluencia de los tres grandes ríos: el río Jesús María (asociado con los coras), el río Grande de Santiago (vinculado a los “blancos”, teiwari, (procedente del lago sagrado de Chapala, del río Lerma, cuyo nacimiento está en el Altiplano del Estado de México) y el río Chapalagana (correspondiente a los huicholes), forman, para los indígenas, un lugar sagrado. En la mitología huichola (p. 78-80), los ríos celebran el matrimonio poliándrico de los dos grupos indígenas enemigos y la hermosa mujer blanca, ser multidimensional que es, a su vez, fantástico objeto de deseo sexual, la Virgen de Guadalupe, emblema del México mestizo, y Tanana, el Cristo femenino cuya sangre sacrificial, al coagularse, produce el dinero, una sustancia teiwari que se ha vuelto vital, especialmente para el mantenimiento de un aparato ritual con tendencias suntuarias.6
La serpiente emplumada es el indicador mitológico del enfrentamiento de las alteridades en esta geografía compartida (p. 76), un ser híbrido cuya naturaleza transformacional, como los ancestros gigantes de los que procede, sintetiza y adapta las aportaciones exógenas, tan fácilmente maleables, del cristianismo. Sin embargo, en su brillante análisis de un territorio cuya dimensión mitológica es sistemáticamente reforzada por la relación fundamental de los wixaritari con la alteridad blanca, podemos lamentar que Medina Miranda no amplíe más el estudio del caso de la presa hidroeléctrica de Aguamilpa, construida por el Estado federal precisamente en la confluencia de los tres ríos sagrados, donde se encuentran los oratorios y los depósitos de ofrendas que fueron inevitablemente anegados. Alrededor de esta gran masa acuática, ubicada en el territorio de Tepic (estado de Nayarit), se han instalado comunidades que viven de la pesca y desarrollan el turismo rural y étnico, conocido como “ecoturismo”, combinado con la venta de la afamada artesanía huichola, y mantienen la celebración de sus ritos. Pero debido a que el lago recibe del río Lerma (“la bella mujer blanca”) toda la contaminación agrícola e industrial de los asentamientos industriales de las urbes que atraviesa desde la Ciudad de México, estas comunidades recompuestas enfrentan una grave crisis ambiental. Este último hecho importante no es mencionado por Medina Miranda, mientras que uno puede imaginar cuánto un análisis antropológico de este asunto le habría permitido reforzar aún más su defensa de las comunidades huicholes marginadas de Nayarit y Durango, pero probablemente lo pensará para sus futuras publicaciones.
Desde una óptica dinámica, Medina Miranda destaca, a través de datos históricos y etnográficos, el carácter estructural del asentamiento disperso, de las migraciones estacionales y del contacto. Se opone tanto al idealismo purista ahistórico de Peter Furst, a la rigidez de los distritos administrativos con los que Phil Weigand (1992) y su discípulo Víctor Téllez (2011) conectan a las comunidades huicholas en función –dice Medina Miranda– de una inspiración conservadora, como a la proyección del concepto lévi-straussiano de “casa” hacia el centro comunitario y ceremonial (tukipa) realizado por Johannes Neurath (2000). Para Medina Miranda (p. 138), el tukipa es una persona moral que no impone la unidad territorial, en un sistema de parentesco bilateral que permite a los individuos elegir a qué tukipa prefieren afiliarse (p. 147).
Él refuta también el análisis de Paul Liffman (2012) quien, impactado por el poder de los mara’akate (chamanes) y por el carácter tiránico del sistema ritual del que ellos son los garantes, ve en los centros ceremoniales una estructura estatal miniaturizada, “estado mítico, estado sacrificial, indian shadow state” (Liffman, 2012: 148). En este sentido, Medina Miranda prefiere sumarse a Neurath, que detecta en el modelo político huichol un ejemplo de “sociedad contra el Estado”. De hecho, los mara’akate más influyentes (kawiterutsixi, “los que saben todo”), quienes se reúnen anualmente en un consejo para renovar las varas de mando y nombrar a los nuevos titulares de los cargos gubernamentales tradicionales, siguen un principio particularmente arbitrario que llamaríamos “onirocracia”: intercambian sus sueños para tomar sus decisiones. Esto ha llevado a Denis Lemaistre (2003: 204) a hablar de la “manipulación política de los sueños”. Pero los “gobernantes” así designados, que ostentan títulos heredados de la administración colonial (gobernador, fiscal, teniente, topil, juez, etc.), ejercen un poder esencialmente simbólico, de orden ritual, sin ninguna otra fuerza coercitiva que la que ellos mismos sufren por parte de la sociedad: la obligación a endeudarse hasta la ruina para cumplir con dignidad sus deberes por todo un año ofreciendo muchos sacrificios, banquetes, peregrinaciones y otros regalos rituales. Esta vía de análisis nos parece personalmente más pertinente, en vista de esta peculiar concepción de la política de los habitantes de San Andrés Cohamiata Tateikie, donde he constatado la profundidad de la célebre tesis de Pierre Clastres (1974), a pesar de todas las críticas, muchas veces justificadas, que pudo recibir en otra parte por su idealismo.
La estructura segmentaria de la sociedad wixárika, basada en una dinámica de conflictos con los rancheros mestizos “invasores” y entre los propios huicholes (aparte de las rivalidades tradicionales, algunos se convierten al protestantismo, negándose a realizar los ritos tradicionales y los deberes correspondientes; son excluidos y reforman comunidades en otros lugares), recuerda no solo a La sociedad contra el Estado –referencia asumida por Medina Miranda– y al campo de estudios americanistas, sino también, más allá de eso, a las monografías clásicas de Edward Evans-Pritchard sobre los nuer (1940) y de Edmund Ronald Leach sobre los kachín de Birmania (1954). Aquí, en este caso, el sistema del centro ceremonial y del gobierno tradicional, más el de las delegaciones administrativas cívicas que organizan los trabajos de interés general, cuyos titulares desempeñan una función de mediadores que tratan regularmente de apaciguar los conflictos sin poder ejercer un control sobre un sector territorial determinado (p. 148), facilitan las reivindicaciones de autonomía.
Medina Miranda habla a este respecto de “multiterritorialidad Wixárika” (p. 152), que se refiere de manera simultánea a una “geografía sagrada”, universalmente reconocida, la que funda la cardinalidad huichola que han descrito todos los etnógrafos, desde el explorador noruego Carl Lumholtz hasta nuestros días,7 y a un espacio comunitario que puedan ser recompuestos por escisiones, incluso, al interior de ciudades o pueblos mestizos. Como bien observa con agudeza, la presión ejercida en las comunidades recientes, grandes rancherías que se han dotado de sus propios tukipa y de su gobierno tradicional, para obtener la independencia de la comunidad de la que proceden, a veces crea graves problemas para esta última, en particular cuando su territorio pierde un lugar sagrado o un centro ceremonial mayor. El caso más llamativo a este respecto es el de Santa Rosa (Nayarit) y su anexo Santa Bárbara, donde se encuentra un tukipa considerado uno de los cinco templos originales, que dependía, hasta la escisión, de la comunidad “canónica” de San Andrés Cohamiata (Tateikie) (pp. 163, 165). Este tukipa se llama Tatutsi Witse Teiwari (“Abuelo Halcón el Vecino”), y aquí solo podemos lamentar que Medina Miranda se contenta con hacernos la boca agua al no profundizar en su análisis, porque esta designación, que combina en la nomenclatura clásica de parentesco de los seres sagrados, al ave rapaz y al inevitable vecino mestizo blanco, contiene en sí todas las paradojas de un universo huichol de naturaleza extensa y englobante. Pero, una vez más, parece evidente que este libro apela a otros, como al acercamiento a una sociedad que se ha distinguido etnográficamente por su originalidad y cuyas investigaciones merecen ser prolongadas.
Durin, Séverine y Alejandra Aguilar Ros (2008). “Regios en búsqueda de raíces y Wixaritari eculturísticos”, en Séverine Durin (dir.). Entre luces y sombras. Miradas sobre los indígenas en el Área Metropolitana de Monterrey. México: ciesas/cdi, pp. 255-297.
Clastres, Pierre (1974). La société contre l’État. Recherches d’anthropologie politique. París: Éditions de Minuit.
Evans-Pritchard, Edward Evan (1940). The Nuer. A Description of the Modes of Livelihood and Political Institutions of a Nilotic People. Oxford: Clarendon Press.
Leach, Edmund R. (1954). Political Systems of Highland Burma. A Study of Kachin Social Structure. Londres: London School of Economics and Political Science/G. Bell and Sons.
Lemaistre, Denis (2003). Le chamane et son chant. Relations ethnographiques d’une expérience parmi les Huicholes du Mexique. París: L’Harmattan.
Liffman, Paul (2012). La territorialidad wixárika y el espacio nacional. Reinvindicación indígena en el occidente de México. Zamora: Colmich/ciesas.
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Medina Miranda, Héctor (2006). “El ancestro transgresor: la figura del charro en la mitología de los huicholes de Durango”, en Ángel B. Espina Barrio (dir.). Conocimiento local, comunicación e interculturalidad. Antropología en Castilla y León e Iberoamérica, ix. Pernambuco: Fundación Joaquim/Editorial Massangana/Instituto de Investigaciones Antropológicas de Castilla y León, pp. 271-276.
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Téllez, Víctor (2011). Xatsitsarie. Territorio, gobierno local y ritual en una comunidad huichola. Zamora: Colmich.
Tello, Antonio (1891 [1653]). Libro segundo de la crónica miscelánea, en que se trata de la conquista espiritual y temporal de la Santa Provincia de Xalisco en el Nuevo Reino de la Galicia y Nueva Vizcaya y descubrimiento del Nuevo México. Guadalajara: Imprenta de la República Literaria de C. L. de Guevara y Ca.
Saumade, Frédéric (2009). “Taureau, cerf, maïs, peyotl : le quadrant de la culture wixárika (huichol)”, L’Homme, 189, pp. 191-228. https://doi.org/10.4000/lhomme.22035
— (2013). “De la sangre al oro: la transubstanciación del cristianismo y del capitalismo en la comida ritual de la Semana Santa huichol (México)”, Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers alhim [en línea], 25 (Actas de la Mesa redonda Del altar al fogón: comida ritual indígena, Aline Hémond y Leopoldo Trejo [dirs.], 54 Congrès International des Américanistes [Viena, Austria, 15-20 de julio de 2012]). https://doi.org/10.4000/alhim.4618
— (2013) “Toro, venado, maíz, peyote: el cuadrante de la cultura wixarika”, La Revista de el Colegio de San Luis, iii, 5, pp. 16-54. (versión revisada en español).
Weigand, Phil (1992). Ensayos sobre el Gran Nayar: entre coras, huicholes y tepehuanos. México: Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/Instituto Nacional Indigenista/Colmich.
Frédéric Saumade es profesor de Antropología Social en la Universidad de Aix-Marseille y miembro del Instituto de Etnología Mediterránea, Europea y Comparada (idemec) de Aix-en-Provence. Sus investigaciones se centran tanto en el toro como en las prácticas taurinas y ganaderas en la Camarga, España, Portugal, México y Estados Unidos, así como en los ritos y representaciones taurinas entre varias poblaciones amerindias. En México ha realizado trabajos de campo entre los nahua-mestizos, otomíes y huicholes (wixaritari), y publicado varios artículos en español al respecto. Es autor de una decena de obras, entre ellas dos que tratan del continente americano (México y California), Maçatl. Les transformations des jeux taurins au Mexique (Bordeaux : Presses Universitaires de Bordeaux, 2008) y Cowboys, clowns et toreros. L’Amérique réversible (París: Berg International, 2014, con la colaboración de Jean-Baptiste Maudet). También ha publicado trabajos de epistemología e historia de la antropología, y sobre percusiones y cultura material en las músicas mestizas e indígenas de Estados Unidos, su actual campo de estudio.