Criticando la decolonialidad y su crítica

Recepción: 13 de marzo de 2023

Aceptación: 17 de julio de 2023

Resumen

El ejercicio de la crítica es una de las principales maneras de perfeccionamiento de los debates en las ciencias sociales. En este sentido, el texto de David Lehmann es bienvenido. Sin embargo, no estoy totalmente de acuerdo con varios aspectos de sus críticas. Destaco, en especial, su negación del carácter históricamente objetivo del racismo y de sus consecuencias, y su falta de consideración de la complejidad de las articulaciones en y entre las cuales se mueven los movimientos indígenas contemporáneos. También me parecen discutibles sus concepciones sobre universalismo. Pero estoy de acuerdo con su opinión de que hay una simplificación del pensamiento y de la modernidad occidentales por parte de los decoloniales, una fuerte crítica también realizada hace pocos años por uno de los fundadores del pensamiento decolonial, Santiago Castro-Gómez, la cual presento en mi texto. Por último, expongo mis discordancias con lo que llamo hipertrofía heurística del colonialismo realizada por los decoloniales e introduzco, además de la colonialidad del poder, las nociones de indigeneidad, nacionalidad, globalidad e imperialidad del poder.

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Criticizing Decoloniality and Its Criticism

The practice of criticism is one of the main ways of refining the debates in the social sciences. In this sense, David Lehmann’s text is welcome. Nevertheless, I am not totally in agreement with various aspects of his criticism. I underscore, in particular, his negation of the historically objective character of racism and of its consequences and his lack of consideration for the complexity of the articulations within and between them that drive modern indigenous movements. His concepts about universalism also seem debatable. But I agree with his opinion that there is a simplification of Western thought and modernity by decolonialists, a strong criticism also made in recent years by one of the founders of decolonial thought, Santiago Castro-Gómez, which I present in my text. Finally, I show my disagreement with what I call the heuristic hypertrophy of colonialism made by decolonialists and introduce, in addition to the coloniality of power, the notions of indigeneity, nationality, globality, and imperiality of power.

Keywords: decoloniality, post-imperialism, modernity, indigeneity of power, coloniality of power, nationality of power, globality/imperiality of power.


No hay teoría fuera del alcance de la crítica. Esto debido a los avances de los debates académicos o a los cambios que se desarrollan en la vida social, económica, cultural y política, así como en las tecnologías. En realidad, el ejercicio de la crítica es uno de los caminos más fértiles para el perfeccionamiento teórico y metodológico de las ciencias sociales. En este sentido, es bienvenido el texto que escribió David Lehmann sobre su libro After the Decolonial: Ethnicity, Gender and Social Justice in Latin America (2022) que gentilmente me ha regalado antes de esta oportuna iniciativa de Encartes Antropológicos. Pero lo que sigue está exclusivamente basado en el resumen “a grandes rasgos” que ahora se publica en esta revista. La invitación que me hizo Renée de la Torre para participar en este debate fue también una excelente oportunidad para revisitar algunos de mis escritos y pensamientos críticos sobre la decolonialidad aunque, como se verá, con énfasis diferentes de los de Lehmann.

Criticando la crítica

La cuestión general inicial que quiero abordar trata respecto a que el texto oscila entre una crítica a la decolonialidad y, de manera no explícita, a las políticas de identidad basadas en raza, temas que se relacionan pero que no son necesariamente la misma cosa. Supongo que será por ello por lo que Lehmann (2023) eligió como uno de sus propósitos “distinguir entre una justicia social basada en la clase social y el género como motores de la redistribución de la renta y la riqueza, y otra que prioriza la raza y lo étnico en lo que concierne a desventajas y heridas ancestrales que siguen afectando el desempeño individual”. Sin embargo, este problema no es realmente dilucidado a lo largo de su texto y también es remitido a un contraste entre políticas autonomistas/no universalistas y políticas universalistas. Adelanto que no veo una imposibilidad de unir demandas por reconocimiento a demandas por redistribución, al tiempo en que admito que el énfasis exclusivo en el reconocimiento disminuye la importancia de las desigualdades de clase en varios de los escenarios de las luchas progresistas actuales.

Pero hay un punto central problemático para el argumento del autor: la discusión sobre universalismo no puede ser reducida a iniciativas de políticas públicas ni tampoco a pensar lo universal como “aquellos razonamientos que clasifican a las personas según características impersonales y objetivas, tales como estatus socioeconómico, ingreso, edad, género, lugar de residencia, o nivel educacional”. Basado en la experiencia brasileña, Lehmann (2023) plantea esta objetividad “en comparación con las étnico-raciales, que son definidas por autoidentificación”. Me parece una perspectiva que niega la objetividad del racismo como forma de opresión históricamente construida por la expansión imperialista-colonialista del sistema capitalista mundial. La falta de objetividad de las identidades raciales (como si ellas pudieran existir independientes del racismo) es algo que se demostraría por la manipulación de los sistemas de justicia social y la reparación de las desigualdades producidas por el racismo, realizada de mala fe por mestizos. Es cierto que el mestizaje ha sido puesto en el armario frente al avance de las ideologías identitarias inspiradas en ideologías anglosajonas de administración de sistemas interétnicos. Pero el racismo existe y en Brasil, país en el cual, como afirmó hace décadas Oracy Nogueira (1955), el “preconcepto de marca” (básicamente la apariencia fenotípica) es notorio –una cosa es ser un mestizo claro, la otra es ser totalmente mestizo oscuro o negro–. El hecho de existir un racismo en contra de los negros y de los pueblos originarios es tan objetivo cuanto la pobreza de blancos y mestizos son fenómenos estructurados por la expansión histórica del capitalismo (Wolf, 1982). En ciertos momentos, Lehmann parece querer hacernos creer que la identidad, especialmente la de los negros y de los pueblos originarios, no incide en su participación en las capas menos privilegiadas de nuestras sociedades y que es erróneo tenerlas como motivación para la agencia política subalterna.

Al mismo tiempo, en el texto hay afirmaciones discutibles. Ejemplifico con dos. Primero, y relacionada con la supuesta falta de objetividad de la identidad racial, tomar como señal de fracaso de las políticas de cuotas para negros e indígenas de las universidades federales brasileñas a la manipulación de mala fe por parte de algunos mestizos o “blancos” (o los así considerados en el sistema de clasificación brasileño). Sería lo mismo que creer que las políticas de redistribución de ingresos para disminuir las diferencias de clase son un fracaso porque existen personas de clase media que plantean recibir beneficios compensatorios. Segundo, la afirmación, de manera generalizada, de que “los movimientos indígenas […] son condenados a ser minoritarios, y sin base urbana” es posible de ser comprendida sólo si pensamos que el autor subestima las características de las resistencias y de las políticas indígenas contemporáneas que articulan redes heteróclitas, ubicadas en diversos loci, con varios niveles de centralización y transitando fácilmente entre diferentes niveles de agencia locales, nacionales y globales (Albuquerque de Moraes, 2019).

La concepción de universalismo que Lehmann sostiene confunde la existencia de características compartidas por todos y/o verificables en todos los lugares como certeza sensible, con lo universal; mientras que, como nuestro propio autor percibe, lo que está en juego en la crítica decolonial son los universalismos construidos por los poderosos y transformados, por efectos de juegos históricos hegemónicos, en discursos y modelos globales que se quiere hacer creer que existen en toda la humanidad o son por ella igualmente deseados. Además, y razonando en otra dirección, la decolonialidad, inadvertidamente, construyó sus propios universalismos, al sustituir la universalidad imperialista/colonialista por la diversalidad (Mignolo, 2000) o por la transmodernidad, en una perspectiva que supone, como objetivos políticos, la búsqueda de la igualdad y de la diversidad y sus meta-relatos correlatos.

Asimismo, no es posible desconocer que el epistemicidio hizo parte explícita o implícita del colonialismo en las Américas, excepto cuando el conocimiento nativo era útil para los invasores europeos, como prueba la rápida aceptación de tantas e importantes plantas comestibles, como el maíz y la papa, por ejemplo. En este caso, los pueblos originarios fueron objeto de lo que denominé ideopiratería. Sin embargo, hubo epistemicidios completos cuando esta violencia coincidió con el genocidio o el etnocidio de todo un pueblo, como ejemplifican la desaparición de muchas lenguas indígenas. También hubo epistemicidios parciales, como atestan las fusiones comportamentales, lingüísticas y de cosmovisiones, presentes en mayor o menor grado en los diferentes escenarios resultantes de conflictos interétnicos seculares y diferenciados entre pueblos indígenas, descendientes de pueblos africanos esclavizados y europeos. De todas maneras, no es posible olvidar la desigualdad de poder inherente al encuentro colonial, algo perceptible en donde ocurren las hibridaciones, una vez que está claro que los indígenas se occidentalizan mucho más que viceversa. Además, este es un proceso que aún no ha terminado y sigue siendo implementado por el colonialismo interno de los Estados nacionales.

Es más productivo evitar concepciones de universalismo ancladas en simplificaciones históricas que no perciben, parafraseando a un dicho de los lingüistas, que el universalismo es un particularismo con un ejército por detrás. De hecho, para ir más allá de las discusiones filosóficas y antropológicas sobre la relación universalismo/particularismo que muchas veces pueden llegar a niveles de abstracción y complejidad demasiado alejados de sus supuestos objetivos pragmáticos, aquí habría que discriminar entre dos tipos de universalismos. Un tipo que podría ser llamado de universalismos-lógicos, que ejemplificaré con la siguiente afirmación: los seres humanos, independientemente de sus culturas, son animales sociales que usan sofisticados sistemas de lenguaje y símbolos. Al otro tipo lo denominaré de universalismos-ideológicos, que en realidad son, repito, particularismos con un ejército por detrás. Estos son más comunes de lo que se cree y claramente se asientan, como la metáfora militar indica, en fuertes disparidades de poder y procesos de centralización internamente al sistema mundial eurocentrado. Un ejemplo claro de universalismo-ideológico es el discurso sobre desarrollo, fundado sobre la concepción occidental de progreso, desplegado después de la Segunda Guerra Mundial y que supone que toda la humanidad comparte la misma noción de naturaleza y de destino deseable.

Habría que reconocer que, en un mundo donde las ideologías y utopías de la diversidad, del multiculturalismo, de la interculturalidad y de la pluralidad abundan, los universalismos-ideológicos ya no son discursos indiscutibles y las tensiones entre los particularismos y los universalismos se rediseñan críticamente. Como escribí antes:

La crítica está dirigida especialmente hacia las formulaciones occidentales etnocéntricas que, dadas sus posiciones hegemónicas, han sofocado otras perspectivas. Enrique Dussel (1993), por ejemplo, sostiene que fue la centralidad europea en el sistema mundial la que le permitió al eurocentrismo moderno aparentar ser universal. El eurocentrismo de la modernidad ha confundido así la universalidad abstracta con la globalidad concreta, hegemonizada por Europa como “centro” (Lins Ribeiro, 2018: 276).

Estos universalismos-ideológicos son, en realidad, particularismos-locales, cuyas pretensiones supuestamente universales fueron transformadas en discursos globales por fuerza de poderosos procesos imperialistas y, en este sentido, merecen, con toda la razón, ser objeto de las críticas sociológicas, antropológicas y filosóficas contemporáneas (para una exploración de lo que denominé particularismos locales, particularismos translocales y particularismos cosmopolitas, véase Lins Ribeiro, 2018, especialmente el capítulo “Diversidad cultural, cosmopolíticas y discursos fraternos globales”.

Crítica a los decoloniales

Un problema, y aquí estoy de acuerdo con Lehmann, es que los decoloniales muchas veces realizan lecturas reduccionistas y sesgadas de determinadas teorías, de los trabajos de algunos autores, del Occidente y de la propia modernidad. Es frecuente, como es el caso de la crítica al marxismo considerado como un discurso eurocéntrico, que se aplasten y homogeneicen las sutilezas, contradicciones y paradojas de ciertas corrientes. Exactamente en el caso del marxismo, hay contradicciones visibles en las posturas existentes entre los miembros de la “escuela” decolonial. En primer lugar, es obvia la influencia del marxismo en un autor central del pensamiento decolonial, Aníbal Quijano, en especial en un texto seminal que publicó en 1993 sobre la colonialidad del poder (Quijano, 1993). Asimismo, está la fuerte relación de los decoloniales con Immanuel Wallerstein, el respetado sociólogo marxista estadounidense creador de la teoría del sistema mundial capitalista. Esto indica que, en realidad, a pesar de compartir presupuestos generales, la composición del colectivo decolonial es plural, no todos los autores coinciden plenamente en sus perspectivas.

De todas maneras, las contradicciones, paradojas y aporías de las posiciones del sujeto de los autores de la decolonialidad de cara al eurocentrismo no son problematizadas o al menos planteadas consistentemente, algo que, se puede esperar, resultaría en un interesante y productivo ejercicio de doble conciencia y de autocrítica heurística y epistemológica. De hecho, se autoatribuyen una posición de sujeto que lleva erróneamente a creer que ellos construyeron una perspectiva inmune al eurocentrismo y a la modernidad. Al menos entre el liderazgo fundador más conocido, la mayoría, si no todos, con la notable excepción de Catherine Walsh, en Ecuador, son hombres blancos, escribiendo en lenguas imperialistas (inglés y español), que trabajan en aparatos centrales para la reproducción de la hegemonía del conocimiento occidental eurocéntrico; esto es, en universidades, entre las que se encuentran algunas de las más importantes en Estados Unidos. ¿Es posible pensar que, al menos en parte, la capacidad de diseminación de la decolonialidad en los últimos 20 o 30 años se debe a estos factores sociológicos típicos de las desigualdades inherentes a la producción de visibilidad internamente al sistema mundial de producción de conocimiento? ¿Por qué no vemos el protagonismo de los y las intelectuales indígenas y afroamericanas en las publicaciones paradigmáticas del grupo?

No tengo nada en contra del hecho de que sean hombres y blancos, mi argumento no es identitario, sino epistemológico. Estas críticas no desautorizan a la decolonialidad; de hecho, la presencia de intelectuales aliados blancos o mestizos en las luchas antirracistas, y asimismo de los eurocentrados en grados diferentes, puede ser una ventaja con consecuencias políticas en varios sentidos. Pero mis críticas problematizan la pretensión fundacionista de haber inaugurado otro pensamiento completa y radicalmente nuevo. Aquí también se plantea otra cuestión que es una cierta simplificación del pensamiento europeo que no considera sus espacios de lucha y sus contribuciones a postulaciones libertarias, antiopresión y proigualdades de raza, género, clases, etc., que es un error que Chakrabarty (2000) critica. Para él, es importante rescatar lo que hay de progresista en el pensamiento europeo y no echarlo a la basura como si todo fuera conservador y reaccionario. Posiciones de este tipo también significan, paradójicamente, negar la pluriversalidad, la ecología de saberes y la transmodernidad como la fuente de nuevos escenarios y horizontes epistémicos.

En resumen: la crítica al eurocentrismo y a la hegemonía del pensamiento noratlántico no tendría que significar (especialmente cuando está hecha por profesores universitarios) desconocer sus calidades positivas ni tampoco su carácter de construcción histórica intercultural. Parte significativa del pensamiento europeo, especialmente de sus filosofías políticas, ha sido el resultado de fertilizaciones cruzadas provenientes de las experiencias de los pueblos originarios del llamado Nuevo Mundo, al menos desde que Tomás Moro publicó Utopía, en 1516; Michel de Montaigne escribió sobre los caníbales, en 1580, y Jean Jacques-Rousseau desarrolló sus ensayos influenciados por proposiciones y experiencias provenientes de los pueblos originarios de las Américas.

Es común este desprecio a la “mezcla” entre los coloniales, como bien apunta Lehmann. A lo mejor por falta de conocimiento etnográfico, ellos tienen dificultad de percibir el impacto y las transformaciones que 500 años de colonialismo provocaron en las culturas de los pueblos originarios. La interculturalidad es un hecho en muchas situaciones coloniales creadas por los avances del capitalismo sobre los pueblos nativos. Asimismo, no se puede menospreciar las alianzas de los movimientos políticos de los pueblos originarios con agentes políticos no-indígenas trabajando en la sociedad civil (en ong, por ejemplo), en las universidades y en los partidos políticos. Además, como afirma Lehmann, buena parte de influyentes movimientos indígenas, como el zapatismo, fueron marcados por el marxismo y la teología de la liberación de la Iglesia católica.

¿Modernidad homogénea? La crítica de Castro-Gómez

La cuestión de la lectura homogeneizada y las diferencias internas a los decoloniales aparece fuertemente cuando el asunto es la modernidad europea. De hecho, la divergencia interna al grupo aquí se tradujo en una crítica radical. Santiago Castro-Gómez, el filósofo político colombiano, quien fue uno de los creadores y miembros más activos de la “red multidisciplinaria” decolonial, en un “balance crítico” habla de sus posiciones que interpretaban la modernidad sin reducirla a la colonialidad, a un “fenómeno colonial, monolítico y totalizante”, admitiendo que tiene un lado oscuro y otro luminoso (Castro-Gómez, 2019: 9).

Un momento importante de la discusión interna a la “red” se dio con el giro a la izquierda en los países sudamericanos en el principio de los años 2000:

Quienes optaron por apoyar el ciclo progresista echaron mano del pensamiento crítico de la modernidad (latinoamericano y europeo) para comprender mejor la situación. Quienes, por el contrario, optaron por rechazarlo (en bloque o tan solo en casos específicos), desarrollaron cada vez con mayor énfasis una visión antimoderna que tomaba como modelo el comunitarismo zapatista, recayendo a veces en posiciones anarquistas y subalternistas. Fue a partir de ese momento que algunos dejaron de sentirse parte de la red y empezaron a caminar en solitario. Este devenir antimoderno de algunos teóricos decoloniales me pareció no solo un grave error político, sino también un evidente paso atrás con respecto a la propuesta inicial de la red. Era como si la teoría decolonial repitiera el mismo gesto colonial de la “exterioridad radical” frente a la modernidad, que yo había criticado en mi primer libro. […] El “giro decolonial” se transforma en una prédica moralizante contra todo lo moderno, defendida por almas bellas y sentipensantes, pero carentes de horizonte político (Castro Gómez, 2019: 9-10).

Al contrario de sus compañeros, Castro-Gómez (2019: 11) argumenta que es “a través del legado de la modernidad” que se podrán “combatir las herencias coloniales” que ella misma generó, una visión que se basa en su comprensión de la modernidad “como un conjunto de racionalidades en conflicto permanente”, como transmoderna. Hay que operar a través y no desde el legado moderno, atravesando la modernidad para:

deseuropeizar el legado de la modernidad a través de los propios criterios normativos de la modernidad, y no de uno que busca escapar de la modernidad para replegarse en las “epistemologías” propias de aquellos pueblos que no fueron cooptados enteramente por ella (Castro Gómez, 2019: 11).

Castro-Gómez propone alejarse del “abyayalismo” (a la que llama de una “variante del pensamiento decolonial”) y critica el uso de “las epistemologías otras” de los pueblos originarios como alternativa, pues equivale a un “éxodo epistémico-político” resultante del abandono de las disputas por “el reparto de los bienes públicos en el interior de las instituciones modernas […] para replegarse en el microcosmos orgánico de la vida comunitaria”. Y concluye que:

el mayor error que puede cometer la teoría decolonial es renunciar a echar mano de los recursos políticos y críticos ofrecidos por la modernidad misma, bajo el supuesto de que estos recursos son de suyo una prolongación de la lógica del capitalismo (Castro Gómez, 2019: 12).

El hecho de que esté de acuerdo con los problemas que advienen de la simplificaciones presentes en el pensamiento decolonial sobre los significados, conflictos y potencialidades de la modernidad occidental no significa que crea que podamos desconocer el rol positivo que la crítica a la permanencia de las estructuras colonialistas –por medio de relaciones interraciales desiguales, de las desposesiones territoriales continuadas o de violencias y exclusiones epistemológicas– tiene como discurso en todos los países de las Américas (y más allá) con consecuencias democratizantes y reparadoras, en especial cuando va articulada a movimientos políticos de indígenas, afroamericanos y sus aliados. Sin embargo, hay otro ángulo relacionado con el colonialismo que abordaré en la sección siguiente.

Crítica a los decoloniales 2: La hipertrofia heurística del colonialismo

Es casi un truismo reconocer la fuerza de la permanencia de estructuras coloniales en los Estados nacionales que han sido formados en consecuencia de la expansión europea del siglo xvi y más tarde del siglo xix (temas explorados antes de los decoloniales por discusiones sobre neocolonialismo y colonialismo interno, por ejemplo). Pero ver al colonialismo y a la colonialidad como un factor causal único es un equívoco bastante popularizado por la recepción que se hace de la decolonialidad. Un claro índice de lo que acabo de decir es la transformación de lo decolonial en un adjetivo necesario para señalar que un autor o una autora forman parte del campo académico progresista en América Latina.

En un seminario que organizamos en 2010 con colegas del Goldsmiths College de la Universidad de Londres, destinado a comparar el poscolonialismo con la decolonialidad, presenté la primera versión de un texto que sería publicado en 2011 por la revista Postcolonial Studies (Lins Ribeiro, 2011) y más tarde saldría en español como un capítulo del libro Otras globalizaciones, intitulado “Por qué no bastan el (pos)colonialismo y la (de)colonialidad del poder: una perspectiva postimperialista” (Lins Ribeiro, 2018: 311-327). Voy a mencionar apenas una parte importante de mis argumentos para los efectos de este artículo. El énfasis exclusivo en el poder de estructuración del colonialismo desconsidera lo que Heyman y Campbell (2009) llamaron “jerarquías causales”. Para mí, no se puede pensar el poder estructural del colonialismo “como una fuerza duradera que siempre pasa por encima de otras” (Lins Ribeiro, 2018: 317). Este tipo de monocausalidad padece de una comprensión de la complejidad del ejercicio de la hegemonía y de sus luchas en diferentes contextos. También me parece contradictoria con la elección, por parte de los decoloniales, de los pueblos originarios como la puerta de salida de la “herida colonial” eurocentrada, pues no toma en serio las largas historias de resistencia indígena en diferentes escenarios. En otras palabras: si el colonialismo hubiera tenido un poder de devastación totalizante, no podríamos explicar la persistencia de los pueblos originarios contemporáneos como agentes políticos importantes. Además, como escribí anteriormente:

La permanencia en el presente de las poblaciones indígenas es una prueba de que es posible resistir el movimiento destructivo del expansionismo capitalista eurocéntrico que ha durado más de 500 años. Muchos pueblos indígenas representan un imaginario aún más subversivo que el imaginario postcapitalista, porque proveen una experiencia no-capitalista que existe y está presente. Los indígenas conservan, de manera concreta, en formas que son idealizadas por otros o en sus propias prácticas, el eterno retorno de otras experiencias y conocimientos y así, una memoria y un testimonio de los tiempos comunales, comunistas y encantados que, de hecho, son contemporáneos. La presencia indígena demuestra no sólo que otros mundos son posibles, sino que en realidad otros mundos existen incrustados en la modernidad capitalista (Lins Ribeiro, 2018: 333).

Voy a ponerlo de otra manera. Al hipertrofiar el poder de estructuración del colonialismo, el pensamiento decolonial no considera lo que llamé indigeneidad del poder, una fuerza que es diferenciada en las Américas en función de las características de las diversas situaciones coloniales (Balandier, 1951) históricamente construidas. Una cosa, por ejemplo, es encontrar al imperio azteca o al inca, otra es encontrar pueblos sin Estado, como los tupinambás, en el litoral de las tierras bajas de América del Sur. Los decoloniales tampoco consideran la nacionalidad del poder, la globalidad del poder y la imperialidad del poder. En escenarios latinoamericanos, no es posible desconocer el poder estructurante del Estado nacional por más que sea comandado por burguesías compradoras o parte de economías dependientes. En mi texto mencionado antes ejemplifico la nacionalidad del poder con un caso claro: la construcción de Brasilia, la capital de Brasil inaugurada en 1960, un proyecto nacional destinado a intervenir en el poder de estructuración de los sistemas regionales dejados por el colonialismo, por motivos económicos o geopolíticos, casi exclusivamente en el litoral del país. De todas las maneras, los procesos de construcción de la nación y el establecimiento de elites nacionales tienen dinámicas propias y generan sujetos, instituciones, circuitos de circulación de poder, de alianzas e intereses, en diferentes escenarios, que no pueden ser reducidos a las relaciones metrópoli/colonia. Ya la globalidad del poder se refiere a las diferentes formas que fuerzas globales, transnacionales y la posición de cada Estado nacional, internamente al sistema mundial, influencian las condiciones de reproducción de la vida en situaciones concretas. Por ejemplo, no es lo mismo formar parte del Tratado México-Estados Unidos-Canadá (el nombre actual del nafta) o del Mercosur.

Por último, Luciana Ballestrin (2017), en debate con lo que David Slater (2011) llamó imperialidad del poder, critica de los decoloniales una ausencia de interpretación consistente sobre el imperialismo. En realidad, se trata de un fenómeno sin el cual no se puede comprender el colonialismo ni tampoco el capitalismo contemporáneo, hecho para el que vengo llamando la atención desde mi libro Postimperialismo (Lins Ribeiro, 2003). Ballestrin (2017: 507) se pregunta: “Si, aún después del proceso formal de descolonización, la colonialidad es la lógica del colonialismo, semejante razonamiento no puede ser aplicado a la imperialidad, como lógica trascendente del imperialismo?” Además de plantear la imposibilidad de pensar el colonialismo sin pensar el imperialismo, Ballestrin concluye que “las estrategias de descolonización deben estar mucho más dirigidas a la ‘imperialidad’ que a la modernidad propiamente dicha. La informalidad, la invisibilidad y la nebulosidad de los mecanismos contemporáneos de imperialidad reproducen el imperialismo sin imperio a través de la gobernanza sin gobierno en el contexto global” (Ballestrin, 2017: 540).

Podríamos finalizar afirmando que el gran ausente del universo explicativo de los decoloniales es el capitalismo contemporáneo y sus formas actuales de (re)producción de poder político y económico. Por ello, y creo que este es uno de los blancos no explícitos de la crítica de David Lehmann, los decoloniales inspiran soluciones comunitaristas, ampliamente aceptadas en diversos circuitos de la izquierda intelectualizada. Tales soluciones me parecen insuficientes para contrarrestar los sistemas centralizados (aunque frecuentemente diseminados en diferentes loci e invisibles para la gran mayoría) en las manos de poderosas elites imperialistas, estatales y privadas, que gozan de un poder cada vez más concentrado, generando nuevos conflictos interimperialistas entre los nuevos y viejos imperios de nuestro mundo.

Bibliografía

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Gustavo Lins Ribeiro es doctor en Antropología (cuny -1988). Profesor titular del Departamento de Estudios Culturales, Universidad Autónoma Metropolitana–Lerma e Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores (Conacyt), México. Profesor Emérito de la Universidad de Brasilia. Fue presidente de la Associação Brasileira de Antropologia, primer presidente del World Council of Anthropological Associations, vice-presidente de la International Union of Anthropological and Ethnological Sciences y es su miembro honorario. En 2021, ganó el Premio Franz Boas por Contribuciones Ejemplares a la Antropología, de la Asociación Americana de Antropología. Escribió y editó 28 volúmenes (incluyendo traducciones) publicados en nueve países, así como más de 180 artículos y capítulos en siete lenguas en todos los continentes. Su último libro es Otras globalizaciones (2018).

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