Recepción: 28 de febrero 2018
Aceptación: 9 de marzo 2018
En diciembre del 2006 el presidente de México, Felipe Calderón, declaró la “guerra contra el narco” y sacó al Ejército a enfrentar a los grupos criminales en las calles. Esta tarea de seguridad pública no corresponde específicamente a las funciones de las Fuerzas Armadas y, entre otras consecuencias, ha supuesto un incremento desmesurado de los homicidios y las desapariciones en el país. A pesar de ello se presenta la Ley de Seguridad Interior que institucionaliza este proceso de militarización y justifica, regula y legaliza el papel de las fuerzas armadas en el combate al crimen organizado. Su promulgación se dilató en los últimos años hasta su formalización acelerada a finales del 2017 –en el preludio de las elecciones presidenciales de 2018–. Ante la oposición nacional e internacional y las demandas de inconstitucionalidad que suscitó esta ley, ésta ha quedado en suspenso mientras se valida en la Corte Suprema de Justicia.
La posibilidad de una Ley de Seguridad Interior desnuda el desencuentro del Ejército y el ejecutivo con la sociedad, recrudeciendo los miedos, las discusiones y los conflictos. Son muchas las preguntas que surgen en este contexto y esperamos que los invitados de esta sección de Discrepancias contribuyan a animar el debate, quizás a esclarecerlo.
La Ley de Seguridad Interior establece, para efectos prácticos, un régimen constitucional paralelo en México. Se trata de un modelo de Estado que podemos llamar “discrecionalmente centralizado y autoritario”. La Ley autoriza al Ejecutivo para que, a discreción, ponga al sistema constitucional entre paréntesis y despliegue el aparato represivo del gobierno federal en donde decida, por el tiempo que decida y para los fines que decida, sin contrapesos y sin rendición de cuentas. Nuestra Constitución establece un régimen federal basado en el principio de la división de poderes. En contraste, la Ley de Seguridad Interior permitirá al Ejecutivo operar por tiempo indefinido en aquellas partes del territorio en donde unilateralmente lo decida, sin los contrapesos que implican la existencia de los demás Poderes de la Unión y sin las limitaciones que implica la distribución de competencias entre los tres niveles de gobierno que establece la Constitución. La militarización que hemos vivido hasta hoy –inconstitucional indudablemente, al menos desde 2008– ha sido posible gracias a la participación activa o pasiva de los gobiernos estatales y municipales, y a la pasividad de los poderes judiciales. La Ley de Seguridad Interior habilita al Ejecutivo –e incluso, en amplios e indeterminados supuestos a las Fuerzas Armadas directamente, sin necesidad de que medie una decisión presidencial– para ejercer su autoridad sin la anuencia o colaboración de las autoridades locales. Eso implica una transformación profunda de nuestro sistema constitucional y la derrota histórica del federalismo en México.
En un sentido muy real, la Ley de Seguridad Interior representa la posibilidad de suspender incluso el constitucionalismo. A lo largo de los últimos dos siglos y medio, el constitucionalismo ha buscado acotar el ejercicio del poder público desagregando los espacios de decisión y ejercicio del poder (federalismo y división de poderes) y otorgando a los ciudadanos un ámbito intocable para las autoridades (los derechos fundamentales). La segunda de estas piezas, el sistema de derechos fundamentales garantizados por el orden jurídico, depende del debido funcionamiento de la división de poderes. Si fracasa la primera, fracasa la segunda. Al permitirle al Ejecutivo utilizar en forma discrecional e indeterminada al aparato represivo del Estado sin que existan contrapesos adecuados para contener o fiscalizar el ejercicio de ese poder, los derechos fundamentales se vuelven declaraciones sin mecanismos reales para hacerse efectivos; se tornan derechos de papel mojado, con poco más que fuerza simbólica. Con la Ley de Seguridad Interior, el constitucionalismo entero está asediado.
Propongo llamarle Estado necropolítico patriarcal. Esta “política de la muerte”, este “derecho a matar” (Achille Mbembe), de dar vida o muerte a las poblaciones –sobre todo aquéllas a las que se les niega la calidad de sujetos de derecho y ser fácilmente sustituibles– fue develada formalmente en el año 2006 y emanó del Estado, otros poderes no estatales y la delincuencia común. En un nexo con el patriarcado (Kate Millet), se ha instaurado un orden social bélico que toma en cuenta las múltiples estructuras de opresión en contra de mujeres y hombres que carecen de poder. Esta conexión de poderes ha favorecido un estado de excepción y un estado de sitio. Las poblaciones jerarquizadas con menor valor, desde el sexo, los géneros, la clase social, la etnia, el racismo y el lugar de origen, han quedado constreñidas en espacios geográficos en los cuales la aplicación de la ley es una quimera. En estas zonas, hay órdenes militares y poderes difusos que las mantienen como blanco de la política de la muerte. Con esta ley, el Estado mexicano reconoce que tiene un problema de seguridad ciudadana; sin embargo, al privilegiar la acción militar utiliza la misma respuesta que agravará y frenará aún más el proceso democrático. Ignora las acciones políticas, creativas, inclusivas y enriquecedoras que un Estado debe reflexionar y llevar a cabo junto con la sociedad civil. Tampoco comprende el riesgo que conlleva afrontar las violencias que nos acompañan desde un enfoque unidimensional que sólo requiere de la presencia en las calles –pero también en el espacio privado– de los agentes militares. Ignora otras dimensiones estructurales en el continuum de violencia: el sistema socioeconómico capitalista, que suscita una guerra contra las drogas que nos ha sido impuesta desde el exterior, la macrocriminalidad, la corrupción, la impunidad, un modelo de masculinidad violento y la enorme desigualdad social que abre cada vez más la brecha entre quienes más tienen y quienes muy poco o casi nada poseen para sostener una vida digna.
La construcción y representación del crimen organizado como un problema de seguridad nacional ha transformado al Estado mexicano en un Estado policial que, por medio de la Ley de Seguridad Interior, adquiere facultades extraordinarias para regular el orden social. Sin duda, esta Ley no sólo amplía las facultades de las fuerzas armadas y federales para afrontar la violencia, a pesar de los grandes costos humanos provocados en los últimos años. De manera más significativa, la Ley se traduce en el despliegue de una estrategia de securitización encaminada a convertir cualquier problema o conflicto social en objeto de seguridad. Es un dispositivo de poder que abre la puerta a toda posibilidad de vigilancia e invasión de la vida social, desde la militarización y/o policiamiento hasta la inteligencia. La securitización de la vida social impone límites a la democracia y, en este sentido, evoca la excepción como una técnica regular. Por tanto, la Ley está diseñada como un dispositivo y una estrategia que incrementan y centralizan los poderes del Estado, con el riesgo de dar forma a un nuevo régimen postautoritario. Cuando se define tal o cual problema como amenaza o riesgo para la seguridad nacional, estamos indudablemente ante la extensión de una forma securitaria de vida, en la que los derechos humanos son el primer elemento en juego. Adicionalmente, el riesgo y la amenaza se sitúan por “fuera” del Estado y se objetivan en áreas geográficas y grupos sociales particulares, regularmente pobres y marginales, dejando intactas la delincuencia política y las redes transnacionales de corrupción, lavado de dinero, etc. En síntesis, La Ley de Seguridad Interior ciertamente regula la función del Estado, pero el imperativo de la seguridad nacional constituye de otra forma un Estado policial que, mediante estrategias de securitización (planes militares y policiales, militarización del orden, suplantación de funciones legales, programas de gobierno, intervención federal, coordinación interinstitucional, inteligencia, informes, etc.) profundizará un proceso de vigilancia de la vida pública y privada, atentando, de hecho, contra el más elemental principio del derecho universal: la libertad.
A lo largo de los últimos doce años hemos visto una explosión masiva de las violaciones de derechos humanos en manos de las autoridades. Hoy tenemos un número considerablemente mayor de “elementos” pertenecientes a los cuerpos represivos del Estado desplegados por el territorio nacional realizando labores de patrullaje civil del que jamás hemos tenido en tiempos de paz. Al no contar con controles civiles efectivos que contengan o fiscalicen su actuación, es natural que se registre un mayor número de violaciones de derechos humanos en términos absolutos. Al no haber tareas serias y sistemáticas de investigación por parte de las procuradurías estatales y federal, es difícil saber qué tan frecuentemente se violan los derechos humanos por parte de las autoridades en México. Sin embargo, los datos con que sí contamos –que son seguramente un subregistro significativo de los casos en que ocurren violaciones a los derechos humanos– indican que no sólo se han incrementado las violaciones a los derechos humanos cuantitativamente, sino que cualitativamente el proceder de las fuerzas públicas –civiles y castrenses– se ha deteriorado considerablemente desde que se declaró la “guerra contra el narco”. Algunos indicadores –como los índices de letalidad– apuntan hacia el probable y frecuente uso desproporcionado de la fuerza pública, o incluso el abuso deliberado de la fuerza –casos como ejecuciones extrajudiciales–. Éstos, sin embargo, deben complementarse con otros datos que hablan del deterioro de las prácticas de la fuerza pública, como el uso habitual de la tortura. La abrumadora mayoría de los datos existentes apuntan a que existe una auténtica epidemia de violación de los derechos humanos en México. La Ley de Seguridad Interior facilitaría esas prácticas, al quitar obstáculos jurídicos para el uso no controlado de la fuerza pública, sin regularla (aunque sus apologetas sostengan que la existencia de la Ley por sí misma sea regulación, su contenido no establece límites concretos sino permisiones genéricas). Su aprobación misma es una señal para los funcionarios que realizan tareas operativas, legitimando ese deterioro de prácticas. Esa señal, seguramente, se verá reflejada con mayor frecuencia e intensidad en el abuso de la fuerza pública, lo que implica más y más consistentes violaciones de los derechos humanos no sólo donde se hagan declaratorias de afectación a la seguridad interior, sino donde las fuerzas castrenses realizan lo que la Ley denomina “acciones permanentes”, que no requieren de dicha declaratoria.
Vale recordar que, a doce años de la continua presencia del ejército en tareas de seguridad ciudadana, un número significativo de organismos internacionales ha señalado las graves violaciones a los derechos humanos, como son las desapariciones forzadas, la tortura, la tortura sexual a las mujeres y las ejecuciones extrajudiciales. Estos crímenes contra la humanidad se han vuelto una práctica generalizada y son un claro ejemplo de una presencia fallida y una falta de estrategia militar. Algo semejante ocurre con la debilidad institucional de los tres poderes del Estado –algunos en connivencia con los poderes difusos de la criminalidad–, los cuales permanecen ausentes e indolentes ante los lamentos de las miles de víctimas que en este contexto de violencia bélica exigen justicia. La impunidad prevalece a lo largo y ancho del país ante la desarticulación del Estado que no previene, no investiga, no sanciona, y mucho menos repara. Los ciudadanos mexicanos sufren, de manera diferenciada y desigual, un quebranto en los derechos sobre su cuerpo, los derechos sobre el uso y el disfrute de los espacios, los derechos sobre su patrimonio y los derechos de un sujeto político que ejerza su ciudadanía en el espacio público. En este México, con las vicisitudes de su sistema político y económico, la presencia militar no revertirá estas pérdidas; al contrario, se intensificarán geográficamente y se convertirán en una estrategia de control ciudadano y en una mayor erosión de la justicia. Ante esta situación es más probable que se fortalezca el poder económico, político, militar, macrocriminal y la delincuencia común –donde en un número significativo de segmentos de la sociedad, encontramos familias que participan y/o protegen a miembros que delinquen y disfrutan de las ganancias– que devasta la vida de las mujeres y los hombres.
En general, toda práctica de seguridad guarda una relación inversamente proporcional a la práctica de la democracia y los derechos humanos. Huysmans señala que la democracia sufre un límite político por el imperativo de seguridad, no sólo porque los derechos humanos pueden ser violados en nombre de la seguridad, sino también porque la práctica de la seguridad inherentemente organiza las relaciones políticas y sociales en torno a enemigos, riesgos, miedos o ansiedades (Huysmans, 2014: 4). En este sentido, cuando observamos la Ley de Seguridad Interior como una estrategia de securitización en el más amplio sentido de la palabra, los derechos humanos, si bien retóricamente son reconocidos en la ley, en la práctica las formas de intervención federal (armada, administrativa o política) abren un campo enorme de espacios de impunidad y violación de ellos. Lo que menos encontramos en la Ley es rendición de cuentas, sanciones por probable abuso de poder, límites o contrapesos a las corporaciones armadas y policiales, y en cambio observamos el diseño jurídico de una plataforma de intervenciones federales administrativas, armadas y policiales que, mediante el recurso de la Declaratoria de Protección a la Seguridad Interior (un estado de emergencia), e incluso sin ella, cualquier amenaza o riesgo construido como una cuestión de seguridad activará un poderoso aparato burocrático y armado que pone en juego los derechos humanos, la justicia y la democracia. La producción y el uso de la inteligencia por parte de las fuerzas armadas y federales, independiente de los organismos federales obligados a responder cualquier solicitud, se convierte en un recurso muy peligroso en manos de quienes no tienen obligaciones serias de rendición de cuentas y uso confidencial de la información porque, de hecho, toda información quedará reservada como de seguridad nacional.
A estas alturas queda poco. Como nunca, la sociedad civil organizada, la comunidad internacional y la oposición política se movilizaron en contra de la Ley de Seguridad Interior. Como en el futbol, jugamos como nunca, pero perdimos como (casi) siempre. Quedan por resolverse –y esto es crucial– las acciones judiciales. Principalmente las acciones de inconstitucionalidad y las controversias constitucionales que ha de resolver la Suprema Corte de Justicia dejan un espacio apenas suficiente para mantener esperanzas. En ese sentido, la ciudadanía debe volcarse públicamente para hacer sentir que esos procesos tienen la atención pública, pues la Suprema Corte suele deliberar con mayor cautela y resolver con mayor seriedad cuando tiene una fuerte exposición pública. También la ciudadanía puede hacer uso del amparo, un vehículo jurisdiccional decimonónico, caro y torpe, pero a fin de cuentas el único juicio constitucional que los ciudadanos tenemos para al menos tratar de contener los abusos y violaciones de los derechos fundamentales. El uso masivo del amparo dará oportunidad a que una pluralidad de jueces se pronuncien sobre esta ley, y eso maximizará la posibilidad de que el Poder Judicial Federal, en sus distintos niveles, se active en defensa de la Constitución.
Sobre todo, a los ciudadanos nos corresponde ejercer el voto como mecanismo de control, premio y castigo a las autoridades. Ése es nuestro principal papel constitucional. En este caso, puesto que ha sido claramente una Ley aprobada por el gobierno y su partido y algunos aliados fácilmente identificables, nos corresponde ejercer el voto de forma que mande la señal clara: que hacer de lado la Constitución tiene costos político-electorales. Por eso yo pienso evitar votar por aquellos partidos –como grupo– y legisladores –como individuos que quizá sean candidatos– que impusieron la aprobación de esta Ley. Además, a los demás candidatos y candidatas debemos exigirles que, como compromiso de campaña, se pronuncien claramente por abrogar la Ley de Seguridad Interior en caso de ocupar un cargo como resultado de la elección.
Es una pregunta que tiene un alto grado de complejidad y pienso que no tengo una respuesta apropiada. La desarrollaré en tres momentos. 1. La expansión del control militar está inserta en “la matriz hermenéutica del sufrimiento social” (Nancy Pineda-Madrid), que no es otra cosa que la cadena estructural acumulativa –política, económica, social y criminal– que daña y destruye las vidas humanas. Esta matriz del sufrimiento y de la vida indigna ha definido y posibilitado los parámetros para la desposesión de las ciudadanías y la fragmentación de las comunidades en el territorio nacional. 2. En este contexto de la desesperanza, nos encontramos con “la persona común” (Leonardo Boff) que pasa la mayor parte del tiempo tratando de sobrevivir las duras crisis económicas y con un empleo escaso y mal remunerado y que sueña con un México mejor. De aquí proviene el mayor número de víctimas (y sus familias) que han sido tratadas inhumanamente. Son muchas de ellas quienes ante desastres sociales y naturales nos han mostrado su sentido de orientación a la vida; sin embargo, son estas comunidades quienes han sido estigmatizadas y por consecuencia se han cerrado a su sufrimiento. 3. Iniciar un camino hacia la verdad y la justicia en aras de detener la expansión militar requiere apoyar a quienes se ha llamado “las y los sujetos alternativos de la justicia” (Saskia Sassen). Son miles de mujeres y hombres: víctimas, familias de víctimas, organizaciones de la sociedad civil y de la academia, quienes demandan entre otras cosas un proyecto económico que posibilite la vida, la aplicación de la ley y el control del territorio por parte del Estado, cortar los suministros financieros del crimen organizado, exigir la rendición de cuentas a una clase política corrupta, requerir plazos definidos para la formación de una policía profesional y el retiro del ejército a sus cuarteles.
Desde mi campo de reflexión, lo primero que necesitamos hacer es cuestionar críticamente el falso dilema que se ha construido en torno a la seguridad y que ha sido usado políticamente para justificar la guerra contra el narcotráfico e iniciativas como la Ley de Seguridad Interior. Es decir, que ante la violencia aberrante y el poder del crimen organizado necesitamos mayor seguridad pública. En consecuencia, sectores de la sociedad pugnan por que las fuerzas armadas y policiales realicen más vigilancia, labores de inteligencia, etc., que redundan en abusos serios a los derechos humanos y las libertades civiles. El ejemplo más evidente del falso dilema de seguridad es la relación que se ha construido históricamente entre drogas e inseguridad, criminalizando a los sectores más pobres. Los esquemas de policiamiento y militarización parten de prejuicios de que las clases peligrosas son aquellas que habitan áreas geográficas marginales que hay que controlar y reprimir, dejando intactas formas de delincuencia transnacional y conexiones de la corrupción con el lavado de dinero, muy lejos de la mirada de los pobres. Éstos son algunos de los equívocos que se han reproducido en el discurso académico y político, llevándonos a colocar la seguridad como un imperativo necesario, cuando lo más importante es comenzar a des-securitizar nuestros problemas sociales de violencia. La segunda cuestión que veo es aprender de la experiencia de otros países relacionada con la rendición de cuentas y la justicia. Guatemala y Perú, pero también quizá Colombia, representan casos paradigmáticos en los que juicios contra altos funcionarios, instalación de comisiones de investigación, etc., han abierto debates públicos muy importantes sobre juicios contra la corrupción y comisión de delitos. Estas experiencias necesitan ser traducidas a organizaciones civiles, colectivos, movimientos e incluso funcionarios que hacen un trabajo honrado.
La seguridad pública va a mejorar cuando contemos con policías profesionales y arraigadas en sus localidades; procuradurías profesionales y prestigiadas que puedan realizar tareas básicas de investigación y se enfoquen en los delitos que más dañan a la sociedad –esto es, cuando persigan homicidios, secuestros, extorsiones, etc. y privilegien detener el tráfico de armas sobre el tráfico de hierbas–; y cuando los espacios públicos y servicios públicos inviten a la ciudadanía a convivir y confiar en sus vecinos y en las autoridades. Para ello es preciso invertir recursos, tiempo y capital político. Pero las autoridades tienen incentivos para prometer soluciones prontas con medidas drásticas, como más militarización. Estas medidas son muy visibles pero poco efectivas en realidad.
Es indispensable abrogar la Ley de Seguridad Interior. Mientras esa ley siga vigente, la amenaza de una supresión súbita del régimen constitucional está latente y continuará el desvío de recursos de donde realmente servirían –policías, procuradurías y servicios públicos– a donde más hacen daño –con un mayor despliegue militar y más armamento en el territorio nacional–.
En lo inmediato, habría que focalizar los recursos que hoy tenemos: perseguir el tráfico de armas y no el traslado de estupefacientes. Si los retenes que hoy están buscando drogas en las carreteras que van de sur a norte estuviesen buscando las armas que fluyen de norte a sur, otro gallo nos cantaría. En el corto plazo habría que hacer un diagnóstico serio en donde se rindan cuentas sobre lo que se ha hecho en los últimos doce años, los resultados que ha habido y las necesidades de cada localidad donde hoy operan fuerzas federales, para poder construir policías locales profesionales y confiables. Habría que poner especial énfasis en identificar las ciudades y pueblos donde las instituciones de seguridad pública civiles sí han funcionado, a fin de tratar de reproducir esos ejemplos en otras partes. En el largo plazo, es preciso rediseñar y renovar los sistemas de seguridad pública y el de procuración de justicia, privilegiando el fortalecimiento institucional a nivel local, la prevención y la investigación. A lo largo de todo el proceso es indispensable calendarizar, con responsabilidad, el repliegue de las fuerzas castrenses a fin de que dejen de realizar tareas de seguridad pública y patrullaje entre la población civil, para lo que no están capacitadas. Existen muchas propuestas concretas de reformas y políticas públicas específicas que hemos realizado académicos y organizaciones de la sociedad civil. En particular, yo he esbozado la arquitectura del cambio legislativo que requerimos. Pero para poder emprender estos esfuerzos será preciso primero contener el daño ya hecho y eso empieza por la abrogación total de la Ley de Seguridad Interior.
Primero, reconocer que la vida es el primer derecho; si éste se pierde, los demás no tienen ningún sentido; desde esta premisa, la existencia precisa sustentarse en condiciones materiales que permitan erradicar el hambre de comida y el hambre de justicia. Segundo, reconocer que existe una pluralidad de víctimas que necesitan del cobijo de la sociedad. La pluralidad no visibilizada esconde las injusticias de quienes han sufrido violencias y son considerados los “otros”, los extraños, los diferentes: las mujeres y los hombres, las niñas y los niños, las y los transexuales, las y los migrantes, las y los sin territorio, las y los sin estado, las y los niños en orfandad y los sin cuidado; por ende, las y los de la vida desnuda y precaria. El desconocimiento de sus pérdidas esconde la impunidad de los perpetradores. Reconocer que nuestras comunidades han sido dañadas por esta contienda bélica, dividiendo a la sociedad en “buenos y malos”, en quienes “se merecen lo que les pasa” o que son parte de los “daños colaterales.” Las vidas que hemos perdido –física y socialmente– han roto el contrato social. Deshacer el daño requiere por lo menos dos desagravios: comprender que el trauma del horror de la violencia no es sólo individual sino colectivo. Las atrocidades que se han hecho a las víctimas conllevan un mensaje para las y los “espectadores subyugados” (Fionnuala Ni Aoilin). Asimismo, la violencia ha dañado la geografía y cultura de nuestro territorio. Tercero, develar la contradicción que esta guerra nos ha impuesto. Una guerra permanente contra las drogas, en aras de la seguridad interior, mientras nuestro país se encuentra en los primeros lugares de flujo de capitales ilícitos (Global Financial Integrity). Cuarto, precisamos la rendición de cuentas y la aplicación de la justicia para los gobernadores que han sido señalados por actos de corrupción en más de la mitad de los estados del país. El despojo de la riqueza social en aras de un poder despótico también nos ha generado mayor violencia. Quinto, la formación de policías emanadas de las comunidades, las cuales sean salvaguardadas (Lisa Marie Cacho) “de la violencia del Estado y su abandono”. Pienso que todo esto posibilitará el sostenimiento de la vida, el ejercicio de la ciudadanía plena y la restitución de la dignidad de la carrera militar, en sus colegios y en sus cuarteles.
Caminamos a contracorriente de una tendencia dominante del uso de la seguridad nacional e interior como forma de control político y no necesariamente para construir sociedades más seguras. Ciertamente ha existido desde hace mucho tiempo el uso de la seguridad, pero el nivel de vigilancia se está volviendo cada vez más microfísico y con resultados abominables. Deconstruir el discurso hegemónico de la seguridad, ventilar públicamente las consecuencias de los esquemas de seguridad implementados por el Estado y evidenciar las implicaciones que tienen en la vida cotidiana de la gente son algunas ideas que pueden ayudarnos a separar o mantener en relativa distancia crítica la administración de los problemas públicos del recurso a la seguridad como forma de resolución. Cuando se filtra, como de hecho ha sucedido, una visión securitaria de la política, siempre hay tentaciones de transformar los problemas públicos en términos de seguridad. En términos analíticos no necesitamos ser aprendices de brujos para comprender la violencia social como una dimensión de la naturaleza del poder. Lo primero que necesitamos analizar con seriedad son las configuraciones del poder que se están generando fuera de nuestra visión tradicional, su legitimidad y sus conexiones entre el mundo de lo legal e ilegal. Cuando despejamos algunas coordenadas del ejercicio del poder y sus vínculos con el submundo delincuencial, podemos llegar a comprender ciertas formas de uso de la violencia de Estado y el papel de la delincuencia organizada en la configuración de ciertos regímenes criminales, tales como los que subsisten en estados como Guerrero, Veracruz, Tamaulipas, Michoacán o Colima. Cabe señalar que todo esto tiene consecuencias éticas, políticas y sociales sobre las que necesitamos seguir reflexionando.
Huysmans, Jef (2014). Security Unbound. Enacting democratic limits. Londres y Nueva York: Routledge.