Recepción: 14 de diciembre de 2018
Aceptación: 13 de mayo de 2019
Desde la década de 1990, la narcocultura en México ha sido estudiada como el repertorio simbólico del “pueblo criminal” que retrata la vida cotidiana de los narcos. Sus expresiones son entendidas como un registro fidedigno de la vida de los traficantes, con una estética transgresora que presenta el exceso y la ostentación como formas de dominación. En este artículo se estudian formas de protección espiritual entre narcotraficantes a fin de debatir sobre la narcocultura. El material etnográfico fue recolectado entre 2014 y 2017 en los estados de Hidalgo y Michoacán, por medio de observaciones participantes y entrevistas a profundidad. La protección de santos populares como la Santa Muerte, el Angelito Negro y San Nazario, permite entender cómo la narcocultura es un recurso de emancipación social, legitimando las definiciones de justicia y soberanía del crimen organizado.
Palabras claves: Caballeros Templarios, Criminalidad, México, narcocultura, San Nazario, Santa Muerte, santos populares, violencia
Who Do Narcos Pray To? Emancipation and Justice in Mexican Narcoculture
Since the 1990s, Mexico’s narcoculture has been studied as a “criminal community’s” symbolic repertoire that serves to portray traffickers’ everyday existence. Its expressions are understood as reliable documentation of narco lives and feature a transgressive aesthetic that frames excess and ostentation as forms of domination. The article also studies narcotraffickers’ forms of spiritual protection, to debate narcoculture; its ethnographic data was gathered between 2014 and 2017 in the Mexican states of Hidalgo and Michoacán by means of participatory observation and in-depth interviews. Seeking protection from popular saints such as Santa Muerte, el Angelito Negro and “San Nazario” Moreno González offers insight into how narcoculture is a tool of social emancipation that legitimates organized crime’s notions of justice and sovereignty.
Key words: Criminality, narcoculture, violence, popular saints, Santa Muerte, “San Nazario” Moreno González, the Caballeros Templarios and Mexico.
La violencia que se registra desde el principio de la llamada “guerra contra las drogas”, lanzada por el presidente Felipe Calderón en 2006 y que se expandió durante el gobierno de Enrique Peña Nieto desde 2012, ha sido acompañada por expresiones culturales relacionadas con el mundo del narcotráfico cada vez más estridentes. Es un fenómeno transversal que toca a cada uno de los estratos sociales de México. La ciudadanía es la primera víctima de la violencia y coerción del narcotráfico, pero también es víctima de los crímenes de Estado.1 En México, la impunidad que tiene lugar cada día sólo acelera la maquinaria del crimen y la muerte, lo que disuelve la legitimidad del Estado.
En el cuerpo de las víctimas se manifiesta una aberración en cuanto a la dignidad humana: el cuerpo de jóvenes hombres y mujeres se ha convertido en una especie de lienzo donde se imprime la brutalidad y se escriben mensajes entre traficantes, amenazas a la sociedad civil o el gobierno.
La crisis humanitaria por la que atraviesa México tiene al narcotráfico como principal causa de los conflictos violentos. El “narco” puede definirse como una red de redes de economías criminales organizadas por distintos actores, tanto ilegales como legítimos, que incluyen individuos y diferentes tipos de instituciones sociales y económicas, como la autoridad política (véase Bailey, 2014). Las industrias relacionadas con el narco incluyen la producción y el trasiego de drogas, el tráfico de armas, prostitución, extorsión, secuestro y lavado de dinero, entre otras. Estas economías criminales están organizadas a escala local, nacional, regional y transnacional por diferentes actores e intereses. El crimen organizado moviliza múltiples valores y genera formas de producción, consumo, y acumulación. Claramente, el dinero es la expresión más expansiva del poder del narco, que existe junto con la violencia y múltiples formas de coerción que se ejercen sobre y entre actores del Estado, criminales y la sociedad civil en su conjunto.
La crisis de seguridad y derechos humanos está relacionada con la falta de legitimidad del Estado. El gobierno no tiene la capacidad de garantizar los derechos más esenciales de los mexicanos, incluyendo el derecho a la vida y la seguridad humana y patrimonial.
Mientras tanto, el Estado de derecho y el contrato social que dan cohesión y orden institucional, parecen ser una referencia cada día más remota en México. En su lugar, la sociedad mexicana está atravesando por un proceso de desinstitucionalización de amplios espacios sociales, en particular visible en la pérdida de legitimidad de las instituciones como las grandes ordenadoras de las biografías individuales, proceso particularmente visible en el Estado, la Iglesia católica y la familia (Portes y Roberts, 2005; Suárez, 2015). En México, las instituciones compiten con organizaciones y comunidades emergentes, muchas de ellas informales o generadas “desde abajo”, por la hegemonía de las grandes narrativas sociales que ordenan la vida social. Además, se registra una progresiva individualización de la percepción de justicia y éxito. En el contexto de impunidad, corrupción y violencia expansiva que caracteriza a México, la justicia no emana de las instituciones, sino de la propia mano de los ciudadanos. También se individualizan las formas de emancipación social y avance económico, muchas veces expresado como consumo de bienes materiales, sin importar la forma de acceso.
De frente a la incertidumbre y la indefensión de amplios sectores ciudadanos, se generan formas alternativas de protección. El surgimiento de devociones populares, rituales de limpia y sanación, así como distintas formas de empoderamiento espiritual para traficantes, más que mostrar el poder del mundo del narco dejan de manifiesto la vulnerabilidad y el miedo de los actores criminales. Por ello, el ámbito religioso es clave para comprender íntimamente la cultura que distingue al narco.
La diversificación del mercado religioso en México no sólo ha generado alternativas al catolicismo dentro de los marcos institucionales, es decir, con confesiones propiamente establecidas y reconocidas como tales. Además, en México hay un cúmulo de sistemas de religiosidad con santos “seculares” y rituales sincréticos que surgen como alternativa a la(s) religión(es) oficial(es) (De la Torre Castellanos, 2011). A diferencia de otras formas de “catolicismo popular” que incorporan de manera sincrética rituales e iconos de sistemas simbólicos distintos (Norget, Napolitano y Mayblin, 2017), el sincretismo en la religiosidad de los narcotraficantes que tiene lugar en México hoy en día expone el mundo de la violencia, el crimen y la marginación de los creyentes. El culto de nuevos santos y devociones populares es una respuesta a estos conflictos sociales.
En la cultura popular, los narcos son representados como seres poderosos e impunes. En este artículo, y con base en la recolección de datos por métodos etnográficos, se presentan devociones populares relacionadas con el mundo del crimen en México, en particular la Santa Muerte, Angelito Negro y San Nazario.2 Allí, en los altares y “catedrales” de los “narcocultos”, los traficantes aparecen como seres vulnerables, en búsqueda de protección. Éste es un campo antropológico escasamente investigado, del cual se ha escrito muy poco, que permite entender los mecanismos culturales que los criminales utilizan para investirse de poder e impunidad. En un contexto más amplio, el estudio de las devociones populares vinculadas con el crimen permite colocar el debate sobre la narcocultura en el contexto de la emancipación y la dominación social.
En este artículo me interesa estudiar los registros de protección religiosa que se pueden observar en la narcocultura, para explorar así la relación entre la narcocultura y las percepciones “del mal” en México, particularmente la presencia y manifestaciones del diablo. De manera similar al análisis de las apariciones espirituales y la brujería en África occidental (Geschiere, 1997), la narcocultura puede entenderse como un resultado y expresión de la crisis política e institucional del Estado nación. Estas devociones emergentes alcanzan no sólo a aquellos que están involucrados en el tráfico, sino a públicos mucho más amplios que están igualmente expuestos a estas violencias o se encuentran vulnerables de frente al colapso del Estado, la Iglesia y la familia.
A partir del tráfico de mercancías y drogas que se registra al menos desde el siglo xix entre México y los Estados Unidos (Campbell, 2009; Andreas, 2013), se ha formado a través de los años un cúmulo de signos y sistemas de interpretación que retratan y capturan la vida y muerte de los traficantes de drogas mexicanos. La cocaína consolida en la década de 1950 el mercado transnacional para las drogas que atraviesa por México (Astorga, 1995; Roldán y Gootenberg, 1999; Flores, 2013). La producción y el tráfico de estupefacientes, tanto como las diferentes actividades que se derivan de ellos, han generado referentes materiales e inmateriales y narrativas que expresan la biografía y el modus operandi de los narcotraficantes. A este cúmulo histórico y biográfico se le ha llamado “narcocultura”.
El estudio de la narcocultura surge en la década de 1990, cuando los “narcocorridos” y las “narconovelas” son analizados como textos sociales que permiten comprender la identidad y vida cotidiana de los traficantes (Wald, 2001; Sánchez Godoy, 2009; Córdova Solís, 2012; Valenzuela, 2012). El norte de México, y en particular la linea fronteriza con los Estados Unidos, es el centro de la geografía de la narcocultura (Valenzuela 2002; Ramírez-Pimienta, 2011), donde la música de banda, el mundo rural, la frontera y las armas son referentes empíricos de la vida cotidiana y el destino social de hombres jóvenes vinculados al tráfico de drogas (Simonette, 2001; Ruvalcaba, 2015). En la bibliografía existente se pueden recuperar tres puntos centrales que distinguen la narcocultura:
En este sentido, la narcocultura es el discurso que permite entender la criminalidad como una forma legítima de vida, donde la ilegalidad es un mecanismo de emancipación social. El narcotraficante es descrito como “un chingón”. El sujeto se convierte entonces en el principal actor de su propia biografía, utilizando definiciones propias, atípicas de justicia. El chingón se “impone” sobre las instituciones. El crimen organizado se configura en un campo social legítimo para obtener éxito, poder e impunidad, reclamando una especie de soberanía sobre los territorios y las vidas de sus habitantes. Puede sonar contradictorio o perverso, pero la criminalidad en México es un mecanismo para generar cambio social. Libera al individuo de los mecanismos de control social y el orden de la ley.
La cultura del narcotráfico ha sido observada muchas veces en el contexto de los jóvenes. La novela La mara (2004), del escritor y periodista tamaulipeco Rafael Ramírez Heredia, narra la vida de jóvenes salvadoreños que pertenecen a la mara Salvatrucha y la MS18, e introduce así el tema en la literatura latinoamericana. En la novela se relata “la vida loca” de los jóvenes que trafican con drogas y matan a sueldo, entre otras actividades criminales.
De la misma manera, en el periodismo mexicano se ha documentado el proceso de normalización del crimen entre jóvenes de sectores populares urbanos: “muchos adolescentes deben sobrevivir como sea, y no son pocos los que terminan por integrarse al ambiente, beben, se drogan, espían, informan. Y cada vez más, todo parece normal”.4 Desde temprana edad, a veces antes incluso de ingresar a la escuela secundaria, los jóvenes pueden entrar en contacto con el mundo del tráfico de drogas y la extorsión, proceso que tiene un impacto en la percepción del Estado de derecho y la función de la ley. A partir de casos de criminales adolescentes convictos, en el trabajo del periodista Julio Scherer se puede observar el surgimiento de formas de vida vinculadas al crimen, que se han convertido en narrativas legitimas en algunos contextos sociales de México (Scherer, 2013). Estas expresiones culturales otorgan sentido y atractivo a las figuras criminales: hombres jóvenes millonarios, poderosos y sexualmente agresivos, que pueden actuar a su antojo al margen de la ley.
Aunque la narcocultura puede ser vista como exclusiva de los traficantes de drogas, muchos más tienen acceso al universo simbólico de la criminalidad. ¿Qué actores sociales portan la narcocultura? ¿A quién pertenecen sus significantes y formas de interpretación? ¿Quién nos dice qué significa? La narcocultura no es sólo para traficantes; también circula por circuitos más amplios de la “cultura popular” y los medios de comunicación y digitales. Se crean así imágenes y se reafirman estereotipos del “narco” y de la “criminalidad” como algo arraigado en una clase social o en el pueblo, como si ser un chingón incluyera la fascinación por la ostentación.
Incluso la actriz mexicana Kate del Castillo consiguió concertar en 2015 una cita con el “jefe de jefes”, Joaquín el Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa y quien se encontraba entonces prófugo de la justicia. Sin que la actriz aparentemente supiera bien a bien a qué se estaba exponiendo o cuál era el propósito del encuentro, ella dio con “el jefe” antes que la justicia mexicana. Si la narcocultura contiene los símbolos y sistemas interpretativos de los narcos, se puede también concluir que es un sistema abierto. Es decir, la narcocultura no es un saber oculto, exclusivo o clandestino para comunidades cerradas, sino que circula abiertamente por los medios de comunicación masiva, entre otros campos culturales, y permite mucha apropiación cultural, como fue el caso de la actriz.
El estudio de la narcocultura no se ha focalizado en el repertorio simbólico distintivo del “pueblo criminal”, y mucho menos sobre cómo el narcotráfico revierte o refuerza el orden social y en particular el de las elites. Un fenómeno reciente en las redes sociales son los videos de hombres y mujeres infringiendo el orden público bajo influjo del alcohol o simplemente por prepotencia, impunidad que ellos mismos reclaman como un privilegio de su clase social, la que también es referida con su color de piel más claro. Recalcando el conflicto racial y de clase social, en Youtube y Facebook se encuentran videos de “lords” y “ladies”, algunos muy conocidos, como el caso de #LadyPolanco en una de las zonas más exclusivas de la ciudad de México. Estos videos muestran a la elite blanca gritando a policías y otros servidores públicos “morenos”, estacionando el auto a mitad de la calle, intentando corromper a agentes del Estado, reclamando y ejerciendo privilegios por encima de la ley o el interés común. El fenómeno social de los lords y ladies perpetúa la pigmentocracia en México, ya que es una expresión de neocolonialismo donde la elite blanca ostenta sus privilegios de clase por encima de la ley, el orden público y el pueblo moreno.
Como una especie de inversión de la pigmentocracia en México, la narcocultura retrata a narcos, hombres igualmente morenos o “güeros” de pueblo,5 quienes se comportan como lords. Campesinos o trabajadores empobrecidos, o los desempleados de las ciudades, se convierten según la narrativa de la narcocultura en unos chingones. En los videos de música de banda, en la literatura y reportes periodísticos sobre las biografías ligadas al tráfico de drogas, se ven narcos que hacen uso de actitudes de la clase dominante mexicana, como ostentación, prepotencia, corrupción e impunidad.
Como agentes soberanos, los criminales cuentan con el poder para imponer el miedo y la violencia, la muerte como forma de control. Pero la violencia y la corrupción son sólo algunos de los recursos que los traficantes utilizan para dominar, junto con otros más “blandos” que influyen sobre las percepciones sociales del crimen, como el financiamiento de obras comunitarias que hacen legítimo el poder y la presencia del narcotráfico (Ruvalcaba, 2015; Grillo, 2016). Como fenómeno antropológico, la narcocultura es más que un repertorio cultural “exótico” que promueve “antivalores”.
El mundo del tráfico de drogas y sus referentes simbólicos están inscritos en contextos más amplios que ordenan y dan sentido a los sistemas de violencia y muerte en México. Este desorden sólo puede entenderse en relación con procesos más amplios de producción y acumulación de capital, el papel del Estado de derecho y el neocolonialismo (Bunker, Campbell, y Bunker, 2010; Sullivan y Bunker, 2011; Gil Olmos, 2017). Es decir, la narcocultura, como texto, tiene una audiencia más amplia que únicamente la de los narcotraficantes.
La narcocultura no es una matriz cultural autónoma ni soberana o estable: se encuentra enraizada en las prácticas sociales, políticas y religiosas de la cultura popular mexicana, como el catolicismo y las culturas prehispánicas y, dado su carácter emergente, se encuentra en continua adaptación. Pero la narcocultura también se informa de subculturas urbanas “globales”, como por ejemplo el hip-hop o el consumo de marcas de lujo. La narcocultura es entonces el sistema de conocimientos y símbolos que forma el sedimento de la biografía y la identidad de los traficantes de drogas. Frente a los métodos de coerción “duros”, como un arma, dinero, o amenazas, la narcocultura es también instrumento de poder y legitimación a partir del cual los criminales confieren legitimidad e impunidad.
Los muertos víctimas de las violencias caen y se suman cada día por todo México, mostrando la vulnerabilidad de las instituciones mexicanas frente a la corrupción, la criminalidad y la impunidad. Por un lado, los grupos religiosos más conservadores, como el Opus Dei, cierta jerarquía católica y los “cristianos”,6 ven en la violencia y el colapso de las instituciones una presencia demoniaca, una victoria del mal sobre el bien. Por el otro lado, la imagen de Satanás circula en mercados y yerberías de una manera abierta nunca antes vista en México. El “mal” parece estar ganando más visibilidad en México. En particular, gente vinculada con el mundo de la criminalidad le hace promesas y ofrendas a Satanás para protegerse de sus enemigos y asegurarse el éxito.
Aunque la imagen del diablo ha estado presente en la cultura popular mexicana de diferentes maneras (Monsiváis, 2004), como por ejemplo en las figuras del nacimiento o el juego de la lotería, hay hoy en día nuevos registros del diablo en México, que dan un significado y una función distintos a las fuerzas del mal. En el mundo de la cárcel, la devoción a Satanás es una forma popular de protección bien conocida entre los reos (O’Neill, 2015; Yllescas Illescas, 2018). Desde la década de 1980 circulaban por México rumores sobre rituales satánicos que los narcos realizaban para pedir protección y éxito al ángel del mal (Roush, 2014). Se decía que los traficantes, políticos e incluso figuras del espectáculo realizaban sacrificios humanos para obtener éxito (Roush, 2014:139). Se rumoraba que ofrecían niños y que practicaban la antropofagia. Sin embargo, en ese tiempo en el que los medios de comunicación estaban controlados por el Estado, no existía evidencia concreta sobre esas prácticas, y el rumor permaneció como una especie de mito urbano. Hasta ahora.
La ciudad de Pachuca es la capital del estado de Hidalgo y cuenta con 267 mil habitantes (Instituto Nacional de Estadística, 2010). La pobreza y la marginación en Pachuca son enormes. El 70% de la población es pobre o vulnerable en términos de su ingreso o acceso a servicios sociales. El estado colinda con Tamaulipas y Veracruz, zonas de influencia para las rutas de tráfico del cártel de los Zetas. La Huasteca hidalguense es parte del territorio para el trasiego de los Zetas. Sin embargo, el estado tiene indicadores de homicidio por debajo del promedio nacional, con una violencia de baja a media.7
En Pachuca, a unos pasos del panteón municipal, se encuentra en el mercado Sonorita el centro de devoción a la Santa Muerte más grande y monumental del país (imagen 1). También es el más antiguo. El año de construcción de la “catedral” es 1996, como se puede leer en la placa a la entrada del edificio que conmemora su apertura. La “catedral” de Pachuca precede a los altares y capillas que se encuentran en el barrio de Tepito en la ciudad de México, donde comenzaron a aparecer a partir de 2001.8 Desde entonces, el edificio ha pasado por diferentes etapas constructivas y la decoración cambia constantemente gracias a las donaciones de los devotos. Los seguidores dan donativos como señal de agradecimiento en la forma de una imagen o la construcción de una capilla. Paulatinamente se han añadido niveles y áreas a los costados, hasta llegar a convertirse en la “catedral” que es hoy en día.
Viendo la fachada de frente, el edificio parece un gran galerón, una bodega industrial, y no se distingue ninguna imagen de la Santa Muerte desde el exterior. Sólo el nombre escrito en grandes letras: “Catedral de la Santa Muerte 333”. El número 333 se refiere a los tres poderes a los que está dedicada la catedral: los de Dios, la Santa Muerte y Satanás. El edificio funciona como un santuario donde los peregrinos pueden manifestar su devoción. Dentro hay una nave central donde está una gran imagen de la Santa Muerte de unos cinco metros de altura; a los costados de la nave se han construido altares y capillas con decenas de imágenes que la representan con diferentes poderes y atributos.
En cuanto a su uso, la “catedral” no es en principio muy diferente de cualquier otra iglesia. Funciona como un santuario donde los devotos se reúnen y expresan sus necesidades y piden una respuesta a una situación, un milagro. Vienen en busca de soluciones a problemas, de una bendición, o para dejar una adicción. Con ese fin realizan una visita para hacer una oración u ofrenda. Algunos vienen a las “misas” que se celebran todos los días; los “padres” ejecutan rituales sincréticos incorporando elementos del catolicismo, la santería y las “culturas prehispánicas”. Otros devotos vienen para hacerse “trabajos de protección” de las envidias, la violencia, la enfermedad, el miedo o la muerte. Otros más vienen a realizar “curas”, rituales de limpieza y curación, o a pedir asistencia para entierros. Pero también la Santa Muerte es muy conocida por ser milagrosa en cuestiones de relaciones y amor.
Es difícil imaginarse alguna imagen entre los santos católicos o populares tan diversa en su significado, con tantas representaciones, como la Santa Muerte. En su calidad de icono religioso, es polisémica y ambivalente. Tiene muchos significados que pudieran parecer contradictorios. Trae el bien, el amor, la vida y la salud, pero también el mal, la enfermedad, la desesperación y la destrucción (Hernández Hernández, 2016; Perrée, 2016). La Santa Muerte es una autoridad entre los muertos y en el mundo de los muertos, como lo es el dios Mictlantecuhtil, rey del inframundo, en las culturas originarias del Golfo, Centro y Sur de México, donde era representado como un esqueleto, un padre anciano (Perdigón Castañeda, 2008).
En principio, la Santa Muerte se representa como un ser femenino, una mujer voluptuosa, una madre o una novia. Su feminidad la faculta para el cuidado de los otros y la atención de los enfermos, de los vulnerables; es luego entonces la madre amorosa. Pero puede también aparecer como hombre (imagen 2), encarnado en un guerrero azteca o un catrín;9 su masculinidad es vengativa y predatoria.
La ambivalencia de la Santa Muerte es notoria también entre sus devotos, entre quienes hay tanto criminales como sus víctimas, pero también policías, pidiendo todos igualmente protección. Vendedores ambulantes, sicarios, adictos, madres solteras con hijos desahuciados o estrés económico, trabajadores sexuales, transexuales, migrantes, parejas del mismo sexo, narcotraficantes, muchos jóvenes en busca de trabajo o de una salvación, todos son creyentes de la justicia que emana de la mano de la Santa Muerte, de su poder de acción y protección. Los devotos piden a la Santa Muerte cosas que no se atreverían a pedirle a los santos oficiales, como por ejemplo a la Virgen de Guadalupe.
La Santa Muerte es poderosa porque tiene en sus manos la herramienta que corta el hilo de la vida, hace la verdad evidente y ejerce justicia. Siguiendo el mito de la deidad griega Átropos, que con sus tijeras corta el hilo de la vida de los mortales, la Santa Muerte administra la línea entre la vida y la muerte. La Santa Muerte puede finalizar de golpe la vida de los enemigos, o justo salvar la de los seres más queridos. Ella es el ángel de la muerte que recolecta a las almas para conducirlas al más allá. Ella es también una fuente de justicia, porque con su mano da a cada devoto lo que le corresponde y no lo que le pide. La capacidad de justicia de la Santa está relacionada con la fe del devoto, con su paciencia, disciplina y veneración incondicional, pura, honesta. Ella da a quien lo merece, a quien más confía en ella.
Pero el efecto más grande de la imagen está no sólo en la obtención de un milagro o de un beneficio material, sino en su poder para emancipar a sus devotos. Les da un rostro y un espacio a identidades ilegítimas, criminales, marginales, rechazadas. Alrededor de la veneración de la imagen se aglutinan colectivos sociales con conflictos de visibilidad y legitimidad, donde desempleados, minorías sexuales, criminales, policías y militares, devotos y no creyentes, son todos explícitamente bienvenidos a los altares o templos erigidos para su devoción. “Es como una madre, que acepta a su hijo tal y como es”, dice un joven devoto al explicar cómo “la Santa” acepta a todos sus fieles. Sin hacer diferencia entre buenos o malos, víctimas o criminales, la ambivalencia y el relativismo moral de la imagen son entendidos como inclusión, igualdad. La Santa Muerte no juzga a sus devotos por sus hechos, ni por sus vicios o errores.
Claramente, la Santa Muerte no es una devoción excluyente. Sus creyentes pueden ser por ejemplo católicos, y combinar ambos sistemas. De hecho, algunas imágenes de las devociones del “catolicismo popular” tienen su espacio en la “catedral de la Santa Muerte 333” en Pachuca (imagen 3). Altares al Divino Niño Jesús, San Lázaro, la Virgen de Guadalupe, y el Cristo Negro se encuentran en su interior. También es cierto que varias de estas imágenes representan orishas (dioses) de la santería cubana.10 Asimismo, hay imágenes especializadas en la criminalidad, como un altar a Jesús Malverde, visto como protector de los traficantes de drogas (en particular marihuana), pero también el poder del mal, y la capilla al “Angelito Negro”, que son impensables en contextos religiosos institucionales.
Como el nombre lo dice con el número 333, tres poderes están presentes en el santuario: los de Dios, la Santa Muerte y Satanás. Como un espacio semiprivado, no sólo incluye una referencia explícita a Satanás, algo que no se veía antes en México, sino que además es un centro de devoción al mal. En la parte posterior del edificio hay un pasillo que conduce a la capilla del Angelito Negro.
En el inframundo que representa la capilla del Angelito Negro (imagen 4) y el poder de las imágenes de Satanás se hace visible la estética del mal, por donde circulan los malos deseos y energías. Pareciera como si el visitante hubiera bajado al infierno. Las paredes están cubiertas con azulejos que simulan mármol negro. No hay ventilación y huele a tierra, humedad e incienso. La capilla es muy oscura, sofocante, iluminada sólo con una luz roja que emana de dos altares al fondo.
En estos altares, que son más bien unas vitrinas de cristal, se encuentran dos imágenes del Angelito Negro. La más grande representa a un ranchero de tez negra, vestido con traje y botas de texano y soga en mano. Aunque dos enormes cuernos crecen de su frente, signos inequívocos del diablo, el angelito lleva puesto un sombrero de ranchero. La imagen representa el arquetipo del narcotraficante rural del México de la década de 1970 hasta 1990, cuando los capos del narco eran hombres del campo, que cultivaban ellos mismos las plantas, y estaban en contacto con la naturaleza. El angelito vestido de ranchero está sentado en un trono; es un “chingón” (imagen 5).
La capilla fue construida en 2012 para venerar al Angelito Negro, “el patrón” Satanás. En la capilla la gente reza y hace peticiones, y se realizan “trabajos” espirituales y espiritistas. El Angelito Negro es muy socorrido por narcotraficantes que vienen de diferentes lugares de Hidalgo, pero también de varios estados del país, como Michoacán. Están de paso y vienen a pedir protección de sus enemigos al de salir a la carretera para comenzar un viaje, o antes de realizar operaciones de alto riesgo.
Al diablo se le paga con dinero, pero también con vida, ofreciendo la propia. El angelito da, pero también quita, ya que los favores recibidos son dados a cambio de valiosas ofrendas en oro, relaciones o personas. La gente busca ser invencible, todopoderosa, imponerse sobre la ley o tener control sobre su propia muerte frente al riesgo inminente. O contactar a un ser querido fallecido que piensa se le manifiesta durante el día o ve en sueños.
Se piensa que el angelito es muy poderoso y concede cualquier favor que se le pida por medio de “trabajos negros” (brujería). La ofrenda de la sangre de animales sacrificados es la esencia del “trabajo”: permite el acceso al mundo de los muertos y el manejo de espíritus y fuerzas. Al ofrecer una gallina o la sangre de una cabra u otro animal, un brujo puede establecer contacto con un difunto, traer la muerte sobre alguien, realizar limpias (purificar energía), “amarres” (conjuros de amor) o “despojos” (exorcismos).
Víctor11 es un joven de unos 25 años que trabaja como brujo del Angelito Negro en la “catedral” de la Santa Muerte en Pachuca. Es devoto de la Santa Muerte, y tiene su propia imagen con su altar en su casa; le llama la Doña y la cuida todos los días. Víctor dice abiertamente que él trabaja con Satanás, no con la santería. Dice haber aprendido los rituales “de aquí y de allá”, y que no hay una escuela o reglas que seguir para adorar a Satanás. Desde que tenía unos siete años, Víctor comenzó a tener visiones y contacto con el diablo. Se le comunicaba en sueños y apariciones durante el día. Para Víctor no era ninguna sorpresa que el diablo se le apareciera. Forma parte de la tercera generación de brujos en su familia, aunque sus padres no practicaban ninguna religión en especifico.
Con el tiempo, Víctor aprendió a no temerle al diablo, sino a interactuar con él. El culto a Satanás es para él una forma de acceder al mundo de los espíritus y las energías. El diablo da poder ilimitado a sus devotos; incluso los hace invulnerables. Por su cuenta, Víctor tiene que liberarse de la negatividad de los devotos que vienen a pedirle trabajos. Cuenta que tiene que hacerse limpias a fin de no quedarse con la mala energía y los deseos que la gente puede tener. Para ello, con una navaja Víctor se “raya” la espalda hasta producirse heridas superficiales en la piel por donde brota la sangre. De frente al altar del Angelito Negro, Víctor muestra con cierto orgullo las cicatrices de los “rayamientos” sobre los omóplatos y la espalda alta. Esta practica de “rayarse”, explica Víctor en entrevista, es a la vez una ofrenda para protegerse del mal (que le desean los otros), y al mismo tiempo tiene la función de liberar la mala energía y purificarse.
Víctor explica que él puede traer la muerte al enemigo, “trabajar” con huesos y otros órganos y materia humana, para curar o enfermar gente. Luego habla de un “parámetro” con el que trabaja. Sólo realiza “trabajos negros” sobre hombres; no hace “trabajos” con mujeres ni niños. Víctor cree que ellos son los ángeles de Dios, y que los hombres son reencarnaciones de espíritus que ya habían pasado por la tierra, y por ello se permite “trabajar” con ellos. Ése es el primer y único parámetro.
Cada año se celebra la fiesta al Angelito Negro en la capilla con los devotos, música en vivo y comida. El festejo en octubre del 2014 fue encabezado por el “brujo mayor” de la “catedral” de la Santa Muerte, Óscar, quien ha estado al frente del lugar desde su construcción. Entre los asistentes hay varios niños. Al comenzar la fiesta la gente toma agua de horchata y come tamales frente al altar. Al repartir los tamales para la cena, Óscar dice en su discurso durante la celebración estar “agradecido con el de abajo, el todopoderoso”, que “imparte justicia” a quien se acerca, y asegura: “todo funciona conforme a la fe de cada persona”. Durante la noche asisten docenas de personas para celebrar, agradecer al Angelito Negro y tomarse algo con el grupo de devotos.
Mientras Oscar dirige sus palabras, un trío de música norteña toca diferentes corridos, entre ellos el “El jefe de jefes”, dedicado al Chapo Guzmán. El texto del corrido aborda la biografía y la psicología del capo: “soy el jefe de jefes y lo digo sin presunción”, para luego hablar de la legitimidad de los narcotraficantes: “también me gustan las marcas, vestirme a la moda y comprar buenos carros, y aunque mi dinero sea ranchero, aquí vale lo mismo. No me lo he robado”.
El corrido es un reclamo de legitimidad de los narcotraficantes. El poder, éxito y status se obtienen por medios materiales y el consumo. El narcotráfico permite acumular esta riqueza, para luego desdibujar su origen criminal. El dinero no es robado, siguiendo el texto del corrido, pero es “ranchero”, un eufemismo de narcotráfico que señala su ilegitimidad.
Mientras el festejo al angelito avanza y es casi medianoche, los niños se van a dormir. Luego de los corridos, sigue el mariachi que toca temas clásicos de la música ranchera. El agua de horchata da lugar al tequila y las botellas de Buchanans, tan preciadas por los buchones.12 Y ya tarde en la madrugada, dentro de la misma capilla, se organiza una pelea de gallos, ofrecida al Angelito Negro. Dos gallos se atacan y pican a muerte, y sólo uno puede sobrevivir, el más fuerte. La sangrienta pelea entre los gallos sintetiza al mismo tiempo la vida y la muerte de los narcos: hombres jóvenes y otros mayores que se rigen por la ley del más fuerte, matando para sobrevivir, sobrevivir matando, y muriendo al matar.
Aunque la figura de Joaquín el Chapo Guzmán ha sido el epítome del narcotraficante por más de tres décadas, ningún otro “jefe” en la historia del crimen organizado en México ha hecho uso de recursos culturales de manera tan notoria como Nazario Moreno González. Es el primer líder del crimen organizado del que se tenga registro que haya escrito libros e ideado devociones religiosas, a fin de ganar control y legitimidad sobre territorios y poblaciones en Michoacán. Nazario desarrolló un sistema cultural original para recolectar recursos, ejercer violencia y obtener apoyo popular e impunidad. Entre su producción cultural se encuentran dos libros de su autoría, el decálogo de los Caballeros Templarios y un culto religioso alrededor de su persona.
Nazario nació en 1970 en la Tierra Caliente, en la ciudad de Apatzingán, Michoacán. Entre los lugareños se cree que es oriundo del pueblo de Holanda. La infancia de Nazario transcurrió en el campo, en un contexto de marginación, pobreza y violencia. Cuatro de sus hermanos fueron asesinados. Ante la falta de perspectiva, Nazario emigró junto a su familia a los 16 años a los Estados Unidos, como muchos otros michoacanos. Al principio trabajó en California como jardinero, y en una ocasión casi lo matan a patadas durante un partido de fútbol. A consecuencia de la golpiza, se le colocó una prótesis de metal en el cráneo; también sufría dolores de cabeza, alucinaciones y abuso de substancias.13 En California se involucró en el tráfico de mariguana y en 1994 fue arrestado en Texas.14 A la postre salió libre y siguió el plan de rehabilitación en Alcohólicos Anónimos y también recibió ayuda espiritual de los evangélicos. En esta etapa también entró en contacto con la filosofía de superación personal, en particular del autor protestante John Eldredge y de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Pero una nueva orden de aprehensión en su contra fue expedida en 2003 y fue entonces cuando Nazario regresó a Michoacán.
En 2003 Michoacán se había convertido en territorio de los Zetas, el sanguinario grupo de paramilitares derivado del cártel del Golfo. La relevancia económica de la región está vinculada con las diferentes economías criminales que hay en Michoacán. El estado, en particular la sierra llamada Tierra Caliente, es fértil para el cultivo de mariguana. El puerto marítimo de Lázaro Cárdenas es el punto de intercambio de contrabando del Pacífico mexicano desde la década de 1990, y más tarde para los químicos provenientes de China e India necesarios para la producción de drogas sintéticas. La población de la zona vivía bajo el terror de los Zetas, cuando lo cotidiano eran los asesinatos sumarios y masivos, violaciones, extorsión, deterioro ambiental y la corrupción de las autoridades locales.
Nazario hizo entonces una meteórica carrera en Michoacán como líder del crimen organizado (Grillo, 2016: 235-323). De 2005 a 2006 colaboró con los Zetas para que el cártel de Sinaloa permaneciera fuera de la región. Pero al final de cuentas la lealtad de Nazario no estaba con los Zetas. En el 2006 la Familia Michoacana hace su aparición arrojando cinco cabezas de presuntos Zetas a la pista de baile de un bar de Uruapan. En este escenario de violencia nunca antes vista, la Familia dejó una nota: “La familia no mata por paga. No mata mujeres, no mata inocentes, sólo muere quien debe morir, sépanlo toda la gente, esto es justicia divina”.15
El mensaje sólo pudo haber sido ideado por Nazario Moreno, quien ya se había posicionado como líder de la Familia Michoacana. En la cascada de violencia y sangre bajo los Zetas, la Familia hizo de la “ejecución” de los sicarios un acto de “justicia divina” a fin de imponer su orden. En el mismo año comienza a circular en Michoacán el libro El más loco: pensamientos (Moreno González, 2006), una publicación de 92 páginas atribuida a Nazario de la cual se dice se tiraron seis ediciones con un total de 60 mil ejemplares, que fueron regalados entre los pobladores. El libro es una especie de biografía criminal de Nazario donde perora y elucida sobre justicia e ilegalidad; un híbrido entre un manual de autoayuda y una guía de religiosidad “cristiana”. Nazario Moreno encontró inspiración en la figura histórica de los caballeros medievales que lucharon durante las Cruzadas en el siglo xii para formular su propia respuesta al desorden y la violencia impuestos por narcotraficantes como los Zetas.
Hermanos en Cristo, mexicanos, michoacanos, tierracalenteños: hemos tenido muchas cosas en común, una cuna humilde, una infancia dura, mucho trabajo, de juegos cortos, pero plagados (sic) de nuestros sueños. Y todo surge ahí en ese poblado, cuando soñaba que sería alguien, que lucharía por los míos, que trabajaría duro para que mi familia tuviera lo que yo carecí, cuando las injusticias hacían temblar mi cuerpo de furia contenida y entonces pensaba que lucharía para defender a los míos, gracias a Dios que mis sueños no han cambiado, pero hoy forman parte de mi realidad (Moreno, 2006).
El libro contiene una reflexion sobre la relación entre pobreza, criminalidad y justicia social, donde la ilegalidad es vista como una herramienta para “luchar” contra la injusticia. El libro de Nazario circuló casi exclusivamente en Michoacán, y fue censurado por la Secretaría de Gobernación. La publicación fue vista por el gobierno federal como un tipo de propaganda para ganar apoyo popular. Los ejemplares impresos fueron confiscados y destruidos, aunque se puede de cualquier manera encontrar el archivo en pdf en la red. Sin embargo, los que sobrevivieron a la censura se convirtieron en fetiche, un objeto de colección de un narco que también escribe libros.
Desde la aparición de la Familia en 2006, el grupo criminal tenía como propósito restablecer “el orden” que el cártel del Golfo, los Zetas y el cártel de Sinaloa habían roto. Pero el proyecto “moral” de justicia “divina” de la Familia fue interrumpido en diciembre de 2010, cuando el Chayo fue reportado muerto en la “guerra contra las drogas” comandada por el entonces presidente Felipe Calderón. La version oficial sostuvo que Nazario murió durante un tiroteo con la policía federal, aunque el cuerpo sin vida fue recuperado por los miembros del cártel.
Luego del anuncio de la muerte de Nazario, la Familia parecía desvanecerse como organización, pero al mismo tiempo se consolida un mito. Un rumor corría por la Tierra Caliente y los valles de Michoacán de que Nazario estaba todavía vivo. Pero Nazario ya no era el mismo. La gente decía haber visto el espíritu de Nazario en apariciones, vestido de blanco como un Cristo reluciente y haciendo milagros. Inspirado de nueva cuenta en los Caballeros Templarios, Nazario se hizo representar a sí mismo por medio de figuras religiosas, vistiendo la túnica franciscana y una armadura medieval, realizando milagros y rituales (imagen 7). Al convertirse en un icono religioso, Nazario es el primer “santo” secular del narcotráfico; es el primer jefe de un cártel u organización criminal que se hace presentar a sí mismo como santo y protector de los miembros de su propio grupo.
Las imágenes de San Nazario comenzaron pronto a circular en la Tierra Caliente entre los miembros de la Familia Michoacana y también entre pobladores de la zona. Una vez representado como icono religioso, se convierte en el santo patrón de los Caballeros Templarios, el protector de los miembros del grupo criminal.
Además aparece un decálogo en la Tierra Caliente, un código moral contra la violencia sin sentido que azota el estado de Michoacán (imagen 7). El código, tanto en su estilo como sus referencias visuales, está claramente influido por el imaginario de los caballeros templarios y las cruzadas. La noción de “misticismo” y “autoridad moral” están en el centro de los reclamos del cártel. Entre otras cosas, el decálogo prohibe asesinar “sin razón” y violar a mujeres e infantes.
En el 2010 aparece un segundo libro (póstumo, aparentemente) atribuido a Nazario, titulado Me dicen: el más loco (Moreno González, 2010), donde el autor muestra su motivación filosófica y espiritual para incorporarse al crimen organizado.
El código y el santo protector dan muestra del surgimiento de un nuevo grupo, la Orden de los Caballeros Templarios, que tuvo su auge entre 2010 y 2014. La fundación de los templarios resulta de la escisión de la Familia Michoacana (Lomnitz, 2016).
Nazario es un sujeto abyecto, como cualquier otro narco; sin embargo, su manejo de los recursos culturales es incomparable en la historia del narcotráfico en México. En los cuatro años que corrieron a partir de 2010 vendría una etapa de formación de la devoción a “San Nazario”. Esa devoción entre los Caballeros Templarios comenzó a esparcirse por Michoacán. Nazario esperaba que los miembros de su organización criminal se convirtieran a la religión que él mismo había fundado.
Nazario y los Templarios hicieron uso de la violencia de una manera tan estridente como los Zetas. Nazario, al igual que los Zetas, ordenó asesinatos públicos, extorsión y secuestro a fin de someter a la población local. Es decir, Nazario es al mismo tiempo la causa de la violencia y también se presenta como la solución a ella. Esta ambivalencia es típica del crimen organizado, donde los actores armados ejercen violencia pero también venden protección a las poblaciones bajo su mando (Hazen y Rodgers, 2014). Asimismo, Nazario sostuvo diferentes actividades “filantrópicas”, como el financiamiento de escuelas, obra pública, regalos para pueblos enteros y generosas donaciones a la Iglesia católica a fin de simpatizar con la gente.
Pero en marzo del 2014 la Marina anunció sorpresivamente que había acribillado a Nazario, justo un día después de que cumpliera 44 años. El cadáver fue exhibido como prueba forense incuestionable de su muerte, a fin de hacer evidente que en esta ocasión se trataba de la “verdadera” y “última” muerte de Nazario.
En el mismo mes de marzo del 2014, Alfredo Castillo, comisionado de seguridad para Michoacán, fue entrevistado en mvs Noticias por Carmen Aristegui poco tiempo después de la liquidación de Nazario. El funcionario aclaró que la Procuraduría General de la República había incluido el uso de cuerpos humanos como una línea de investigación con base en las declaraciones de diferentes informantes que se referían a los rituales de antropofagia por los Caballeros Templarios. Entre los informantes se encontraba José Manuel Mireles, líder de las autodefensas en Michoacán. El detenido Manuel Plancarte, sobrino de Kike Plancarte, quien sería el líder de los Templarios luego de la muerte de Nazario, dio información sobre el secuestro de infantes y la extracción de sus órganos.16
Manuel Plancarte describió en el programa de Aristegui cómo Nazario hacia uso ritual del cuerpo de víctimas en las prácticas de los Templarios, particularmente para crear confianza y probar la lealtad de sus afiliados. Nazario anunciaba: “vamos a tener una cena”, y se ofrecían corazones supuestamente humanos a los comensales. Se esperaba que todos los miembros invitados del cártel se los comieran. Plancarte apunta que el uso del corazón era parte de un ritual de iniciación donde se obligaba a los miembros del cartel a consumirlo.
La ingesta de carne humana es un reclamo de poder soberano sobre la sociedad y sus reglas. Los rituales de antropofagia proveen de sentido a la violencia: son una forma de soberanía simbólica; pero son también un mecanismo para regular la lealtad y el poder de los Templarios. La violencia más extrema, siniestra y macabra tiene el propósito de definir un orden. El canibalismo perpetúa el orden político, como también sucedía en la cultura mexica con los sacrificios del Templo Mayor y la ingesta ritual de carne humana en Tenochtitlán (Matos Moctezuma, 2014). Al servirse los cuerpos de víctimas inocentes, las autoridades religiosas y militares mantenían el cosmos en funcionamiento. Los cárteles ven en el pasado indígena mexicano una inspiración, pero al mismo tiempo también una justificación para sus prácticas de sangre.
Los rituales con sacrificios humanos por grupos criminales han sido observados en México en el contexto del tráfico de personas y órganos (Campbell, 2009). Como ha sido ampliamente documentado y debatido, el narcotráfico ha articulado diferentes industrias criminales, incluidas el secuestro, la extracción y el tráfico de órganos en el mercado negro (Buscaglia, 2015; Correa-Cabrera, 2017).
En el caso de Michoacán se han encontrado cuerpos mutilados, con señas de haber sido utilizados para rituales (Lomnitz, 2016; Grillo, 2016). Estos asesinatos no son ninguna excepción y tienen lugar también en otras devociones. En las cercanías de capillas de la Santa Muerte o justo enfrente de ellas se han encontrado restos humanos o de los responsables de los crímenes en diferentes estados del país.17 Los sacrificios humanos son parte de los rituales vinculados con la Santa Muerte; la sangre humana es la ofrenda más valiosa que se le pueda hacer a una fuerza sobrenatural.
El cuerpo humano es el material primordial de los rituales y las ofrendas para “trabajar” con los “santos” del mundo del crimen. La antropofagia es un ritual de empoderamiento de quien ingiere la carne, pero al mismo tiempo representa una prueba de lealtad; facilita la cooperación entre miembros de un grupo y reduce la ansiedad ante una posible traición. El cuerpo es la ofrenda: se le engulle o adorna con oro y marcas de lujo para ostentar el éxito. Pero es también un recurso: al ser disuelto o aniquilado, el cuerpo de víctimas inocentes constituye el poder de actores criminales. Como si existiera una relación entre las formas de liberación del narco como persona, aniquilando víctimas inocentes, para ganar así impunidad. La sangre derramada aumenta la soberanía del narco como agente: cada muerto perpetúa su poder e impunidad.
Ante la falta de una investigación forense expedita, es imposible establecer datos confiables en México sobre las víctimas mortales del narcotráfico, la cantidad de fosas ilegales descubiertas o el número de víctimas por la violencia ritual del narcotráfico. Cada tercer día aparece un nuevo reporte sobre el descubrimiento de fosas ilegales. En el campo se han registrado apariciones de cuerpos en carreteras y terrenos vecinos a los altares de la Santa Muerte. En la ciudad, los cuerpos se apilan en las zonas de alta criminalidad, muchas veces dominadas por un determinado cártel. En 2018 se registraron cientos de fosas comunes a lo largo de todo el país que hicieron evidentes las dificultades de las autoridades para localizar e identificar restos humanos.
Presentarse como un icono religioso fue un recurso altamente potente para Nazario. Al proclamarse santo protector del cártel, Nazario expandió su poder sobre la cultura, identidad y espiritualidad de los miembros.
¿Hasta qué punto fue eficiente el uso de recursos culturales de Nazario? ¿Fue de ayuda presentarse como santo protector o al contrario instigó a los miembros de su grupo en su contra? Aunque pudieran haber despertado antipatía al imponer un código moral y un sistema religioso propio, los Caballeros Templarios y la figura de Nazario permitieron afianzar el poder y dominación del cartel sobre la Tierra Caliente en Michoacán. Al obtener una posición dominante los Templarios pudieron sustraer y acumular recursos por medio de la extorsión y el sicariato, el narcotráfico y la corrupción del Estado de derecho. Al incorporar los temas de justicia y orden en el contexto michoacano por medio de un decálogo y una “religión” de “caballeros” (miembros de un grupo delictivo), la violencia y el crimen son vistos como recursos de emancipación social.
Aunque muchas manifestaciones de la narcocultura han ganado un amplio gusto popular, como la música o las series televisadas, también se encuentran registros oscuros, abominables, que no son vistos ni aceptados. Prácticas como la adoración del diablo en la ciudad de Pachuca, el uso ritual de sacrificios humanos y la antropofagia con los Templarios no cuentan con legitimidad social. ¿Qué uso tienen entonces estos rituales y qué significan? ¿Qué permiten entender acerca de la narcocultura? ¿Quién y cómo se beneficia de estas prácticas?
En los procesos de legitimación social de actores violentos o criminales, la cultura se ha estudiado como un recurso clave para ganar legitimidad entre la población (Duyvesteyn, 2017). Formas de acción comunicativa, como la producción de mensajes o símbolos que apelan a una identidad social o grupal, pueden ser recursos para ganar simpatía, detentar autoridad y así gobernar sobre poblaciones (Gambetta, 1996; Smith y Varese, 2001).
Un mecanismo típico de legitimación en la cultura de los criminales es el paternalismo: “dar a los pobres” lo que no tienen y de esta manera ejercer cierta justicia social, como en la leyenda de Robin Hood. En el caso de la mafia siciliana (Schneider y Schneider, 2003; Santino, 2015), los grandes gestos de los capos pueden ser interpretados como filantropía o expresiones de justicia social, y producir así un impacto positivo sobre las percepciones de legitimidad entre los pobladores.
En principio, las devociones populares vinculadas con el mundo criminal en México tienen la misma función: legitimar la presencia y función del capo y de su organización. Una vez reconocidos como actores reguladores de la seguridad y protección física, los actores criminales hacen uso de recursos simbólicos como lo son santos y cultos; con estas imágenes y prácticas se definen y circulan nociones de protección y justicia social. Los devotos intentan acceder a la justicia por medio de la intervención supranatural de un santo. De hecho, muchas veces es la Santa Muerte el último recurso que los devotos tienen a la mano a fin de obtener un favor o cambiar su realidad con una imagen religiosa.18
En las oraciones y ofrendas a la Santa Muerte y el Angelito Negro se encuentran las biografías de los devotos, las preocupaciones de jóvenes que viven entre el orden de las instituciones y el orden de los criminales. La protección de un santo es útil para dar sentido a sucesos diarios imprevisibles, como la muerte o la desaparición. Curiosamente, los eventos traumáticos que los narcos viven son muchas veces los mismos de la sociedad en su conjunto. En las calles y en sus casas, amplios sectores sociales en México se sienten presos de la violencia cotidiana de grupos criminales y el Estado, atrapados en la incertidumbre que la criminalidad genera y la impotencia ante la falta de justicia (Benítez Manaut y Aguayo, 2017).
Nazario Moreno buscó extender su dominio sobre los miembros de su cártel en Michoacán al declararse su santo protector y obligarlos así a venerarlo. Como se ha venido argumentando en este artículo, la narcocultura funciona como un recurso para la emancipación social, y además nutre la soberanía de actores criminales. Con rezos, festejos, ofrendas, purificaciones y trabajos, los creyentes experimentan una transformación en sus personas y un impacto sobre sus condiciones de vida.
La cultura es indudablemente un mecanismo que los actores criminales utilizan para ganar legitimidad en México. Por medio de bienes materiales o inmateriales, como las ofrendas o los rezos, los devotos incrementan su poder casi de manera ilimitada, lo que sólo se puede explicar en el contexto de impunidad generalizada en México.
La cultura es efectiva para ganar legitimidad; pero hay un déficit. En primer lugar, la gran mayoría de los devotos en los altares a la Santa Muerte son del pueblo. Como criminales, los narcos son “los de abajo”, sujetos vulnerables con un conflicto de legitimidad aún no resuelto y una necesidad de protección continua. La narcocultura que por un lado presenta a los narcos como chingones y sujetos soberanos en corridos y telenovelas, de la misma manera demuestra cuán desordenadas e imprevisibles son sus biografías.
Por medio de prácticas espirituales y mágicas que en principio contradicen los valores más esenciales de la sociedad, como el bien común y la vida humana, los narcos se constituyen como actores soberanos que operan y sobreviven al margen de la ley, o por encima de ella. Son soberanos porque son impunes y su poder pareciera no tener límites –aunque los tenga–. Los puntos aquí presentados permiten entender cuáles son los recursos culturales que utilizan los actores criminales, y cómo la narcocultura presenta o promueve nociones de cambio social por medio de la comisión de un crimen; el cambio para aquéllos directamente involucrados en el trafico, y también producir símbolos de justicia social más amplios que puedan tener un impacto en la sociedad.
El estudio de la narcocultura se ha enfocado en buena parte en la descripción de expresiones culturales específicas, originarias del mundo del crimen. Las películas, literatura o música que cuentan la vida de los narcos son entendidas como textos vernáculos o crónicas del desorden, que representan la vida al margen de las instituciones. En este ensayo se ha colocado el debate sobre la narcocultura desde otro punto de vista: el mundo espiritual de los criminales. Las devociones populares forman un registro cultural del narco que permite explicar la relación entre el crimen y percepciones de emancipación, justicia y protección.
Es claro que la narcocultura resuelve el déficit social del narcotráfico. La violencia endémica y expansiva del narco, así como la corrupción o destrucción del crimen organizado, son reemplazadas por imágenes y narrativas de hombres jóvenes que han transformado su identidad social y masculinidad por medio del crimen. La narcocultura convierte al traficante en un “chingón”.
En los altares, capillas y lugares de culto que surgen alrededor de leyendas, tótems o individuos vinculados al mundo del crimen se establece la relación que existe entre vulnerabilidad, crimen e impunidad en México. El cúmulo de prácticas y símbolos relacionados con la protección espiritual permite entender cómo el narcotráfico, como campo sociocultural, emancipa sujetos: los libera del orden de las leyes que rigen a la sociedad. En este sentido, la intervención de la Santa Muerte, Angelito Negro o San Nazario dota a los devotos de una protección espiritual que les otorga cierto poder y capacidad para cometer crímenes y obtener impunidad.
El uso de la sangre o el cuerpo para generar intimidad y lealtad entre grupos criminales ha sido documentado en el caso de la mafia siciliana (Schneider y Schneider, 2003; Santino, 2015). En el caso de México, la antropofagia y el uso de órganos son prácticas inspiradas en el “pasado precolombino” que sostienen las narrativas cotidianas y fantásticas sobre el poder y la impunidad de los criminales. Las ofrendas y los sacrificios definen y perpetúan el orden social y simbólico de los narcos, con santos y lugares de culto soberanos que funcionan fuera de la(s) religión(es) hegemónica(s). Ésta es una modernidad definida por poderes sobrenaturales y la intermediación de espíritus, siguiendo la linea de Geschiere (2015), donde el sujeto reclama su soberanía por medio del crimen y lo abominable.
El riesgo es omnipresente en la vida cotidiana de un traficante, y ese mismo riesgo se convierte en el catalizador de su poder. Entre más peligro existe, más riegos se toman. Los narcos son percibidos como “chingones” porque se arriesgan, rompen el orden social y se imponen como autoridad soberana. Un arma y un santo protector pueden ser el fundamento del poder que el devoto ve en la criminalidad, para cambiar así el mundo, o al menos el mundo propio, inmediato. La promesa de cambio social en el narcotráfico es una noción sumamente poderosa, porque articula e individualiza las definiciones de justicia y emancipación social de los criminales, pero al mismo tiempo las de la sociedad en su conjunto.
Los devotos del Angelito Negro o la Santa Muerte buscan respuestas que no encuentran en las iglesias institucionales; piden “milagros” para protegerse, empoderarse y manejarse así al margen de la ley. Más todavía, las devociones populares son parte de las diferentes estrategias que los traficantes y creyentes utilizan a fin de tener acceso a la justicia, encontrar protección, o materializar un progreso económico. La intervención de un poder espiritual le puede dar sentido a la consecución de eventos diarios, inconexos y arbitrarios, así como su impacto sobre la vida de los devotos. De esta forma, el desarrollo y resultado de los actos son atribuidos a una justicia divina, fuera de la esfera de influencia del creyente.
Al centro de la narcocultura se encuentra la premisa de que la violencia y la criminalidad son estrategias lícitas de éxito personal y progreso material. Tomar el destino en manos propias, la individualización radical de definiciones de justicia que sobreponen el interés individual a la vida y dignidad humana del otro. Allí radica la principal amenaza a cualquier forma de orden social o bien común.
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