Recepción: 3 de mayo de 2017
Aceptación: 30 de octubre de 2017
El texto expone las condiciones generales y algunos de los hallazgos de tres investigaciones con pandillas violentas de la zona metropolitana de Guadalajara realizadas entre 2013 y 2016, con el fin de contextualizar las representaciones identitarias del cuerpo pandillero por parte de los jóvenes pertenecientes a estos grupos de esquina. A partir de un diálogo colaborativo, llevado a cabo mediante entrevistas grupales y construyendo conjuntamente las ideas centrales expuestas aquí, se destacan cuestiones relacionadas con la masculinidad, los emblemas de poder, la apariencia física y la fidelidad pandillera, así como aquellos acuerdos a los que llegamos en la construcción conjunta de sus concepciones del cuerpo y su uso desde la pandilla. Se considera que, aunque ello les represente constantes peligros y agresiones, sus cuerpos deben siempre enunciar claramente la pertenencia a un grupo y a una adscripción cultural, la fortaleza para los enfrentamientos físicos directos, la potencialidad de proteger a los suyos y la demostración de que se es hombre por sobre todas las cosas.
Palabras claves: cuerpo pandillero, Guadalajara, identidad, tatuajes, violencia
Images Of Gang Bodies: Identity Representations As A Product Of Collaborative Dialogue
The essay presents the general conditions as well as some of the outcomes of three investigations into violent metro-Guadalajara gangs, undertaken in 2013 and 2016, designed to contextualize identity representations of the gang corps on the part of young adults that belong to these street-level groups. Collaborative dialogue is the point of departure, via group interviews, that jointly construct the main ideas here expressed, notably, questions of masculinity, emblems of power, physical appearance and gang loyalty as accords reached in the shared construction of body concepts and their use within gangs. With an understanding that this phenomenon gives rise to constant dangers and aggressions, gang bodies must always clearly enunciate group membership as well as cultural adscriptions, strength for direct physical confrontations, the capacity to protect one’s own kind and, above all, demonstrate what it is to be a man.
Keywords: gang members’ bodies, identity, tattoos, violence, Guadalajara.
Entre 2012 y 2015 fui contactado por las autoridades de Prevención del Delito de tres de los cuatro municipios conurbados de la Zona Metropolitana de Guadalajara (zmg)1 para llevar a cabo una investigación sobre las experiencias de violencia y su incremento en algunos de los barrios más marginados de estos municipios. El objetivo fue diseñar actividades de intervención con jóvenes pandilleros para reducir los índices de violencia y evitar que dichos jóvenes se involucraran en las actividades del crimen organizado, cuyas operaciones ya habían sido identificadas en ciertas zonas. Varias fueron las cosas que se debían considerar. En primera instancia, las exigencias del programa de subsemun indicaban que las colonias2 en las que se debían realizar los trabajos de investigación/intervención debían ser definidas por las oficinas de Seguridad Pública y de Prevención del Delito según sus propios indicadores sobre la presencia de pandillas violentas;3 los índices de violencia intrafamiliar, callejera, escolar y barrial; los casos de actos delictivos que afectaban a personas y patrimonios; la presencia del crimen organizado; las condiciones negativas en la dotación de servicios urbanos (pavimento, alumbrado público, drenaje, escasez de rutas de transporte urbano y espacios de recreación; la debilidad de los lazos del llamado tejido social; la falta de centros educativos y fuentes de empleo, entre otras cosas más), etcétera. De allí fueron definidos para estos trabajos los barrios de San Juan de Ocotán, Santa Ana Tepetitlán, Lomas de la Primavera y Mesa de los Ocotes (Zapopan); Los Puestos, Francisco Silva Romero y Tateposco (Tlaquepaque); y Oblatos, Santa Cecilia, Lomas del Paraíso, Miravalle, El Sauz y El Zalate (Guadalajara).
Los resultados de las investigaciones e intervenciones con jóvenes pandilleros fueron publicados en Marcial y Vizcarra (2014, 2015 y 2017) para el caso de Zapopan y Guadalajara; mientras que lo referido a Tlaquepaque, en el reporte Demoskópika (2015). Pero estas publicaciones académicas fueron apoyadas con campañas para incidir en los niveles de violencia juvenil de los municipios a través de actividades culturales y recreativas (conciertos de hip-hop, grabación de cds de esta música de proyectos de jóvenes de las colonias intervenidas, grabación de videoclips de algunas canciones y su difusión por Facebook, difusión radial de los proyectos musicales, muestras de grafiti, expos de perros pitbull, elaboración de manuales e impartición de talleres, exposición fotográfica, vinculación de los jóvenes grafiteros y raperos con posibles fuentes de empleo y la grabación y difusión de dos largometrajes, a manera de documental, sobre las experiencias de la intervención).4
Los recorridos de campo por parte del equipo de investigación en las colonias elegidas de la zona metropolitana de Guadalajara para la realización de estos estudios fueron la base para el contacto con informantes clave (pandilleros, jóvenes no pandilleros, representantes institucionales, miembros de asociaciones civiles y vecinos), cuyo objetivo fue recoger sus opiniones sobre las problemáticas que identificaban en sus barrios y las posibles alternativas al respecto. Otra forma de convocar y entrar en contacto específicamente con jóvenes pertenecientes a pandillas para aplicar una encuesta y buscar jóvenes que pudieran ser líderes en sus colonias fue la realización de eventos de esparcimiento en cada colonia. La temática de estos eventos la definimos según lo que los propios jóvenes de los barrios nos comentaron. El rap,5 sobre todo, pero también el grafiti, los perros pitbull, la música circuit6 y el regaetón, así como la práctica del llamado full contact o artes mixtas,7 fueron lo que prefirieron. La convocatoria a estos eventos, además de la invitación directa durante nuestro trabajo de campo en las colonias, se realizó a través de carteles en bardas y postes. Uno de estos eventos consistió en la presentación de profesionales en el cuidado de perros pitbull pertenecientes a la asociación abkc Kennel Club y editores de la revista Atomic Dogg.8 Se realizó con ellos un concurso de ejemplares caninos en cada colonia, un certamen para machos adultos, otro para hembras y un tercero para cachorros de dos meses a un año de edad.9 Los machos que ganaron los tres primeros lugares en cada colonia obtuvieron el registro en la Asociación abkc Kennel Club, cuyo reconocimiento les permite obtener una especie de pedigrí,10 el número reciente de la revista Atomic Dogg, un collar para el perro de valor comercial alto y un costal de 25 kilos de croquetas. Posteriormente se trabajó un taller con los dueños de los perros para concientizarlos de que con el registro de abkc podían ofrecer a sus machos como pie de cría y vender sus cachorros a precios altos, para con ello convertir una actividad ilícita que a ellos les gusta, en algo lícito, ético y productivo, y, a la vez, no arriesgar a sus animales. No sobra decir que estos jóvenes utilizan a sus perros como armas, ya sea para asaltar a transeúntes, para enfrentamientos con pandillas rivales e, incluso, para peleas clandestinas donde existen las apuestas.11
También realizamos concursos en cada colonia de música rap, con la presentación de raperos locales reconocidos en el ámbito local, como el Negro Azteca y Push el Asesino.12 Para el concierto de rap se pidió que presentaran sus propuestas con dos características: que fueran creaciones de autoría propia y que llevaran los jóvenes sus propias pistas musicales.13 El tema de las canciones fue libre, pero se anunció que para el concurso se tomarían más en cuenta las creaciones que no hablaran de violencia, sustancias ilegales ni sexo explícito. Cada proyecto ganador obtuvo la grabación profesional de cuatro canciones, con sesiones profesionales en un estudio fotográfico para los empaques del cd, así como la reproducción de 1 000 copias completamente gratis para que difundan su música. Se les impartió también un taller para aprender a realizar grabaciones digitales de forma profesional con equipo de bajo costo. Finalmente, se apoyó la difusión de sus proyectos a través de sus páginas personales y grupales de Facebook; colaboramos en la vinculación de estos jóvenes raperos con emisoras de radio, instancias de gobierno (Institutos de Juventud, dif, etc.) y promotores culturales para que fueran contratados para presentaciones en vivo, así como también dimos seguimiento a algunas iniciativas para equipar en sus propias casas estudios de grabación (muy elementales) para que realizaran más proyectos musicales entre los integrantes de sus propios grupos de esquina o, en pocos casos, invitando a raperos de otras pandillas para realizar “acoplados”.
El concurso de grafiti funcionó para convocar también a miembros de pandillas en estas colonias. Se permitieron proyectos personales o en equipo y se premió a los más destacados con instrumentos para dibujar y pintar. No solo recibieron latas de spray, sino también cuadernos de dibujo, colores, pinceles, etc. Se trabajó con ellos y ellas en talleres de realización de comics, aerógrafo y pintura en aerosol, y se les vinculó con negocios posibles para ser contratados, como talleres de laminado y pintura de automóviles y otros que hacen anuncios callejeros, carteles, volantes, etcétera. La música circuit y el regaetón sólo fueron de la preferencia de jóvenes pandilleros de Guadalajara, además del rap. En Tlaquepaque y Zapopan sólo hay gusto por el rap. Así, llevamos a cabo concursos de baile de estos géneros, ya que para estos casos no existieron proyectos que tuvieran que ver con la creación y grabación de música.
Sin embargo, el tema de las artes marciales no tuvo posibilidades, ante la negativa de las autoridades municipales de incentivar está práctica deportiva por considerarla “violenta”. La idea que desarrollamos fue crear gimnasios de costo reducido para que entrenaran, poniéndolos en contacto con instructores registrados y habilitando algunos espacios dentro de las instalaciones del propio ayuntamiento o buscando algunas alternativas. Reconocimos que esta práctica está estrechamente ligada con la posibilidad de desarrollar habilidades para los enfrentamientos físicos directos como una forma de autoprotección ante las condiciones de inseguridad en sus barrios, pero en tanto deporte podría ser una actividad que les llevara a una disciplina y a poder dedicarse a ella profesionalmente. Les recordamos a las autoridades la historia del box mexicano, que data de al menos medio siglo y de donde salieron los campeones mundiales precisamente de muchos barrios populares con semejantes situaciones de violencia callejera, y se les dijo que esa experiencia se buscaría emular en el caso de este deporte. Desgraciadamente, la concepción sobre lo violento de esta práctica y que ello era lo que se quería evitar provocó que esta alternativa no fuera apoyada con los recursos correspondientes. Finalmente, impartimos otros talleres más sobre la sensibilización hacia lo negativo de la violencia, la importancia de los derechos humanos en la vida cotidiana, la capacitación sobre sus derechos sexuales, la construcción de masculinidades y paternidades alternativas, la educación para la paz y las formas de resolver los conflictos mediante el diálogo, el respeto y la paz.14
De tal forma, y a la par de estas actividades culturales, se desarrolló el trabajo de campo en las colonias seleccionadas a partir de visitas permanentes y trabajo etnográfico de observación y análisis. Los integrantes en cada pandilla van desde los 25 hasta los 150 miembros.15 Tienen entre 12 y 32 años de edad y, por sus propias denominaciones, existen rivalidades importantes entre “norteños” y “sureños”, así como entre las adscripciones a las pandillas originarias de Los Ángeles y conformadas a partir de la mm, nf, el B-18 y el B-13. La división entre “norteños” y “sureños” proviene de la historia del cholismo hace 40 años, y tiene que ver con dos grandes organizaciones delictivas de “gangas” o “pandillas” de mexicanos comandadas por sus líderes desde las penitenciarías californianas, la Mexican Mafia (mm) y Nuestra Familia (nf) (Marcial, 2011). Caso similar es el del Barrio 13 (B-13) de Los Ángeles, que en El Salvador y después de ser deportados miles de jóvenes de regreso a su país desde California conformaría lo que se conoce ahora como la Mara Salvatrucha; y sus rivales a muerte del Barrio 18 (B-18) (Valenzuela, Nateras y Reguillo, 2007; Nateras, 2011 y Cerbino 2011). Aunque los nombres, números y colores no implican necesariamente un vínculo directo con estas organizaciones criminales, son retomados como símbolos distintivos en enfrentamientos por territorios y prestigio. Durante los eventos musicales, de grafiti y canes, fue evidente la presencia de estos grupos a partir de su vestimenta de colores rojo (norteños) y azul (sureños). De los jóvenes encuestados, cerca de 70% aceptó pertenecer o haber pertenecido a un grupo barrial juvenil conocido como “pandilla”, “barrio” o crew. La participación de mujeres en este tipo de grupos es muy baja, además de que tiende a desaparecer al llegar a los 20 años de edad. Según nuestro trabajo etnográfico, esta realidad responde a varias cosas. En primer lugar, es común que dentro de este tipo de grupos barriales la presencia femenina sea meramente “decorativa”. Las mujeres que se acercan y conviven con los varones en estos grupos, en la mayoría de los casos, no son consideradas por esos jóvenes como miembros (con plenos derechos) de la pandilla. Ciertamente su participación es bastante menor que la de sus compañeros varones, pero aún más, en buena medida son invisibilizadas por ellos ya que sólo son consideradas como “recursos sexuales” para algunos miembros del grupo. De tal forma, muchas de estas chicas no se consideran de la pandilla aunque convivan con ellos, ya que la membresía no es tan fácil de obtener como mujer. Es también destacable que existen los casos en que, frente a esta realidad de exclusión, las mujeres formen sus propias agrupaciones en las que los varones no tienen participación. Conocimos el caso de las Zorras 14, de Santa Ana Tepetitlán, como el único que hemos detectado certeramente de este tipo.16 Por otra parte, la llegada de hijos, principalmente por embarazos no planeados, es una de las causas más fuertes de que, a mayor edad, las mujeres dejen de participar en estos grupos.
El uso del tiempo entre los jóvenes en estos barrios se dedica en su mayoría a trabajar, en segundo lugar a ir a la escuela, y en muy pocas ocasiones se realizan las dos actividades. Es muy alto el porcentaje de los jóvenes que trabajan, específicamente entre los 16 y los 20 años de edad, y la actividad laboral es algo presente durante la vida juvenil (de los 10 a los 36 años). La escuela es la principal actividad entre los 10 y los 15 años de edad, pero a partir de los 16 años ésta desaparece entre los jóvenes de estos grupos barriales. Finalmente, la inactividad (ni escuela, ni trabajo) desaparece después de los 20 años de edad, cuando la totalidad de estos jóvenes tienen algún tipo de actividad laboral, sobre todo en el sector informal y en el paralegal. Con respecto a los estudios, la deserción escolar hace crisis durante la secundaria, cuando cerca de 70% de estos jóvenes abandona sus estudios. En cuanto a las detenciones por parte de la policía, 37.7% de los jóvenes encuestados y que pertenecen o han pertenecido a “barrios” aceptaron haber quedado, al menos en una ocasión, detenidos. Escandalizar en la vía pública, las riñas callejeras, la posesión de sustancias ilegales y el asalto a transeúntes fueron las principales causas. 54% de los jóvenes detenidos se ubica entre los 16 y los 20 años de edad. Los periodos de detención para estos jóvenes se sitúan entre una noche y una semana.
Finalmente, los jóvenes pandilleros encuestados se refirieron a cuatro tipos de carencias en sus barrios, que pueden dividirse en dos subgrupos por las implicaciones al respecto. En uno de estos dos subgrupos ubicamos dos carencias que tienen que ver con políticas de más largo alcance respecto de la necesidad de que las juventudes de los barrios populares tengan más acceso a la educación (escuelas) y al empleo (centros laborales). Como lo sabemos bien, esto tiene que ver con acciones de gobierno, en buena medida más estructurales y de más largo alcance. En el segundo subgrupo ubicamos aquellas carencias que los jóvenes pandilleros identificaron en sus colonias y que tienen que ver con acciones de mediano alcance. Éstas se refieren a la falta de espacios de ocio y recreación, sean espacios deportivos, culturales o de integración vecinal. Por encima de las predilecciones deportivas y musicales, antes de cuestionarlos al respecto recogimos sus opiniones sobre qué tipo de actividades (así en general) consideraban que hacían falta en sus barrios. La música rap también se impuso sobre cualquier otro tipo de actividad cultural, no sólo musical, y también lo hizo marcadamente en los grupos de menor edad (10 a 15 años y 16 a 20 años), sin dejar de ser la más importante entre los que tienen más edad (21 a 36 años). Y si a esta variable le sumamos la que quedó en segundo lugar (Disc Jockey “dj” y la producción musical) que también tiene que ver con su música predilecta, tenemos que a tres de cada cuatro jóvenes pandilleros les interesa poder contar con espacios propicios para esa actividad musical. El dibujo y el diseño, referidos a la práctica del grafiti, así como la capacitación en la crianza de perros y su adiestramiento fueron las otras actividades mencionadas. Estamos convencidos de que atendiendo estas demandas específicas se estará en condiciones de resarcir o rearmar el tejido social hoy tan desarticulado en estos barrios, como la posibilidad más viable de disponer de mejores condiciones comunitarias para la resiliencia social y el desarrollo barrial.
En seguida centraré la atención en lo referente a la construcción identitaria a través del “cuerpo pandillero”. En los trabajos mencionados con pandillas violentas de la zona metropolitana de Guadalajara contratamos a fotógrafos profesionales para documentar nuestro trabajo etnográfico. Por las especificaciones de los programas federales que financiaron nuestro trabajo de investigación/intervención, estábamos obligados a entregar fotografías y videos como pruebas fehacientes de que estuvimos en campo realizando el trabajo. No quisimos, Miguel Vizcarra y yo, que tales productos simplemente se archivaran en carpetas en algún cajón de oficina de los ayuntamientos, sino que formaran parte de una campaña a favor de la resolución pacífica de los conflictos y en contra de toda forma de violencia (exposición fotográfica, libro de imágenes y documentales cinematográficos). Pero, a su vez, videos e imágenes contribuyeron en buena medida como objetos de conocimiento que interrogamos y analizamos para documentar nuestros resultados y propuestas.
Para este ensayo, recupero algunas de estas imágenes para analizar de forma colaborativa con los jóvenes pandilleros, lo que sus cuerpos les representan como referentes de identidad y vehículo de su proyección como miembros de una pandilla, barrio o crew. Entiendo con Strong (2011) el diálogo colaborativo como una alternativa real al anquilosado “diálogo profesional basado en evidencia”, desde una propuesta construccionista basada en las ideas germinales de Sócrates, Schutz, Mead, Ricoeur y Lyotard, entre otros. Interpela a la intersubjetividad de quienes intervienen en un diálogo para expresar e intercambiar ideas, para así reflexionar críticamente sobre la forma de construir visiones sobre temas específicos. Concebido como “una contranarrativa histórica”, quienes dialogan son creadores activos de sentido sobre la forma en que se estructuran, presentan y se interviene en fenómenos que afectan directamente la cotidianidad de los involucrados (Strong, 2011: 111). A su vez, las reflexiones colaborativas en torno al uso del cuerpo pandillero siempre estuvieron enfocadas en los referentes grupales que se construyen y reproducen dentro de las pandillas. Tales referentes culturales aluden a la forma en que los miembros de estos grupos de esquina, en colectivo, construyen claras divisiones entre quienes están dentro (“nosotros”) y quienes no lo están (“los otros”). En palabras de Giménez (2010: 4),
la identidad puede definirse como un proceso subjetivo (y frecuentemente autorreflexivo) por el que los sujetos definen sus diferencias con respecto a otros sujetos (y su entorno social) mediante la autoasignación de un repertorio de atributos culturales frecuentemente valorizados y relativamente estables en el tiempo. Pero debe añadirse de inmediato una precisión capital: la autoidentificación del sujeto del modo susodicho requiere ser reconocida por los demás sujetos con quienes interactúa para que exista social y públicamente.
De tal forma, fueron temas como la masculinidad, el poder, la capacidad para pelear y la fidelidad al grupo lo que surgió en el análisis colaborativo de los cuerpos pandilleros.
Hace ya unos años, Laura Loeza, una estimada colega del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (ceiich) de la unam, y yo hablábamos sobre la importancia de las imágenes como referentes de información sobre nuestros objetos de estudio, pero especialmente sobre las personas con las que dialogamos durante nuestros trabajos de campo para generar la información necesaria para nuestros análisis. Recuerdo que coincidimos en que, como investigadores, muchos de nosotros solíamos ser “intentos” de fotógrafos y que, en algunos casos, muchas de nuestras imágenes de campo solían quedarse en nuestros dispositivos móviles, siendo que algunas eran dignas de interpretaciones detalladas. De allí surgió la idea, que desembocó en una publicación (Marcial, 2010), de convocar a colegas con estas intenciones, para montar una exposición de imágenes antropológicas relacionadas con la migración acompañadas con breves textos para contextualizarlas. Con ellas se organizaron exposiciones en El Colegio de Jalisco, en la unam y en la Universidad de Montreal durante 2010. La experiencia fue tan enriquecedora que años después, en 2013, repetimos la iniciativa de una exposición fotográfica en la unam y en la Universidad de Guadalajara, aunque en esta segunda ocasión no obtuvimos los recursos necesarios para editarla en un libro.17 Desde entonces quedé convencido de que las imágenes pueden ser herramientas muy eficaces para el trabajo etnográfico, sobre todo cuando los sujetos involucrados en ellas participan en las decisiones relacionadas con la toma, las composiciones, los lugares y las cosas a considerar como parte de las fotografías.
No fue difícil encontrar sustento a este uso etnográfico de la fotografía por parte de investigaciones desarrolladas al respecto. La fotoetnografía, entendida como un recurso basado en imágenes para la construcción de un relato etnográfico (Achutti, 1997), opera a través de la narrativa que se construye desde una imagen fotográfica para colaborar destacadamente en la búsqueda y explicación de los sentidos culturales de grupos sociales de pequeña escala. Y si estos microgrupos sociales son invisibilizados, silenciados y menospreciados desde el orden institucional, la fotoetnografía puede erigirse en una ruta privilegiada de análisis.
Cabe destacar que la fotoetnografía, en tanto estudio sobre las microculturas, es una interesante ruta tanto para el trabajo histórico de las prácticas sociales como para el trabajo sobre las condiciones presentes de las diferentes etnias (escolares, urbanas, deportivas, rurales, generacionales, de género, etc.). En nuestra actividad fotoetnográfica, siguiendo lineamientos de una investigación que privilegia las voces oprimidas y el llamado de la antropología visual a no pasar por alto la subjetividad nativa, se desarrollan estrategias en las que se realizan inventarios y sistematizaciones que parten de una categorización deductiva e inductiva, y también estrategias donde en la toma de la foto y la explicación participan investigadores e investigados (Moreno, 2013: 132).
Entre muchos de los desmarcajes culturales elegidos por la juventud, tales como la música, la vestimenta, la ropa, la literatura, las preferencias en las actividades de ocio, las expresiones artísticas, las formas de organización, las concepciones sobre la democracia, la tolerancia y la igualdad social, etc., el cuerpo ha tomado una importancia radical en las últimas décadas como vehículo identitario que permite hacer evidente la diferencia cultural. Después de todo, es uno de los recursos más idóneos debido a su capacidad para mostrar/ocultar marcas, transportarlas consigo mismo y disfrutarlas cotidianamente, sea de forma individual, en pareja o grupalmente. Además, el cuerpo es el último recurso emblemático para muchos jóvenes ante el control, la desaprobación y la carencia de espacios juveniles propicios para la expresión cultural; es el último reducto identitario menos propicio para disciplinar, controlar y castigar la expresividad político-cultural y la adscripción deliberada a formas alternativas y disidentes de estar en sociedad (Foucault, 2002).
Y ante las expresiones corporales, también según Foucault,18 los discursos sociales construyen categorías de personas basándose en sus cuerpos como estrategias históricas de control y dominación.19 La sociedad tapatía, especialmente a través de los discursos institucionales y los medios de comunicación, concibe al cuerpo pandillero como la manifestación de prácticas asociadas con la delincuencia, el consumo de sustancias ilegales, el desperdicio del tiempo productivo, la violencia y la inseguridad. A pesar de que gracias a diversas prácticas juveniles contemporáneas referidas al uso del cuerpo como vehículo de identidad muchos estigmas sociales sobre ciertas formas de decorar permanentemente los cuerpos (tatuajes, perforaciones, branding, scarification, etc.) han cambiado en los últimos años, aún prevalecen en los discursos institucionales concepciones decimonónicas que asocian, por ejemplo, a los tatuajes con sujetos que pasan mucho tiempo en la “ociosidad”, como los presos, los marineros y los pandilleros.20 Más allá de ello, los jóvenes pandilleros construyen un “contradiscurso” (Foucault, 1998) que revierte el discurso oficial de control y castigo al cuerpo pandillero.
El cuerpo, tanto como se asimila a los modelos hegemónicos por la socialización, también resiste a las presiones del entorno social y del yo, pero es en su imbricación-por-la-cultura donde pueden hallarse las formas que se derivan de esa resistencia y adaptación […] Si bien el tatuaje también busca comunicarse con los otros […], las inscripciones tatuadas son casi siempre formas de singularizarse, de encontrar –revelándose en sus búsquedas y exploraciones– las marcas identitarias individuales o comunitarias. […] el tatuaje puede ser un permanente juego por escapar del poder, de jugar con él, de apropiarse del cuerpo, y a veces de confrontar al poder para lograrlo (Morín y Nateras, 2009: 12).
Al trabajar este tema de forma colaborativa con algunos jóvenes pandilleros de los estudios referidos, identificamos al menos cuatro grandes temas relacionados con el uso comunicativo y colectivo del cuerpo pandillero intervenido con tatuajes.
Una de las concepciones de estos jóvenes acerca de sus cuerpos está estrechamente vinculada con los roles tradicionales de género. Entre otras aptitudes referidas a la masculinidad tradicional (ser proveedor, no expresar sentimientos, no pretender la belleza, no tener miedo, ser experto en el ejercicio de la sexualidad, etc.), existe lo relacionado con la protección de sus allegados ante cualquier contingencia o eventualidad. Ello forma parte esencial de las interacciones cotidianas dentro de la pandilla o el barrio, pues la seguridad de cada uno depende de la habilidad de todos para proteger al homie,21 la esquina, el barrio y el “terre”.22 Y fuera de estos grupos de esquina, la capacidad protectora se extiende a la familia propia y a la pareja. La posibilidad de fungir como “un buen protector de los suyos” suele asociarse con una característica propia del cuerpo pandillero: las “marcas de guerra”, expresadas en los tatuajes que cada uno se ha hecho. Sin embargo, aunque la principal razón de esto tiene que ver con el lugar que cada uno ocupa dentro del grupo barrial, ello también tiene implicaciones respecto de las relaciones sentimentales y sexuales con las “jainas” de sus barrios.
Simón, mira, es que ellas buscan protección porque aquí en el barrio las cosas están bien cabronas. Quieren estar con un bato que las proteja, que no le saque a los chingadazos, que sea bien cabrón para pelear. Entonces te ven tatuado y dicen “ese bato es machín, quiero con él” ¡A wevo!, por eso tenemos más viejas andando así” [tatuados] (Florencia 13, 2015).
A pesar de que el discurso oficial se empeña en denostar al cuerpo pandillero por estar decorado con tatuajes, lo que suele ser motivo suficiente para negar un empleo o ser detenido arbitrariamente por agentes policiacos, en su cotidianidad esto les posibilita tener más éxito con las mujeres. Las implicaciones de ello pasan a fortalecer en buena medida la construcción de una masculinidad tradicional que está asociada con ser deseado y pretendido por la mayor cantidad de mujeres posible (Ramírez y Uribe, 2008). En este sentido, en el estudio con pandillas de Guadalajara encontramos que muchos de estos jóvenes acuden a dos formas, al menos, para fortalecer su imagen masculina ante el deterioro que ésta sufre debido a la falta de empleo. Me explico: el papel de proveedor dentro de esta masculinidad tradicional es de suma importancia. Muchos de estos jóvenes tienen serias dificultades para encontrar empleos formales y de buenos ingresos para colaborar económicamente en sus hogares, por ello se les ve como “poco hombres” por no cumplir con su papel proveedor. Entonces el “ser hombre” fortalece esta masculinidad “deteriorada” mediante la cantidad de “jainas” que tienen, como se plantea aquí. La otra forma de resarcir su masculinidad tiene que ver con el uso de la violencia física y psicológica. Aquí se considera que “ser hombre” tiene que ver también con quién grita más, pelea más, agrede más, violenta más (dentro del grupo de esquina, en contra de otros grupos similares o los agentes policiacos e, incluso, dentro del propio hogar y de la escuela cuando se asiste a ésta).
Como mencioné en el aparatado anterior, el cuerpo pandillero, a través del tatuaje, está directamente relacionado con el lugar que ocupa cada joven dentro del grupo de esquina. Esto es así porque cada tatuaje tiene que ver con ciertas experiencias y situaciones relacionadas con las prácticas grupales (peleas, migración, prisión o haber estado “anexado”,24 consumo de sustancias, “jainas”, etc.). Pero cada tatuaje “se gana” y no sólo se hace por gusto del joven. Esta práctica corporal está reglamentada y ritualizada dentro del grupo: no deben realizarse un tatuaje “nada más porque sí”, por gusto. El propio grupo sanciona si se merece, si se ha ganado hacerse este tatuaje, y por ello tiene implicaciones en la jerarquía interna del grupo que devienen en el prestigio personal ante sus pares y ante miembros de grupos rivales.
Es que los tatús [tatuajes] son como las medallas de los generales. Se ganan, no como los chavos fresitas que se los hacen nada más porque sí. Aquí tienes que ganártelo […] Los tatús y las heridas en broncas son como esas medallas de batallas ganadas, y así tu prestigio te procede [sic],25 ¿edá? (Florencia 13, 2015).
Esta presentación del cuerpo pandillero tiene que ver con la capacidad de destacar entre sus compañeros de grupo y ante los rivales. Y dentro de las formas de interacción de estos jóvenes, el prestigio individual o grupal es de suma importancia para el día a día.
Más allá de los tatuajes y otras decoraciones corporales, la presentación de los cuerpos de estos jóvenes también está relacionada con una proyección sobre la “solidez” efectiva y necesaria para salir adelante en enfrentamientos físicos directos. Desde su ingreso a la pandilla o barrio, a través del ritual de “la brincada”, la habilidad para enfrentarse a golpes es uno de los aspectos primordiales que debe tener cada uno. Propio de las pandillas, “brincar” es un rito para la aceptación en el grupo juvenil de esquina. Consiste en que quien aspira a integrarse a la pandilla tiene que “brincarle” (enfrentarse) a tres o cuatro miembros del grupo durante cierto número de segundos. Este tiempo tiene que ver con la identidad grupal especificada en el nombre del grupo. En éste suele existir un número que hace referencia a la adscripción identitaria según la letra que representa en el abecedario (Florencia 13, Lacras 51, Warriors xviii, Otra Familia Sureña 13 (ofs13), Barrio Los Destroyes 32 (bld32), Pobreros 13, Callejón 21). Esto es, si se quiere ingresar a la Florencia, serán 13 segundos; mientras que si es a los Lacras, tendrá que resistir 51 segundos de golpes. El rito tiene la función de que el aspirante pueda demostrar aguante y fidelidad al grupo de forma irrestricta. Esto es, su significado tiene que ver con el hecho de que, así como el joven, hombre o mujer, es golpeado por los integrantes de la pandilla, de igual forma el sometido al ritual debe demostrar que va a tener el valor, el arrojo y la fortaleza para defender a su pandilla frente a los rivales de otras pandillas o de la policía Para ello, el cuerpo debe ser resistente, fuerte y correoso, sin emular la imagen de un fisicoculturista.
No es ir al gimnasio para ponerse “mamado”, así bien musculoso. Sí practicamos y hacemos ejercicios, pero es para saber pegar duro y fortalecerte para aguantar los chingadazos. Como decimos, más vale correoso que “mamey”; que sirva de neta y que no sólo parezca (Cannabis 52, 2013).
Lo referente a la presentación del cuerpo pandillero tiene que ver, así las cosas, con la efectividad de éste para ganar los pleitos individuales y colectivos y no para cuestiones de una estética varonil basada en la marcación y exaltación de los músculos y de las formas propias de un cuerpo atlético. Los jóvenes pandilleros, según lo constatamos en uno de los estudios mencionados aquí (Marcial y Vizcarra, 2014), han transitado ya de una violencia simbólica que pocas veces y de forma ritualizada llega a implementarse en la realidad, hacia precisamente una violencia real desde la que ya no les importa representar simbólicamente sino ejercerla prácticamente (Marcial, 2016).
Esto es parte de los procesos culturales de incremento de las violencias sociales en la Zona Metropolitana de Guadalajara. Según quienes se adscriben a “la vieja escuela”,26 parte importante del cambio generacional es precisamente el uso indiscriminado y sin ritualización de la violencia grupal por parte de las nuevas generaciones. Ya no importa “aparentar” violencia, hoy es más importante para ellos “ser” violento (Marcial y Vizcarra, 2017).
Finalmente, pero no menos importante, el cuerpo pandillero debe representar en todo momento y sin tapujos la adscripción a la pandilla o barrio de pertenencia. No les importa que ésta sea visible, a partir de sus tatuajes, ante elementos de la policía o ante miembros de pandillas rivales, aun cuando no se cuenta con el respaldo del grupo por estar fuera de sus territorios y sin su compañía. Esta concepción sobre el “anuncio” en todo momento y lugar (inclusive en prisión) de la pertenencia a una pandilla, a través del tatuaje en tanto decoración corporal, ha sido llevada hasta sus últimas consecuencias durante los últimos años por parte de las llamadas maras salvadoreñas, que exigen a sus integrantes llevar el número o nombre de la pandilla en el rostro: MS-13, MS, B13 o xiii para la Mara Salvatrucha, y B18 o xviii para los del Barrio 18 (Nateras, 2015). La fidelidad al grupo está por encima de todo, a veces aun por encima de la propia familia. La traición es fuertemente castigada por el grupo, y llega incluso hasta la muerte cuando se rompe con él. Por ello, salir de estos grupos juveniles de esquina no es cosa fácil. Existen también rituales precisos que lo sancionan y que deben ser cumplidos fehacientemente por quienes optan por dejar estas agrupaciones barriales.
Los jóvenes pandilleros conciben que no dejar ver siempre el nombre del barrio o la adscripción identitaria a los Norteños o a los Sureños, es una clara traición al pacto grupal y a esa filosofía del “paro” que cohesiona al grupo y le da coherencia a su actuar cotidiano. Pero como ya se dijo antes en este trabajo, esas marcas identitarias a partir de tatuajes deben ser ganadas por cada uno de los miembros. Atreverse a portar un tatuaje con alguna de estas significaciones cuando no ha sido aprobado grupalmente se toma como una afrenta al grupo en su conjunto, y éste debe “poner en su lugar” a quien se atreva a hacerlo.
Es ya sabido que el uso del cuerpo es una estrategia cultural y política por parte de diferentes culturas juveniles. Ello nos enfrenta a la necesidad de observar a los jóvenes precisamente donde ellos se hacen visibles, y no donde el Estado y la sociedad pretenden “encontrarlos” para ubicarlos, vigilarlos, controlarlos y reprimirlos.
Las culturas juveniles se vuelven visibles. Los jóvenes, organizados o no, se convierten en “termómetro” para medir los tamaños de la exclusión, la brecha creciente entre los que caben y los que no caben, es decir, “los inviables”, los que no pueden acceder a este modelo y que por lo tanto no alcanzan el estatus ciudadano (Reguillo, 2000: 148).
Una forma de visibilizarse, cultural y políticamente, es a partir de la performatividad corporal mediante diversas prácticas; y existen otras formas de visibilización política como las fiestas, los conciertos, el grafiti, los tianguis culturales, los blogs virtuales, los colectivos culturales, la edición de fanzines, la creación de espacios propios para expresarse o la adecuación de los existentes según sus intereses, etc. Allí y en otras realidades están algunos jóvenes de Guadalajara; y están fuertemente presentes. Allí echan mano de nuevas prácticas o reconfiguran las existentes. Pero estrechamente relacionado con el tema del cuerpo y sus expresiones, está la constatación por estos jóvenes de la afirmación de Butler (1990), tan novedosa hace ya 27 años, de que no debemos creernos el cuento de que el cuerpo puede evadirse de las categorías clasificatorias y los discursos que lo dominan y le asignan posiciones y posicionamientos jerárquicos, emblemas y estigmas, así como controles y domesticaciones, prácticamente desde que el sujeto nace.
Los jóvenes pandilleros, según sus argumentos, se desprenden enfáticamente de las concepciones estéticas tradicionales sobre el cuerpo y su uso porque son intereses muy diferentes de los que se dictan socialmente. Como reza el refrán, “para ser hay que parecer”, y muchas de las ideas que están alrededor de estas concepciones del cuerpo pandillero tienen que ver precisamente con ello: con anunciarse como pandillero miembro de un grupo específico en todo momento y lugar. Aunque saben que lo anterior suele provocarles problemas serios frente a grupos rivales y la policía, la pandilla no solo se lleva “en el corazón” como la representación de una “familia de calle” (no de sangre), sino que además se lleva en diferentes puntos visibles de sus cuerpos, con orgullo y ante cualquier consecuencia.
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