Recepción: 15 de diciembre de 2020
Aceptación: 1 de julio de 2021
La extracción y el traslado del monolito prehispánico conocido como Tláloc de San Miguel Coatlinchan al Museo Nacional de Antropología en 1964 quedaron plasmados mediante la producción, la circulación, el acomodo y el resguardo de diferentes tipos de imágenes. Estas imágenes han sido organizadas mediante procesos de montaje que buscan fijar el suceso y que, por ende, son también políticos. Siguiendo la invitación de Roland Barthes de “escuchar” las imágenes para acceder a su “sentido obtuso”, recurro a la práctica etnográfica para atender las resonancias y los enjambres afectivos que no se ciñen a los bordes de sus encuadres y que interrumpen sus ordenamientos lógico-temporales.
Palabras claves: colecciones, etnografía, imágenes, lo obtuso, prácticas visuales
The extraction and relocation of the pre-Hispanic monolith known as “Tlaloc” from San Miguel Coatlinchan to the National Museum of Anthropology (Museo Nacional de Antropología) in 1964 were captured through the production, circulation, arrangement, and storage of different types of images. These images have been organized using different processes of montage that sought to somehow fix the event and, which are therefore deeply political. Following Roland Barthes’ invitation to “listen to” images to access their “obtuse sense”, I resort to ethnography as a way of addressing the resonances and the affective ties that cannot be contained within the edges of their frames and insist on interrupting any effort towards their logical and temporal arrangement.
Keywords: “the obtuse”, images, visual practices, ethnography, collections.
Hace ya más de una década, una serie fotográfica me cautivó y me sigue acechando hasta ahora. Está impresa en un libro de tapas duras publicado para conmemorar los cuarenta años del Museo Nacional de Antropología (Solís, 2004). Recopila escritos de antropólogos y arqueólogos que celebran el museo y sus contenidos, ilustrado con fotografías en gran formato y a color de su colección y espacios museográficos.2 A modo de contraste, la secuencia que llamó mi atención está conformada por fotos de archivo impresas en una página central, muchas en blanco y negro, de pequeño formato. Las imágenes forman parte de un capítulo que narra de manera triunfalista la proeza de construir el museo, escrito por su arquitecto, Pedro Ramírez Vázquez. Se muestran instantes del proceso de traslado del monolito prehispánico conocido como “Tlaloc” de San Miguel Coatlinchan a la ciudad de México como un registro icónico de la titánica labor que representó hacer el museo. Si bien las imágenes acompañan el texto a modo de ilustración, también lo interrumpen: de manera física al tratarse de un desplegado central en el libro, pero también mediante el uso del montaje que las vuelve una narrativa dentro de la narrativa.
Existen muchos trabajos desde diversas disciplinas sobre la capacidad de las imágenes de fijar la historia. De la fotografía hay textos ya clásicos que discuten su manera de volverse evidencia de ausencias (Sontag, 1977; Barthes, 1981). También existe una amplia literatura sobre los modos en que las imágenes se organizan mediante técnicas de montaje para generar narrativas que a su vez manipulan la historia (Sutton, 2009; Redrobe Beckman y Ma, 2020).3 Sin embargo, como lo han apuntado antropólogos e historiadores, existe mucho debate en torno a cómo se leen, interpretan y transforman los procesos históricos a partir de las imágenes, tanto en la memoria individual como colectiva (Mitchell, 2005; Spyer y Steedly, 2013). En muchos casos –quizá la mayoría– las imágenes dejan huellas que van más allá de sus contenidos. Exceden aquello que representan: son fragmentos de historias, pero también son objetos cuya materialidad puede potenciar o constreñir su uso.
La antropología visual se consolidó a partir de un interés en estos excesos: ¿Qué evidencias escapan a las intenciones de sus autores? (Ginsburg, 2002) ¿Qué revelan las imágenes sobre lo que no quedó dentro del encuadre pero que estaba presente en el momento de la toma? (Pinney, 1997; Edwards, 2001; Spyer, 2001; Poole, 2005; Andrade y Zamorano, 2012). ¿Qué materiales garantizan o no su durabilidad (Edwards, 2009, 2012; Edwards y Hart, 2004; González, 2002; Wright, 2004)? Detenerse en la materialidad de las imágenes ha sido clave para responder a estas preguntas. Así, se empezaron a trabajar los archivos visuales y las formas en que se constituyen a partir de los anhelos siempre selectivos de los que los compilan, conservan y resguardan. Pensar en los archivos visuales nos remite irremediablemente al montaje, a la construcción de narrativas a partir de la descontextualización, yuxtaposición, selección, y, por lo tanto, también de la omisión (Buck-Morss, 1991; Benjamin y Eiland, 2002).
La etnografía busca analizar cómo operan las imágenes en la constitución de diversos actores y comunidades, y en especial cómo constituyen nuestra relación con la historia. Así, los archivos visuales han sido usados como herramientas para detonar procesos de reflexión, memoria y regeneración colectivas.4 El trabajo etnográfico ha sido revelador al poner atención al lenguaje y a la oralidad mediante la escucha, pero también a las prácticas corporales que las imágenes provocan. En especial, ha vislumbrado los modos en que las imágenes silencian, interrumpen o congelan el lenguaje como parte de ensamblajes complejos que vinculan a las personas y a diversas temporalidades, vuelven tangibles lazos y relaciones sociales, generan afectos y detonan recuerdos sensoriales que permiten revivir experiencias pasadas, y que llevan a que puedan ser potenciadas como agentes políticos.
Si bien no estaba pensando en la capacidad de la etnografía de revelar aspectos que se desbordan de la imagen, Roland Barthes anticipó muchas de estas preocupaciones en su famoso ensayo sobre lo que llamó “el tercer sentido” o “lo obtuso”, es decir aquello que va más allá de lo representado en las imágenes y que, por lo tanto, se escapa del ámbito del lenguaje.5 A través del análisis de imágenes fijas o stills de un filme de Sergei Eisenstein, el gran maestro del montaje del cine soviético, Barthes (1986) describe el poder que condensa la imagen al detonar algo que no sólo no puede describirse en palabras y que nos afecta de manera profunda y extendida en el tiempo. Barthes ahonda especialmente en las imágenes que permiten detener el movimiento y que describe como “lo fílmico”, un poder ligado a la interrupción de la disposición lógico-temporal de la secuencia narrativa (1986: 63). En esto, pareciera que lo fílmico y el montaje están íntimamente relacionados, pues, para Barthes, lo fílmico reside en la capacidad de detener el tiempo y a la vez de detenerse en él a través del fragmento: el still que congela un momento del filme de Eisenstein y que permite que el espectador se detenga en detalles –un gesto, una mueca, una prenda– que estaban ahí pero que no se podrían percibir todos a la vez en movimiento. Este pedazo, separado de la secuencia, desarticulado momentáneamente del todo, provoca una disonancia que permite acercarse a esto que Barthes llama “lo obtuso” justo por su naturaleza fragmentaria: permite abrir y revelar aspectos que se escapan del todo al que pertenecen, aunque formen parte de él.
Barthes utiliza diversas fórmulas para describir lo que él mismo advierte es indescriptible: las imágenes que detienen a la vez nos “detienen” y “sostienen” en su “captación poética” (1986: 51), nos “penetran” e “interrumpen” (1986: 55), transmiten un sentido “vuelto romo”, “desviado”, que “no nos suelta” (1986: 59). El sentido obtuso entonces es para Barthes algo que interrumpe el movimiento del tiempo y a la vez es indiferente a la historia; no perturba lo que llama el “sentido obvio” (1986: 61), es decir, lo que la imagen contiene o representa. Es “un acento”, “algo que surge”, un “pliegue, una arruga” que nos detiene, nos persigue y nos acecha (1986: 62). Es por esto que, para Barthes, no es necesariamente a través del sentido de la vista que percibimos lo obtuso de las imágenes, porque las imágenes no sólo exceden su encuadre, sino que también exceden su materialidad como objetos en el tiempo. Más bien, Barthes nos invita a “escuchar” las imágenes, a activar otras dimensiones sensoriales ligadas a ellas (1986: 68).
Como provocación para este dossier que nos invita a pensar desde la noción de “lo obtuso” de Barthes, me interesa analizar cómo se narra, recuerda y vive la historia si justo intentamos acercarnos a los excesos de las imágenes de montajes que pretenden fijarla. ¿Qué pasa si, siguiendo a Barthes, detenemos y nos detenemos en los fragmentos de la secuencia? Para esto, recurro a la práctica etnográfica y analizo los residuos visuales que perduran de un suceso icónico –el traslado del “Tlaloc”– en diversos registros. Empiezo describiendo la secuencia de fotografías con la que inicio este ensayo como un montaje, es decir un acomodo estratégico que ordena las imágenes como evidencia. Muestro que esta puesta en página revela grietas y fisuras que no se “ven” en las fotografías, pero que de ellas se intuyen, o como diría Barthes, “se escuchan”.
Algunas de estas aperturas se vuelven palpables en otros registros que a su vez se apropiaron de las imágenes del traslado para llenar los huecos de la historia. Es el caso de un álbum de recuerdos compilado por el ingeniero a cargo del traslado, Enrique del Valle Prieto, y también de una historieta, Una deidad en el asfalto (Editorial Novaro, 1964), publicada unos meses después del suceso. Finalmente, me enfoco en las prácticas de los habitantes de Coatlinchan quienes también guardan, coleccionan y usan imágenes mediante sus propias estrategias de montaje. En esto, me interesa mostrar cómo la etnografía revela estos “acentos” y “pliegues de una arruga” para regresar a los términos de Barthes, y entender cómo las imágenes interrumpen, detonan, dialogan, se complementan y co-construyen mediante este elemento “obtuso” que se intensifica con el paso del tiempo.
Este análisis de los desbordes de las imágenes se inspira en la definición de afecto que propone Gilles Deleuze como algo que nos “detiene a pensar” (1990), y que Kathleen Stewart lleva al ámbito visual con el término de “imágenes arrestantes”, es decir imágenes que nos sorprenden de manera tan abrupta que nos interrumpen. Estas imágenes nos capturan, nos hacen detenernos en nuestro andar y se incorporan a nuestro ser más allá del momento en el que las vemos (2003). Busco así detenerme en la serie de imágenes de la que escribo aquí como “imágenes arrestantes” que no sólo me atraparon a mí, sino que también cautivaron a Ramírez Vázquez en su recuerdo de la construcción del museo, al ingeniero que coordinó la maniobra, a los dibujantes de una historieta, y, finalmente, a los habitantes de Coatlinchan que conviven diariamente con las secuelas y resonancias de esta historia.
Las fotografías impresas en el libro conmemorativo se despliegan en un primer instante como ventanas a los procesos tras bambalinas que llevaron a que esta escultura forme parte del tejido urbano. Las seis fotografías en blanco y negro dispuestas de manera cronológica recuerdan el género de la historieta y de la fotonovela populares en esa época.6 De hecho, Barthes menciona en una nota al pie de página las fotonovelas y las historietas como géneros íntimamente ligados al sentido obtuso, justo por el modo en que asocian imagen y tiempo (1986: 66).
En la primera fotografía, aparece el monolito atado sobre la plataforma con cables de acero, rodeado de gente. Le sigue una imagen del vehículo ya en movimiento ostentando el logo de “hecho en México”, cruzando una acequia mientras los trabajadores la refuerzan con vigas de madera. Como clímax, aparece la llegada del convoy al Zócalo capitalino de noche y la multitud congregada para recibirlo, con el Palacio Nacional iluminado festivamente al fondo. Solamente en una de las fotografías el monolito no es el personaje central. Vemos en primer plano, junto al entonces secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, a un personaje de pie ante un micrófono. El hombre viste un saco que cubre de manera incómoda un atuendo que contrasta con los trajes oscuros de los funcionarios que lo rodean. Pude investigar que se trata de un habitante de Coatlinchan que fue invitado a entregar al monolito en nombre de su pueblo. Vemos al arquitecto Ramírez Vázquez sonriente en segundo plano.
En la parte baja de la página hay dos fotografías con encuadres muy parecidos. La primera muestra una maqueta de madera en espera del inminente traslado y a la vez dándolo por hecho. En la segunda, la escultura sustituye a la maqueta, erigida en su lugar definitivo mientras ingenieros y trabajadores hacen los últimos ajustes. El encabezado dice simplemente “Estudio de la colocación exacta del monolito con una maqueta a escala real para fijar previamente la cimentación requerida”, haciendo énfasis en detalles técnicos de la maniobra. Esta imagen, seleccionada de entre varias que conforman el archivo del arquitecto y autor del texto, es una de muchas bajo su resguardo. ¿Cómo cambiaría la narrativa si en su lugar se hubiera seleccionado esta otra fotografía del monolito aún atado con los cables a la plataforma, casi como preso de la máquina?
La selección y el montaje de las imágenes del libro conmemorativo sugieren que el traslado se efectuó tal y como había sido planeado, sin contratiempos ni cambios repentinos, sin violencia, es decir, unen la intención, la maniobra y su resultado como si se tratase de un solo acontecimiento. Este efecto se refuerza con la última fotografía de la serie, una imagen de gran formato que ocupa toda la página derecha. En ella vemos al monolito en la actualidad, a color y en el mismo lugar cuarenta años más tarde. Esta puesta en página narra el traslado como una compleja maniobra de ingeniería que culmina con el monolito estabilizado de pie afuera del museo. Mediante el uso del montaje y recordando lo que Barthes llama “lo fílmico”, cada fotografía “fija”, estabiliza, un momento en el tiempo, y a la vez le da vida y movimiento al hilarse con las demás de la serie. La selección y disposición de las imágenes otorga una densidad temporal más amplia al suceso, fijando diversos momentos y reconstruyéndolos como parte de una secuencia lógico-temporal. El montaje así da vida a los espacios, a los intersticios que existen entre cada encuadre.
Los encabezados no ofrecen información sobre los lugares y personajes que aparecen en las imágenes, ni sobre la autoría de las fotografías. Simplemente dicen “diversos aspectos del traslado del monolito de Coatlinchan desde su levantamiento hasta su llegada a la ciudad de México.” Sin embargo, la secuencia desata otras imágenes que no aparecen retratadas: ¿Cómo subieron el enorme y pesado monolito al vehículo? ¿De qué modo participó la comunidad? ¿Cuánto duró el traslado, cuyas imágenes empiezan de día y terminan de noche? De alguna manera, entre cada imagen, “vemos” sin realmente ver esos momentos intermedios.
Estas fotografías son quizá las más famosas –o al menos las que más circularon– de la construcción del museo, un suceso que se volvió emblemático de una época por el modo en que asoció al Estado con la ingeniería y las obras públicas (Rozental, 2011; 2016).7 La imagen del monolito prehispánico acostado sobre un vehículo en movimiento dio la vuelta al mundo, fue publicada en distintas versiones acompañando reportajes en periódicos y revistas nacionales e internacionales. En las notas de prensa de la época, el énfasis estaba siempre en los detalles técnicos que permitieron la llegada de la antigua deidad de la lluvia a la ciudad bajo una tremenda tromba. En el libro conmemorativo, publicado cuatro décadas más tarde, las fotografías enfatizan también el inmenso esfuerzo técnico y humano que implicó lograr la maniobra. Muestran los lugares de la trayectoria: el pueblo, las acequias, las calles de la ciudad, y finalmente el Paseo de la Reforma, trazando un mapa que, a través del montaje, conecta puntos geográficos que suelen presentarse de manera aislada: el pueblo de origen y el destino final de la escultura. La insistencia de la serie en trazar esta ruta, en enfocarse en diferentes procesos y lugares, le otorga una densidad espacial, una especie de campo gravitacional que une, incluso acerca, el paisaje de Coatlinchan a las calles caóticas de la capital.
A la vez, la disposición de las imágenes, como en el género de la historieta, capta y difiere la historia. Mediante las fotografías dispuestas para dar cuenta de una progresión temporal, del blanco y negro de la década de 1960 al color contemporáneo, la serie revela y a la vez oculta lo que implicó mover la enorme escultura. Si bien solemos pensar en la fotografía como una tecnología que suspende el tiempo y capta el instante, el montaje que insiste en una secuencia temporal produce un efecto de tiempo en movimiento. Si bien suspende el tiempo en cada plano, la narrativa sobre papel también enfoca nuestra mirada en los detalles del proceso, sus lugares y personajes en movimiento. En este sentido, la serie también apela a lo que Barthes, llamó “lo fílmico,” esa capacidad “geológica” de las imágenes que al ser miradas de manera aislada revelan algo de manera simultánea a que lo contradicen o niegan, sin por lo tanto anular las capas de significación previas (1986: 58).
La serie selecciona instantes para mostrar ciertos procesos y no otros. Vistas como parte de una narrativa oficial, las fotografías orientan la lectura del traslado a través de un argumento nacionalista que ubica el lugar legítimo del patrimonio en los museos donde puede ser salvaguardado para la posteridad. La fotografía que muestra la entrega oficial del monolito por un representante de Coatlinchan disipa además cualquier duda con respecto a la posible oposición que pudo haber habido en el pueblo. En la fuente donde hoy se ubica el monolito, este momento captado en una instantánea se materializa en una placa de bronce que afirma que la pieza fue “donada generosamente por los habitantes de Coatlinchan al pueblo de México.” Y sí, ahí está la foto, la prueba, la placa, la evidencia, la piedra colosal.
El desplegado de imágenes satisface sin duda un deseo informativo, factual. Nutre a ese acontecimiento de pasos intermedios, de procesos y de mano de obra humana y técnica. Sin embargo, en su esfuerzo por narrar la historia, la serie, como toda narrativa, está ineludiblemente incompleta. Es el resultado de una selección, y por lo tanto de inclusiones y omisiones (White, 1990). Sin embargo, hay algo particular del uso del montaje fotográfico como proceso de archivo. Silvia Rivera Cusicanqui escribe sobre esto en contextos bolivianos al analizar el uso del montaje por el Movimiento Nacional Revolucionario tras la Revolución de 1952 para reescribir la historia nacional. A través de un análisis minucioso de las secuencias de imágenes utilizadas en el Álbum de la Revolución, explora cómo el montaje borra al sujeto indígena de la historia para generar una imagen homogénea del “pueblo boliviano” e inscribir su lucha política en términos de clase y no de etnicidad o de raza (2006: 127-8). Sostengo que el montaje de fotografías publicado en el libro conmemorativo del Museo de Antropología realiza una operación similar, volviendo el traslado de una pieza prehispánica de un pueblo específico al sitio por excelencia del patrimonio de la nación, un motivo de celebración de la capacidad tecnológica de la ingeniería mexicana. Esta operación borra toda posible oposición o disidencia, cualquier error de cálculo, improvisación o cambio, pero también otras relaciones sociales y afectivas que eran importantes para distintos actores, incluso los ingenieros a cargo de la maniobra, y, sobre todo, para los habitantes de Coatlinchan.
Una revisión hemerográfica muestra que la historia fue bastante más compleja. No fue una simple donación, ni el resultado de la aceptación de un pueblo de ser parte de un todo nacional. De hecho, el traslado tuvo que posponerse porque unos meses antes los habitantes de la localidad habían saboteado la maniobra. Esto llevó a que los arquitectos e ingenieros tuvieran que replantear el lugar del monolito en el museo, ya que originalmente estaba pensado como una pieza para el patio central del recinto (Rozental, 2021).
Ante la disidencia, el gobierno envió al ejército para resguardar la escultura e impuso toque de queda en el pueblo. Tres meses después se pudo efectuar el traslado. En una entrevista en 2009, el ingeniero a cargo del proceso, Enrique del Valle Prieto, recordó con detalle el miedo que sintió ese día al ser identificado como agente del Estado por los habitantes de Coatlinchan. Casi tartamudeando, me contó que lo habían encerrado en una cantina del pueblo y había pasado ahí la noche. En la madrugada, logró escapar “casi por milagro”. No recordaba los detalles de su huida, solo que había corrido como loco y buscado cualquier medio para volver a la ciudad, incluso robándole una bicicleta a un habitante de la localidad que “no tenía vela en el entierro”. Con un suspiro añadió: “Temí por mi vida, pero viví para contarlo. A final de cuentas, hice mi trabajo”.
A pesar de mi insistencia y de la invitación que le extendieron habitantes del pueblo quienes aseguran que no lo detuvieron aquella noche, se negó a volver a Coatlinchan: “Yo creo que sí me linchan… Coat-linchan, así le decían…” Para el ingeniero, el episodio constituía un momento de gran ambivalencia: por un lado, sentía orgullo de haber sido quien había hecho los calculos para la gran hazaña, y por el otro, permanecían en él las reverberaciones del miedo que experimentó. Esta ambivalencia se traduce a su archivo personal. Uno de sus grandes tesoros era un álbum en cuya portada inscribió “Tlaloc” con cinta dynamo donde guardaba fotos que le había regalado Ramírez Vázquez y una serie de polaroids.
A diferencia de la serie publicada en el libro conmemorativo, un gran porcentaje de las imágenes del álbum del ingeniero mostraba restos de los actos de sabotaje: las llantas ponchadas y los cristales rotos del vehículo, las vigas de acero torcidas de la estructura que sostenía al monolito y los gatos hidráulicos que habían usado para volver a levantarlo. El ingeniero usaba las fotografías como evidencia para respaldar su historia, poniendo el dedo sobre cada una de ellas mientras contaba los sucesos. Su ambivalencia se volvió especialmente palpable cuando se detuvo en una página donde se desplegaban dos fotografías yuxtapuestas: otro montaje. En una aparecía posando sonriente como si estuviera cargando la escultura con sus brazos, mientras que en la otra figuraban las llantas desinfladas del trailer que detonaban recuerdos de la experiencia traumática que vivió en Coatlinchan.
De la rebelión misma no existen fotografías, aunque algunos de sus participantes aún recuerdan los sucesos con imágenes vívidas que circulan de manera oral en Coatlinchan.8 Solo existen fotografías de sus consecuencias como las que guardó el ingeniero. De hecho, algunas de estas imágenes aparecieron en periódicos y revistas de circulación nacional los días siguientes a la rebelión. Muchas también se encuentran resguardadas en el archivo personal del arquitecto Ramírez Vázquez. Éste es en realidad el archivo más extenso de documentos, incluidas fotografías, relacionados con la construcción del museo.9 El hecho de que estas imágenes se encuentren en un archivo privado, ahora bajo el resguardo de los herederos del arquitecto que murió en 2013, tiene también consecuencias. En vida, el arquitecto, al igual que con los materiales que mostraban presencia de soldados en las calles de la ciudad de México en octubre de 1968, no permitía reproducir muchas de estas imágenes. Nunca han sido publicadas como parte de la narrativa “oficial” como la que intentó plasmar la serie del libro conmemorativo, ni en ninguno de los muchos libros y textos que se han editado sobre la construcción del museo.
Al consultar este acervo donde figuran cientos de imágenes del traslado, regresé a la serie de fotografías que el arquitecto seleccionó para ilustrar su texto en el libro conmemorativo. Una fotografía en especial atrapó mi atención. La imagen inicia la serie y yuxtapone escalas. Las mujeres del pueblo, las mayores con niños en brazos, mandiles, rebozos y trenzas, y las más jóvenes con uniformes escolares, rodean la enorme piedra ya atada, sostenida por un equipo de ingenieros de pie sobre el vehículo. Ellas dan la espalda a la cámara y parecen observar con la mirada fija hacia arriba el monolito, inertes como si el asombro hubiera congelado sus cuerpos. Una imagen “arrestante”. Esta fotografía esconde, pero a la vez vuelve presentes, los elementos que exceden su encuadre y que aparecen en otras de las fotografías en el archivo del arquitecto: los cientos de habitantes del lugar que se subieron a las azoteas y con miradas de profunda tristeza y hasta de enojo vieron partir la que llamaban “piedra de los tecomates.”
Tampoco aparecen los batallones de soldados fusil en mano que escoltaban el convoy (aunque si nos fijamos cuidadosamente, en cuarto plano podemos ver un oficial uniformado). La fotografía, sin embargo, no revela en su “sentido obvio” que el traslado sólo se pudo efectuar gracias a la presencia de soldados. Estas imágenes no forman parte del montaje que buscaba narrar la historia “oficial”. Se quedan traspapeladas en los archivos, espacios que a su vez son producto de procesos de montaje, de formas de seleccionar, clasificar, y acomodar documentos que resultan de los intereses institucionales o en este caso personales de quienes los conforman.
Esa inclusión de la serie de fotografías en el libro conmemorativo no es la primera vez que una publicación utiliza un montaje para narrar el traslado del monolito de manera visual, buscando fijar una versión unívoca de la historia. En octubre de 1964, sólo unos meses después, la Editorial Novaro publicó un cómic como parte de la serie “Aventuras de la vida real”: Una deidad en el asfalto (1964), que narra los sucesos a partir de secuencias de dibujos.10 La cantidad de detalles que corresponden a los de las imágenes documentales demuestra que los autores claramente se basaron en fotografías publicadas en la prensa, o quizás incluso pudieron consultar el acervo de imágenes “oficiales” del arquitecto. Sin embargo, también recurrieron a otras técnicas –el dibujo de viñetas, pero también textos en cartuchos y otros lenguajes específicos del cómic, como bocadillos y onomatopeyas– para narrar la historia de manera casi audiovisual.
El cómic funcionó como medio de divulgación del indigenismo oficial, que en este caso justificaba la expropiación de Coatlinchan y la intervención del ejército para garantizar la soberanía del Estado sobre el patrimonio. En efecto, el indigenismo había promovido las civilizaciones prehispánicas como ancestros gloriosos de la nación, y a los indígenas contemporáneos, degenerados por siglos de colonización, como un problema que resolver (Lomnitz, 2000; Dawson, 2004). En esta labor, la imagen y en especial la fotografía, como han apuntado Dorotinsky Alperstein (2013) y Poole y Zamorano (2012), entre otros, fue central. También los cómics e historietas eran sometidos a procesos de censura y necesitaban contar con la aprobación oficial y, por ende, deben de ser entendidos como una herramienta política que participó en consolidar la ideología del Estado posrevolucionario (Rubenstein, 1998). Así, no sorprende que en Una deidad en el asfalto los artífices prehispánicos de la escultura estén representados como hombres grandes, musculosos, calculadores y “consumados artistas”. Es decir, antepasados refinados y pragmáticos.
Esta imagen de los indígenas ancestrales contrasta con la manera en que se representa a los habitantes contemporáneos de Coatlinchan, que pasan de ser campesinos mestizos, algunos con calzón de manta, pero también con pantalones de mezclilla, camisas de cuadros y sombreros vaqueros, a seres temibles con rasgos oscuros, casi monstruosos. La historia más reciente del monolito comienza con una imagen donde la escultura aparece en tierra de nadie, abandonada y disponible para ser apropiada. Los habitantes de Coatlinchan que descubren al ídolo están representados como campesinos trabajadores y respetuosos de las tradiciones y vestigios del pasado, mas no sus legítimos herederos.
El momento de tensión ocurre cuando llegan los antropólogos y arqueólogos a Coatlinchan, representados con tez blanca y pelo rubio, con la intención de estudiar la piedra. Ellos son los primeros en identificarla como una deidad en el panteón prehispánico. La escultura aparece transformada en un sitio turístico de la clase media mexicana y de visitantes extranjeros. Los habitantes de Coatlinchan, por primera vez designados como “naturales”, están representados como orgullosos trabajadores a favor del progreso de su pueblo y hospitalarios anfitriones que venden aguas frescas a sus visitas. Es aquí cuando, una vez revelada la identidad de la escultura como deidad antigua, estos “naturales” que antes habían sido representados como campesinos mestizos empiezan a adquirir los rasgos asociados con la alteridad indígena: trenzas, rebozos, sarapes, tez morena, y los marcadores de la pobreza, si miramos los parches en el vestido de la muchacha que atiende los puestos.
Si bien podría decirse que los antropólogos y arqueólogos representan una primera incursión, la entrada oficial del estado en Coatlinchan ocurre más bien cuando un promotor de museos decide que la pieza necesita protección y debe ser trasladada a la ciudad de México. Aquí es donde intuimos que los dibujantes del cómic pudieron haber consultado los materiales documentales fotográficos que les permitieron representar todos los procesos de ingeniería requeridos y los paisajes del pueblo de Coatlinchan de manera bastante fidedigna.
Como la rebelión no fue documentada ya que ocurrió de noche, lejos de las cámaras fotográficas, los dibujantes tuvieron que basarse en los relatos de los funcionarios y de la prensa, que en su mayoría describieron el suceso como el resultado de las supersticiones de los habitantes del pueblo. Por ende, dibujaron a los ingenieros realizando mediciones topográficas y a los habitantes de Coatlinchan con rasgos y atuendos cada vez más indigenizados. Ya para cuando está por llegar el vehículo para llevarse la escultura, resurge el “indio profundo”, el reprimido por la modernización, la educación pública y los programas de apoyo al campo mexicano. Ese indio latente aparece oscuro, con los ojos rojos, irracional, con la cápsula: “aquellos hombres, casi siempre impasibles, parecían ahora capaces de todo”. En la secuencia de la historieta, los rasgos de los habitantes de Coatlinchan cambian, se rasgan las vestiduras y hasta logran romper cables y vigas de acero con herramientas de campo: machetes, hoces, picos que resuenan “¡Ris, Ras!” y “¡Tas, Bam!” La secuencia se vuelve una metáfora de la resistencia irracional de los indios al cambio y a la modernidad de México, representados por el esfuerzo del Estado y de los ingenieros por trasladar una piedra.
La trama del cómic resuelve el problema mediante la intervención de poderes extrañamente invertidos: un cura defensor de la soberanía del Estado y un general iconoclasta que dice a los pobladores: “No actúen ustedes como paganos, esa piedra es solo un ídolo, su valor es de carácter arqueológico”. Los pobladores de Coatlinchan se apaciguan y escuchan a los representantes de dos regímenes de autoridad diferentes, la Iglesia y el ejército. Finalmente, los habitantes de Coatlinchan se vuelven legibles al Estado de nuevo, persuadidos de abandonar sus creencias primitivas como ciudadanos modernos. El Estado benévolo y benefactor envía un batallón del ejército para “evitar” la violencia y llevarse la escultura. Una última imagen muestra a los residentes de Coatlinchan: un hombre de cierta edad con rasgos racializados, que podría ser interpretado como el representante del indígena retrógrada, vaticina que la partida de la deidad implicará desgracias para el pueblo, mientras que una muchacha ya sin trenzas ni rebozo y vestida con un atuendo “moderno”, el futuro del pueblo integrado a la nación, festeja con confeti la partida del monumento como icono de la patria.
El final de la historieta narra la entrada del monolito a la ciudad de México bajo una lluvia torrencial. La piedra que figuró como una deidad para indios supersticiosos se volvió patrimonio secular de la nación, pero trajo consigo una lluvia torrencial a la metrópolis entre los gritos de la multitud, que clama “¡Tláloc! ¡Tláloc!” En la última página del cómic, dos hombres de clase media urbana se detienen frente al monolito y uno comenta: “¡Qué lluvia! Tláloc atrae lluvia, ¿no es cierto?” “Sí”, le dice el segundo, “es el dios de la lluvia.”
Así, la piedra que el Estado expropió por ser inapropiadamente entendida como una deidad por actores sociales considerados ajenos al proyecto de la nación moderna, a quienes se presenta oscilando entre indígenas ignorantes, vándalos y seres irracionales y paganos que se resistían a ser ciudadanos, se convirtió en legado ancestral del México moderno, y a la vez en objeto de culto nacional con poderes sobrenaturales. La última cápsula condensa esos procesos contradictorios con respecto a la alteridad indígena imbricados en el afán del Estado mexicano para trasladar la piedra. Concluye: “la deidad de piedra a la que el pueblo ha declarado como Tláloc será la admiración de propios y extraños, después de miles de años de haber sido esculpida”. El cartucho, al igual que el texto y las imágenes publicadas en el libro conmemorativo del museo cuarenta años más tarde, borra cualquier otro vínculo que pudo haber existido entre la piedra tallada y los habitantes de Coatlinchan.
Hay fotografías del suceso que circulan en diferentes ámbitos y que capturan otros instantes y personajes de la historia. Estos fragmentos se escapan de los resguardos y las representaciones oficiales del evento y no participan en cómo se narra el traslado en narrativas publicadas. En Coatlinchan, sobre todo, las imágenes del traslado circulan mediante otros montajes que revelan una lógica y una relación afectiva diferentes. Una de las maestras locales, la maestra Lupe, como la conocen en el pueblo, tiene un álbum de fotos que guarda como una de sus más preciadas pertenencias. En él tiene imágenes de su vida, muchas en blanco y negro, otras a color, todas ya amarillentas y con los bordes desgastados. A diferencia de las fotografías de los archivos almacenadas en impresiones profesionales de mediano y gran formato y quizá más semejantes a las del álbum del ingeniero, las imágenes de la maestra fueron tomadas por una cámara amateur, algunas borrosas y fuera de foco, todas impresas en pequeño formato. Entre fotos de cumpleaños y de paseos familiares, el álbum contiene su colección de imágenes del “día en que se llevaron la piedra”, como comúnmente se nombra el suceso en el pueblo.
“Son las fotos que sacó mi tía Feliza, ella también era maestra. De las pocas personas que tenían cámara en esa época. Otras me las regalaron”. Me muestra con el dedo una en particular: “Ésta es mi favorita. Ésa soy yo, la que está ahí parada. Mira nomás cómo estaba guapa y joven en esos tiempos… Yo no tenía miedo. Todos estaban viendo cómo se llevaban la piedra como si fuera un sepelio. Yo salí y me acerqué con un general y le pedí que me dejara pararme ahí por un instante para que me saquen la foto. Y sí me dejó. Yo estuve ahí” (entrevista, enero de 2009). En la fotografía, la joven maestra destaca entre la multitud por su atuendo –vestía una falda con suéter a la usanza de la clase media de la época, que contrasta con las faldas con mandil de las demás mujeres jóvenes del pueblo y los rebozos de las ancianas–, pero también porque es la única que está posando para la cámara. Las demás retratadas, casi todas mujeres, observan el convoy, vueltas hacia el vehículo, aunque un par sí voltean, entre curiosas y molestas, hacia la cámara. La maestra, sin embargo, sonríe.11 Como Karen Strassler ha apuntado, debemos considerar las poses y otros modos de escenificación, como la sonrisa de la maestra, como claves para entender que las fotografías no sólo representan a los sujetos que retratan, sino que también refractan su agencia (2010).
En el 2009, un grupo de jóvenes de Coatlinchan montó una exposición de fotos para conmemorar el aniversario número 45 de la extracción del monolito, y en ella, justo, fue la sonrisa de la maestra en la fotografía lo que causó tensión. La imagen estaba montada en un bastidor, impresa en gran formato aunque un tanto pixelada. Alguien la había manipulado usando algún programa para borrarla a ella del encuadre. La maestra, furiosa, fue a hablar con los organizadores y exigió que sacaran la fotografía de la muestra. La escuché casi gritando decirle a uno de los jóvenes: “¡Esa foto es falsa! No muestra la verdad. La verdad es que yo estaba ahí. Que yo sí vi cuando se llevaron la piedra, que yo fui a hablar con los soldados. Soy la única que fue y la foto lo demuestra”. Para la maestra, como para el Estado y para el ingeniero Valle Prieto, la fotografía era una evidencia no solamente de un suceso histórico, sino una prueba del vínculo del pueblo, pero sobre todo de ella misma, con la piedra, un vínculo que se materializa a través de su cuerpo, de su presencia en el lugar en el momento de los hechos. De hecho, ella misma había publicado la fotografía en carteles para sus charlas sobre la historia de la piedra como una imagen que le brindaba autoridad. Dada su cualidad de evidencia, la maestra estaba más molesta porque la habían borrado del encuadre que porque hubieran reproducido la imagen sin su autorización.
Existen varias versiones de por qué los jóvenes que organizaron la exposición manipularon la fotografía. Unos dicen que la maestra no les había dado permiso para usar la foto y que era una manera de usarla de todas formas, mientras que otros comentan que les parecía que la pose de la maestra para la cámara y su expresión sonriente no reflejaba la realidad, el verdadero sentir del pueblo en un día que consideraban un día de humillación y de luto colectivo. Para ellos, entonces, manipular la foto la volvía más fiel a la realidad, mejor evidencia.
En Coatlinchan circulan pocas fotografías del traslado mismo. En esa época, como bien menciona la maestra, solamente un puñado de habitantes contaba con cámaras fotográficas, muchos de ellos con posiciones de poder o de clase acomodada en el pueblo. Eran los maestros como Feliza, o personas que habían vivido en la ciudad o pasado temporadas de trabajadores migrantes en Estados Unidos. A esto se añade que los soldados al parecer no permitían a la gente de la localidad acercarse, mucho menos sacar sus cámaras. Realmente son una excepción las imágenes que guarda hoy en día la maestra Lupe en su preciado álbum.
Muchos de los habitantes del pueblo, sobre todo los mayores, han ido coleccionando imágenes, fotocopias de fotocopias que han fotocopiado a su vez o escaneado de libros y revistas. Muchos tienen lo que llaman “archivos personales” en sus casas con carpetas llenas de recortes de periódicos y reproducciones de fotografías del traslado. En estas colecciones figuran muchas fotografías del monolito atado a la plataforma y llegando al Zócalo. Muy pocos tienen imágenes de la escultura in situ antes de que fuera sacada de la localidad.
Sí existen algunas fotografías de la piedra tomadas in situ que plasman momentos previos a las maniobras del traslado. Estas imágenes tienen retratos borrosos en los cuales la piedra figura como telón de fondo. Don Bruno y don Pedro, dos habitantes mayores de Coatlinchan, por ejemplo, conservan algunas fotografías que tomaron de sus amigos subidos sobre la piedra, posando para la cámara. Ambos me dejaron reproducir e
incluso publicar sus fotografías, pero han sido renuentes a prestarlas para exposiciones como la del 2009. Don Bruno se queja: “Tantas veces que he prestado cosas y luego ni crédito me dan en el mejor de los casos. Hasta se las han robado y así desaparecen”. Las fotografías tomadas y guardadas por los residentes de Coatlinchan que por su edad avanzada convivieron con la piedra, son cada vez más escasas. Así, sus dueños las resguardan celosamente. Su reproducción representa una nueva vulnerabilidad y por eso son cautelosos ante otros posibles despojos.
Mi labor en el pueblo pronto se volvió la de enriquecer estos acervos. Desde que llegué a Coatlinchan, y dada mi formación en una escuela rouchiana con énfasis en la “anthropologie partagée” (Feld, 1989; Rouche, 2019), utilicé los materiales que había recopilado en archivos como herramientas etnográficas. Pasaba tardes enteras sentada en salas y patios del pueblo con mi computadora, rodeada de varias generaciones de familias, mostrándoles fotografías que había ubicado en diversos acervos. Más que las imágenes del traslado mismo, las que captaban sucesos y personajes periféricos eran las que detenían las miradas y detonaban más historias y recuerdos. Estas fotografías, en su mayoría tomadas por fotógrafos contratados por el Estado, pero también por fotoperiodistas de la talla de Nacho López y los hermanos Mayo, habían capturado casi por accidente instantes de vida cotidiana y personajes locales de los cuáles habían pocos si es que algún registro visual.
Don Chava, el cronista de Coatlinchan, se detuvo casi al borde de las lágrimas ante una imagen. “Ay, Sandra, solo te pido una copia de esta foto”. Le respondí: “Por supuesto Don Chava. ¿Era su pariente?” “No. Es don Pedro, el peluquero. Vieras qué buena persona, todos aquí lo queríamos mucho. No lo había visto hace tanto tiempo. El señor falleció hace mucho. Me trae buenos recuerdos verlo otra vez”. Para don Chava, como para muchos, las fotografías de los archivos hechas para documentar el traslado en realidad documentaban otras cosas: el pasado del pueblo, las relaciones afectivas, personas que habían desaparecido y de las cuales había recuerdos más o menos borrosos, pero no imágenes fijas.12
Doña Ofelia se asombró cuando le mostré las imágenes que había digitalizado del archivo de Ramírez Vázquez. Había una fotografía de un grupo de mujeres con la mirada triste, casi desolada, delante de una hilera de cascos de soldados. La foto no mostraba lo que estaban contemplando. Señalando a dos de las mujeres retratadas, Ofelia me explicó: “Esta es mi madre con mi abuela. Ambas fallecieron hace ya tiempo. De mi abuela es la única fotografía que he visto. Me conmueve, la verdad; se ve tan triste ahí… ¿O no parece que está en un sepelio?” (entrevista, marzo de 2010).
Dada la inserción de la fotografía en el archivo del arquitecto, podemos imaginar que era una de las pocas imágenes que plasmaron acercamientos a los rostros de los habitantes de Coatlinchan el día que se llevaron la piedra. Ofelia me pidió una copia de la fotografía. A diferencia de los demás retratos de familia enmarcados en las paredes de su casa, éste lo guarda en un cajón. “No me gusta verlas tan tristes”, explica. La fotografía captó la dimensión afectiva, el dolor que implicó la extracción de la piedra aquel día para los residentes de Coatlinchan y eso es lo que la vuelve difícil de ver para su familia.
Recordando otro texto de Barthes donde habla de los modos en que una fotografía de su madre fallecida detona sus recuerdos y su dolor ante la pérdida (1981), esta imagen contenía capas de tristeza superpuestas: la de los sujetos retratados, y la de Ofelia y su familia ante su pariente desparecido. Así, poco a poco, las fotografías de los archivos empezaron a cobrar nuevas vidas como parte de otros montajes y, por lo tanto, de otras narrativas. Las fotos que reproduje para don Chava, Ofelia y muchos más, aparecieron en los muros de salas y recámaras, en vitrinas y repisas donde figuran recuerdos de quince años y fotografías de familia, se integraron también a las carpetas de documentos que conforman los archivos personales de los habitantes de Coatlinchan, y a veces se volvieron parte de resguardos más íntimos, como los cajones de Ofelia.
Hay otras imágenes del traslado que circulan en Coatlinchan pero que no existen de manera material porque simplemente no pudieron ser capturadas sobre un soporte adecuado. Sin embargo, también son coleccionadas y compartidas. Durante mi trabajo de campo, doña Lupe, una señora de unos 90 años que falleció hace algunos años, me comentó: “recuerdo tan bien esa noche. ¿Cómo olvidarla, verdad? No había luna y el cielo estaba tan oscuro que no se veía nada. No sabíamos que ese día se la iban a llevar, pero había toque de queda. Todos estábamos en nuestras casas. Nadie podía salir a la calle. Todos teníamos miedo. Yo, siempre de curiosa, me subí a la azotea y vi como se la llevaban. No me lo va a creer pero la piedra se veía clarita a lo lejos. Brillaba como una estrella”. Para doña Lupe, el despojo que sufría Coatlinchan esa noche se convirtió en una imagen casi sobrenatural, mágica, una imagen en que se vislumbra quizás un poco de esa carga afectiva que no pudo plasmarse en fotografías, pero que se revela en la escucha etnográfica.
Cada una de estas imágenes es un fragmento, capta y contiene un proceso, un paso intermedio, un pedazo de un todo imposible de reconstruir en su totalidad. Como en la descripción de Barthes de “lo fílmico”, que genera disonancias a partir de la interrupción de la secuencia lógico-temporal, detenernos en las imágenes que forman parte de secuencias, sean fotografías, sean dibujos u otras prácticas visuales, y escuchar las historias, reacciones y prácticas que detonan, nos permite escapar de los esfuerzos que buscaron plasmar la historia con etapas concretas y cerradas. Las narrativas visuales revelan momentos, lugares, procesos, emociones. Producen una sensación de captura que parece ordenar instantes en el tiempo, pero siempre hay desbordes. Hay elementos que inevitablemente se escapan de las series, pero que podemos intentar, como en los stills de la película de Eisenstein, detener, inmovilizar y “escuchar”. Estos fragmentos revelan el carácter discontinuo y abierto de la historia y sus múltiples interpretaciones y vivencias. Mediante la atención detenida que posibilita la etnografía podemos, siguiendo a Barthes, acercarnos al tercer sentido que contienen, “escuchar” sus bordes redondeados, detenernos en las arrugas y en los pliegues que se solapan y que no se ven tan fácilmente. Así, al juntar pistas y fragmentos, al buscar las resonancias de un acontecimiento como éste en sus vestigios materiales y en las prácticas visuales de diferentes actores, logramos detener la secuencia lógico-temporal de la historia y detenernos también en las entonaciones afectivas que las imágenes producen. Los recuerdos de las personas que las toman, guardan, y coleccionan nos permiten vislumbrar los residuos del traslado que nunca figuraron dentro de los tantos encuadres y montajes que buscaron fijarlo.
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Sandra Rozental es doctora en Antropología Social por la Universidad de Nueva York, con maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown. Ha publicado artículos y capítulos sobre las relaciones sociales en torno al patrimonio, las colecciones y los museos en México. El libro que coeditó con Miruna Achim y Susan Deans-Smith, Museum Matters: Making and Unmaking Mexico´s National Collections, se publicó en 2021 (University of Arizona Press). Codirigió con Jesse Lerner el largometraje La piedra ausente (2013).