Recepción: 12 de julio de 2021
Aceptación: 17 de diciembre de 2021
¿Qué hay de la imagen que marca ausencia, cuando más que revelar aumenta la incertidumbre? Ahí, tambaleándose sobre las corrientes de un río, aparece un bulto. Por acá, más cerca, en un retrato deslavado, se detona un guiño. Siempre surgen regiones opacas donde se forman cuerpos. Entre la mudez y la mudanza se escapan ondas. Cuando se vuelve la espalda a la cámara en un momento congelado por el asombro. Sombras que rozan, que entrejuegan con los rayos solares y los ruidos perforantes de taladros. Ahí donde hay huellas materiales de un esmero suspendido por la desaparición. Todo encuentro etnográfico deja registros. A veces, de ellos surgen imágenes que apuntan a algo singular, de temporalidad fugaz.
En su conocido ensayo “El tercer sentido”, Roland Barthes analiza una serie de fotogramas de la obra cinematográfica de Sergei Eisenstein con el propósito de señalar que la lectura de una imagen puede explayarse por distintos campos. Aunque Barthes advierte que las imágenes son polisémicas, nota también que no todos sus sentidos tienen las mismas características. A diferencia de la denotación y de las múltiples connotaciones obvias que se desprenden de un fotograma, Barthes identifica también un sentido obtuso “fugaz, fluido y escurridizo”, que no puede describirse porque evade su asimilación a cualquier lenguaje o metalenguaje.
Para Barthes ese sentido obtuso expone los límites del mundo de las representaciones. Acontece cuando ciertos elementos que subyacen en la imagen emergen sorpresivamente para marcar acentos o cambios de entonación en el mensaje visual. Su estallido es discreto. No destruye ni estorba la comunicación; la inquieta con una insistencia que abre nuevas posibilidades de lectura. Barthes confronta esa ligera o lejana detonación con “la denotación”; es decir, la operación que produce efectos de realidad a través de la imagen fotográfica al anclar su lectura dentro de un rango de significados normalizados y hegemónicos.2 Para Barthes la denotación o “primer sentido” está íntimamente ligada a cómo las relaciones de poder se legitiman mediante elaboraciones sobre lo visible como verídico, y por lo tanto a la contemporaneidad de un momento político determinado. El sentido obtuso, en cambio, al inquietar las lecturas fácticas de la imagen, las abre a otras posibilidades.
Esta colección retoma la noción de lo obtuso para reevaluar el peso y la potencia que tiene la imagen para la etnografía, una práctica que abarca dos terrenos relacionados pero distintos: 1) un arte o método para investigar mundos empíricos y 2) un incansable desafío de responder a las experiencias del trabajo de campo mediante la creación de obras estéticas. Estos dos ámbitos involucran tanto fotografías, filmaciones, videos y dibujos como impresiones sensoriales y el repertorio visual de los sueños.
Aquí queremos aportar a un diálogo renovado dentro la antropología sobre el lugar y la vida de la imagen para procesos de pensamiento y creación (Romero, 2015; Stevenson, 2018). Entramos en este diálogo a partir de investigaciones etnográficas recientes en México y el Perú, dos países que rastrean sus orígenes en épocas previas a la invasión y colonización europea. En ambos países, el énfasis en lo prehispánico ha cultivado imágenes que forman la base no sólo de un imaginario “etnológico” de alteridad y fantasía en busca de raíces colectivas, sino de una tipificación racial, social y cultural subalterna, sobre todo en momentos formativos de los respectivos proyectos de Estado-nación. En contextos contemporáneos, México y el Perú comparten también experiencias afectivas vinculadas a ausencias que resultan de fenómenos de guerra interna, despojos injustamente legitimados, explotaciones sistemáticas y migración. Con los trabajos de esta colección aludimos al problema de la imagen en relación con estos temas.
Sin embargo, no los abordamos a través de una lectura de iconografías. Tampoco reducimos el análisis a la esfera de las representaciones; o, en todo caso, el grado de sintonía o fidelidad de la imagen con lo que supuestamente pretende designar no es decisivo para nosotros. Damos énfasis, en cambio, al peso y la resonancia que tiene la imagen en sus múltiples manifestaciones para reorientar la mirada etnográfica hacia mundos empíricos, específicamente hacia aquellas facetas materiales que no se prestan a una asimilación rápida. Esta dificultad de asimilación se relaciona con una condición inmanente y de apertura irremediable, porque lo empírico genera un sinfín de fragmentos, pero jamás culmina en una totalidad. También se relaciona con cualidades sensoriales –textura, sombra y color– que estimulan experiencias y encuentros percibidos como singulares y que, por ser fugaces, no acceden a un registro fehaciente y pleno. Nuestra intervención, por tanto, afirma que repensar la imagen y tomar en cuenta su potencia crea oportunidades para enfocarse en la materia y la materialidad más allá de los bordes de la representación.
Cada contribución a este volumen analiza la noción de lo obtuso para sondear las posibilidades etnográficas de la imagen considerada a partir de sus expresiones más comunes, diversas e inesperadas. Las contribuciones atienden a los sentidos “terceros” o “no obvios” que surgen a través de los encuentros empíricos. Prestan atención especial a la manera peculiar en que estos sentidos obtusos reaniman la visualidad (con sus resplandores, reflejos, sombras y oscuridades) como aspecto imprescindible de la práctica y escritura etnográfica.
Las y los autores exploran la noción de lo obtuso desde varios escenarios: experiencias de violencia tales como la guerra civil y posguerra en el Perú; procesos de fundación y delimitación del Estado-nación en el Perú y México, y contextos actuales de marginación. Los estudios se sitúan tanto en espacios institucionales en los que se confeccionan historias locales para la producción nacional –los museos Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social en el Perú (González) y el Museo Nacional de Antropología en México (Rozental)– como en espacios de fronteras internas (Kernaghan) y binacionales (Zamorano). Al mismo tiempo, examinan escenarios en que se generan subjetividades, frustraciones y anhelos, por ejemplo, mediante las memorias en torno a un río (Kernaghan), la distribución arquitectónica de narrativas históricas (González), la revisión de álbumes familiares (Rozental), y en sesiones fotográficas en estudios rurales de México (Zamorano). Al desarrollar material proveniente de estudios etnográficos en el Perú y México, estas contribuciones reflexionan sobre las similitudes y contrastes entre dos contextos nacionales distintos, pero con relevancia para toda Latinoamérica.
Nuestro objetivo es contribuir a una conversación aún incipiente, aunque con antecedentes significativos, sobre cómo las diversas manifestaciones de la imagen revelan la peculiar estructura temporal de la etnografía. Ésta se bifurca entre periodos “de campo”, con sus propios presentes y con periodos posteriores de “escritura”, que ocupan duraciones distintas y potencialmente abiertas (Fabian, 1990; Ottenberg, 1990; Poole, 2005; Taussig, 2011). Proponemos que tal estructura temporal permite explorar la condición afectiva, inconclusa e incierta de los encuentros empíricos, así como indagar sobre el nexo entre distintos momentos políticos y los juicios de realidad a los que siempre se somete la imagen. Estos juicios constituyen un interrogatorio perenne que ha servido para diferenciar entre distintos tipos de imagen y a menudo para descalificar a unos frente a otros, como se ve en el caso de la fotografía, a la cual se le atribuye históricamente una capacidad única de reflejar mundos empíricos con una alta fidelidad. Un énfasis sobre los aspectos temporales de la etnografía implica no sólo procesos presentes de lectura y de composición o escritura en torno a eventos pasados. Implica retomar los mismos materiales de campo para provocar encuentros etnográficos insólitos, es decir, entenderlos como archivos visuales y materiales que crecen y se complican con cada nueva aproximación. En ese acto de retomar los mismos materiales interviene la imagen, para que tiempo, materia, lectura y composición se entrelacen y lleguen a reafirmarse mutuamente.
Al acercarnos nuevamente al ensayo de Barthes, partimos de lo obvio: la importancia de volver a mirar y describir… pero también a leer. Nuestra lectura de “El tercer sentido” nos despierta un anhelo general de repensar la etnografía. Si bien Barthes se dedicó a teorizar la imagen desde una perspectiva semiótica a lo largo de varias de sus obras,3 en este ensayo relativamente temprano nos sorprende de entrada el peso analítico que otorga a la materialidad.
El problema de la materialidad aparece en primer lugar en el momento en que la experiencia visual capta la textura en una imagen y que la siente con los ojos. Se trata de un encuentro con algo opaco, que no cuadra fácilmente: una superficie4 que, al envolver u ocultar algo en el interior, introduce una inquietud y anuncia la incidencia de un sentido extraño. Ese sentido, que Barthes designa “tercero,” se registra como algo obtuso: “romo”, “irrisorio”, que hace “resbalar” a la lectura (1986: 51-52). Con respecto a las películas de Eisenstein, Barthes explica que lo obtuso surge o se deja percibir cuando se logra romper la secuencia narrativa de imágenes. Ese tipo de lectura, que él describe como “vertical,” se hace posible al estudiar los fotogramas separados de su encadenamiento “horizontal” u organización diegética. Lo curioso es que en cada uno de los ejemplos que Barthes analiza, el tercer sentido se manifiesta en momentos en que los detalles de una materia “muda”, “encarnada” –un moño, una cabellera, una pañoleta de lana, una barba postiza– se comunican a través de la película (1986: 57-58). Es decir, sensibilizarse a lo obtuso conduce a la materialidad bruta o básica de la cosa visualmente representada. Y esa materia muda trasmitida por la imagen (ya sea de una película, video, fotograma o fotografía), inquieta gracias a lo obtuso. Pero hay algo más: la textura misma de la superficie exterior de esa materia, y la opacidad que esa textura esconde, y a la vez delata, empujan la mirada más allá del campo ocular. Nos referimos tanto a lo que está fuera del encuadre de la cámara como a las sensaciones que evoca la materialidad encarnada por la imagen.5
Al intentar clasificar esa experiencia visual, Barthes se remite a la secuencia clásica y común de las facultades de percepción, la cual enumera cada uno de los cinco sentidos, colocando al oído en el tercer lugar (Barthes, 1986: 50, 67). El hecho de que Barthes encuentre una cierta afinidad entre lo obtuso y el oído sugiere que para acercarse a lo obtuso se requiere una lectura de imágenes que no sea puramente visual, sino también auditiva, así como amalgamada con otras facultades de percepción. Sugiere que captar la materialidad bruta o básica del objeto visualmente representado no implica sólo verlo y escucharlo sino, paradójicamente, asirlo por su tactilidad, entendida como una fuerza incluso chocante, sin destino predeterminado, que toca no solamente los ojos sino cualquier parte del cuerpo.
La obra de Michael Taussig Mímesis y alteridad es una referencia crucial para pensar la experiencia visual y la tactilidad como aspecto central de ésta (1993: 22-27), sobre todo en relación con la etnografía. Vale señalar también que Taussig, por más que enfatiza lo táctil como aspecto vital de la visión, se rehúsa a privilegiar una facultad sensorial por encima de otra. No parece seguir a los críticos de un supuesto ocular-centrismo de la modernidad, sino que prefiere repensar el sentido de la vista más allá de un campo visual. Busca mostrar la capacidad de cada una de las facultades para volverse extrañas y de ese modo estimular la transformación de la percepción, tal y como proponen varios otros autores en su discusión sobre la tactilidad del cine (i.e. Marks, 2000; MacDougall, 2005; Pink, 2015).
Debido a sus posibilidades tecnológicas para capturar un instante y, con ello, mantener la huella del objeto representado, la imagen fotográfica tiene una potencia particular para producir una impresión sensorial tan fuerte y duradera que genera estados de suspenso o “arresto” (Stewart, 2003; Morris, 2009: 13) en los que ver, oír, oler, degustar y tocar6 no son siempre dominios separados. Al contrario, la percepción se moviliza por una sinestesia que no garantiza reposo y que no logra aterrizar en facultades sensoriales claramente definidas. Es decir, la percepción –sin embarcadero único, sin punto de anclaje seguro– ondea suelta entre la mudez y la mudanza. No se separa por completo de la materialidad ni tampoco de la opacidad inmanente a ésta. Porque detrás y más allá de la superficie táctil de las materias, ronda un interior oscuro que espesa. Esa región opaca es lo que da cuerpo a todo cuerpo, un bulto que se resiste a dar paso pero que ante la penetración o el fraccionamiento se colapsa, desplazándose hacia otro lugar.
Las resistencias de la materialidad generan estímulos, afirmaba Bergson (1919: 18-19). Y el poder de la sinestesia, según Stewart (2003: 432), se transmite a través de las afecciones. Consideramos, sin embargo, que el contenido sentido obtuso no se limita al afecto. Si bien ambas nociones nombran una carga o una fuerza, vemos que el sentido obtuso –al menos en los ejemplos dados por Barthes– siempre aparece teñido por la textura y por la opacidad. Quizás ésa sea su distinción. O quizás exprese la imposibilidad de determinar dónde se acaba la materia y dónde comienza el afecto. De ese modo se enfatizaría la indivisibilidad del contacto, es decir, la percepción no se desliga de la materialidad. Esta postura, central a la propuesta que aquí desarrollamos, se acerca a la tesis de Bergson sobre la percepción: que acontece no en la mente sino en el lugar de la cosa percibida.7
Una de las metas del ensayo de Barthes fue identificar una región del sentido que no se reducía a los significados convencionales del lenguaje [lo obvio]. Barthes precisó: el tercer sentido no es común ni evidente y, por lo tanto, a diferencia de la denotación, no llega “primero.” Menos aún pertenece al campo y economía simbólica del significado: la región de las connotaciones, que Barthes ubica como “segundo” sentido, para luego afirmar que no es tan pertinente para su investigación. Centró su análisis más bien sobre una distinción básica entre el primer y el tercer sentidos, lo cual da a entender que subsiste un cierto vínculo entre estos dos.
Según Barthes, lo obtuso aparece de súbito en la experiencia visual, pero sin impedir otros registros de sentido. Su accionar no es destructivo y tampoco produce efectos traumáticos, quizás porque su impacto no es cercano. Al contrario, detona desde lejos o desde otro lugar apartado8 para aproximarse con una sutileza que insiste e inquieta, volviendo al mundo un poco más extraño.
Recóndita, íntima y peculiar es la relación que lo obtuso entabla con el primer sentido o la denotación: la operación lingüística que afirma o reclama la objetividad. Los efectos de realidad son dominio de ese “primer” sentido, al otorgar un valor-verdad-legal a los significados. A pesar de su parentesco9 con la denotación, lo obtuso no surge por semejanza. No opera a través de dobles. Menos aún confunde distinciones entre lo real y lo ilusorio: al contrario, subvierte las premisas de tal separación, a la vez que complica sus diferencias. Por tanto, su accionar no debe confundirse con lo siniestro (Freud, 1919). Sobre todo, el sentido obtuso nunca pierde contacto con la materia. Esta particularidad material tiene un valor clave para la composición etnográfica que, si bien toma su punto de partida en las líneas de lo empírico, no propone ni se limita a su re-presentación, reiteración o reproducción.
Donde Barthes, en los textos ya citados (1986; 1989), alude o advierte sobre algo que rompe con un significado convencional, lo que motiva la ruptura es casi siempre un detalle material. Esa ruptura con los significados convencionales corresponde también a la reflexión crítica que promueve una mirada antropológica a los sentidos comunes, a las mitologías, o a las ideas dominantes. En el ensayo “El tercer sentido”, ese detalle material produce un efecto obtuso. En el libro La cámara lúcida genera una sensación que él llama punctum. Quizás la materialidad en sí se expresa como un algo no asimilable a la significación en sí. O quizá, vale preguntar: ¿qué papel desempeña la materialidad en la generación, proliferación, o alteración de efectos de realidad?
Mientras que el primer sentido apunta al dominio legal de la denotación sobre el mundo material, el tercer sentido al parecer es el que delata los sitios donde la super-imposición del significado está a punto de resbalar. Más adelante veremos cómo el detalle material que provoca ese sentido obtuso conlleva a destinos muy distintos de los que Barthes asocia con el punctum. Por ahora nos limitamos a esbozar brevemente algunas diferencias entre esas dos tendencias que nos parecen cruciales.10
Barthes afirma que el punctum está más ligado al tiempo que al objeto fotografiado. En vez de garantizar la presencia de algo, constata un suceso. Señala: “esto ha sido”. Por eso con el punctum la autentificación pesa más que la representación y, por ende, su orientación temporal se dirige hacia el pasado. Por otro lado, si el punctum hiere es porque su carga afectiva es melancólica. Desde el duelo y la añoranza por lo perdido, afirma los derechos del sujeto privado a su propia verdad frente a los valores colectivos.
Lo obtuso entretanto emerge de un contacto con la materialidad del objeto visualmente representado y opera incluso cuando se trata de escenarios que son claramente artificiales.11 Lo obtuso se enreda con el objeto, pero eso no quiere decir que se desliga del tiempo. A diferencia del punctum, asume una orientación más bien doble: privilegia lo que no ha sido todavía, a la vez que cuestiona toda ordenación temporal. Su carga afectiva, por tanto, es de sorpresa ante algo inédito y de posibilidades no imaginadas previamente. No añora lo perdido. Busca lo que vendrá. Dentro de una tendencia creativa de involucrarse para des-cubrir, atiza un impulso hacia el hallazgo de algo que es primario, aunque no exista aún. Los vínculos que Barthes, mediante el concepto de lo obtuso, establece con la materialidad y con diferentes temporalidades nos parecen imprescindibles para repensar la etnografía. No sólo realzan la descripción como parte fundamental de sus procesos de composición escrita, indican también las maneras en que podemos aproximarnos desde la etnografía a registros visuales y experiencias de campo.
En un primer esfuerzo por acercarse al contenido de la imagen fotográfica, Barthes resalta su cualidad de “perfección analógica” (1986: 13). La fotografía, sobre todo la de prensa, crea la impresión de presentar lo real sin transformarlo, como si se tratase de un “mensaje sin código.” A diferencia de “dibujo, pintura, cine, [y] teatro…”, la foto esconde su propia expresividad. Según Barthes, tiene el efecto de redoblar el sentido de “denotación” o de “objetividad.” Genera una “plenitud analógica” con lo que representa, a tal grado que “no deja lugar para el desarrollo de un segundo mensaje”. Es decir, el nivel denotativo se satura con tanta intensidad que ni siquiera permite describir la foto de modo literal (1986: 14).
La “perfección analógica” de la imagen fotográfica pareciera basarse en una especie de amarre, anclaje o vínculo directo con el objeto representado, y más aún con su materialidad, que hace recordar a la teoría de referencia de Gottlob Frege. En un célebre ensayo de la filosofía del lenguaje, Frege destacó dos formas de usar las palabras para designar algo: la referencia y el sentido. Mientras que el sentido indicaba el “modo de presentación” de un signo –lo que para Barthes pertenecería al segundo mensaje o nivel connotativo (1986: 16-17)–, la referencia implicaba que la palabra nombraba algo con una existencia objetiva, y que, por lo tanto, permitía un juicio sobre su grado de veracidad. Aunque Barthes no cita a Frege, los efectos de realidad fueron un tema que profundizó a lo largo de su obra.12 En cuanto a la fotografía, notaba que la manera en que “el referente se adhiere” (1989: 32) es un primer grado de inteligibilidad: a todas luces “inocente” (1986: 39), genera, en primera instancia, una forma natural de los objetos de “haber estado ahí” (1986: 40). Esta cualidad de “plenitud analógica” hace eco con la autoridad que se le atribuye al etnógrafo por “haber estado ahí”, en forma de testigo (Taussig, 2011), y al valor particular que se asigna a los registros visuales de su testimonio.
La relación analógica de la fotografía, sin embargo, no se escapa de la paradoja que afecta a todo intento de designar relaciones de identidad. Frege, entre otros, mostró que la ecuación a = a indica equivalencia, pero a la vez expresa su imposibilidad. Precisamente, para comunicar una identidad a = a se debe de hacer caso omiso a lo que manifiesta abiertamente: la existencia de dos signos distintos (Frege, 1996: 85). Barthes tácitamente elabora sobre esta paradoja al notar que, en la imagen fotográfica, la referencia directa al objeto fotografiado implica una condición de presencia-ausencia, una “doble posición conjunta: de realidad y de pasado” (1989: 121). La foto presenta lo que ya no está. Al respecto Barthes explica: “nada puede impedir que la imagen fotográfica sea análoga; pero al mismo tiempo, el noema [o la esencia] de la fotografía no tiene nada que ver con la analogía” (1989: 137). Por lo tanto, la relación análoga que establece con el objeto que representa es simultáneamente “real” porque su referente tuvo que haber existido (1989: 122), e “irreal” porque esa existencia corresponde al pasado y no al presente de la lectura de la imagen (1989: 124). Esta paradoja es sumamente relevante para entender por qué la fotografía –a la que históricamente se ha atribuido un valor legal, autentificador o verdadero– abre otras posibilidades de lectura que son impredecibles pero también creativas.
Nietzsche, de quien Barthes era entusiasta lector (Oxman, 2010), ya había explorado esa paradoja en una reflexión sobre lenguaje y analogía, donde se preguntó cómo el ser humano había desarrollado un “impulso hacia la verdad” (1988: 228). Anticipándose a la teoría de referencia de Frege y a la vez mostrando sus limitaciones, afirmó que el lenguaje humano buscaba “igualar lo no-igual”. El lenguaje no sólo formaba conceptos que implicaban “prescindir de lo individual y de lo real” (1988: 231), esos conceptos se convertían en convenciones con atributos legales. Un código penal organiza acontecimientos singulares bajo categorías generales. Todo aquello que no cabe dentro de la categoría se suprime: asperezas, divergencias, discrepancias. La relación legal se asemeja de ese modo a la ecuación identitaria a = a, dado que ambos logran coherencia mediante la anulación de diferencias que luego se normaliza. En vista a que la mayor parte de los nombres y conceptos eran “convenciones arbitrarias,” Nietzsche insistía en que el lenguaje constituía un virtual “poder legislativo.” Su ejercicio resultaba arbitrario, abusivo y deshonesto”: es decir, se procedía con una violencia y una injusticia típicamente legales. De ese modo la legalidad del lenguaje se imponía como manera única de entender al mundo.
Barthes hace eco a estas reflexiones de Nietzsche cuando resalta la “objetividad” primaria (o sentido denotativo), a través de la cual la imagen fotográfica adquiere una “certeza.” La “perfección analógica” de una foto presupone que la transmisión del objeto representado en la imagen sea lisa y que se desarrolle sin ruidos ni asperezas. Así, tanto en el lenguaje como en la fotografía, el sentido referencial o denotativo implica un vínculo analógico que se establece gracias a una reducción de hecho violenta. Lo que le da a la foto un valor legal y constativo es la relación analógica. El efecto de denotación se da y se vuelve operativo, no obstante, sólo en la medida que logra esconder su carácter relacional.
El carácter relacional e incierto de la fotografía, entonces, se esconde detrás del valor de “certificado de presencia” (Barthes, 1989: 134) que se atribuye a la imagen fotográfica y que le otorga una autoridad legal.
Al respecto Barthes dice:
Los realistas, entre los que me cuento y me contaba ya cuando afirmaba que la Fotografía era una imagen sin código –incluso si, como es evidente, hay códigos que modifican su lectura– no toman en absoluto la foto como una «copia» de lo real, sino como una emanación de lo real en el pasado … Lo importante es que la foto posea una fuerza constativa, y que lo constativo de la Fotografía ataña no al objeto, sino al tiempo. Desde un punto de vista fenomenológico, en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de representación. (1989: 137).
Aunque muchos de los ejemplos que utiliza Barthes se basan en imágenes de prensa, de manera más general la autoridad “legal” de la fotografía remite a los usos científicos –raciales, médicos, criminalísticos– que han marcado de modo determinante a la tendencia, por más de siglo y medio, de entender esta tecnología como una forma de anclaje legal con la realidad y con la verdad (Crary, 2007). Esta tendencia también ha promovido hábitos de lectura que ignoran la temporalidad específica de la fotografía, sobre todo la capacidad sorprendente que una foto puede ejercer de vincular diferentes tiempos políticos. Estas maneras de entender la tecnología fotográfica también han marcado sus usos etnográficos e históricos, principalmente como herramienta generadora de evidencia y certidumbre, de dato preciso, objetivo y testimonial con mayor autoridad que la inestable observación humana.13
Cuando la lectura de una imagen fotográfica se limita a su carácter de dato, es decir, cuando se restringe su carácter relacional y se suprime, incluyendo su complejidad temporal, un valor de verdad legal se impone y el mundo se marchita, se retrae. Por lo tanto, la denotación o plenitud analógica, entendida como certeza, necesariamente reduce y endurece las posibilidades de interpretar. A la vez, captar la imagen únicamente como dato deja de lado una de sus cualidades más definitivas y productivas: su artificialidad. Señalamos así una tensión entre la función de la fotografía como registro y evidencia, y sus posibilidades creativas y transformadoras, al entender su carácter parcial, incompleto y no sujeto a un criterio de realidad. Esta tensión revela, a su vez, una disonancia entre posturas etnográficas que buscan producir un conocimiento pleno y certero sobre realidades locales y aquellas que afirman su carácter incompleto no sólo por mantener abiertas las preguntas, sino por constituir en sí una fuerza generadora.
En su análisis del sentido obtuso, Barthes había notado como éste amplía las posibilidades de observar la imagen.14 No la reduce a un valor analógico y no produce un anclaje entre la imagen y la materia para reforzar un efecto de objetividad. Al contrario, implica otro tipo de acercamiento: una aproximación al detalle netamente material del objeto fotografiado que dirige la atención tanto a su textura como a lo que no permite acceso visual.
Llegando por sorpresa, ese tercer sentido surge a raíz de un encuentro inesperado que manifiesta los ruidos de una materia que no se deja someter por completo al poder legislativo del lenguaje.15
…todo esto no basta para librarme de la imagen. Aún leo, aún recibo (y quizá, probablemente, antes de ningún otro) un tercer sentido, evidente, errático y tozudo (Barthes, 1986: 50).
En esta cita Barthes hacía referencia a una still de la película de Eisenstein Iván el Terrible, pero sus palabras podrían ajustarse también a otras imágenes, como las que perduran después de un trabajo de campo etnográfico. Como una brasa que sigue ardiendo después de extinguido el fuego, esas imágenes ejercen una fascinación. Fascinan porque persisten o porque insisten en volver, pero siempre dentro de la mirada retrospectiva de la escritura, que se explaya a partir de un pasado vivencial.
Si esas imágenes brotan a raíz de encuentros que ocurren dentro del mismo trabajo de campo, su persistencia no se debe necesariamente a una notoriedad patente. Al contrario, pueden ser humildes, hasta diminutas. Muchas veces se esconden dentro de lo banal. Quizás por eso a veces son difíciles de describir, y hasta parecen resistirse a cualquier ejercicio analítico que buscaría encuadrarlas y explicarlas. No siempre presentan bordes claros, y si se resaltan, es menos por sus características visuales que por las sensaciones que provocan.
Lo cierto es que su modo de fijación no privilegia el momento de primera actualización (a pesar de que un surgimiento fechable en el tiempo y el espacio sea su condición mínima), sino una impresionante capacidad de volver y de hacer visitaciones posteriores que no obedecen a una secuencia predeterminada o a una cronología lineal. Ésta parece ser su forma particular de apego y, por ende, su afinidad con el sentido obtuso: una insistencia que inquieta, anima y empuja la lectura de una manera que convierte el primer momento de actualización en un punto más dentro de una constelación de lecturas incompletas sin cierre definitivo.16 Tal como observó Barthes, una simple lectura no basta para librarse de ellas. Y tal vez no basta porque el poder de lo obtuso no se revela en lo que es o en lo que pasó, sino en lo que puede estimular: una imaginación que no se detiene en un sólo lugar y que siempre está por venir. Lo obtuso llega de otro sitio, pero no con el propósito de corregir a la denotación y suplantarla con un valor de veracidad mayor. Más bien antecede a la denotación y a todos los otros sentidos que se construyen sobre ésta, por eso lo obtuso inquieta. No se erige sobre la denotación, y en vez de proveer un lugar propio donde basarse, impulsa a la creación. Lo obtuso, dice Barthes, “obliga a una lectura interrogativa… se trata de una captación poética” (1986: 50). Su valor para la escritura etnográfica se manifiesta, no obstante, donde la lectura interrogativa pasa a ser la composición de algo nuevo y diferente.
Lo obtuso emerge dentro de lo banal, dentro de ese obvio “que todo el mundo ve y sabe” (Barthes, 1989: 120) ¿Pero hasta dónde se extiende lo banal y qué abarca?, ¿las convenciones sociales?, ¿los valores colectivos?, ¿las memorias dominantes? Una repuesta genérica: todo lo que da al sentido común (Geertz, 2008) su brillo natural y que llega a constituir el fondo de un tiempo político particular (Gramsci, 1971; Williams, 1977).17 Lo obtuso, en cambio, no repite una lectura determinada por cultura, ideología o contexto histórico. En medio de lo que normalmente se percibiría como ordinario genera una disonancia, pero siempre desde la temporalidad política del sujeto observador.18 Dentro de esa temporalidad política acontece lo obtuso. Si tal es el caso, ¿dónde ubicamos esas lecturas? Si bien dependen, y por lo tanto esperan un acontecimiento de lo obtuso, ¿qué peso damos a los encuentros que las propician?
Al respecto, Deborah Poole observa que tanto el encuentro fotográfico como el etnográfico se prestan a ubicarse en un momento en el tiempo, pero su potencia no radica en ese primer momento sino en su capacidad de constelarse con otros momentos a través de la lectura (2005).19 La actividad de leer entreteje una relación múltiple con el tiempo: acumula distintos referentes temporales para luego desplazarse entre ellos. Este ejercicio de lectura nos remite a pensar en la materialidad de los objetos y las imágenes que circulan en y alrededor de ellos.20 Nos remite a pensar también en una definición amplia de archivo como un “lugar de consignación”, “con una técnica de repetición”, “abierto” y “generador de futuro” (Derrida, 1997: 15, 45) que no se limita a agrupar lo que ha sido creado en un momento específico.21 Al resituarse en temporalidades posteriores, se abre a lecturas nuevas o detona experiencias sensoriales y afectivas que permiten relacionarse de maneras distintas y a veces inesperadas con el pasado. Por supuesto, generar archivo es una de las principales funciones de la fotografía y de la etnografía que en ningún momento se limita al registro visual.22
Dicho de otro modo, desde la perspectiva común o convencional, el encuentro –ya sea el fotográfico, el etnográfico, y con el archivo– presupone dos puntos de articulación: uno privilegiado que se ancla sin cuestión a un momento de actualización, fijo y fechado (referencia: “la experiencia de un suceso”) y otro más libre que se desplaza, actualizándose cuando y cuantas veces quiera (sentido: “la lectura”). El primero no se mueve. El segundo se repite, y al repetirse –tal vez según el mismo modelo de la actividad voluntaria de recordar un acontecimiento previo– va acumulando todas las lecturas que le anteceden. No obstante, si el primer punto de articulación (la referencia) llegara a perder sus privilegios, si se le quitara su valor ordinario y si se le tratara como un mero punto entre muchos más, cada esfuerzo nuevo de leer o de recordar podría multiplicar los puntos de anclaje potencial, gracias al movimiento del presente que no deja de transcurrir ni de suceder.
Al tomar en cuenta las lecturas que pudiera recibir un encuentro y al considerar la lectura también como un acontecimiento o una actividad que acontece en un determinado tiempo político, ¿cómo pensaríamos lo que llamamos arriba la peculiar estructura temporal de la etnografía? Y vinculado a esto, ¿cuál sería el tiempo del sentido obtuso –lo no pensable, pero que ahí está…– frente a los momentos políticos a los que responde y frente a la imaginación que genera y detona?
La composición etnográfica surge a raíz de “experiencias”, de encuentros vivenciales que alientan un proceso de escritura. Las capacidades sensoriales del mismo etnógrafo se ponen a disposición de este esfuerzo, cuyo enfoque y finalidad no son la introspección propia sino una aproximación mayor a los mundos empíricos: a sus singulares aspectos, movimientos y atmósferas. Desde los trabajos de campo florece un material heterogéneo de contactos, dichos, entonaciones, imágenes y cargas afectivas. La escritura tiende a centrarse en estos fragmentos. Inclinándose por el detalle, describe sus texturas y sus opacidades. Enfocándose en lo menor, presta atención a las vertientes de representaciones dominantes –tanto sus clichés como sus efectos sobre la percepción– para atisbar lo que pareciera desviarse de ellas. Pregunta cómo el tiempo político enmarca los encuentros, refuerza sentidos comunes, e influye en las posibilidades de lectura. Sobre todo, la escritura etnográfica se sensibiliza a lo que no ha quedado suscrito todavía en conceptos o reclamado de forma definitiva como propiedad de alguien. A veces lo que resulta determinante para la composición no es más que un destello repentino o la pequeña alteración en un dejo. Todas estas tendencias manifiestan cierta afinidad con el sentido obtuso.
Barthes también se inclina por el detalle. En su análisis de la imagen, observa cómo el primer y tercer sentido parecen distinguirse por sus modos particulares de hacer énfasis. Cada uno con su propia forma de acentuar.
El acento del primer sentido cae de manera reiterativa. Agrega un toque “decorativo” a otro detalle más general. Es un acento que elimina ambigüedad: “profiere la verdad”: ésta es su “función económica” (Barthes, 1986: 54). El adorno proviene de “un orden pictórico,” un repertorio cultural ya existente. Opera desde el mismo nivel de la significación y sometido a ella. La relación que establece es concéntrica: “no distrae del sentido, sino que lo acentúa” (Barthes, 1986: 54). Redobla el sentido obvio. Refuerza el anclaje referencial. Reafirma su verdad, objetividad y realismo.
El tercer sentido “podría considerarse un acento” también, afirma Barthes, pero con otros atributos (1986: 62). No hace eco a una denotación ya dada. Expresa algo nuevo. Apunta a una región aún por conocer: una región que el mismo acento insinúa, pero que no explica ni aclara. Esta “reticencia” limita una asimilación rápida de la imagen y a la vez estimula su lectura. Subraya la necesidad de volverla a mirar. Y se vuelve a mirar una y otra vez, pero la intransigencia persiste, porque el tercer sentido y lo que expresa elude descripción. A diferencia de la denotación, que no da cabida a un segundo mensaje (Barthes, 1986: 13), en el caso del tercer sentido la descripción se frustra porque lo obtuso no pertenece al nivel u orden de las significaciones: no existen palabras preestablecidas. Barthes concede, no obstante, que “es posible situar[lo] de forma teórica”, indicando dónde el tercer sentido acontece: “una emergencia de un pliegue (de una arruga) … en el pesado tapete de las informaciones y significaciones” (1986: 62). De ese modo Barthes lo ubica topológicamente, es decir, en el lugar donde suele asomarse y, por tanto, donde tal vez uno pueda anticiparlo.
El movimiento del sentido obtuso es errante. Sigue una trayectoria excéntrica. Se aparta del dominio de las representaciones. Su acento enfatiza una subversión: de los contenidos, de las prácticas y hasta de los deseos del sentido obvio (Barthes, 1986: 62-63); es decir, escinde el anhelo por la significación. Siguiendo su trayectoria, no es presa fácil. El lenguaje articulado no lo captura:23 no lo puede decir ni describir, sobre todo si la descripción se entiende exclusivamente como una actividad de asignar significados y nada más.
El nivel del sentido obtuso marca una frontera: el hito donde cesa el territorio de los lenguajes y metalenguajes articulados. Ahí en ese umbral se abre la posibilidad de algo aún no descriptible, lo que Barthes en un momento llama “un lenguaje nuevo” y en otro “el paso del lenguaje a la significancia” (1986: 64). En ese paso ya no se anclan los referentes, más bien inquietan los intentos de anclar, generando un apego que reorienta el anhelo fuera de la región de las significaciones. Reorienta hacia el umbral no dado ni previsto, hacia lo que de repente sólo puede aproximarse a través de la composición, una expresión creativa, que en vez de repetir lo empíricamente dado, encuentra, genera algo nuevo.
Quizá por eso Barthes afirma que el sentido obtuso llama a una práctica inédita que “se afirma contra una práctica mayoritaria (la de la significación)” (1986: 62). Lo que afirma y produce esa práctica inédita se presenta como algo que no sirve para nada, como si fuera “un gesto inútil” o “un lujo” (1986: 63). Es decir, no disfruta los respaldos de un consenso. Y si no recibe un reconocimiento social, quizás es porque de alguna manera no pertenece al tiempo político actual, sino, posiblemente, a otro por venir. En ese respecto, si lo obtuso parece anteceder a la denotación, es porque su mismo carácter de emergencia lo ubica en una posición anterior. En el fondo escapa a toda ordenación temporal: donde quiera que se ubique, está en desfase.
Si describir el sentido obtuso no es posible, se presenta un enigma, o cuando menos un desafío para la etnografía, que se basa en las descripciones de mundos empíricos. ¿Cuál sería la relevancia, entonces, de lo obtuso para las prácticas etnográficas? ¿Qué aportes e inspiraciones puede ofrecer? Los llamados a dirigir la atención antropológica a los surgimientos de nuevos fenómenos sociales, por más que aparentan hacer eco a Barthes, se han vuelto programáticos hace ya mucho tiempo. Menos atención han recibido los intentos de repensar la descripción etnográfica (Stewart, 2016), de preguntar ¿qué es la descripción?, ¿en qué consiste?, ¿qué puede hacer? o ¿a qué aspira? Y sobre todo, ¿cuál es la función de la imagen en este proceso?
Al parecer, la noción del sentido obtuso nos ayuda reafirmar la importancia y el desafío que constituye la descripción. Nuestra lectura del sentido obtuso nos sugiere que no debe tratarse como si fuera “meramente” una descripción, sino que describir es un arte de insistir con las líneas de lo empírico hasta que pueda surgir algo nuevo desde éstas. Reevaluar la composición a través de una experimentación que explora sus alcances sería un aporte básico. Ahí, la etnografía podría estirarse hacia el lugar del sentido obtuso: hacia ese umbral donde terminan los lenguajes articulados y donde se perfila la posibilidad de escuchar y de hacer resonar algo diferente. Un esfuerzo básico. Nada más que un cambio de dejo. No por eso poca cosa.
Cada contribución a este volumen indaga en situaciones y sucesos que nos remiten a pensar la agencia del sentido obtuso, para subrayar aquellos momentos en que la materialidad marca los límites del lenguaje y de la representación. Las contribuciones también nos piden reflexionar en relación con las maneras en que las imágenes pueden articular deseos y fantasías personales y colectivas. Hemos destacado las posibilidades del sentido obtuso ya sea para vincular distintos tiempos o bien para perturbar representaciones comunes y dominantes. Desde estos diferentes escenarios, las y los autores exploran maneras de abordar etnográficamente la tensión entre artificio y credibilidad que suponen las imágenes, es decir, el sentido que Barthes explica como denotación o efecto de realidad. Se preguntan también cómo se vincula este efecto con la temporalidad política de las imágenes, tanto las que se generan durante el trabajo de campo como las que retornan a la memoria una y otra vez.
Mediante una visita al Lugar de la Memoria en Lima antes de su inauguración en 2015, Olga González describe las sensaciones extrañas que produjo su primer encuentro con esta estructura, que fue expresamente diseñada para dirigir, organizar y hasta institucionalizar memorias dentro de un sitio dedicado a la historia de violencia política en el Perú entre 1980 y 2000. Al recorrer los niveles con sus zonas huecas, predominantes colores grisáceos y juegos de luz, González se enfoca en los aspectos que rebasan a la ejecución de ese plan arquitectónico. Muestra que a la par de las relaciones de poder que están detrás de su manufactura y los mensajes que estos espacios asignan, persiste algo disonante, que se escucha y se palpa: una fuerza escurridiza que no disputa frontalmente sino acompaña como un ruido que no deja de resonar.
Richard Kernaghan reflexiona sobre las secuelas de la misma guerra contrainsurgente en el Perú desde otra localización –una frontera interna del país– y desde otra escala etnográfica. Al recorrer la poderosa e intrigante geografía del río amazónico Huallaga, pregunta cómo un enfoque etnográfico en la imagen posibilita rastrear algo del peso, movimiento e insistencia de un pasado cercano de violencia que, en diferentes momentos o presentes de posguerra, se manifiesta como una visualidad latente imbricada en ese mismo paisaje. Las imágenes que inspiran este estudio son escogidas por el aspecto de extrañamiento que vincula diferentes temporalidades a partir de sueños, recuerdos, relatos y quehaceres de habitantes de poblaciones aledañas al río, así como de las vivencias del trabajo de campo y del registro etnográfico visual. Al plantear el problema de cómo articular estos distintos tipos de imágenes Kernaghan ofrece una reflexión sobre la experiencia visual, el encuentro etnográfico y la escritura.
En otro contexto nacional de institucionalización y contienda de memorias en México, Sandra Rozental examina los archivos fotográficos que registraron el traslado del monolito prehispánico de Tláloc de la comunidad de Coatlinchán en que fue descubierto al Museo Nacional de Antropología en 1964. Enfoca su análisis en cómo distintos procesos de archivo y montaje fotográfico construyen y disputan diferentes narrativas de la memoria. Por una parte, los documentos oficiales y la prensa celebran visualmente el traslado como un momento épico para la historia nacional. Por otro lado, los habitantes de Coatlinchán relacionan imágenes fotográficas de la época con memorias personales y comunitarias que a menudo provocan sensaciones de desagrado y de despojo. Rozental explora cómo el sentido obtuso de estas imágenes en su contexto más personal que a veces filtra y llega a desbordar o subvertir las narrativas oficiales de la memoria.
Finalmente, Gabriela Zamorano examina cómo fotógrafos rurales de Michoacán, México, en colaboración con sus clientes, construyen escenarios y artificios para reorganizar temporalidades y espacios en fotografías de estudio y de eventos. Zamorano sugiere que estas prácticas hacen posible y, a su vez crean, narrativas visuales para resarcir la sensación de pérdida, duelo o separación familiar en contextos de migración y violencia. Al mismo tiempo, las fotografías resultantes revelan las tensiones entre el aspecto fantástico de los espacios fotográficos dentro de cuadro y sus anclajes materiales con las realidades fuera de éste.
El énfasis de la etnografía en los mundos empíricos obliga a contemplar las limitaciones de lo legal y de la evidencia que, de muchas maneras, se relacionan con lo sensible y observable. En este número, al presentar diferentes situaciones etnográficas, mostramos cómo el concepto de lo obtuso permite no sólo abordar el valor legal-evidencial del registro etnográfico sino ampliarlo y hasta reimaginarlo. El concepto de lo obtuso nos permite subrayar que, más que un afán por la certeza, las tecnologías visuales detentan y generan una riqueza de cualidades como la sospecha y perplejidad (Poole, 2005), la ambigüedad y el desconcierto, o incluso el artificio y la falsificación, todos centrales tanto para la imagen fotográfica como para la escritura etnográfica, que pocas veces reciben la atención que merecen. Sugerimos que las expresiones singulares de la materialidad se vuelven imprescindibles para el trabajo etnográfico, sobre todo cuando éste se enfrenta con texturas y opacidades que carecen de conceptos prefabricados. Es decir, la observación y escritura etnográficas se nutren no del reconocimiento, sino de un encuentro que lo impide. Por eso, suponen volver a la descripción y hacer de ella un espacio de experimento: una frontera de búsqueda impredecible que resalta la apertura de lo empírico, y que no permite un cierre conceptual –tanto en sus expresiones sociales como en las imágenes que suscita y hace resonar–.
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Richard Kernaghan es etnógrafo y profesor asociado del Departamento de Antropología de la Universidad de Florida. Estudia el nexo entre la estética y los fenómenos legales, con un enfoque en los ríos, el transporte y la temporalidad política del paisaje. Su primer libro, Coca’s Gone (Stanford University Press, 2009) describe las secuelas de un boom de la cocaína a través de relatos de una región cocalera del Perú conocida como el Alto Huallaga. En su siguiente libro, Crossing the Current (Stanford, 2022), rastrea las transformaciones de territorio de esa misma región después de la derrota militar de la insurgencia maoísta Sendero Luminoso y reflexiona sobre la persistencia de una guerra que termina sin terminar. Ahí la firmeza del pasado toma cuerpo en el transcurrir del presente, donde imagen, materia y sensación se cruzan insólitamente entre sí.
Gabriela Zamorano Villarreal es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán e integrante del Sistema Nacional de Investigadores en México. Su actual proyecto de investigación compara la producción y circulación de imágenes fotográficas y audiovisuales relativas a los pueblos indígenas en México y Bolivia. Entre sus publicaciones se encuentran Indigenous Media and Political Imaginaries in Contemporary Bolivia (University of Nebraska Press, 2017), Ethnographies of ‹on Demand’ Films: Anthropological Explorations of Commissioned Audiovisual Productions, coeditado con Alex Vailati (Palgrave-Macmillan 2021) y el De Frente al Perfil. Retratos Raciales de Frederick Starr, coeditado con Deborah Poole (Colmich, 2012). Dirigió el documental Archivo Cordero sobre el acervo fotográfico de Julio Cordero, uno de los más relevantes de Bolivia. Su trabajo académico se nutre de actividades curatoriales de fotografía y cine, y proyectos personales de fotografía y video.