L'inégalité sociale en Amérique latine. Explications structurelles et expériences quotidiennes

Réception : 24 mai 2019

Acceptation : 29 août 2019

Résumé

Como parte del Coloquio interdisciplinario propuesto por la revista Encartes, y a partir del texto de Juan Pablo Pérez Sáinz, este texto busca complementar y ampliar el debate sobre la desigualdad social en América Latina. Con el propósito de superar una mirada estricamente económica sobre el tema, el autor propone, por un lado, incorporar al análisis dimensiones sociales y culturales, y por otro, asumir la desigualdad como experiencia de clase. De allí surge su concepto de fragmentación social. Inicialmente el artículo repasa los datos más actuales sobre la distribución primaria y secundaria de los ingresos en América Latina a lo largo de los últimos 15 años. Queda claro que estos indicadores no necesariamente se corresponden con la experiencia de las diferentes clases sociales que viven una creciente fragmentación y distanciamiento de sus experiencias vitales que impone la necesidad de una aproximación etnográfica de la desigualdad. Esta fragmentación difícilmente puede ser entendida sin un análisis de los mecanismos y procesos sociales de clasificación social, que legitiman las jerarquías y brechas entre clases sociales. La disparidad en la distribución de los ingresos y la riqueza es clave para el autor en la génesis de la fragmentación social, de allí la centralidad que le atribuye al papel que pueda jugar Estado.

Mots clés : , , , ,

Social Inequality in Latin America: Structural Explanations and Everyday Experiences

Abstract: As part of the interdisciplinary colloquium Encartes has proposed—based on a seminal text by Juan Pablo Pérez Sáinz—the present study seeks to complement and expand the debate on social inequality in Latin America. Looking to go beyond a strictly economic perspective, the author simultaneously proposes incorporating social and cultural dimensions into analyses as well as taking up inequality as a class-based experience that leads to his notion of social fragmentation. The article starts with a review of the latest data on primary and secondary income distribution in Latin America over the last fifteen years. It is clear these indicators do not necessarily correspond to the experiences of different social classes now subject to increasing levels of fragmentation and distancing in their life experiences, which implies the need for an ethnographic approach to inequality. Further, it will be hard to understand this fragmentation without an analysis of social classification’s mechanisms and processes that legitimize hierarchy and gaps between the classes. Disparities in income and wealth distribution, writes the author, are key to social fragmentation’s origins, which leads to the centrality he lends to the role the state can play.

Keywords: Inequality, Latin America, social fragmentation, social class, the experience of inequality.


Introduction

En el transcurso de los últimos quince años, el tema de la desigualdad ha adquirido una gran visibilidad en la opinión pública, así como en la agenda de organismos nacionales e internacionales. Mayor aún ha sido la centralidad y la relevancia que se le han atribuido en el ámbito académico, especialmente en el de los estudios sobre la cuestión social contemporánea. La pobreza y la exclusión social, dos temas y conceptos que dominaron sucesivamente esta discusión en momentos previos, hoy son re-significados y re-problematizados en relación con la desigualdad. La desigualdad se acentúa y permea múltiples y diferentes esferas de la vida social y subjetiva, reconfigurando los fundamentos del orden social y de las experiencias cotidianas de los individuos, por lo cual su problematización concita particular interés.

Este proceso no ha sido espontáneo ni aleatorio. Es evidente que no se trata de un fenómeno nuevo. También resulta obvio que en el pasado ha habido numerosos estudios sobre la desigualdad, principalmente asociados a la estratificación social. Pero la centralidad contemporánea de la desigualdad social se debe de manera fundamental a su estrecha asociación con la globalización neoliberal. Sin entrar en detalles sobre un tema ampliamente discutido, lo cierto es que un conjunto de transformaciones estructurales (de la economía y los regímenes de bienestar), tecnológicas y culturales que coincidieron a partir del último cuarto del siglo pasado fueron dando lugar paulatinamente a una profundización de las brechas sociales y económicas entre diferentes sectores sociales, y especialmente a una irritante concentración (y ostentación) de la riqueza en una elite global. La desigualdad se configuró así como un rasgo esencial de la globalización neoliberal.

Es en este contexto que surge un amplio interés por el tema: sus raíces históricas, sus causas y efectos, su medición y, no menos importante, su conceptualización. Las publicaciones en años recientes han sido numerosas y diversas. En el caso de nuestra región la literatura también es sumamente rica; destacan dos trabajos que comparten una misma perspectiva histórica e intentan brindar una interpretación holística de la desigualdad en América Latina. Me refiero al estudio de Luis Reygadas (2008) La apropiación, y a Una historia de la desigualdad en América Latina de Juan Pablo Pérez Sáinz (2016), ambos, además, con una fuerte influencia del trabajo pionero de Charles Tilly (2000).

El artículo de Pérez Sáinz, en torno al cual se organiza este foro de discusión, es precisamente una derivación del planteamiento que podemos encontrar, desarrollado con mucho más detalle, en la obra antes mencionada. Más específicamente, este texto nos ofrece una síntesis del enfoque que el autor denomina “radical-crítico” sobre la desigualdad, y una reflexión sobre los factores de des-empoderamiento de las clases subalternas y sus respuestas en un periodo específico: el de “la modernización globalizada”, que coincide con el comienzo de la globalización neoliberal y hasta nuestros días. Tomando como referencia y punto de partida el artículo de Pérez Sáinz, me propongo reflexionar aquí sobre un conjunto de elementos o zonas grises que, aunque resultado de una selección relativamente arbitraria, me permiten mostrar la multidimensionalidad de la desigualdad social, y especialmente la complejidad de su expresión en las sociedades latinoamericanas contemporáneas. Me interesa poner énfasis no tanto en un discurso prescriptivo (político y/o económico), sino en las posibles contribuciones de la sociología y la antropología al análisis de las consecuencias de la desigualdad social en la experiencia cotidiana y, por ende, al entendimiento de la sociedad en la que vivimos.

En primer lugar, me referiré a la distribución primaria y secundaria, o más específicamente la distribución funcional y la redistribución del ingreso, distinción clave para el enfoque radical-crítico. Considero importante comenzar con un problema de medición, pero también de reflexión sobre sus implicaciones en términos de mi interés en la experiencia cotidiana y lo societal. Luego, argumentaré sobre la pertinencia de pensar la desigualdad económica como una manifestación, determinante pero una, de la desigualdad social, y a partir de allí sugerir la hipótesis de una emergente fragmentación social. En un tercer apartado, me interesa introducir dimensiones subestimadas en el análisis, pero de creciente interés, referidas a lo cultural, lo social y lo subjetivo, y que en mi opinión son claves para entender la desigualdad social. Por último, el lugar de las conclusiones es ocupado por una breve reflexión final sobre las paradojas de la desigualdad actual y sus implicaciones analíticas.

Ricos y pobres o capital y trabajo

El artículo de Pérez Sáinz que nos convoca abre con un cuestionamiento directo y contundente a una mirada predominante en la actualidad sobre la desigualdad, que privilegia como dimensión de análisis y medición la distribución del ingreso entre los hogares y/o las personas. En efecto, la mayoría de los estudios contemporáneos, así como los índices utilizados para su medición, se basan en la desigualdad de los ingresos entre hogares o individuos.

A partir de estos criterios, América Latina, si bien continúa siendo una región profundamente desigual, habría experimentado desde principios del nuevo siglo y hasta 2015 aproximadamente una disminución más o menos significativa de la desigualdad. Con excepción de Costa Rica y Honduras, datos de la cepal muestran que entre 2002 y 2013 el Índice de Gini disminuyó en todos los demás países latinoamericanos (cepal, 2014). Cálculos posteriores dejan ver que entre 2012 y 2015 este indicador experimentó cierto estancamiento (con descensos mínimos en algunos países e incrementos en otros), con lo cual, en términos generales, la disminución de la desigualdad de ingresos que comenzó con el nuevo siglo se habría mantenido.1

Esta tendencia coincide temporalmente con el resurgimiento de partidos progresistas (también llamados populistas en la región) con capacidad electoral, y que accedieron al gobierno en varios casos. Sin embargo, la disminución de la desigualdad no solamente se produjo en esos países, sino que también ocurrió en otros que mantuvieron gobiernos explícitamente neoliberales, como por ejemplo Colombia o México. Como era de esperar, esto abrió muchos interrogantes.

Una primera respuesta consiste en cuestionar las fuentes de la información y no tanto el indicador o la conceptualización en sí misma. El tema es que en las encuestas de hogares suele haber un subregistro o subdeclaración de los ingresos de los sectores privilegiados, o incluso directamente no captar a las elites en las que se concentra el ingreso. La alternativa ha sido utilizar datos fiscales para compensar estas deficiencias en la captación de los sectores más ricos o de sus ingresos en las encuestas. No hay muchos ejercicios de este tipo en nuestra región, pero entre los pocos países en que se han realizado, nos encontramos con estudios en México y Brasil que representan, para el período de análisis, modelos de desarrollo precisamente contrastantes: en ambos casos resulta que la desigualdad es mucho más profunda de lo sugerido por los datos basados en encuestas de hogares, e incluso se pone en duda que efectivamente haya ocurrido alguna disminución (Esquivel, 2015; Salama, 2015).

Otras interpretaciones sugieren que la disminución de la desigualdad tiene que ver con un achicamiento de las brechas salariales, y más especialmente entre el trabajo calificado y no calificado (Lustig et al., 2013). Pierre Salama (2015) se refiere a una suerte de efecto tijera en el mercado de trabajo entre una demanda con más calificación y una oferta de trabajos menos calificados. El tema aquí es, como dice el propio Pérez Sáinz (2013), si el achicamiento de la brecha se da “a la brasileña” (los menos calificados se acercan a los más calificados) o “a la mexicana” (una precarización de los trabajadores calificados); como es obvio, en este último caso, el indicador de desigualdad puede disminuir, pero al mismo tiempo el mundo del trabajo sufrir un empeoramiento de sus condiciones. Es decir, un mismo indicador podría tener distintos significados en diferentes contextos.

Tabla 1. Indicadores de distribución del ingreso y distribución funcional en América Latina. Fuente: Elaboración propia con base en los datos de CEPAL (2018), cuadros ia.1.1 y ia.1.2.

Un cuestionamiento más de fondo es que esta (re)distribución del ingreso es resultado de una distribución previa de los ingresos nacionales entre los factores productivos, básicamente entre trabajo y capital (y renta), o dicho en otros términos entre salarios y ganancias (Lindenboim, 2008). Para decirlo de manera más simple: mucho de lo que se reparte después depende de esta primera distribución, y mientras no cambie, todo seguirá más o menos igual. La propuesta de Pérez Sáinz, acorde con los análisis más estructurales, es enfocarse en esta esfera. De hecho, tal como lo señala Atkinson (2009), luego de una larga ausencia en la ciencia económica dominada por la perspectiva neoclásica, en la última década hay un renovado interés por el análisis estructural de la distribución del producto nacional entre capital y trabajo.

Haciéndose eco de este resurgimiento del enfoque estructural, los informes más recientes de la cepal (2016 y 2018) incorporan un apartado sobre la también llamada distribución funcional del ingreso. La primera observación importante que se desprende de estos datos es que al igual que lo que sucede con la redistribución del ingreso, la distribución entre capital y trabajo también ubica a América Latina como una región altamente desigual. El indicador utilizado en este caso es la participación de los salarios en el Producto Interno Bruto (PIB); de un total de once países latinoamericanos incluidos en un análisis de las Naciones Unidas, siete se ubican en el tercio más bajo de países con menor participación salarial (con menos del 40% del PIB captado por salarios); otros tres en una situación intermedia (entre 40% y 45% del PIB) y sólo Costa Rica en el tercio superior (levemente por encima del 50%). Cabe señalar, como punto de referencia, que Suiza encabeza la lista en esta serie con una participación de los salarios de 59% del PIB, y le sigue Estados Unidos con un valor cercano al 55% (datos tomados de cepal, 2016). Es interesante hacer notar que países con alta desigualdad en la distribución secundaria de los ingresos, como Estados Unidos o Reino Unido, al mismo tiempo tienen una participación de la masa salarial en el PIB muy alta en el primer caso y relativamente alta en el segundo (paradoja para ir teniendo en cuenta).

Una serie de datos elaborada por cepal exclusivamente para América Latina nos permite observar qué ha sucedido con la evolución de la distribución funcional en el mismo periodo que venimos considerando, es decir a partir de 2002. Si tomamos el periodo completo (2002-2016), el comportamiento de la participación salarial en el PIB no es homogéneo: en ocho de quince países considerados se incrementa (especialmente del Cono Sur); es decir, en la mitad disminuye la desigualdad en la distribución funcional y en la otra mitad se incrementa.

Ambas tendencias a nivel general muestran un sinfín de matices que hacen difícil sacar conclusiones sólo a partir de estos indicadores. Especialmente si consideramos diferentes cortes temporales o si nos detenemos a observar lo que ocurrió en cada país. En este último caso, por ejemplo, podríamos encontrar al menos un país que represente cada una de las cuatro posibles combinaciones en las tendencias de estas dos mediciones, lo cual impide hacer afirmaciones concluyentes. Pero, además, los mismos indicadores de cepal en sus informes de 2016 y 2018 presentan variaciones significativas para un mismo país y año. Con todas estas salvedades, si bien la distribución funcional es fundamental y primaria, no parece determinar por completo el comportamiento de la distribución de los ingresos entre hogares y/o personas, aunque también cabe observar que en algunos países del Cono Sur que implementaron políticas activas en el mercado de trabajo (especialmente incrementando el salario mínimo e intensificando la formalización del empleo) se produjo una disminución tanto de la desigualdad en la distribución funcional como en la redistribución de los ingresos.

De las mediciones a las experiencias

No hay duda que necesitamos considerar ambas estimaciones, y que es importante vincular la distribución del ingreso en el ámbito macroeconómico y en el de los hogares (Atkinson, 2009). Pero aun así, una u otra medición o ambas distan de ser un reflejo automático de la experiencia de la desigualdad. En un artículo reciente, Gabriel Kessler planteaba que “la conjunción y traducción de indicadores y tendencias divergentes en experiencias cualitativas es una tarea pendiente a la hora de evaluar en nuestras disciplinas qué ha sucedido con la desigualdad en la región” (2019: 89). Sin duda se trata de un gran desafío que comparto plenamente. En mi opinión, esto no significa que una experiencia pueda tener un equivalente numérico, sino, ante todo, la disposición a resignificar la desigualdad como experiencia (colectiva y subjetiva).

El problema es que las mediciones de la desigualdad, y las conceptualizaciones que las sustentan no siempre coinciden con la forma en que la gente la experimenta cotidianamente, ni con los procesos sociales que se despliegan sobre el terreno, para decirlo en términos etnográficos. Al apostar por un análisis figuracional en las ciencias sociales, Elías y Scotson (2016) señalaban que la importancia estadística no necesariamente coincide con la importancia sociológica, lo cual, según los propios autores, es atribuible a la diferencia entre un análisis del dato aislado y otro que privilegia su inserción en una configuración social más amplia.

La medición de la distribución funcional entre los factores productivos tiene sus propios problemas. El primero, y tal vez el más obvio en el caso de América Latina, es que la masa salarial no representa el total del mundo del trabajo; de hecho, en nuestra región el porcentaje de actividades informales o no salariales es muy alto, con lo cual la participación de los salarios subestima la participación del trabajo. Pero hay aún otros dos cuestionamientos más significativos en términos de nuestro interés en la experiencia de la desigualdad.

Uno de ellos es que la distribución entre factores no necesariamente coincide con la distribución entre personas: una misma persona puede recibir ingresos a través de un salario, un negocio del cual es socio, o el alquiler de propiedades en las que ha invertido. El otro es que la distribución funcional no permite captar las desigualdades dentro de cada categoría; por ejemplo, las desigualdades salariales que en nuestra región, cabe recordar, suelen ser muy altas y en algunos casos extremas; por ejemplo, entre un empleado de una empresa de limpieza subcontratada por una trasnacional o una oficina de gobierno, y los gerentes o altos funcionarios que trabajan en ellas.

Si nos interesa examinar la desigualdad entre las elites más ricas, digamos el 1% más rico y el resto de la población, es posible, entonces, que estas sutilezas no sean relevantes. Seguramente en ese 1% (que concentra cerca de la mitad de la riqueza total a escala nacional y mundial) encontraremos la mejor encarnación del capital. Pero en América Latina la desigualdad cotidiana no es exclusivamente respecto de ese 1% (esa elite está sumamente distanciada del resto). Es también entre el 15% o 20% que le sigue y el 80% restante, con algunos saltos más y menos profundos en las brechas.2 En una investigación sobre México, en la que, entre otras cosas, examinamos las miradas recíprocas de la pobreza y la riqueza, los sectores populares, al ser consultados sobre las clases privilegiadas, daban a entender que no estaban pensando en Slim al dar sus opiniones, sino en las condiciones de vida de profesionales exitosos, ejecutivos de empresas y bancos, políticos o incluso académicos bien posicionados (Saraví, 2015).

La desigualdad social en América Latina tiene una dimensión económica determinante. El aspecto clave de esta dimensión, más allá de los vaivenes y combinaciones coyunturales de una o ambas mediciones, es su persistencia y profundidad. Pero además de lo económico, de las brechas de ingresos y riqueza, éstas se traducen y reproducen también en muchos otros ámbitos de la vida social más mundana, por decirlo de alguna manera, por la que transita el 99% de la población. En este contexto, si hay un rasgo que define o marca la experiencia cotidiana de la desigualdad social creo que es una creciente, y en algunos casos consolidada, fragmentación social. Esta intuición o hipótesis no es una ocurrencia aislada. Justamente poco antes de concluir este texto, el prestigioso periódico británico The Guardian publicaba una nota titulada “Tackling Inequality means addressing divisions that go way beyond income”, que comenzaba preguntándose por qué la gente está convencida que la desigualdad se incrementa mientras las estadísticas parecen sugerir lo contrario.3 Es en este campo donde las ciencias sociales tenemos un amplio potencial de contribuciones por hacer.

A nivel experiencial, la desigualdad social se ha tornado cada vez más multidimensional y colectiva. No me refiero sólo a que exista más de una variable o eje de desigualdad, sino al hecho más importante que en la experiencia de la desigualdad estas diferentes dimensiones tienden a confluir y superponerse (en las mismas clases y espacios). Nos enfrentamos a profundas desigualdades en las condiciones económicas de vida de diferentes sectores sociales, pero también y al mismo tiempo a marcados procesos de segregación residencial y espacial en las ciudades, a la segmentación del sistema educativo en circuitos escolares desiguales, a la universalización estratificada de sistemas de salud con prestaciones y niveles ampliamente diferenciados, a múltiples fracturas en los estilos y espacios de consumo y entretenimiento, e incluso a patrones sociodemográficos, padecimientos evitables, y esperanzas de vida que difieren sustancialmente entre sectores. Las clases se tornan más heterogéneas en cuanto a su composición, pero más homogéneas y distantes en cuanto a sus experiencias cotidianas. Éstos son precisamente los espacios que nos permiten captar a la clase como experiencia, una conceptualización ex post de la clase que puede resultar más rica analíticamente y más cercana vivencialmente a la realidad del capitalismo actual.

La desigualdad de ingresos no necesariamente implica fragmentación; ésta ocurre cuando los diferentes espacios de desigualdad en la ciudad (la escuela, la salud, el consumo, la esperanza de vida, por sólo poner algunos ejemplos) coinciden y se superponen. La fragmentación social se expresa en la coexistencia de espacios de inclusión desigual que se excluyen recíprocamente (Saraví, 2015). Cada uno de estos espacios representan microcosmos social, cultural y económicamente homogéneos, en los cuales los individuos son socializados y sus subjetividades construidas desde la infancia más temprana. Las experiencias sociales compartidas e interclase se reducen a su mínima expresión y los repertorios socioculturales respectivos se distancian hasta tornarse en algunos casos inconmensurables. Éste es un proceso que, más allá de los vaivenes en las mediciones de la distribución funcional o la redistribución del ingreso, venimos observando en las sociedades latinoamericanas desde el inicio de la globalización neoliberal, sin cambios sustanciales y más bien con una clara acentuación.

Esta expresión experiencial de la desigualdad, pero que representa un salto cualitativo respecto a su conceptualización clásica (por eso prefiero llamarle fragmentación), exige, por un lado, repensar las dimensiones analíticas y, por otro, reevaluar las políticas que permitirían revertirla. La disminución del índice de Gini o el incremento de la participación de los salarios en el pbi ¿se tradujo en una reducción de la segmentación educativa, de la segregación residencial, de la desigualdad vivencial en términos de Therborn (2015), de la fragmentación de los servicios o la seguridad ciudadana? Para responder tal vez debamos revisar caso por caso y, en particular, prestar atención al papel desempeñado por el Estado. Algunos autores consideran que la política fiscal puede representar un factor clave (Barry, 2002), otros son escépticos respecto de sus alcances (Lindenboim, 2008), pero más allá de la disputa cabe apuntar que si hay un elemento común en América Latina, aun en estos años de bonanza, es que en ningún país de la región se emprendió una reforma impositiva sustancial y realmente progresiva.4 La cual, dicho sucintamente, tiene un doble efecto en términos de equidad al reducir la capacidad de mercado de las elites (aspecto muchas veces subestimado) y aportar recursos para una ciudadanía social más universal. Tal vez la raíz de estas resistencias nos exija, como decía antes, volver la mirada a otras dimensiones analíticas.

Dimensiones sociales y culturales de la desigualdad

Con repensar las dimensiones analíticas me refiero a complementar o confrontar la perspectiva de la economía prestando atención a dimensiones socioculturales presentes en la construcción y reproducción de la desigualdad. El trabajo de Charles Tilly (2000) ha sido particularmente influyente al identificar dos mecanismos claves de la desigualdad categorial: la explotación y el acaparamiento de oportunidades. En efecto, existe un amplio consenso respecto a la centralidad de estos dos mecanismos, cuya sistematización es retomada en muchos otros estudios posteriores, incluyendo el del propio Pérez Sáinz.

Si bien se trata de una contribución fundamental que justifica la atención recibida, la desigualdad categorial se sustenta en dos procesos previos a estos mecanismos: la asignación de personas a diferentes categorías sociales y la institucionalización de prácticas que asignan recursos desigualmente a esas categorías. Tal como lo señala Douglas Massey (2007), a lo largo del tiempo estos dos procesos han sido el sustrato en que se basa el acceso diferencial de la gente a recursos materiales, simbólicos y emocionales.

Esta refocalización de las contribuciones de Tilly habilita para pensar en un conjunto de dimensiones analíticas socioculturales poco exploradas pero sustantivas para entender la experiencia cotidiana de la desigualdad más allá de su dimensión económica: la construcción e interacción de categorías. Dicho en términos más sencillos: ¿cómo se construyen las categorías de la desigualdad?, ¿cómo asignamos a diferentes personas y grupos a unas y otras?, ¿qué atributos y valoraciones les asignamos?, ¿cómo se expresan en jerarquías sociales y relaciones de poder? Los procesos de clasificación y construcción de límites simbólicos, de jerarquización y valuación social, las interacciones diferenciales, o la hegemonía de un discurso neoliberal que se traduce en prácticas y esquemas de pensamiento son algunas entre muchas otras dimensiones de este tipo que nos permiten un acercamiento más directo a la experiencia vivida de la desigualdad. Muchas de estas dimensiones operan de una manera rutinaria e inadvertida en la producción y reproducción de desigualdades categoriales, haciéndose propias incluso en los más afectados por las disparidades estructurales (Lamont et al., 2014).

Hay investigaciones recientes que exploran las raíces y los usos cognitivos de las categorías; esto no significa que sean esquemas neutrales de representación. La construcción (social) de estas categorías está imbuida de cargas emocionales y valoraciones que se constituyen en la base de prejuicios y jerarquizaciones sociales. Los diferentes espacios en que se fragmentan las sociedades latinoamericanas serían insostenibles sin límites simbólicos que establecen fronteras entre grupos de personas, cosas y lugares, y que constituyen la base para la estigmatización y descalificación de unos, y la valorización y prestigio de otros (Bayón, 2016). El fundamento de la desigualdad no son los capitales en sí mismos sino su valuación (Jodhka et al., 2018). En el sistema educativo, en los espacios públicos, en las áreas residenciales o en los centros de consumo la desigualdad en la asignación de recursos materiales y simbólicos se sustenta en este poder de clasificación social que establece jerarquías y distancias sociales que trascienden los ingresos y coinciden con ellos (Camus, 2019; Bayón y Saraví, 2019b; Márquez, 2003, Carman et al., 2013).

Estas categorías, socialmente construidas y luego constituidas en instrumentos cognitivos de los individuos, se traducen en juicios y emociones como miedo y desconfianza, desprecio, reconocimiento, sobrevaloración y hasta la estetización de unos y otros. Pero también, y en parte como consecuencia de esos sentimientos, en un conjunto de prácticas que marcan las pautas de interacción y sociabilidad cotidiana: de evitación o encuentro, de rechazo o empatía, de desprecio o admiración, por citar algunos ejemplos. La desigualdad es así producida y reproducida, de manera explícita e inadvertida, por los propios individuos a través de sus relaciones sociales en la vida diaria. A través de prácticas espontáneas de “asociación diferencial” (Bottero, 2007), la gente con la que uno está y se siente más cercana tiende a ser similar también en muchas otras dimensiones de desigualdad. Vivimos en colonias, asistimos a escuelas, y consumimos en mercados en los que nos sentimos más cómodos y a gusto, y evitamos aquellos en los que nos sentimos fuera de lugar o de los que somos excluidos (Bayón y Saraví, 2018). No se trata de preferencias innatas o simples elecciones de un estilo de vida, sino del resultado de un proceso de decantación (en el que debemos profundizar) por el cual la desigualdad da lugar a un distanciamiento sociocultural que reformula los patrones de convivencia y sociabilidad (Álvarez Rivadulla, 2019; Bayón y Saraví, 2019a; Segura, 2019).

La desigualdad que nos ocupa corresponde al periodo de la globalización neoliberal. En este sentido es necesario considerar un rasgo propio del neoliberalismo que permea y da forma a la desigualdad contemporánea. No se trata sólo del neoliberalismo como orden económico (de algunos de cuyos aspectos se ocupa el texto de Pérez Sáinz), sino como proceso generador de una serie de discursos, lenguajes y disposiciones con capacidad disciplinaria. Lo que, siguiendo a Leal (2016), podríamos definir como un sentido común neoliberal que incluso trasciende a proyectos políticos de una u otra orientación, y que tiene como rasgos distintivos la conceptualización de los individuos como sujetos autónomos, responsables de sí mismos y emprendedores (una exaltación de la individualización). Bajo este discurso, “la desigualdad se despolitiza y la clase parece reducirse a una cuestión de carácter y esfuerzo” (Bayón, 2019). La pobreza de unos y la riqueza de otros son legitimadas como resultado de fallas y virtudes (incluso morales) personales, disociando la desigualdad de sus raíces estructurales y bases materiales. Este sentido común permea transversalmente al conjunto de la sociedad –no necesariamente a todos, pero claramente a lo largo de toda la estratificación social–, y condiciona nuestra experiencia cotidiana social y subjetiva de la desigualdad. Las formas que asumen hoy la legitimación y la tolerancia de las desigualdades, el sentido de lo justo o injusto, los sentimientos de frustración y resentimiento, los juicios morales sobre la privación y el privilegio o el reconocimiento social atribuido a diferentes actores resultan inentendibles sin la hegemonía de un discurso neoliberal.

Tal vez en todas estas dimensiones (y algunas otras como la acumulación de ventajas y desventajas) encontremos la explicación de algunas de las paradojas que nos plantea la desigualdad social contemporánea en América Latina. Sus bases materiales son incuestionables, pero también lo es la participación de estas dimensiones sociales y culturales en su producción y reproducción, así como en la experiencia cotidiana social y subjetiva de la desigualdad.

Conclusion

El texto de Juan Pablo Pérez Sáinz comienza con un cuestionamiento al actual imaginario hegemónico sobre la desigualdad, basado en el ingreso, y nos ofrece una nueva mirada que se desplaza hacia la esfera de la distribución factorial y las dinámicas de des-empoderamiento. Con esta reflexión he querido llevar un paso más allá el desafío del autor, y ofrecer algunas claves y nuevos enfoques para entender la experiencia de la desigualdad.

Las desigualdades sociales van mucho más allá de un asunto de ingresos. Se expresan cotidianamente en profundas divisiones en la calidad de las escuelas y los centros de salud, en las diferencias en las esperanzas de vida entre sectores de una misma sociedad, en la conformación de enclaves de pobreza y áreas residenciales exclusivas, así como en la emergencia de nuevos patrones de sociabilidad y reconocimiento social, entre otros. Estos procesos de fragmentación social por el momento resultan difícilmente medibles, y los actuales indicadores de la desigualdad económica considerados aisladamente no pueden dar cuenta de ellos.

Hay dimensiones sociales y culturales que merecen ser tenidas en cuenta y exploradas si pretendemos acercarnos a la experiencia de la desigualdad y su transformación. Se trata además de dimensiones mucho más persistentes y resistentes que las variaciones en los ingresos (lo que puede explicar las resistencias, entre otras, a reformas fiscales progresivas, por ejemplo). Esto no significa que sean inamovibles, sino que requieren nuestra atención. En muchos casos, allí se encuentra el sustrato de la naturalización de la desigualdad. La repolitización de la desigualdad exige de las ciencias sociales hacerla evidente para habilitar nuevas políticas de solidaridad y equidad. Si la desigualdad es multidimensional, las políticas para contrarrestarla también deberían serlo; en este sentido, violando momentáneamente el compromiso inicial de evitar las prescripciones, el Estado tiene un papel fundamental que desempeñar.

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