Recepción: 16 de octubre de 2024
Aceptación: 25 de marzo de 2025
A través de fotografías, entrevistas, relatos de vida y una metodología dialógica basada en la horizontalidad, esta etnografía visual reconstruye diversas formas de identificación y autorrepresentación que remiten, de distintos modos, a la afrodescendencia y sus supuestas marcas somáticas. Todo ello se sitúa en un contexto regional, urbano y contemporáneo, históricamente asociado con lo maya como alteridad dominante y como componente fundacional de la identidad local. El objetivo es comprender, a partir de las vivencias y perspectivas de una mujer yucateca, cómo operan las marcas de pertenencia e identidad en relación con las jerarquías sociales y la autorrepresentación, así como los procesos que intervienen en la apropiación o el rechazo de las categorías asociadas a dichas marcas.1
Mots clés : afrodescendencia, autorrepresentación, foto-elicitación, l'identité, Yucatán
curating the self: representing african ancestry
This visual ethnography reconstructs various forms of identification and self-representation that evoke African ancestry and its supposed somatic markers in diverse ways through photographs, interviews, life stories, and a dialogical analysis based on horizontal relations. In the regional, urban, and contemporary context of this ethnographic study, the Mayan has historically served as the predominant “other” and a foundational component of local identity. Drawing on the experiences and perspectives of a Yucatecan woman, the article explores how markers of belonging and identity operate within social hierarchies and self-representation, as well as the processes involved in appropriating or rejecting categories associated with those markers.2
Keywords: self-representation, identity, African ancestry, Yucatán, photo-elicitation.
Rosma Garduza nació hace 46 años en Valladolid, Yucatán, ciudad que hoy el gobierno federal reconoce como pueblo mágico. Desde los nueve años creció en Mérida, la capital del estado, junto a su madre y su hermano menor. Actualmente vive con sus dos hijos y el padre del segundo de ellos, en una casa rentada a una calle del corredor gastronómico de Mérida, parte del proyecto de renovación del centro histórico orientado a fomentar el turismo y la economía local. Esta ubicación resulta estratégica para la exhibición y venta de sus joyas, actividad de la que proviene el principal sustento económico de su familia. Rosma estudió Antropología con especialidad en Literatura y Lingüística en la Universidad Autónoma de Yucatán (uady),4 y ha sido reconocida en el medio del diseño en México por su talento artístico.
Conocí a Rosma hace 14 años, en Mérida, durante una exhibición de arte. Desde entonces, hemos compartido una relación basada en el diálogo abierto y franco. A lo largo de nuestras conversaciones y reflexiones compartidas, Rosma me ha relatado diversas experiencias en las que su presencia suscita, de manera recurrente, comentarios que la racializan y exotizan, aludiendo a sus marcas somáticas. Dichos comentarios suelen evidenciar una disonancia entre la percepción que los demás tienen de ella y las representaciones sociales de lo mexicano, lo yucateco y la otredad.
Desde su infancia, sus apodos estuvieron marcados por su color de piel: “Negra”, “Sorulla”,5 “Memín Pinguín”,6 “Somalí”, apelativos que vivió como denigrantes. Más adelante, en su interacción con extranjeros en Mérida, fue objeto de fascinación por su supuesto “perfil maya”.7 En una ocasión, un haitiano la detuvo en la calle intrigado por su apariencia y le dijo “Tú no eres muy mexicana”.8 En una reunión a la que asistió sin conocer a las demás invitadas, una de ellas le pidió que le sirviera un café, asumiendo erróneamente que era empleada doméstica. En otra situación, durante una asesoría con su maestro de la tercera edad, los animadores del restaurante donde comían hicieron comentarios en tono de “broma” insinuando que Rosma era una prostituta cubana “arreglando” su estatus migratorio. Hace un par de años, una fotografía de su rostro fue incluida en una exposición sobre afrodescendientes en Yucatán, a pesar de que ella, hasta el momento de la entrevista, no se identificaba como tal (imagen 19).
¿Qué factores entran en juego para que Rosma no sea reconocida –en términos de Caballero (2019: xx)– como un sujeto “regional” típico? Es decir, ¿qué elementos resultan disonantes en su inscripción a una supuesta identidad común: la yucateca? ¿Cómo incide esta percepción en su autorrepresentación e identidad? ¿De qué manera la autorrepresentación de Rosma se presenta como un contrapunto a las narrativas dominantes sobre la identidad local y los ideales de belleza que encierra?
La presente etnografía visual, junto con la curaduría que de ella se desprende (véanse las 21 imágenes que aparecen en el PowerPoint), busca reflexionar –desde la dimensión íntima del sujeto– sobre las formas de identificación y autorrepresentación que remiten, de distintas maneras, a la afrodescendencia9 y a sus supuestas marcas somáticas. Esta reflexión se sitúa en un contexto regional, urbano y contemporáneo, históricamente asociado con lo maya como alteridad dominante y como componente fundacional de la identidad local en Yucatán.10
A partir de las fotografías, así como de las vivencias y reflexiones compartidas con Rosma, el objetivo del presente texto es comprender cómo operan las marcas de pertenencia e identidad en relación con las jerarquías sociales y la autorrepresentación, así como los procesos que intervienen en la apropiación o el rechazo de las categorías asociadas a dichas marcas.
Rosma no nació en una comunidad ni en una familia que se reivindicara como negra o afromexicana. Fue a partir de su adolescencia cuando comenzaron a surgir cuestionamientos sobre su fenotipo y su representación, vinculados a rasgos somáticos comúnmente asociados con poblaciones negras o “afro”. Estas inquietudes emergieron a la luz de las miradas externas y de sus propias experiencias, influenciando de manera profunda su autorrepresentación e identidad, entendida esta última en los términos propuestos por Stuart Hall:
Vale decir que, de manera directamente contraria a lo que parece ser su carrera semántica preestablecida, este concepto de identidad no señala ese núcleo estable del yo [énfasis añadido] que, de principio a fin, se desenvuelve sin cambios a través de todas las vicisitudes de la historia; el fragmento del yo que ya es y sigue siendo siempre “el mismo”, idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo. Tampoco es –si trasladamos esta concepción esencializadora al escenario de la identidad cultural– ese “yo colectivo o verdadero que se oculta dentro de los muchos otros ‘yos’, más superficiales o artificialmente impuestos, que un pueblo con una historia y una ascendencia compartidas tiene en común” [Hall, 1990], y que pueden estabilizar, fijar o garantizar una “unicidad” o pertenencia cultural sin cambios, subyacente a todas las otras diferencias superficiales. El concepto acepta que las identidades nunca se unifican y, en los tiempos de la modernidad tardía, están cada vez más fragmentadas y fracturadas; nunca son singulares, sino construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos (Hall, 2003: 17).
La noción de autorrepresentación que guía este trabajo se aproxima también a la propuesta de José Mela, quien vincula la identidad a una “práctica autorrepresentacional” basada en la capacidad de agencia y en la elaboración de autoimágenes. Estas, sostiene, pueden funcionar como un dispositivo para desplegar otras lecturas de la otredad racializada y subordinada, “más lejanas de la legitimidad de los discursos institucionalizados, y mucho más cercanas al punto de vista de quien vive la experiencia identitaria y se autoobserva” (Mela, 2021: 65).
Para reconstruir la narrativa de las “raíces y rutas” del proceso identitario de Rosma, parto de sus experiencias, su mirada y sus vivencias. Para ello, he elegido la foto-elicitación como una herramienta metodológica fértil por su capacidad para activar la subjetividad y el diálogo, permitiendo así reconstruir momentos, situaciones y eventos, pero también experiencias íntimas de mi entrevistada. Este enfoque metodológico permite desplegar una dimensión sensorial que enriquece la narrativa y potencia el intercambio reflexivo (Collier y Collier, 1986).11 Se trata, por tanto, de un ejercicio etnográfico dinámico y, en muchos sentidos, experimental, ya que las fotografías “no tienen una narrativa asignada con anterioridad” (Londoño, 2013: 55). Los recuerdos que evocan son múltiples y nunca definitivos. El tiempo transcurrido entre la toma de una imagen y el momento de su interpretación, atravesado por la perspectiva personal y su temporalidad específica, organiza la vivencia y el recuerdo de forma dinámica y no lineal. Tal como nos lo recuerda Gemma Orobitg, el uso de fotografías como parte de las entrevistas pueden convertirse en “medios de producción de datos a través de la negociación y la reflexividad” (2004: 34).
La fotografía, en este sentido, no solo es una herramienta metodológica, sino también una fuente: un vehículo que permite materializar el tiempo, construir y reconstruir la memoria, la identidad y la representación de la realidad. Así, se convierte en lo que Agustina Triquell (2015: 122) denomina “un punto de partida epistemológico” y una parte consustancial del trabajo etnográfico.
Solicité a Rosma que eligiera algunas fotografías significativas a partir de las que pudiéramos identificar momentos claves de su vida relacionados, de algún modo, con esa “raíz afro”: a veces suspendida, a veces diluida, otras encarnada y casi nunca asumida. Algunas de estas imágenes provienen del álbum familiar que su madre conserva y que amablemente accedió a compartir una tarde con nosotras. Otras fueron tomadas por fotógrafas conocidas de Rosma, y el resto corresponden a sus propias selfis. La selfi es entendida aquí, en términos de Gutiérrez Miranda (2023), como un “dispositivo performativo de construcción de identidad”:
El individuo se “autoconstruye” a través de ella, o bien, puede reflejar una imagen igual o completamente distinta a la que se captura, una imagen pública, o develar un ámbito más personal o privado. Puede, entonces, mostrar –como en origen lo hiciera el autorretrato tradicional– una imagen performática de su “yo” acompañada de elementos o símbolos que permitan develarlo o complementarlo (Guitérrez Miranda, 2023: 120-121).
A medida que avanzábamos en nuestras conversaciones, la selección fotográfica fue transformándose. Comenzamos con cinco imágenes, pero, conforme el diálogo se profundizaba, la selección creció. A las fotos elegidas inicialmente por Rosma, se sumaron algunas sugeridas por mí, en tanto aportaban matices y contextualizaban su relato de vida. En total son 21 imágenes. Se trató así de una curaduría colaborativa que funcionó como una interfase hacia sus múltiples “yos”, su persona y la reflexividad de su autorrepresentación.12
Cabe preguntarse, tal como lo hace Duván Londoño: “¿Cómo se puede abordar la fotografía superando el contenido más evidente que esta contiene, y que con esto aflore un contenido más etnográfico?” (Londoño, 2013: 55). Mi apuesta metodológica partió del principio de horizontalidad como eje central del proceso investigativo, buscando desplazar la lógica que divide a los sujetos que “saben” de aquellos que “no saben”. En su lugar, opté, en términos de Mailsa Pinto y Rita Ribes, por la negociación de saberes y del “enmarañado de ideas y posibilidades” (2012) a través de una dialogicidad con mi entrevistada, la que “no ocurre solo en la relación que se establece en un orden dado de preguntas y respuestas, sino en el momento en que los sujetos se encuentran para narrar sus prácticas e historias […]” (2012: 168-171).
Los encuentros y entrevistas con Rosma se llevaron a cabo en distintos espacios: en la casa de su madre –donde tuve acceso al álbum familiar–, en su taller creativo, en diversas cafeterías y en espacios públicos de recreación. Esta colaboración se vio potenciada por una amistad de más de diez años, tejida desde la confianza y la complicidad, lo cual nutrió de manera significativa el enfoque dialógico de esta etnografía y curaduría visual. Por ello, opté por una metodología horizontal que fomentara, en términos de Sarah Corona, “la autonomía de la propia mirada”, entendida como “el hecho dialógico que se produce entre el investigador y el investigado, en que el oyente y el hablante toman turnos y traducen lo propio y lo ajeno para construir conocimiento propio y sobre el otro” (2012: 92). En síntesis, se trataba no solo de conocer cómo Rosma se nombra a sí misma, sino también de comprender cómo se autorrepresenta y cómo quiere ser representada.
Es por la línea paterna que Rosma identifica la textura y forma de su cabello, así como el color de su piel. Este rasgo somático ha tenido un peso considerable tanto en la manera en que los demás la nombran como en su propia autorrepresentación (véanse las imágenes 1 a la 11 que aparecen en la curaduría visual). Durante la visita que realizamos a casa de su madre para revisar las fotografías del álbum familiar, Rosma tuvo varias revelaciones. De una imagen en particular –una fotografía grupal tomada en la basílica de la Ciudad de México– hizo una captura con su celular. Le dio zoom al rostro de su abuela paterna, una mujer que vivía en Veracruz y con quien tuvo poco contacto, pero cuya figura dejó una fuerte impronta en su memoria y en la construcción de su propia identidad.
Es la única foto que tengo de mi abuela paterna. De ahí saqué el cabello y lo moreno. Tampoco es que la recuerde mucho… Sí recuerdo cosas… La vi hasta los siete, ocho años. Tengo un par de recuerdos de ella. Mi mamá me ha ayudado a configurar la personalidad de mi abuela, porque era una mujer fuerte, fuerte… Dice mi mamá que yo agarraba sus cigarros y su cerveza, ella siempre tomaba y fumaba, y que decía: “Yo voy a fumar como mi abuela”. ¡Y mi mamá lo odiaba! [risas]. Mi mamá nunca ha fumado. Yo la recuerdo, siempre, siempre fumaba. Recuerdo que era una mujer fuerte, una mujer que decidía, una mujer que… pues ya era vieja, aunque nunca fue vieja de pelo canoso, porque mira su cabello ahí… En esa foto yo salgo, pero quise ver su cara […] Es una foto de cuerpo completo, y estamos mi mamá, yo, mi tía y ella. Solo le di zoom a la cara porque quería saber cómo era su cara […].
El padre de esta abuela era originario de Loma Bonita, Oaxaca. Su familia migró a Veracruz cuando él era niño. Se dedicó a la pesca y, tras enviudar, se casó con una mujer juchiteca que crio a su hija. Rosma encuentra en esta herencia una explicación del carácter fuerte y decidido de su abuela, con quien se identifica plenamente y en la que reconoce rasgos esenciales de su personalidad y elementos que han marcado su historia de vida: “Recordando ciertos capítulos o etapas de mi vida, todas esas personas que me impactaron, son mujeres muy fuertes… esas mujeres que hablaban con la voz alta, y firme, y además con groserías, ¡me encantaba! ¿no? [risas]”.
Las mujeres juchitecas,13 nos explica Marinella Miano, son reconocidas en el Istmo de Tehuantepec por su fuerza, presencia y autonomía, y han sido descritas como “mujeres opulentas, de porte orgulloso, la cabeza bien erguida, la mirada altiva […]” (Miano, 1994: 72). Así, el recorte y acercamiento que Rosma hace del rostro de su abuela (véase imagen 1 en la curaduría visual) es parte de un proceso introspectivo de búsqueda, de reconstrucción de la propia persona y de la inscripción simbólica a un origen.
El contraste cromático de la fotografía referida en la imagen 12 también representa un contraste de temporalidades. Permite visualizar algunas de las distintas representaciones y autorrepresentaciones que configuran el yo social, cultural e identitario de Rosma. Las fotografías de su infancia contrastan con la silueta de cuerpo entero que aparece en otra imagen correspondiente a su adolescencia. En esta imagen se perfila una estética distinta, una figura que quizá remite, de forma inconsciente, a un “querer ser”. Se trata de la fotografía de una modelo famosa, que proyecta belleza, elegancia y un cierto aire de ensueño. Esta imagen no formaba parte del álbum original, sino que estaba pegada en la pared de su recámara, y decidió conservarla por la belleza que, según ella, le evoca dicha modelo. Este prototipo de belleza no dialoga con los estándares dominantes en México, en donde históricamente ha prevalecido una estética basada en el blanqueamiento. En este contexto, lo negro ha quedado fuera tanto del relato nacional14 como regional y del ideal de belleza. Para Rosma, el reconocimiento de su belleza –y de una posible raíz antes no imaginada– emergió como parte de un proceso dialógico e interactivo que le permitió apropiarse de parámetros de belleza no convencionales y valorarlos a la luz de su propia identidad y autorrepresentación (véanse imágenes 12 a la 15 y 17).
Bueno… estoy tratando de recordar cuándo fue que empecé a observar a las mujeres negras, porque sí me sentía más cercana a ellas. Obviamente, porque soy morena… y porque las veía bellísimas. Tampoco había una representación de mujeres indígenas o mexicanas con esta belleza morena. Recuerdo mucho una modelo que se llamaba Paloma, cuando yo tenía como 16 años… era preciosa, mexicana, no yucateca. En algún momento salió en la televisión. Me fascinaba esa mujer, porque era muy guapa, muy morena, pero con el pelo muy lacio…
Yo conocí a Damián Alcázar… ¡belleza de hombre! Otro que me fascinó desde muy niña fue Roberto Sosa. Entonces, siempre me encantaron los hombres morenos, ¿no? Nunca me llamó la atención “lo otro”, eso que te imponen… lo blanco, lo rubio, lo estilizado.
El relato de Rosma pone en evidencia cómo la identificación con ciertos referentes de belleza no normativos se dio en tensión con los modelos hegemónicos que privilegian la blancura y el mestizaje, claro, como ideales estéticos dominantes. La admiración por figuras morenas y negras –tanto femeninas como masculinas– aparece aquí no solo como un gusto personal, sino también como una forma de cuestionar el canon blanqueado que prevalece en el imaginario nacional y regional.
Como a los 14 años tuve una amiga, se llama Lupita… ella me decía: “¡Mira! ¡Tú eres guapa!”. Me arreglaba el cabello de una forma que yo no hacía… me lo apretaba con mousse, y tengo unas fotos donde se me ve súper rizado porque ella me ponía cosas.
Me decía: “No, no, no… tú di que eres dominicana. No digas que eres yucateca. A todos yo les voy a decir que tú eres dominicana [risas]”.
Para ella, era muy cool que yo fuera morena. Ella sí veía ese rasgo afrodescendiente en mí que yo no veía en esa época, ¿no? Yo le preguntaba: “¿Por qué dominicana?”. Y me decía: “Porque pareces una negra”. Y yo, así como con cara de… ¿es bueno o es malo? Me decía: “Pareces una negra, pero mejor de República Dominicana. Belice, no… República Dominicana”.
De hecho, hace como dos años alguien me dijo: “¿Que no eras de República Dominicana?”. Y yo le respondí: “No, soy yucateca”.
Y él: “No sé por qué siempre creí que eras dominicana”.
Y yo pensé: “Yo sí sé por qué… seguro fue esta cabrona [carcajadas]”.
Para Rosma, su historia familiar, el paso por la licenciatura en Antropología y las experiencias derivadas de su interacción con sectores acomodados de Mérida –particularmente a través de su trabajo como diseñadora de joyería– han sido aspectos fundamentales en la construcción de su identidad. Estos elementos la llevaron a asumirse y reconocerse con orgullo como mujer morena, vallisoletana15 y del ámbito popular:
Reconozco que, cuando tiene que salir a flote mi identidad, con mucho orgullo digo que soy vallisoletana. Mucho tiempo nunca lo dije. No sé por qué. De hecho, siendo estudiante en la Facultad de Antropología cambiaron muchas cosas sobre mí misma, sobre lo que me sentía orgullosa, sobre mi historia […] porque ¡cómo presiona la sociedad para que uno sienta vergüenza!
Otro momento decisivo en su proceso identitario ocurrió en un espacio comercial de alto poder adquisitivo, ubicado en la zona norte de Mérida, donde se vende su joyería. El relato de Rosma revela cómo las relaciones de clase y racialización se entrecruzan en la forma en que es percibida y en cómo responde a esas miradas:
En esa tienda, la dueña y una empleada me contaban que, cuando preguntaban por mis joyas, ellas decían: “Ah, es que esta diseñadora es yucateca”, y enseguida la gente preguntaba: “¿De qué familia es?”. Entonces yo sentía una cosa, así como: “Ay, pues no… de ninguna familia!”. Seguro pensaban: “Pobre y cafecita”, como suele expresarse la “gente fresa”.16 Pero, bueno, creo que he configurado mucho esa identidad resaltando estos rasgos que se notan. Sí, soy morena; sí, soy del ámbito popular; sí, soy de Valladolid. Se ha vuelto un estandarte de fuerza más que de vergüenza. Sin embargo, fue parte de mi historia sentir, primero, la necesidad de ocultar lo inocultable.
Este testimonio pone en evidencia que las identidades son siempre un proceso en marcha, y que “[…] son más un producto de la marcación de la diferencia y exclusión que signo de una unidad idéntica y naturalmente construida […]” (Hall, 2003: 18).
A diferencia de otros contextos como la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca17 –probablemente la más investigada en cuanto a poblaciones afrodescendientes en México–, los estudios sobre este tema en Yucatán siguen siendo limitados, sobre todo desde una perspectiva antropológica, que ha sido menos desarrollada en comparación con la historiográfica.
Los estudios históricos han documentado la presencia de población negra en la península de Yucatán desde la época colonial y esclavista (Victoria y Canto, 2006; Gutiérrez, 2021). El historiador Matthew Restall, por ejemplo, se refiere a esta presencia como parte constitutiva de la diversidad social de la región, acuñando el término “afroyucatecos” y describiendo la ciudad colonial como “Afro-Mérida” (Restall, 2020). Por su parte, Gonzalo Aguirre Beltrán (1989: 222) señala que, en el siglo xviii, los “afromestizos” constituían el segundo grupo más importante en términos demográficos dentro de la península.
Con el proceso de independencia y la construcción de una ciudadanía común, las categorías coloniales utilizadas para nombrar a esta población –como negros, pardos y mulatos– fueron oficialmente abolidas. Sin embargo, los prejuicios sociorraciales que sustentaban dichas distinciones persistieron, dando lugar a una ciudadanía política diferenciada y desigual para la población afrodescendiente (Campos, 2005; Can, 2021).
Vers la fin du siècle xix y en la primera mitad del xx, la presencia cotidiana de personas afrodescendientes contradecía la narrativa dominante sobre el mestizaje y la identidad yucateca, que invisibilizaba o asimilaba esta alteridad, negándole un lugar social relevante (Cunin, 2009; García Yeladaqui, 2019;18 Campos, 2005; Victoria Ojeda, 2024). Esta narrativa ha enfatizado un mestizaje binario, resultado del encuentro entre mayas y españoles,19 enmarcado en un fuerte regionalismo que exalta el pasado separatista del estado y su singularidad cultural. En este contexto, lo negro “aparece y desaparece” en investigaciones históricas, fuentes visuales, manifestaciones culturales y artísticas; pero su presencia no se percibe como familiar ni se legitima como parte inherente de la región. A menudo se representa como algo ajeno o foráneo, desplazado del relato identitario regional (Cunin y Juárez-Huet, 2011).
Este escenario explica la sensación de extrañeza con la que personas como Rosma son percibidas: a través de la exotización, la sospecha o la negación de pertenencia, pues, en Yucatán, la afrodescendencia continúa siendo una alteridad jerarquizada e históricamente configurada desde una posición subordinada.
Abordar y reconstruir visualmente un relato de vida que encierra experiencias de racialización, exotización o las heridas familiares que deja la ausencia de un padre, no es tarea sencilla. Este relato, además, está pautado por las marcas somáticas que, en un contexto social más amplio, remiten a estereotipos y representaciones denigrantes, muchas veces expresadas a través de “chistes”, dichos e insultos, tal como lo ilustró el testimonio de mi entrevistada al inicio de este texto. El uso de la fotografía, como dispositivo de memoria, se convierte en una herramienta clave para potenciar el relato de vida, permitiendo aprehender sensibilidades y vivencias que se encuentran en él.
La construcción de la curaduría visual de la que el presente texto es parte fue posible gracias a una colaboración estrecha y una metodología horizontal que me permitió adentrarme en el proceso de cómo se encarna o no una identidad, y cómo se intersecta el sujeto con la estructura social (Mallimaci y Giménez, 2006: 190). La sugerencia a Rosma de elegir las fotos que para ella son significativas, con el foco puesto en su raíz afrodescendiente –fluctuante–, buscó partir de su punto de vista y de lo que para ella es relevante en su recorrido vital, así como de cómo es y desea ser representada. Este acercamiento potenció la horizontalidad y la reflexividad de su autorrepresentación.
Los estudios y análisis sobre las afrodescendencias en México no son un asunto menor. Una de las experiencias transversales de estos pueblos ha sido la vivencia cotidiana de discriminaciones, desigualdades, exotizaciones y racismo. Desde la foto-elicitación, la escala íntima del sujeto ofrece matices que enriquecen la interpretación situada de estas experiencias. Es importante señalar que las categorías étnicas y/o identitarias son contextuales, no fijas, y varían regionalmente. Lo afromexicano es, en realidad, una categoría englobante de una diversidad de referencias identitarias ancladas en los contextos locales (Juárez Huet y Rinaudo, 2017). Las personas que son identificadas por sus rasgos somáticos como “negros/negras” o con una “identidad afrodescendiente/afromexicana” no siempre se reconocen como tales, finalmente ¿quién decide qué es uno/una?, ¿ quién es [afro] mexicano/a y quién no?–. Este fenómeno pone de manifiesto los imaginarios sociales en juego, la necesidad de no reducir la identidad a un color de piel y el ejercicio indispensable de conocer la propia lectura de quien vive una determinada experiencia identitaria. Esto debe tener en cuenta su multidimensionalidad y el sentido que los sujetos les asignan, a pesar de las inercias de las racializaciones que están profundamente imbricadas en dinámicas históricas de inclusión/exclusión dentro de las narrativas de identidad nacional/regional en nuestro país. Dichas dinámicas han generado una desigualdad histórica que naturaliza la subordinación de un “otro”, en este caso, “negro/afrodescendiente”.
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Nahayeilli B. Juárez Huet es profesora-investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas), sede Peninsular, y miembro del snii. Sus líneas de investigación se centran en tres ejes principales: la diversidad religiosa en México, las afrodescendencias y las distintas manifestaciones del racismo. Fue corresponsable académica de la Cátedra unesco/inah/ciesas: “Afrodescendientes en México y Centroamérica: reconocimiento, expresiones y diversidad cultural” (2017-2021); desde 2016 se desempeña como cocoordinadora académica de los talleres sobre el uso de herramientas visuales para la investigación social en ciesas, Peninsular, desde donde impulsa el trabajo colaborativo y la experimentación metodológica en antropología visual. Es miembro de la Red de Investigadores sobre el Fenómeno Religioso en México (rifrem) y de la Red de Investigaciones en Antropología Audiovisual, Laboratorio Audiovisual (riav) de l ciesas.