Recepción: 16 de marzo de 2023
Aceptación: 26 de junio de 2023
El escrito trae a la discusión la historia de las comunidades indígenas con el fin de dar a conocer unas perspectivas diferentes con relación a la justicia social en el sentido universalista. Se plantea que, en lugar de enfatizar solo las identidades culturales, es indispensable abrir la discusión sobre la formación de las identidades políticas desarrolladas por las comunidades y pueblos indígenas. Se resalta que la democracia en América Latina puede ser pensada a partir de la heterogeneidad de las posiciones políticas adoptadas por los pueblos y las comunidades indígenas.
Palabras claves: autonomy, cultural identities, democracy, history, political identities
political identities and democracy of indigenous communities, contributions to a discussion of heterogeneity
This text discusses the history of indigenous communities with the goal of providing other perspectives to the discussion of social justice in the universalist sense. Instead of only emphasizing cultural identities, it is seen as indispensable to open the discussion about the formation of political identities developed by indigenous communities and peoples, with the goal of opening new ways of thinking about democracy in Latin America, ones that emphasize the heterogeneity of political positions.
Keywords: history, political identities, cultural identities, autonomy, democracy.
Durante los siglos xix y xx, muchas comunidades indígenas en América Latina enfrentaron los sistemas de dominación colonial republicano a través de levantamientos armados y se manifestaron por medio de los llamados movimientos indígenas. Las perspectivas históricas demuestran que las comunidades indígenas, en lugar de enfatizar las identidades culturales (tal como se definen en las teorías sobre lo étnico), maniobran dando lugar a identidades políticas mediante las que se buscan autonomía y formas de autogobierno (Mallon, 2003; Grandin, 2007). Se plantea que, durante la segunda parte del siglo xx, la antropología en América Latina introdujo nociones como “identidad cultural” y “grupo étnico” para definir a las comunidades indígenas, nociones que las redujeron a minorías culturales. Aun en el siglo xxi, esta perspectiva prevalece en muchos análisis sobre los movimientos indígenas, lo que tiene como consecuencia la simplificación de los posicionamientos que adoptan los indígenas.
Al mismo tiempo, se considera que la formación de identidades políticas indígenas, que son definidas en un marco de posiciones políticas heterogéneas, aporta a la visión general sobre la democracia. Se observa que el reconocimiento de las identidades políticas indígenas implica una transformación de las actuales ideas sobre democracia liberal, limitadas a la representación de individuos, prevaleciente en las democracias de América Latina. En cambio, una perspectiva desde la heterogeneidad implica el reconocimiento de los sujetos colectivos indígenas como actores que aportan desde sus acciones políticas o desde la construcción de sus mundos comunitarios. Se argumenta que esta perspectiva, visualizada como la construcción heterogénea de la democracia, tendría que ser colocada en un plano visible, tal como se propone hacer con la llamada justicia social universalista.
Este escrito comienza describiendo los argumentos de David Lehmann sobre la justicia social desde la visión universalista y los usos que se da a los conceptos “identidades culturales” o “identidades étnicas”. Se puntualiza la influencia de la antropología en la construcción de una visión que minoriza a los pueblos y comunidades indígenas en América Latina. Se presentan algunos casos de levantamientos indígenas que muestran de manera resumida la formación de posicionamientos políticos indígenas, en una región específica de América Latina, durante los siglos xix y xx. Por último, se examina la construcción heterogénea de la democracia haciendo énfasis en los aportes de los movimientos indígenas.
El escrito de David Lehmann tiene como propósito la búsqueda de rutas para la justicia social universalista, debido a que se considera que el llamado universalismo es un camino asequible para lograrla. A Lehmann le parece que es importante trabajar con conceptualizaciones que estén vinculadas a estructuras de relaciones basadas en características impersonales, objetivas o concretas, las que necesariamente se acercan a las bases institucionales definidas por los Estados y los organismos internacionales. Para exponer su argumento, el autor critica posiciones que para él fomentan o se basan en dicotomías y el separatismo. Según Lehmann, los académicos decoloniales desprecian estas perspectivas universalistas, incluso los derechos humanos, definiéndolas como dispositivos de dominación surgidos desde Occidente (Lehmann, 2022).
De manera estricta, Lehmann apunta en su artículo que la justicia social de carácter universal debe involucrar un enfoque centrado en la “redistribución material” y de la riqueza, con base en criterios socioeconómicos reconocidos, como el estatus socioeconómico, el ingreso, la edad, el género, el lugar de residencia y el nivel educativo. Considera que el centro de la acción debe tomar en cuenta categorías universales como clase y género, en contraste con las definiciones étnico-raciales que son subjetivas y borrosas, pues surgen de la autoidentificación. En su opinión, el sistema jurídico tiene que funcionar sobre estos contenidos, por ejemplo: una respuesta universalista al racismo es la sanción penal. No obstante, es seguro que las poblaciones indígenas seguirán haciendo reclamos con relación a temas como la identidad, la educación intercultural, la restitución de tierras y el autogobierno.
Según el autor, los reclamos específicos de los indígenas obtienen este lugar (secundario, desde mi evaluación), debido a que es imposible definir claramente los límites de las poblaciones raciales y étnicas. Se afirma que las identidades de negro, blanco, indio, cholo, mestizo son muy permeables o elusivas y por ese motivo son imposibles de usar para la distribución. Al contrario, la disposición de recursos sustentada en el estatus socioeconómico, el género, la edad o la región tiene menos probabilidad de ser cuestionada, pues son temas concretos que no son manipulables. La noción de universalismo de Lehmann, como él mismo afirma, contrasta con las políticas autonomistas que en realidad se limitan en los asuntos de reparación.
En la discusión que desarrolla Lehmann, los conceptos “étnico” e “identidad cultural” tienen mucha importancia. Se usan para escribir sobre el posicionamiento de los investigadores decoloniales y de los movimientos indígenas que, según este autor, se centran en el reclamo de derechos culturales. Esta idea plantea que la teoría decolonial desarrolla argumentos que profundizan las divisiones étnicas, aunque en la realidad muchos de los planteamientos indígenas terminan siendo demandas por la inclusión. En este sentido, según Lehmann, los propios movimientos indígenas estarían evidenciando la falsedad de los argumentos decoloniales. Debido a que el movimiento indígena en América Latina es diverso, sus planteamientos van desde aquellos que hablan de “inclusión” hasta los que proponen proyectos autonómicos, como los maestros indígenas que consideran importante una educación “alternativa” para los indígenas (Bonfil-Batalla, 1989).
La visión antropológica sobre las poblaciones indígenas en América Latina ha utilizado profusamente el concepto “étnico” para diferenciar a esta población tomando en cuenta sus particularidades culturales. Desde el principio el concepto ha sido empleado para definir a los indígenas como minorías culturales que están insertas en los Estados constituidos en el siglo xix (Stavenhagen, 2010). Díaz-Polanco (1981), por ejemplo, considera que la etnicidad se presenta como una dimensión de las clases sociales: los indígenas de América Latina, afirma, se basan en formas de identidad étnica básicas a pesar de que son integrantes del campesinado. Asimismo, desde los discursos y políticas estatales lo étnico fue aplicado como una forma
de nombrar a una población que no se adapta cabalmente a la catego-
ría de ciudadano y a las definiciones de la modernidad. Por medio de los sistemas estadísticos concretos, la mayoría de los gobiernos –inclusive los de Guatemala y Bolivia– han logrado definir a los indígenas como poblaciones menores, tanto estadística como culturalmente. Este uso de datos duros se vincula muy bien con la definición universalista de Lehmann, que aboga por el uso de categorías concretas en la distribución del excedente.
Dado ese hecho, a la población indígena minorizada se le asigna un lugar de enunciación secundario y, en el mejor de los casos, es objeto de las políticas públicas definidas desde los marcos políticos y culturales dominantes o controlados por el Estado y las elites económicas, políticas y académicas. A principios del siglo xxi, estas políticas estaban centradas en las propuestas multiculturalistas e interculturalistas. De cualquier manera, durante la segunda parte del siglo xx, los llamados grupos étnicos fueron forzados a integrarse a la “cultura nacional” y han sido objeto de políticas educativas que pretenden “civilizarlos” mediante un sinfín de dispositivos y programas (Bonfil-Batalla, 1989; Taracena, 2004). Lo que se ha logrado hasta este momento, a partir de dichas políticas, es el otorgamiento de una ciudadanía de “segunda clase” para algunos indígenas y el reforzamiento de su papel de intermediarios; el resto permanece como sirvientes en la jerarquía sociorracial definida por la política real de las elites latinoamericanas. Las políticas de integración estuvieron a la orden del día en la mayoría de los países del subcontinente: desde las declaraciones del Primer Congreso Indigenista de Pátzcuaro, Michoacán, en 1940, hasta finales del siglo xx, cuando surgieron las políticas interculturales. De cualquier manera, el interculturalismo como política estatal no fue más que un neoindigenismo cubierto con discursos sobre pluralismo; por debajo del concepto intercultural se perfilaba el de grupos étnicos, que obviamente mantenía la definición de los indígenas como minorías demográficas y culturales. El racismo estructural se perfilaba a través de estos conceptos, que normalizaban o normalizan el lugar de cada quien en la política, economía y en las propuestas sobre desarrollo (González, 2006).
Las nociones sobre multiculturalismo e interculturalidad fueron aceptadas por muchas organizaciones indígenas en toda América Latina. Un ejemplo, en este sentido, son las universidades interculturales en México, algunas de ellas analizadas por Lehmann, o las políticas afirmativas, que también se destacan en el artículo que se comenta. La mayoría de estos sistemas, como es de esperar, fueron dirigidos con la finalidad de escolarizar a los indígenas, por ejemplo, intentando reformar y fortalecer los programas de educación bilingüe o fundando universidades para indígenas controladas, finalmente, por las elites mestizas que dirigen los Estados en esta región del mundo.
Muchas de estas políticas también abrieron espacios a la recuperación cultural, a la reglamentación del uso de las tierras comunales y al derecho comunal e, inclusive, a los gobiernos locales indígenas. Diversas organizaciones indígenas y algunos académicos vieron con interés y esperanza esas políticas interculturales porque creían que desplegaban más derechos para los pueblos indígenas. Obviamente, las organizaciones indígenas también usaron la legislación estatal y los convenios internacionales para buscar oportunidades que los beneficiaran (Dietz, 2016; Leuman et al., 2007).
Lo que se puede notar a través de este recuento es que la etnización en un principio fue un proyecto de las elites políticas y académicas de los Estados, que definieron a los indígenas a partir de categorías contrastantes con la modernidad que ellos perseguían o que visualizaban. Como se verá a continuación, las luchas indígenas no solo se centraron en la diferencia cultural, sino que muchas de ellas buscaban desmantelar la fuerte imbricación entre servidumbre, despojo y racismo que soportaban las comunidades durante los siglos xix y xx (y en lo que va del siglo xxi) bajo los Estados dirigidos por gamonales, finqueros y militares.
Las clasificaciones basadas en la cultura, hechas desde los Estados, han sido retomadas por algunos movimientos indígenas, pero fueron adaptadas (como se hizo con el liberalismo en la primera parte del siglo xx) para apuntalar la preocupación central de las comunidades indígenas, es decir, para oponerse a la triada servidumbre, despojo y racismo. Los indígenas no adoptaron el concepto “cultura” en sí mismo, sino que tuvo un uso estratégico al ser vinculado como una palabra y una posición que se oponía al racismo estructural y cotidiano. Sobre este dilema, Rodolfo Stavenhagen afirma que
los pueblos oprimidos, explotados y discriminados que reclaman sus derechos culturales y colectivos no lo hacen para celebrar la diferencia –la que en sí misma no es ni buena ni mala–, sino para garantizar sus derechos humanos y para lograr un mínimo de poder en la polis, que les permita participar en condiciones de igualdad en la gobernanza democrática (2010: 82).
La sofisticada política integracionista, creada a principios del siglo xxi, obvia la historia de los pueblos indígenas. Frente a esta condición política actual, es importante decir que durante el periodo que la historiografía llama “época colonial” hubo decenas de “levantamientos indígenas” en diferentes partes de América. La mayoría de estas insurrecciones tenían bases comunales, cuestionaban la economía colonial e identificaban a los enemigos, desde autoridades indígenas locales hasta encomenderos, gobernadores o agentes coloniales. Durante los siglos xix y xx, mientras se fundaban y se consolidaban las repúblicas, también se produjeron múltiples levantamientos indígenas en diferentes partes de Mesoamérica y de la región andina. Muchas de estas insurrecciones surgieron como cuestionamientos a la forma que tomó el capitalismo en varias regiones. Fueron luchas frente al racismo que, finalmente, buscaban formas de autogobierno sobre bases comunales, pero sin perder de vista los procesos políticos, económicos y sociales a nivel regional e incluso mundial.
Dos ejemplos importantes en este sentido son la llamada Guerra de Castas en Yucatán (Dumond, 2005) y el levantamiento zapatista en Chiapas (Harvey, 2000), los dos acontecidos en el sureste mexicano. Según Piedad Peniche (2004: 149), la Guerra de Castas (1847-1901) tuvo mucho que ver con los conflictos agrarios que enfrentaron diversas poblaciones mayas fronterizas debido a la reforma en la propiedad de la tierra, un proceso conducido por el gobierno yucateco a mediados del siglo xix. Se afirma que la adjudicación de “baldíos”, en ese entonces, benefició a empresarios, militares y curas (tres agentes importantes de la colonización en ese siglo en muchas partes de América). El gobierno de Yucatán promovía el “espíritu de empresa” mediante leyes que favorecían a los colonos que impulsaban el capitalismo agrario (Peniche, 2004: 149). En ese entonces, muchas comunidades mayas participaban en una economía regional basada en el cultivo y venta de maíz, como proveedores de mano de obra en la arriería o la venta de aguardiente en la colonia británica de Belice. Peniche afirma que esta sociedad rural buscaba opciones en la agricultura y en la política, pero las oportunidades no eran para todos, ni siquiera para las elites mayas y mucho menos para el grueso de la población indígena (2004: 150).
A pesar de que estos hechos giraban alrededor de lo agrario, los líderes de la Guerra de Castas nunca dijeron que su levantamiento estuviera ligado con los conflictos por tierras, sino exigían la abolición de las contribuciones y estaban en contra de los “abusos” (racismo estructural) del Estado y la Iglesia. Peniche destaca que la Guerra de Castas fue el final de una larga lucha contra los impuestos que inició desde principios del siglo xix. La autora afirma que los campesinos mayas habían aprendido a levantarse a través de la “causa de los impuestos” y que ese era el lenguaje “codificado” que usaban para manifestar todo descontento. Además, los líderes mayas, los batab, se veían desplazados en el nuevo mundo colonial que se estaba conformando. En esa misma época las llamadas “poblaciones ocultas”, que eran asentamientos integrados por mayas que habían migrado a zonas despobladas al sur de Yucatán para evadir impuestos, daban forma a conjuntos de aldeas prácticamente autónomas. Peniche sugiere que los batab tenían comunicación con estas comunidades (Peniche, 2004: 158-160).
Dicha autora concluye que los emigrados eventualmente participaron en la guerra, los cruzob combatieron con sus líderes, los batab, hasta que estos eligieron conservar sus comunidades (Peniche, 2004: 160). Esta opción por las comunidades llevó incluso a algunos de los líderes a fundar pequeñas aldeas autónomas en el actual territorio de Quintana Roo (o una nación maya), cuya capital fue Chan Santa Cruz, que poseía su propia forma de gobierno, jerarquías, religión, economía, relaciones regionales y organización cultural. Esta entidad mantuvo, durante mucho tiempo, su independencia de los dzules (Ramírez, 2016), pero no estaba aislada.
El levantamiento zapatista tuvo una breve fase de lucha armada en enero de 1994. Muy pronto las acciones se volcaron al plano político con las negociaciones de paz. En este sentido, las acciones militares dieron paso a la implementación de organizaciones sociales y políticas relacionadas con las comunidades que apoyaban el movimiento. En diciembre de 1994 se declararon 38 municipios autónomos rebeldes zapatistas que rechazaron las formas de gobierno local respaldadas por el Estado. En 2003 se dio a conocer otro nivel de gobierno autónomo conocido como Caracoles, lo que, según algunos, precisó un momento de autodeterminación de las comunidades frente a diferentes actores y ante el gobierno mexicano. Para los analistas, esta manifestación configuró una etapa de maduración de la autonomía que se había iniciado años atrás (Baronnet et al., 2011).
Se observa que las comunidades zapatistas no conforman un territorio o grupos cerrados, sino que se definen por la acción política voluntaria y se rigen por normas de autogobierno. Las formas de gobierno y los servicios en las comunidades pueden ser usados por personas y grupos que no pertenecen al movimiento zapatista. Muchos miembros de las bases de apoyo también se relacionan estrechamente con organizaciones campesinas y hasta con partidos políticos. Las acciones por la autonomía, que han sido el centro de las actividades políticas y sociales en estas comunidades, se producen en la vida cotidiana. Son operaciones que tienen como contexto un Estado mexicano que se niega al reconocimiento de los derechos de estos como pueblos y comunidades, frente a una guerra de desgaste y la “territorialización de nuevas lógicas del capital” (Baronnet et al., 2011: 27).
Lo que se puede notar en estos procesos que se dan en las comunidades autónomas es la construcción de nuevas formas de identidades políticas. En este sentido, las comunidades, al producir formas de vida, organización, nuevos sujetos políticos, sentidos, subjetividades y conocimientos, lo hacen en un espacio fuertemente politizado, que definen el poder de darse una vida propia e intentan reformar las relaciones con adversarios y aliados (Baronnet et al., 2011). Las prácticas democráticas que surgen en estos procesos aportan a la vida de las comunidades, pero también influyen de diferentes maneras en el Estado mexicano. Mallon (2003) ha demostrado cómo las prácticas y posiciones políticas de los grupos subalternos influyen en la formación del Estado. De hecho, los zapatistas han desarrollado las comunidades autónomas casi siempre viendo al Estado mexicano que les niega la posibilidad de una vida y política propia. Así, se afirma que mientras las comunidades autónomas generan nuevos sistemas de educación, salud, justicia, intercambio, producción, se desarrollan nuevas relaciones sociales y políticas (Baronnet et al., 2011: 29).
En la segunda parte del siglo xx, pero principalmente en la década de 1970, en Guatemala se produjo una fuerte movilización de las comunidades indígenas. Con una larga trayectoria de política comunal y municipal, los mayas de esta parte de Mesoamérica implementaron una serie de organizaciones locales y regionales que muy pronto se encontraron con las organizaciones guerrilleras dirigidas, principalmente, por ladinos de la clase media capitalina. Esta confluencia tuvo periodos de tensión, pero en otros momentos se produjeron alianzas. Las organizaciones indígenas que surgieron de las comunidades se vinculaban con ideas de autogobierno (aunque nunca se habló de autonomía), cuestionaban el racismo y tenían un fuerte discurso que abogaba por la igualdad. Otras organizaciones campesinas y con base comunitaria, como el Comité de Unidad Campesina (cuc), lucharon por la tierra, el recambio de las relaciones laborales en las fincas e hicieron reclamos alrededor de agravios históricos. Para diversos autores, la posición política de los mayas en ese momento fue una clara rebelión o revolución indígena y campesina (Vela, 2011; Foster, 2012).
Mientras duró la rebelión, muchas comunidades tuvieron lapsos de autogobierno, pero muy pronto esas acciones fueron aplacadas de manera violenta por el ejército guatemalteco. Las identidades políticas desarrolladas por los mayas durante la segunda parte del siglo xx fueron atacadas con genocidio en la década de 1980 y rematadas con interculturalismo oficial con la firma de los Acuerdos de Paz en 1996. Las posiciones culturalistas que tomaron algunas organizaciones mayas en los años setenta fueron pensadas como una forma de enfrentar el racismo. En la década de los noventa, sin embargo, mediante un lenguaje de derechos, el Estado puso en marcha políticas interculturales que supuestamente resolvían los agravios históricos, la desigualdad y los derechos culturales de los indígenas; pero en realidad creaba dispositivos de control sobre las poblaciones mayas. Es de hacer notar que los mayas, protagonistas en la rebelión de 1980, fueron colocados en un segundo plano por parte del Estado durante la firma de los Acuerdos de Paz por parte del gobierno y la guerrilla dirigida por ladinos. Así, sus propuestas de cambio fueron definidas como culturales durante el proceso de negociación. Con un lenguaje de derechos culturales y una serie de acuerdos que debían ser legislados, las identidades políticas que los indígenas habían desarrollado entre 1944 y 1980 fueron borradas.
Con el uso de argumentos históricos, este escrito plantea que los indígenas, además de enfatizar un lenguaje de identidad cultural, priorizan una identidad política (Stavenhagen, 2010). Asimismo, se observa que en las luchas indígenas y campesinas prevalece o se anticipa una posición autonomista. Lo que sobresale es la formación de identidades políticas estrechamente vinculadas con la reproducción de la vida comunal (calificada por la antropología y por las visiones dominantes como “identidad cultural”, “cosmovisión” o “lo étnico”). Debido a que la etnización de los indígenas conduce a su minorización, los analistas rápidamente llegan a considerar que esas luchas indígenas son “particularistas” (no “universales”) y, por ende, secundarias en una formación estatal o en el mundo. En este sentido, se considera que la posición desventajosa de los pueblos indígenas puede ser resuelta a través de las prioridades analíticas que el pensamiento europeo define usando las ideas sobre universalismo (clase social, en este caso) como paradigma único y no con la historia que plantean los pueblos indígenas, es decir, la del dominio colonial. En este sentido, Bonfil-Batalla (1989: 235) declara que es importante cambiar la forma en que Occidente implanta en México (o América Latina) su condición histórica, esa posición que contradice las posibilidades del pluralismo; este etnólogo propone, por primera vez, que hay que “dirigir a Occidente”.
Los usos de la cultura no pueden ser vistos como posicionamientos que buscan una oposición radical o una exacerbación de las diferencias, por lo menos en la mayoría de los movimientos indígenas en América Latina. De acuerdo con las palabras de Peniche (2004), al estar conscientes de su lugar actual en el mundo, se puede decir que muchos movimientos indígenas usan la “cultura” como un lenguaje “codificado” para hablar sobre su historia y su política autonomista. Es sabido que cultura y política son conceptos difíciles de separar y que están fuertemente imbricados en los posicionamientos que adoptan los subalternos, indígenas, campesinos, negros, mujeres o quienes sean, y que lo importante es precisar los contenidos históricos y políticos de estos enfoques, así como las posibilidades de enlace que ofrecen. Los usos que los indígenas hacen de conceptos como “cultura”, “ciencia maya”, “modelos mapuches de salud intercultural” (Cuyul, 2012), etc., delinean posiciones estratégicas en momentos históricos específicos frente a adversarios identificados. Los puntos de vista indígenas, ante las universidades interculturales, por ejemplo, son momentos de un imaginario político de larga duración en un campo social, en el que se busca influir sobre las instituciones y sobre actores y contendientes específicos; pero, al mismo tiempo, pretenden ganar espacios para construir una vida propia.
Hasta este momento, el ideal democrático prevaleciente en América Latina es el que se vincula al liberalismo y, en otros casos, al socialismo. Los liderazgos indígenas y la política que surgió desde las comunidades, a lo largo del siglo xix y xx, muchas veces han sido vistos como prepolíticos y secundarios bajo la luz de la historia; sin embargo, el punto de mira tendría que ser transformado. El historiador Arturo Taracena afirma que pocos años antes de iniciarse la Guerra de Castas, Santiago Imán –líder mestizo de mediados del siglo xix en Yucatán– propugnaba por un discurso de identidad regional a partir del “diálogo interétnico” dirigiendo un ejército “multiétnico”. Así, este líder, en diversos sentidos, se oponía al discurso regionalista que tenía la elite yucateca, ese que alimentaba la idea de un país y una república para los no indígenas (Taracena, 2015: 14).
Es más, el historiador Greg Grandin (2007) afirma que a finales del siglo xix las elites quiché de la ciudad de Quetzaltenango, con el discurso de la regeneración de la raza, crearon una identidad política “alternativa” que vinculaba lo nacional con lo cultural, reforzando el poder de las elites quiché y recreando un “nacionalismo étnico”. El historiador afirma que la palabra “regeneración” tuvo un sentido diferente para la elite quiché frente al que manejaban los ladinos. Para los primeros significaba un “resurgimiento étnico”, para los últimos la asimilación de los indígenas a la cultura ladina (Grandin, 2007: 208, 221).
En el fragor de los levantamientos indígenas de los años ochenta en Guatemala, los mayas propusieron la conformación de un Estado Socialista Federado. De acuerdo con su visión histórica y sociológica, los autores de ese proyecto imaginaban un Estado igualitario en el que los mayas, como sujetos colectivos, tenían un lugar en la arena política (Movimiento Indio Tojil-Mayas, 2016). Todos estos posicionamientos indígenas en Mesoamérica demuestran que la formación de identidades políticas individuales y colectivas, a lo largo del tiempo y el espacio, han sido fundamentales y dan forma a la historia. En la segunda parte del siglo xx, los Estados latinoamericanos, apoyados por la antropología y su aparato conceptual, definieron a los indígenas como seres culturales, quitándoles toda identidad política. Las críticas a esta posición crearon, en los últimos años del siglo xx y principios del xxi, un nuevo lenguaje: el interculturalismo, y un sistema de derechos controlado por el Estado, una visión hegemónica que en el fondo reproducía un neoindigenismo o las “políticas de integración” reproducida de manera mucho más sofisticada y que tenía como fin último estabilizar y crear el contexto favorable para las políticas neoliberales (Hale, 2005). Esta perspectiva no niega el hecho de que otros movimientos sociales también plantearon sus propias perspectivas sobre la interculturalidad, a la que le imprimieron nuevos sentidos (Dietz, 2016).
Lehmann sigue las teorías sobre “identidades étnicas” para identificar las luchas indígenas como luchas culturales y coloca los movimientos como acciones de minorías en Estados establecidos; no obstante, también afirma que los movimientos indígenas tienden a la democratización. Lo que se podría decir en este sentido es que, junto al trabajo para apuntalar la justicia social universalista, es fundamental afianzar las luchas heterogéneas por la democracia. Como se sabe, la democracia forma parte de un discurso y un ideal importante en los Estados y la sociedad civil en América Latina. A lo largo del siglo xx surgieron acciones sociales contundentes que la han buscado, principalmente frente a los gobiernos militares, las dictaduras, ante la Guerra Fría o el imperialismo estadounidense. Desde los gobiernos, la democracia ha sido un discurso importante a pesar de estar limitado a un sistema electoral, a la representación ciudadana y a los derechos constitucionales definidos a partir de los intereses de las elites económicas y militares.
A partir de la segunda parte del siglo xx, incluso desde antes, los indígenas también participaron de una u otra manera en los procesos de lucha por la democracia y los derechos, aunque pocas veces se les haya visualizado como tales en los estudios sobre las formaciones estatales. No se dirá que las acciones políticas, como la Guerra de Castas, también eran democratizadoras; no obstante, es visible que los líderes de esos movimientos decimonónicos tenían nociones históricas sobre la heterogeneidad del mundo en que vivían, querían tener oportunidades, así como vincularse a esos mundos, pero también deseaban transformarlos de manera contundente. En este sentido, los ideales por la democracia que han surgido desde diferentes historias y lugares pueden ser un punto de enlace importante para formar tejidos que muestren múltiples diseños, incluyendo los que están implementado los pueblos y comunidades indígenas en este momento. Teniendo en cuenta este proceso, es obvio que Lehmann no se equivoca al plantear que los movimientos indígenas aportan a la democracia en los Estados en donde están presentes. Lo importante, sin embargo, es reconocer que esas luchas se producen bajo el influjo del mundo heterogéneo del que no podemos sustraernos, sobre el que a veces queremos imponer visiones unívocas o dejarlo en un lugar secundario.
Todo esto significa que es necesario hacer un trabajo para pensar la democracia de otras maneras. Pensadores como Jacques Derrida plantean que a la democracia debemos mirarla siempre como algo por venir, no como algo existente, es decir, como un objeto hecho. Él mismo afirma que la democracia es algo que existe y que surgió en algunos lugares, pero en otros términos es importante considerar que “es un concepto que lleva consigo una promesa”. Esto es así porque “la democracia no se adecua, no puede adecuarse a su promesa, en el presente, a su concepto”. Considera que si se parte de la singularidad del otro, lo que queda es un desafío a que la democracia no sea vista como una cosa o una sustancia, sino algo perfectible. En este sentido, las nociones o los signos que existen sobre democracia deben ser puntos de partida para pensar y trabajar por lo que está por venir (Derrida, 1994).
En este momento, en América Latina la palabra democracia no corresponde a una situación histórica reconocible. Así pues, la justicia y la democracia en el subcontinente implican pensar para el otro (pero no se alude solo a las elites que gobiernan hasta este momento, sino a “todos”), ese otro que es irreductible en su representación política y moral (Derrida, 1994). Desde una perspectiva individualista radical, quizá se diría que pensar en el otro es un sentimiento loable pero no posee concreción, así, es irrealizable y por ello desechable. De cualquier manera, las instituciones dominantes muchas veces invocan una ética hacia el otro para seguir funcionando y lo hacen. Las posiciones políticas desde las comunidades indígenas en América Latina pueden ser vistas desde la historicidad de la democracia y no desde el individualismo que imponen las instituciones dominantes. En cualquier caso, personas, naturaleza y comunidad están imbricadas, aunque se cierren los ojos ante esa realidad concreta. Esta situación también implica pensar la justicia como algo comprometido con la historia de todos y como algo útil, posible y necesario para la vida de todos y en la construcción de lo político.
Los movimientos indígenas intentan construir democracia desde la vida cotidiana (como los zapatistas) o desde el Estado, como en el caso de Evo Morales (aun si se le puede acusar de populista), mostrando un campo fructífero, aunque también contradictorio, en otros momentos. De cualquier manera, el “aporte” de los movimientos indígenas y sociales, en este sentido, es inmenso y no debería ser colocado en un plano secundario. A lo que nos invita la “nueva democracia” es a tener en cuenta la heterogeneidad de las identidades políticas indígenas –y muchas otras– que luchan por tener un lugar en el mundo heterogéneo; en este sentido, los indígenas no aportan solo a la democracia liberal, limitada a la representación del individuo. Si los Estados latinoamericanos abogan por la democracia y los movimientos sociales defienden la heterogeneidad, entonces es fundamental alimentar estas perspectivas con las múltiples historias de los diversos actores individuales y colectivos. Al mismo tiempo, las luchas por la democracia se vinculan a las acciones por los derechos y la justicia, como paradigmas posibles y deseables en el siglo xxi.
Finalmente, me parece acertada la crítica a los pensadores decoloniales que, en muchos momentos, idealizan la llamada “identidad cultural” de los pueblos y comunidades indígenas. En diversos sentidos, como afirma Aura Cumes (2017), esta dislocación sucede a partir de la autoridad que se les otorga, en el privilegio de la academia del llamado primer mundo y en las universidades controladas por las elites criollas en América Latina, cayendo en muchos momentos en la reproducción de la dominación colonial y subordinando las luchas de los mismos pueblos indígenas.
En todo este proceso no se produce un diálogo serio y permanente entre sus perspectivas latinoamericanas o planetarias, con las propuestas políticas y teóricas desde los pueblos indígenas que habitan el mismo territorio. Es una perspectiva que necesita examinar con mayor detenimiento los múltiples espacios nebulosos en las relaciones entre colonizadores y colonizados, para entender las posibilidades y los límites que ofrecen estas historias. No obstante, también es importante observar que la crítica decolonial, así como el poscolonialismo y el subalternismo han ofrecido una crítica contundente y audible al eurocentrismo, el antropocentrismo y el patriarcado; esa impugnación y muchas otras son importantes y fundamentales para pensar la heterogeneidad del mundo.
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Edgar Esquit es investigador del Instituto de Estudios Interétnicos y de los Pueblos Indígenas, Universidad de San Carlos de Guatemala. Doctor en Ciencias Sociales por El Colegio de Michoacán y maestro en Antropología Social por el ciesas-Occidente. Su línea de trabajo se centra en la investigación sobre la historia de los pueblos indígenas. Es autor de diversos artículos y libros, entre ellos Comunidad y Estado en la revolución, Tujaal Ediciones, 2019.