El estallido social en América Latina y el Caribe: rupturas, resistencias e incertidumbres. Desafíos frente a la COVID-19

Recepción: 13 de agosto de 2020

Aceptación: 7 de septiembre de 2020

2019 fue un año de perplejidades; experimentamos una realidad intensa cuya complejidad sacude nuestras certidumbres y nos abre al asombro. En nuestra región estallaron diversos conflictos que ya veíamos venir, pero donde las predicciones razonadas y sistematizadas por el pensamiento social fueron ampliamente rebasadas. Dábamos por descontado que los ajustes estructurales propios de las reformas de mercado, impulsadas impulsadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, generaban un creciente descontento social que se quedaba acotado a meras reivindicaciones económicas.

Sin embargo, la repercusión de las alzas en los precios de la gasolina (Ecuador, Haití) o en el precio del transporte (Chile) detonaron estallidos, iras sociales diversas, que mostraron rupturas multiformes contra los “paquetazos” de austeridad financiera, contra las narrativas dominantes del “desarrollo”, contra los regímenes de sujeción política excluyentes de cualquier forma democrática deliberada, participativa o comunitaria. Desde la calle y desde múltiples espacios rurales comunitarios surgen millones de sujetos que se transforman en actores colectivos contra la imposición autoritaria gubernamental, frente a la cual el estallido de la ira no significa el caos sino la configuración de múltiples procesos organizativos desde la acción colectiva.

En efecto, ese descontento masivo desembocó en acciones colectivas paradigmáticas que ampliaron movilizaciones hacia repertorios organizados y organizativos inéditos. Estallidos sociales que hicieron visibles resistencias antisistémicas o espontáneas que interpelan una amplia gama de asuntos públicos, políticos, electorales, de gobierno y políticas públicas relacionados con ámbitos multidimensionales de la crisis global y sistémica que padecemos.

Son demandas masivas sostenidas desde formas innovadoras de resistencia, que cuestionan simultáneamente las políticas económicas y sociales neoliberales así como el ideario supuestamente democrático en el que se sustentan, traicionado por la impunidad, la corrupción y la deriva autoritaria apoyada y fomentada por el conservadurismo estadounidense y sus anclajes nacionales y regionales. Así, se provocan diversas violencias que generan grietas o rupturas que atentan contra los valores de civilización y de convivencia, paz y justicia social que se demandan desde la acción colectiva organizada:

  • Chile. Millones de chilenos manifiestan su descontento, rompen contra el alza del transporte en el metro capitalino. Sus demandas se amplían contra el impacto privatizador de la versión neoliberal “exitosa” en la educación, la salud, la seguridad social, el manejo especulativo de las pensiones, lo que atrae la lucha contra la privatización del agua, encabezada por movimientos mapuches. Nuevas resistencias crecen en las calles y en el campo; demandan, además, una nueva Constitución que amplíe derechos políticos y nuevas legitimidades contra la herencia represiva, excluyente y racista del patriarcado pinochetista.
  • Ecuador. Durante semanas, desde las calles y desde el campo ecuatoriano, el estallido social inunda el espacio público con demandas que cuestionan el colonialismo interno y el racismo asociado con el Fondo Monetario Internacional y sus políticas de ajuste-austeridad. Alrededor de la Confederación Nacional Indígena de Ecuador se nuclea un amplio movimiento social que cuestiona el sesgo de las políticas gubernamentales que impulsa el extractivismo y la desposesión territorial de los pueblos indígenas.
  • Bolivia. El estallido social gira en torno del fraude electoral vinculado con la reelección de Evo Morales y con su derivación en el golpe militar que lo destituyó; aquí, la ruptura social contrapone el pasado inmediato relativamente exitoso de un gobierno “progresista”, y un proyecto conservador, racista y patriarcal apoyado por la teología de la prosperidad católica y neopentecostalista, que respalda el gobierno de Donald Trump. Se apuesta por profundizar el neoliberalismo en otras partes repudiado. Las resistencias se tejen en la escala comunitaria y parte de su expresión se da en torno del nuevo proceso electoral presidencial previsto en abril de 2020 pero pospuesto hasta que se pueda desescalar el confinamiento sanitario.
  • Colombia. Jornadas de resistencia masiva crean un estallido social que combina el paro nacional contra el incumplimiento de los Acuerdos de Paz de 2016, notoriamente en materia de la persistente violencia masiva contra sectores de la ciudad y del campo pauperizados, y la lucha contra la violencia focalizada en la represión de líderes comunitarios. Surgen resistencias que aglutinan; además, críticas a las reformas económicas “neoliberales” que pretende el gobierno de Ivan Duque: pensional, laboral, contra la privatización de la salud y la educación.
  • Haití. Aquí también hubo estallidos sociales durante 2019. El descontento contra el alza de los precios de los combustibles de entre el 35 y el 51 por ciento revivió la resistencia contra el racismo colonialista de larga data. A partir de 2018, millones de haitianos se reagruparon en un movimiento antisistémico no convencional que plantea dos reivindicaciones: la dimisión del presidente Jovenel Moïse y la transformación del sistema que reproduce la desigualdad social con base en el racismo y la discriminación.
  • Puerto Rico. también registra estallidos sociales sin precedentes. Siete marchas multitudinarias a mediados de 2019 lograron la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló. Ellas repudiaron al sistema bipartidista de Puerto Rico por su corrupción manifiesta y por la muerte de más de 4 500 personas debido a severos ciclones y sismos; se exigieron mejoras laborales y medidas para reactivar la economía de la isla caribeña. Una resistencia que desafía la colonialidad del poder estadounidense.

Nuestra región está fragmentada por la agudización de conflictos de civilización de orden (inter)cultural, político-ideológico y religioso fundamentalista –sectores conservadores de las iglesias evangélicas, pentecostalistas– que atentan contra nuestra convivencia pacífica; crece la guerra y se recrudecen diversas formas de violencias, incluyendo la de género, y de prácticas necropolíticas que alientan inseguridades y manipulación de sentimientos y emociones al servicio de la muerte y la supresión del Otro, del y de la diferente.

Hay otros estallidos sociales masivos: los movimientos migratorios internacionales, atomizados y politizados (como las Caravanas Migratorias del Triángulo del Norte hacia Estados Unidos y su paso por México) y desplazamientos forzados de poblaciones desgarradas por sus conflictos internos, que afectan al conjunto latinoamericano y caribeño.

El estallido social latinoamericano y caribeño provoca rupturas, resistencias e incertidumbres en la batalla por orientar la dirección moral e intelectual de nuestras sociedades. En 2020 nos asaltó, dejándonos aún más perplejos, la pandemia del covid-19; la conjunción de la crisis sanitaria como centro de la crisis global y sistémica en la que surge mostró que la “normalidad” heredada por esos conflictos profundiza las desigualdades sociales, económicas, culturales y geopolíticas de carácter histórico-civilizacional: colonial, patriarcal, racista y ambiental.

En esta edición, la sección Discrepancias se propone abordar los detonantes del estallido social, sus alcances o limitaciones en la formación del sujeto social, sus procesos instituyentes, destituyentes o constituyentes, bajo diversos imaginarios colectivos-comunitarios sobre partidos, movimientos sociales o regímenes políticos. Se trata de comprender si se construyen respuestas sistémicas o antisistémicas de fondo frente al estallido social, y si el confinamiento de la resistencia y la rebeldía expresadas en las calles y en todas las escalas ecoterritoriales, que van del cuerpo a lo local, lo nacional, lo global, está en latencia y está por redefinir sus alcances en la transformación política. Se plantean tres temas a debatir entre tres destacados investigadores sociales de la región: Maristella Svampa (Investigadora Superior del Conicet, Argentina, y profesora titular de la Universidad Nacional de La Plata: www.maristellasvampa.net); Heriberto Cairo (investigador de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense de Madrid); Breno Bringel (profesor de Sociología en el Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad Estatal de Río de Janeiro).

Los estallidos sociales contra la desigualdad y la injusticia social y ambiental, ¿son de carácter antineoliberal o anticapitalista? ¿Se proponen cambios sistémicos que vinculen Estado, movimientos sociales, democracia y gobierno?

En primer lugar, hay que decir que durante 2019 las placas tectónicas se movieron a escala global; esto es, asistimos a estallidos sociales y levantamientos populares en todo el mundo, desde Hong Kong, Egipto y Cataluña hasta diferentes países de América Latina, como Ecuador y Chile, entre otros. En gran parte, estos levantamientos operan en un contexto de aumento de las desigualdades sociales, así como de declive de los gobiernos progresistas y de notoria expansión de las extremas derechas. Desde mi perspectiva, hemos asistido a lo que la literatura de acción colectiva denomina proceso de liberación cognitiva, que “alude a la transformación de la conciencia de los potenciales participantes en una acción colectiva”.1 El caso más ilustrativo de este proceso de superación del fatalismo y la ampliación del horizonte de expectativas es Chile, cuando una protesta puntual desencadenó una ola generalizada de desobediencia civil, que puso en el centro de la discusión la desigualdad y cuestionó de base el modelo neoliberal, ampliando muy rápidamente las demandas a sectores indígenas mapuches, colectivos antiextractivistas y feministas. La consigna “Chile despertó” ilustra a cabalidad el proceso.

En segundo lugar, en la actualidad, en América Latina no existen fuerzas político-partidarias de izquierdas capaces de constituirse en las articuladoras de los nuevos procesos sociales antineoliberales. El caso de Chile, nuevamente, es ilustrativo. Una parte importante de las izquierdas están agotadas, cuando no desacreditadas, luego de la experiencia de los progresismos realmente existentes, cuyo balance –ambivalente y desigual, según los países– todavía está siendo debatido en la región. Incluso el derrocamiento de Evo Morales se dio en un contexto en el cual se reflejaba un gran descontento de la sociedad hacia un liderazgo personalizado que buscó forzar las instituciones para perpetuarse en el poder. En todo caso, ni la experiencia de amlo en México (muy desconectada del ciclo progresista anterior), ni la vuelta del kirchnerismo al gobierno de la Argentina (con un líder más moderado) puede ser interpretado sin más como el advenimiento de una segunda ola progresista.

Por último, lo novedoso en América Latina es la fragilidad del escenario político posprogresista emergente, que viene acompañado por la amenaza de un backlash, de una reacción virulenta en contra de la expansión de derechos, de retorno de lo reprimido, capaz de desplegarse a través de peligrosas cadenas de equivalencia, que engarza tanto con las nuevas derechas tradicionalistas como con los fundamentalismos religiosos. En esa línea, el vertiginoso ascenso de Bolsonaro resituó a América Latina en el escenario político global, en consonancia con lo que sucede en el mundo, donde se expanden los partidos antisistema, de la mano de la extrema derecha xenófoba, antiglobalista y proteccionista. El caso más reciente es Bolivia, donde el derrocamiento de Evo Morales abrió una serie de interrogantes acerca de la rapidez con la que se produjeron las transformaciones políticas. No sólo los tiempos políticos en el mundo se aceleraron, sino que en su vertiginosidad amenazan con mutaciones bruscas y violentas, de carácter irreversible, a imagen y semejanza de la crisis climática actual. En el marco de una reacción antiprogresista generalizada, la extrema derecha en su versión populista, o más bien cuasifascista, surge como una de las ofertas disponibles, vehiculando un discurso anticorrupción a través del cual se visibilizan otras demandas, desde aquellas que proclaman la defensa de la familia tradicional en contra del Estado, el racismo antiindígena, la crítica al garantismo y a la política de derechos humanos, a la “ideología de género” y la diversidad sexual, hasta las que habilitan incluso la defensa de la dictadura militar o la justificación de la tortura.

Así, es posible que estemos ingresando a un tiempo extraordinario, en el cual la liberación cognitiva de las multitudes y la conciencia del daño mueven “las placas tectónicas de la transición”, pero a ciencia cierta, en un contexto tan enrarecido ideológicamente, mucho más a raíz de la pandemia del covid-19, no sabemos hacia qué transición nos estamos dirigiendo.

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En primer lugar, quisiera señalar que mi visión de las contradicciones, las dominaciones y las resistencias en América Latina es una mirada cosmopolita dentro de un espacio de afinidad cultural, temas sobre los que vengo trabajando con Breno Bringel desde hace más de diez años (Cairo y Bringel, 2010a y 2010b; 2019). Creo que no se pueden dejar de interpretar los estallidos sociales sin referencia a las condiciones estructurales de la región. En términos generales, no específicamente de América Latina, el malestar social se correlaciona positivamente con el desempleo, según el informe sobre Perspectivas sociales y del empleo en el mundo de 2019 elaborado por la oit (2019), si bien no es el único factor, ni mucho menos, e incluso se comporta diferencialmente según cada país. Dicho informe plantea para la América Latina que no hay perspectivas de mejoras en el mercado laboral proporcionales a la fuerte recuperación económica, lo cual se agrava en la región por el alto índice de empleo informal (desde el entorno del 30% en Chile, Uruguay o Costa Rica hasta cerca de 90% en Bolivia, El Salvador o Guatemala), que va asociado con la pobreza multidimensional. Buena parte de los estallidos sociales están relacionados con estas situaciones económicas y/o con medidas que causan impacto económico negativo sobre las clases trabajadoras (el “paquetazo” de Iván Duque en Colombia o la “revolución de los 30 pesos” en el Chile de Piñera). Pero también se encuentran otros reclamos de reformas políticas inaplazables (Chile, Haití, Nicaragua, Puerto Rico…) y/o apoyos a procesos políticos que benefician a toda la comunidad (la continuación de los Acuerdos de Paz en Colombia, por ejemplo).

Los índices de malestar social elaborados para orientar inversiones, por ejemplo el de Verisk Maplecroft, muestran que todos los países de la región se encontraban a principios de 2020 al menos en situación de riesgo alto, salvo Argentina, Panamá y Cuba que se encontrarían en riesgo medio, pero el riesgo sería extremo en Chile, Bolivia, Venezuela y Honduras. La pandemia de la covid-19 pondría a Chile, Brasil y Ecuador en la peor perspectiva (Blanco, Schiaffino y Machado, 2020) debido a la crisis económica, la previsión de drásticas reducciones de los gastos sociales y el colapso potencial del sistema sanitario. No es casualidad que los gobiernos de los tres países hayan intentado desmontar los avances sociales y políticos de los regímenes progresistas anteriores, y ahora afrontan un futuro más incierto que en 2019.

Por otra parte, creo que no podemos incluir los movimientos de masas reaccionarios que apoyaron los golpes, “blandos” o “duros”, en países como Brasil y Bolivia —que han dado lugar a los gobiernos de derecha populista-nacionalista— en la misma categoría que las luchas mencionadas por una mejor calidad de vida. Es una tarea tan inútil intelectualmente —pero muy útil políticamente— como identificar los movimientos comunistas y fascistas de los años 1930 como movimientos “antidemocráticos”. La clase social a la que pertenecen los activistas y los objetivos políticos del estallido importan, y no conviene meter a todos en el mismo saco, porque responden a contextos y objetivos muy diferentes, en particular en lo que se refiere al neoliberalismo y el capitalismo.

Finalmente, respecto al carácter de los estallidos sociales inducidos por las agresiones de las clases dominantes en el terreno económico, creo que se orientan contra la desigualdad y la injusticia social, pero tienen ante todo un carácter antineoliberal; intentan oponerse al empeoramiento de sus condiciones de vida. A pesar de la labor de activistas e intelectuales para situarlos en otro plano de lucha, es difícil encontrar en los estallidos un proyecto radicalmente anticapitalista (quizá porque estos proyectos no puedan originarse sólo a partir de la acción callejera). La mayoría de la población, a juicio de las encuestas y los barómetros políticos, todavía sólo busca mejorar su calidad de vida, poder vivir dignamente y acceder a buenos servicios sociales públicos.

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Es importante, para empezar, discutir el carácter de los estallidos sociales. Un estallido es algo que irrumpe con estruendo y que causa un ruido extraordinario. Diría que son gritos de impugnación, que resuenan en toda la sociedad en estos tiempos de descrédito generalizado de los sistemas políticos. Son masivos y suelen marcar un antes y un después, ya que uno puede apoyarlos o no, pero no quedarse indiferente. La noción de estallido –así como otras similares pero distintas, como levantamiento, revuelta, rebelión, motín o insurgencia– contribuye, por lo tanto, a captar el alzamiento colectivo contra el statu quo y los poderes instituidos.

Teniendo en cuenta la heterogeneidad de casos, demandas y sujetos, no es fácil captar los sentidos de los estallidos. Algunos son principalmente muestras de hartazgo contra los gobiernos y/o alguna medida específica y poseen un carácter más destituyente, sin mayor continuidad tras las movilizaciones iniciales, alcancen o no sus objetivos. Otros, como el chileno, iniciado en 2019, ponen en jaque al sistema como un todo, desbordando los acontecimientos y conflictos iniciales para plantearse un cambio más amplio en la configuración social, política y económica. En estos casos, la capacidad de interpelación es mucho más potente, generando un movimiento instituyente e, incluso, constituyente.

Es importante distinguir entonces entre el momento del estallido y el proceso en el que éste está inmerso o puede desatar. Para ello, tenemos que asociar el evento en sí (el ciclo de protestas) con temporalidades más amplias, sean ciclos políticos o económicos. Sólo así podremos captar los sentidos que orientan las protestas, pero también su sedimentación, apropiaciones y posibles impactos, que no son sólo político-institucionales y visibles, sino también, muchas veces, culturales y subterráneos.

Sea como fuere, todos los estallidos recientes en la región se vieron sorprendidos por la pandemia. Eso también ocurrió en otras partes del mundo, con casos emblemáticos como el de las protestas democráticas de Hong Kong. Frente a este contexto, empezamos a ver una intensa creatividad de los movimientos sociales para hacer frente al nuevo escenario. Por un lado, buscando que no decaiga la construcción de un proceso de contestación social y de alternativas políticas por más que la movilización no pueda darse de la misma manera en las calles. Por otro, tratando de buscar respuestas a la crisis sanitaria, pero también a las demás crisis (política, ecosocial y civilizacional) que ésta agudiza. Se combina así una dimensión más inmediata de supervivencia con la búsqueda de paradigmas y horizontes de transformación más amplios.

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Resistencias que los estallidos sociales heredan, respecto de la colonialidad del poder y sus implicaciones racistas y patriarcales. ¿Qué horizontes de sentido confrontan los movimientos sociales de base indígena, afrodescendiente, socioambientales o feministas?


La segunda pregunta es más incisiva, porque quiere encontrar el sentido de los estallidos sociales descritos anteriormente y se interroga específicamente por el papel de los movimientos sociales de base indígena, afrodescendiente, feminista y socioambiental.

Empezando por los primeros, quizás sea importante que entendamos bien el contexto en el que los movimientos de base indígena o afrodescendiente tienen que actuar. Una buena parte de las poblaciones originarias y afroamericanas siguen sin identificarse como tales en los censos, lo que quiere decir que la colonialidad del poder sigue absolutamente vigente y la clasificación racial sigue operando, ya no en términos legales, pero sí en las prácticas, y camuflarse —aunque sólo sea para sí mismo— como mestizo o blanco sigue siendo una opción. La denuncia de la colonialidad del poder se complica, además, por cierta tendencia intelectual a desplazar la contradicción (el racismo estructural) del interior de las sociedades latinoamericanas a un nivel global, reduciéndola a imperialidad (Cairo, 2009) y legitimando así el accionar político de la burguesía criolla. Es obvio que las intervenciones imperialistas formales o informales son una parte intrínseca del capitalismo, pero lo que apuntaba Aníbal Quijano (1991) es precisamente que, aunque se suprimiesen los vínculos políticos —como ocurrió tras la independencia de principios del siglo xix—, las formas sociales que se habían construido perduraban de la mano de las clases dominantes nacionales.

Con respecto a los movimientos feministas, antipatriarcales, ya es innegable la centralidad de sus luchas en la tarea de transformación social. En América Latina (y en muchas otras regiones del mundo) se han convertido, junto a los movimientos lgbti, en el centro de las iras y los ataques de los grupos de la derecha populista-nacionalista, que aquí muestran su carácter reaccionario, de la mano de los grupos cristianos ultraconservadores que alientan una lectura fundamentalista de la Biblia. Pero ya no hay marcha atrás en las conquistas, ni en el papel que desarrollan en el conjunto.

Bringel (2020) habla de un “nuevo regreso” de los lugares en las resistencias sociales en tiempos de coronavirus, sin que ello suponga que se produzca una desglobalización. Las luchas con énfasis antiextractivista son un buen ejemplo de este hecho, se desarrollan más lentamente, pero de forma imparable, especialmente en aquellos casos en los que se cuestiona el daño medioambiental de los proyectos, sin distinguir si las propuestas vienen de gobiernos conservadores o progresistas y sin trascender a otros ámbitos, como, por ejemplo, la organización del sistema económico. Estos enfoques, que podemos calificar de más pragmáticos, permiten desarrollar alianzas con actores locales, en particular indígenas, que posibilitan triunfos democráticos contra el extractivismo como en el caso de la consulta popular contra la minería en marzo de 2019 en el cantón Girón (Azuay, Ecuador).

Pero el regreso de los lugares no impide que se mantenga la dimensión regional como una de las escalas claves para superar el presente estado de cosas. La reciente presentación del Pacto Ecosocial del Sur, América Latina y Caribe (2020) por la justicia social, de género, étnica y ecológica es una buena muestra de cómo activistas e intelectuales tienen clara la necesidad de abordar la cuestión en términos regionales y no sólo nacionales. La lucha de los gobiernos progresistas latinoamericanos por una integración regional autónoma no era meramente formal: una de las primeras medidas de los gobiernos neoliberales que han sucedido a aquéllos ha sido salirse de los esquemas autónomos, e incluso suprimir, en la medida de lo posible, las instituciones creadas.

Quisiera terminar esta respuesta con una reflexión sobre la trascendencia de la oleada de estallidos sociales, en buena medida horizontales, continuos y constantes, pero que no dejan de agotarse en sí mismos. Nathan Heller (2017) en un ensayo bibliográfico relativamente reciente planteaba bien las contradicciones de las nuevas protestas callejeras, construidas eficazmente mediante teléfonos móviles y redes sociales, pero que no cambian radicalmente el curso de las cosas: ¿las protestas son productivas en términos políticos o quedan sólo en una expresión teatral de sentimientos individuales? La política en la calle no parece tener la efectividad que podemos seguir observando en la política hecha desde los parlamentos. Quizá sea un buen momento para encontrar nuevos equilibrios en un terreno especialmente complicado.

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Las luchas comunitario-territoriales y los movimientos sociales denuncian desde hace varias décadas que los desequilibrios ecosistémicos —causados por un modelo destructivo de desarrollo basado en el crecimiento económico permanente, en la velocidad de la globalización capitalista y en el consumo desenfrenado— nos abocarían no sólo a un deterioro global que conllevaría a muchos riesgos a la salud y a la vida, sino también a una ruta acelerada hacia el colapso. Este diagnóstico, sin embargo, se visibiliza con mayor fuerza durante la pandemia y empieza a ser apropiado por otras luchas urbanas y rurales.

En esta línea, es muy interesante observar cómo en varios de los estallidos de 2019 hubo una confluencia entre sujetos históricos de nuestra región (campesinos, sindicales e indígenas) con movimientos juveniles, feministas y ecologistas, que traen un nuevo aliento. Por un lado, no podemos negar la existencia de tensiones en términos de prácticas, lenguajes y horizontes. Por otro, hay también retroalimentaciones y construcciones colectivas bajo propuestas concretas para un mundo diferente que vienen de las luchas de las últimas décadas y ahora ganan bastante centralidad.

En términos de paradigmas de cambio social, destacaría principalmente la agenda de los cuidados protagonizada por los movimientos feministas; la soberanía alimentaria cultivada principalmente por los movimientos campesinos; la justicia socioambiental y la soberanía energética tributaria, sobre todo, de los movimientos ecologistas; y también el buen vivir, impulsado por los movimientos indígenas. Estas construcciones ya no son propias de un solo movimiento o de un sujeto, sino que se han extendido y transversalizado, moldeando las luchas del presente con el objetivo de buscar alternativas al capitalismo y al modelo de poder dominante.

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En mi respuesta quisiera apuntar a los nuevos horizontes de sentido. Contrariamente a lo que se afirma por desconocimiento, indiferencia o mala fe, no es verdad que no existan otros paradigmas o propuestas alternativas al modelo extractivista y patriarcal dominante. Hace años que se realizan debates de este tipo tanto en el Sur como en el Norte globales, que apuntan a reformular los vínculos entre política y sociedad, naturaleza y cultura, en el marco de la crisis actual.

Entre estos enfoques destacaría dos, muy anclados en las luchas en América Latina: por un lado, la narrativa posdesarrollista en torno a los derechos de la naturaleza; por otro lado, la clave ecofeminista o los feminismos populares. Ambos tienen en común la valoración de un paradigma relacional que subraya la interdependencia y el sostenimiento de la vida. Estos lenguajes construidos desde abajo constituyen los puntos de partida ineludibles en el proceso de construcción de una convivialidad democrática, de otros modos de habitar la tierra.

Más recientemente, con todo el drama humano y social que trajo la pandemia del covid-19, la crisis y el colapso abrieron una oportunidad desde la cual disputar sentidos y horizontes de transformación. En esta línea comenzaron a circular diferentes propuestas globales y nacionales, que en el Sur adoptaron el nombre de Pactos Ecosociales y Económicos, y en el Norte, Green New Deal. Lo central es que no se trata exclusivamente de propuestas “verdes”, sino de agendas integrales que articulan justicia social con justicia ecológica, justicia étnica y de género.

En América Latina el Pacto Ecosocial, económico e intercultural (2020)2 fue lanzado en junio de 2020 y firmado por más de 2 000 intelectuales, activistas y organizaciones sociales. Lejos de ser una propuesta abstracta, la agenda de transformación que propone refleja la acumulación de luchas, los procesos de re-existencia y los conceptos-horizontes que se han forjado en las últimas décadas en el Sur global y en América Latina en particular, tales como Derechos de la Naturaleza, Buen Vivir, Transición Justa, Paradigma del cuidado, Agroecología, Soberanía Alimentaria, Posextractivismos, Alternativas al Desarrollo, Autonomías, entre otros.

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¿Cómo es que la pandemia del COVID-19 modifica dispositivos, discursos y prácticas conservadoras o transformadoras, ya presentes antes del estallido social? ¿Surgen prácticas liberadoras, o predominan prácticas conformistas reproductoras –muchas de ellas de origen religioso– opuestas a la transformación social democrática comunitaria que prefiguran las resistencias sociales?


La pandemia ha visibilizado y reforzado lo mejor y lo peor de nuestras sociedades. Por un lado, se ampliaron luchas de defensa de lo público y lo común, redes de apoyo, iniciativas solidarias, dinámicas de recomunalización de la vida social y experiencias territoriales y anticapitalistas diversas. Pero, por otro, también han proliferado el egoísmo y el utilitarismo, el racismo, el machismo, el control social, la vigilancia social y estatal permanente y la política del miedo.

Eso significa que no hay un sentido unívoco y que la pandemia es tanto una oportunidad como una amenaza. La disputa de sentidos sobre el mundo que viene está en marcha y es intensa, aunque asimétrica, como siempre. Visualizo tres escenarios principales que tienen que ver con la geopolítica del poder y de las resistencias en estos tiempos de covid-19.

El primero de ellos sería el del desarrollismo depredador y del business as usual, que busca en la crisis nuevos nichos de mercado y de mercantilización de la naturaleza. Su implementación supondría un fortalecimiento de la globalización militarizada, de la biopolítica del neoliberalismo autoritario y de un modelo de expoliación que llevaría previsiblemente a escenarios catastróficos, entre los que se incluyen más guerras, crisis alimentarias, desplazamientos forzados y la profundización de la crisis ecosocial. El discurso de la “vuelta a la normalidad” es tributario de este tipo de escenario y se apoya en la angustia de buena parte de la población por recuperar su sociabilidad y/o su trabajo.

El segundo de ellos, que gana cada vez más fuerza, es el de la “economía verde”. Se trata de una serie de propuestas muy diversas que van desde la apuesta por un Green New Deal hasta nuevas coexistencias entre acumulación del capital e imaginario ambiental, que van en la línea de la adaptación del capitalismo a un modelo “más limpio”, aunque no necesariamente más justo socialmente. Todavía es difícil predecir los rumbos de este escenario que, aunque puede contener la degradación ambiental en algunos lugares, también puede profundizar las desigualdades Norte/Sur, la financiarización de la naturaleza y el racismo ambiental.

Finalmente, tenemos también un tercer escenario basado en propuestas de un cambio de paradigma hacia una nueva matriz económica y ecosocial. Son escenarios de transición diversos propuestos por luchas territoriales, movimientos sociales y diversos sectores anticapitalistas que construyen la agroecología, la soberanía alimentaria, la justicia climática y defienden los derechos de la naturaleza y el derecho a la vida. Aunque tiene un despliegue global, la importancia de América Latina es fundamental acá y quizás el elemento más decisivo para que pueda avanzar sea la capacidad de articular resistencias territorializadas con plataformas políticas amplias de conexión regional e incidencia política.

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Es necesario leer los dispositivos y discursos de dominación patriarcal desde un enfoque procesual. Tengamos en cuenta que los populismos progresistas latinoamericanos alimentaron una dinámica de polarización político-ideológica. Lo que al inicio fue considerado como un mecanismo simplificador más o menos frecuente de la política (la configuración de esquemas binarios), en un determinado campo de conflicto e interacción, al volverse más o menos permanente, iría convirtiéndose en un marco de inteligibilidad general de la política y la sociedad. La polarización no sólo fue envolviendo actores sociales y grupos políticos diferentes que atraviesan y conforman el campo de conflicto, sino que iría adquiriendo una significación más ontológica que política, al generar identidades contrapuestas que se conciben como irreconciliables e irreductibles. En consecuencia, hay que reconocer que no sólo los populismos progresistas forjan cadenas de equivalencia3 al calor de virulentas confrontaciones, sino también la oposición política, económica y mediática que ocupa el espacio público, elaborando repertorios de acción colectiva, movilizando demandas diferentes, constituyendo y redefiniendo identidades.

Gran parte de los gobiernos progresistas de la región quedaron atrapados en esta dinámica polarizadora que abrió nuevas oportunidades políticas a sus opositores, legitimando otros discursos y posicionamientos político-sociales, esto es, instalando nuevas fronteras sociales que tienden a reconfigurar nuestra percepción de los hechos y a establecer nuevos consensos. El sociólogo brasileño Breno Bringel (Bringel y José Domingues, 2018) desarrolla un enfoque procesual similar al que propongo, a través del concepto de “campos de acción”, que define como “configuraciones sociopolíticas y culturales, que expresan órdenes societales en los cuales los actores interactúan entre sí y con otros campos”, que incluyen no sólo movimientos sociales, sino partidos políticos y otros grupos en disputa. Esta conceptualización propone ir más allá de la noción de matrices sociopolíticas contestatarias para analizar la dinámica de movilización social, e incluir a los movimientos y grupos de derecha e incluso de extrema derecha en un campo más amplio, sobre todo al calor de su expansión global.

Por ejemplo, en Argentina existe un poderoso movimiento feminista, que cobró masividad en los últimos cinco años disparando cambios culturales importantes, visibles en el proceso de deconstrucción de la masculinidad dominante. Ciertamente, hubo también una reacción conservadora y furiosamente antiabortista, un backlash. Así, la discusión sobre el aborto legal entablada en 2018 dividió a la sociedad en dos campos: por un lado, el campo liberal-democrático y el radical-feminista; por otro lado, el campo liberal conservador y el reaccionario-autoritario. Este último desarrolló una gran capacidad de movilización, de la mano de sectores pentecostales y del catolicismo ultraconservador, ejerciendo una abierta presión sobre los legisladores nacionales para rechazar el proyecto de ley del aborto en el Senado. Así, en el norte del país, donde el catolicismo y el conservadurismo tienen hondas raíces políticas, comenzaron a realizarse acciones para obstaculizar los abortos no punibles (desde 1921 la legislación argentina permite el aborto en casos de violación, y cuando existe peligro para la vida o la salud de la mujer). También surgieron falsos “grupos de padres” (grupos organizados contra el aborto) para movilizarse en rechazo de la ley de Educación Sexual Integral en las escuelas, norma cuyo carácter progresista es innegable. Por último, el dato más novedoso fue la presentación de candidatos antiaborto en las elecciones de 2019, tanto en el ámbito provincial como nacional.

Sin duda todo esto forma parte de un fenómeno más global, ilustrado no sólo por diferentes variantes del fundamentalismo religioso, sino también por nuevas agrupaciones de extrema derecha que se opone a lo que sus dirigentes denominan “el marxismo cultural” para combatir tanto el feminismo (considerado como “ideología de género”) como los grupos que promueven la diversidad sexual, el garantismo en relación con los sectores populares excluidos y, por supuesto, los pueblos originarios.

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Ciertamente la covid-19 ha venido a paralizar la mayoría de estos estallidos sociales, pero entiendo que de forma momentánea. De hecho, la forma de abordar la pandemia por gobiernos como el de Brasil no dejará de alentar nuevos y viejos movimientos de resistencia a la derecha populista-nacionalista que practica una política económica ultraliberal.

Pero mi impresión es que en América Latina lo que ha ocurrido es que se han reactivado formas de solidaridad social que conocíamos de hace tiempo (recolección y entrega de alimentos a los necesitados, grupos de asistencia y cuidado comunitario, etc.) organizadas por viejos actores sociales: los sistemas de gobierno comunitarios, las autoridades tradicionales, asociaciones vecinales, sindicatos, etc. Es el caso de la reacción de las autoridades indígenas y originarias bolivianas ante la “visita” del Khapaj Niño Coronavirus (ver el maravilloso texto de Pedro Pachaguaya y Claudia Terrazas, 2020), o las llamadas a la solidaridad y a la lucha contra la pandemia realizadas por líderes indígenas en la Amazonía que se recogen en “Vozes da Re-Existência na pandemia” (2020) o tantos y tantos otros ejemplos de autoorganización para hacer frente a la crisis multifacética que ha traído consigo la pandemia.

El papel de las mujeres en todas estas formas de solidaridad es fundamental, en particular en la reaparición de las ollas comunes o comunitarias, que vuelven a alimentar a multitudes empobrecidas por la crisis de la covid-19 como en tiempos de la dictadura pinochetista en Chile, o cuando la guerra entre Sendero Luminoso y el Estado en Perú, o cuando las crisis económicas de Argentina y Uruguay en el 2002. Son innumerables las iniciativas en toda la región y es muy difícil hacer una estimación de la población atendida, pero ha sido un elemento muy importante para afrontar la crisis. Las iniciativas también incorporan nuevos matices, como las ollas promovidas por colectivos lgbt en las Casas de Paz en el Caribe colombiano (Caribe Afirmativo, 2020). También han crecido mucho las cooperativas de consumo, como el Mercado Popular de Subsistencia (mps) en Uruguay (Zibechi, 2020).

Éstas son formas de solidaridad “aburrida”, como la denominan Lois y González (en prensa), de carácter colectivo y de poco interés para los medios de comunicación y algunos intelectuales, que prefieren centrarse en el activismo social “espectacular”, como el derribo de estatuas, que posiblemente sea más reconfortante desde una perspectiva individualista, pero que, como decíamos antes, se agota en sí mismo. ¿Son prácticas liberadoras? Yo creo que sí, porque permiten a amplias colectividades escapar del hambre y afrontar la enfermedad. ¿Transformadoras? Por supuesto, porque permiten aliviar la dependencia del patrón o del Estado. Todas son formas que asocian la solidaridad con la autogestión y la dignidad, y lo de menos es saber si son “revolucionarias” o “reformistas”, lo importante es que tengan objetivos transformadores.

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Bibliografía

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Jaime Preciado es doctor en Estudios Latinoamericanos, Instituto de Altos Estudios Latinoamericanos, Universidad de París iii. Integrante de la Academia Mexicana de las Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores nivel iii. Campo de especialidad: geopolítica del desarrollo, la globalización y la integración latinoamericana; democracia, geografía del poder y procesos electorales. En torno de sus temas de investigación, ha publicado siete libros de autoría personal y participado en innumerables publicaciones colectivas nacionales e internacionales. Coordinador del Doctorado en Ciencia Política, cucsh, Universidad de Guadalajara. Codirector de la revista Espiral. Estudios de Estado y Sociedad (de 1994 hasta la fecha). Presidente de la Asociación Latinoamericana de Sociología (2007-2009).

Maristella Svampa es socióloga y escritora. Vive en Buenos Aires. Investigadora Superior del Conicet, profesora titular de la Universidad Nacional de La Plata. Recibió el Premio Kónex de platino en Sociología (2016) y el Premio Nacional de Ensayo Sociológico (2018). Se autodefine como una intelectual anfibia y una patagónica que piensa en clave latinoamericana. Sus temas son la crisis socioecológica, los movimientos sociales y la teoría social. Ha escrito numerosos ensayos y novelas. Entre sus últimos libros se cuentan Chacra 51. Regreso a la Patagonia en los tiempos del fracking (2018) y Las fronteras del neoextractivismo en América Latina (2018), publicado en español, inglés, portugués y alemán, y recientemente El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo (junto con Enrique Viale, septiembre de 2020).

Heriberto Cairo es catedrático en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, de la que ha sido Decano. Ha sido profesor invitado en varias universidades españolas y extranjeras. Es director fundador de la revista Geopolítica(s), editada por la ucm. Desarrolla sus investigaciones en el campo de la geografía política, con especial énfasis en el estudio de la geopolítica de la guerra y la paz, las identidades políticas e ideologías territoriales y las fronteras. Sus áreas regionales de especialización son América Latina y la península ibérica. Fue Presidente del Comité de Investigación 15 “Political and Cultural Geography” de la International Political Science Association. Cofundador de Trama Editorial, dedicada a publicar textos relacionados con la geopolítica y la geografía política (https://www.tramaeditorial.es/authors/heriberto-cairo-comp/)

Breno Bringel es profesor del Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (iesp-uerj), donde coordinó el Programa de Doctorado en Sociología. Ha publicado extensamente en torno de sus líneas de investigación: movimientos sociales, activismo transnacional y pensamiento latinoamericano. Miembro activo de la International Sociological Association, en la que fue Presidente del Comité de Investigación “Social Classes and Social Movements” (isa rc-47). Editor de Open Movements, publicación que forma parte de Open Democracy (https://www.opendemocracy.net/en/author/breno-bringel/). Su más reciente publicación es Critical Geopolitics and Regional (Re)Configurations (Routledge, 2019). Actualmente es miembro del comité directivo de la Asociación Latinoamericana de Sociología (alas).

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