El amaranto como alimento indígena: producción de patrimonio y activismo alimentario

Recepción: 3 de marzo de 2021

Aceptación: 16 de junio de 2021

Resumen

Este texto analiza la patrimonialización de alimentos como un proceso social que produce indigeneidad a través del activismo alimentario. Expone el caso del Grupo Enlace para la Promoción del Amaranto en México, un actor en la discusión sobre soberanía alimentaria, que impulsa la producción, la transformación y el consumo de este grano. Ilustra sus acciones, prácticas organizativas y las narrativas que dotaron al amaranto de una serie de valores asociados a su lugar en la dieta mesoamericana, que reactualizados en clave de alimento indígena y ancestral posibilitaron su nombramiento como patrimonio intangible de la Ciudad de México. Se muestra la relevancia de este tipo de activismo para la producción de indigeneidad en el ámbito del patrimonio alimentario.

Palabras claves: , , , ,

amaranth as an indigenous food: production of heritage and food activism

Abstract: This text analyzes how turning of foods into heritage is a social process that produces indigeneity via food activism. It presents the case of the Enlace Group for the Promotion of Amaranth in Mexico (Grupo Enlace para la Promoción del Amaranto en México) a player in the argument over food sovereignty, which propels the production, transformation and consumption of this grain. It illustrates its food events, organizational practices and the narratives that provided amaranth with a series of values related to its place in the Mesoamerican diet, which, updated as indigenous and ancestral food, helped it become known as an intangible heritage of Mexico City (cdmx). We display the relevance of this type of activism for the production of indigeneity in the scope of food heritage.

Keywords: heritage, food activism, amaranth, indigenous food, indigeneity.


Introducción

Como parte de la patrimonialización1 cultural impulsada por la unesco en 2003,2 la creación de patrimonio alimentario se orienta a la salvaguarda de cocinas o productos considerados “tradicionales”,3 locales y poco conocidos. “Desde arriba” se propone promover el desarrollo económico, los intereses de la industria gastronómica y el turismo (Bessiére, 1998; Matta, 2013). “Desde abajo”, abona a la construcción discursiva del lugar, la identidad y la cultura (Littaye, 2016) y en “procesos de etnogénesis, defensa de la identidad y del territorio” (Guzmán Chávez, 2019: 12) cuando las poblaciones indígenas encuentran una oportunidad para negociar visibilidad y reconocimiento étnico ante instancias nacionales e internacionales (Bak-Geller Corona, 2019). En ambos casos impacta directamente a las comunidades, las relaciones sociales e interpersonales y los procesos más amplios de negociación de lo que son y se consideran dichas cocinas, los alimentos culturalmente apropiados y las “comidas auténticas” (Stanford, 2012), e interroga de manera crítica las dinámicas de la globalización a la luz de prácticas e interacciones locales, regionales, nacionales y transnacionales. Aunque las iniciativas más conocidas son las que promueven los gobiernos e instancias internacionales, lo que estudios recientes muestran es que el patrimonio alimentario se hace posible, se entiende y valora en la vida y las prácticas cotidianas de los actores comunitarios (Pérez Ruiz y Machuca, 2017; Suremain, 2017, 2019a; Bak-Geller Corona et al., 2019).

En América Latina han surgido iniciativas patrimoniales que derivan de la organización de diversos agentes en torno a la soberanía alimentaria, el derecho a la alimentación saludable y la valoración de cocinas y productos locales (Rebaï et al., 2021), ante los efectos que tiene la agroindustria y los rápidos cambios que experimentan las dietas, la comensalidad y los hábitos alimentarios. Una consecuencia de este proceso es “la revitalización de ingredientes tradicionales reconocidos por sus valores nutricionales, ventajas agrícolas o su sustentabilidad con respecto a la seguridad alimentaria” (Sébastia, 2017: 7).

Las investigaciones sobre patrimonio dan cuenta de “los procesos institucionales, económicos, políticos, sociales, culturales e identitarios de valorización de la agrodiversidad, de los alimentos y la gastronomía” (Rebaï et al., 2021: 15). Reparan en los cambios que experimentan los cultivos y las formas de cocinar y comer frente a la expansión de los mercados, las políticas agrícolas, la difusión e información en medios de comunicación (Rebaï et al., 2021), el surgimiento de una base consumidora en busca de autenticidad (Littaye, 2016) y “la valoración simbólica de las raíces indígenas de las cocinas locales” (Suremain, 2017: 175).

El patrimonio opera como “un marcador de identidad y elemento distintivo del grupo social” que “provee profundidad histórica y patrón permanente en un mundo en continuo cambio”; como vínculo temporal no se distingue de la tradición y se considera un “reservorio de sentido necesario para entender el mundo” (Bessiére, 1998: 26). Crearlo implica debatir nociones de ancestralidad, legitimidad y autenticidad en ciertas prácticas culturales (Guzmán Chávez, 2019), discutir cómo se pone la “propia” cultura al servicio de intereses específicos (Bak-Geller Corona et al., 2019) y ponderar la intervención de instancias oficiales que “activan” la iniciativa patrimonial (Medina, 2017). La patrimonialización se expresa como “una acción que ejercen los sujetos sobre algo que antes no era patrimonio y que se pretende que lo sea” (Pérez Ruíz y Machuca, 2017: 5).

Este proceso genera una tensión entre la “patrimonialización ordinaria” –una suerte de práctica social que escapa del campo formal de las instituciones y las organizaciones que entendemos es propia de las “configuraciones de patrimonio alimentario”4 (Suremain, 2019b: 12)– y el patrimonio institucional: “el proceso de selección de lo que merece ser valorizado puede ser doblemente problemático, debido al perfil de los que deciden y por los criterios de selección mismos. Puede llevar entonces a una reinvención de lo «ancestral» —un término que apareció hace poco—, de lo «típico» o de lo «tradicional» (Hobsbawm y Ranger, 1983)… y que corresponde a un proceso de catalogación que conlleva un interés «objetivizante»” (Rebaï et al., 2021: 16).

A lo largo del continente observamos cómo este proceso de catalogación dota de un arsenal de nociones para definir las iniciativas patrimoniales, tales como “producto cultural argentino” (Álvarez y Sammartino, 2009), “comida indígena comunitaria” en Bolivia (Suremain, 2019b) o “las rutas gastronómicas” (Suremain, 2017) y super-foods en México (Katz y Lazos, 2017). Como señala Ayora-Díaz, “todas estas afirmaciones, declaraciones, certificaciones del carácter patrimonial de las formas de alimentación, de prácticas y técnicas de elaboración de la comida, de sistemas culinariogastronómicos, encierran un trasfondo político y de negociación de visiones del mundo habitado por grupos sociales, y la legitimación de sus narrativas del pasado y su presente” (2019: 212).

Con el fin de abonar en los análisis sobre la producción de patrimonio alimentario que indagan en los actores, su organización y prácticas (Bak-Geller Corona et al., 2019; Rebaï et al., 2021), así como en la negociación de los elementos indígenas que incursionan en el circuito global en la era del “resurgimiento étnico” (Matta, 2013), en este texto presentamos el “activismo alimentario” (Siniscalchi y Counihan, 2014; Counihan, 2014b) del Grupo Enlace para la Promoción del Amaranto en México (gepam). El seguimiento que iniciamos para dar cuenta de la ausencia y la emergencia del amaranto y la organización social en torno a él (Curiel, 2016) nos llevó a observar las prácticas y los discursos que el Grupo desplegó en diversos eventos públicos. En este texto nos preguntamos qué papel desempeña el activismo alimentario en la producción de un “alimento indígena”. Y entendiendo el patrimonio como una producción material y simbólica que implica observar la descontextualización y posterior recontextualización de ciertos elementos (Frigolé, 2010), atendemos los aspectos simbólicos, discursivos y objetos materiales que dicho activismo usó para lograr el nombramiento del amaranto como patrimonio de la Ciudad de México (cdmx) y su inclusión en la canasta básica.

Nos acercamos a estas interrogantes a través del concepto de indigeneidad elaborado como los “procesos históricos, sociales, políticos a través de los cuales ciertas personas, grupos, prácticas, objetos pueden ser identificados y/o pueden reivindicarse como indígenas” (López Caballero, 2016: 10), que cuestionan tanto la idea sobre “nuestro origen común”, situado en el pasado prehispánico, como la legitimación de los pueblos indígenas contemporáneos por su “vínculo indisoluble y transhistórico con ese pasado” (López Caballero, 2010: 137).

Si bien la exclusión del indio y lo indígena caracterizó el discurso de las cocinas del siglo xix (Bak-Geller Corona, 2019), las investigaciones recientes en el campo del patrimonio alimentario revelan el valor agregado5 que aparece en las comidas identificadas como indígenas en un contexto “caracterizado por la lógica neoliberal y mercantilista que transforma la cultura en bien de consumo” (Bak-Geller Corona, 2019: 44) cuando produce alimentos que “estampillados como indios, están de moda [pues se representan] como alimentos auténticos, verdaderos o puros” (Suremain, 2017: 174). Un ejemplo es la ruta del “chocolate maya” (Suremain, 2019a). Procedemos a presentar la discusión sobre la producción de patrimonio, activismo alimentario e indigeneidad, y posteriormente, el surgimiento del gepam. Incluimos una semblanza del amaranto para ubicar la relevancia que ha adquirido en los últimos años como alimento y cultivo. Los eventos alimentarios se ilustran con base en información recabada en notas de campo tomadas entre 2016 y 2018, la observación participante, conversaciones informales y seguimiento hemerográfico. En el último apartado concentramos las anotaciones finales.

Patrimonio, activismo alimentario y alimentos indígenas

El patrimonio alimentario se define como “el conjunto de elementos materiales e inmateriales de las culturas alimentarias considerado por una sociedad o grupo como una herencia compartida, como un bien común” (Bak-Geller Corona et al., 2019: 19). Su creación responde en parte a las demandas del mercado turístico (Bessiére, 1998, 2013), caracterizadas por una tendencia de “regreso a lo local”. Sus dinámicas reivindican comidas marginadas a través de procesos complejos de negociación, representación (Stanford, 2012), tensiones y contradicciones alrededor de lo que se quiere incluir y promover como iniciativa patrimonial (Matta, 2013). Como lo señalan Rebaï et al.,

si el patrimonio y la patrimonialización pueden convertirse en herramientas pragmáticas de reconocimiento de las poblaciones excluidas de los grandes procesos de globalización, la patrimonialización puede llevar sin embargo a la santuarización de espacios (Cormier-Salem et al., 2002) o provocar, en ciertos contextos, la fijación o la folclorización de prácticas y saberes (Dhaher 2012; Cornuel, 2017) (Rebaï et al., 2021: 16).

Como práctica histórica, el patrimonio requiere de un discurso sobre el pasado –seleccionado, manipulado– siempre y cuando una de sus concepciones y usos haga referencia a los orígenes de determinadas entidades (Frigolé, 2010). En “una sociedad preocupada por la pérdida de sus propios trazos” (Bessière, 1998: 28) y necesitada de “situar referentes socioculturales e identitarios en relación con sus propias concepciones de tiempo y espacio” (Medina, 2017: 107), se producen vínculos entre prácticas culturales consideradas “tradicionales” o “ancestrales” y poblaciones contemporáneas, para “justificar el presente mediante el uso de un pasado más o menos ficticio” (Bak-Geller Corona et al., 2019: 23).

Aunque marginales en al ámbito del patrimonio alimentario, se percibe a los productos locales o cocinas autóctonas como “amigables con el ambiente, saludables de manera inherente, representativas de una identidad o como reflejo complejo de sabores auténticos”, reenmarcándolas conceptualmente a partir de nociones de localidad e historicidad (Finnis, 2012: 5-6). Considerados patrimonio, operan como medios para reivindicar que en el presente ciertas poblaciones mantienen prácticas ancestrales, prehispánicas, autóctonas, milenarias, tradicionales y auténticas, es decir, indígenas.

La reivindicación de patrimonio también es enarbolada por actores locales que promueven su ingreso activo al mercado (Finnis, 2012; Counihan, 2014a), quienes, en algunos casos, elaboran representaciones de los alimentos como tradiciones localizadas y propias de poblaciones indígenas (Littaye, 2016). Se ha documentado que la población “recupera” prácticas alimentarias para repensar sus identidades, representarlas estratégicamente a un público más amplio, obtener legitimación y generar ingresos económicos (Di Giovani y Brulotte, 2014).

Este “resurgimiento étnico” puede ser visto como una celebración de la cocina del “otro”, como una fuente de entretenimiento o de capital cultural, ya que implica adaptaciones, reapropiaciones y traducciones (Matta, 2013), que en algunos casos producen “anacronismos patrimoniales” (Suremain, 2019a). Éstos son resultado de la intervención de agentes estatales, internacionales y académicos con la experticia suficiente y el poder para producirlos, así como de agentes de la sociedad civil que impulsan las iniciativas de patrimonio a través de su activismo, aunque requieran de las instancias oficiales para su reconocimiento social (Medina, 2017).

Aunque la comida mexicana goza de buena reputación y expansión internacional desde el siglo pasado (Pilcher, 2008), no fue hasta el año 2010 que el gobierno logró su reconocimiento como patrimonio cultural inmaterial ante la unesco (Stanford, 2012; Santilli, 2015). Desde entonces ha aumentado el número de restaurantes, chefs y eventos que abogan por “el rescate y la conservación” de la cocina “tradicional” y la “gastronomía prehispánica” (Escofet Torres, 2013), así como la promoción de programas para apoyarlas. Instancias de gobiernos locales y federales animan a algunas mujeres a presentar sus cocinas “indígenas” como “arte culinario tradicional” en ferias para el turismo, ubicándolas en el centro de una tendencia gastronómica global y moderna en la que se reimaginan y representan comidas y alimentos endémicos, pero también a quienes las elaboran (Hryciuk, 2019; Suremain, 2019b; Jaramillo Navarro, 2020).

En el siglo xxi, la “idea de la herencia prehispánica” es recurrente en muchos de los aspectos que conforman nuestra idea de nación (López Caballero, 2010), entre ellos la comida. Bak-Geller Corona señala que actualmente “la ingesta de platillos indígenas es vista como un recurso eficaz para el proceso de indianización, en el que el sujeto asimila algo más que las propiedades nutricionales de los alimentos; está incorporando en sus entrañas los valores de la pureza, la autenticidad y el arraigo que caracterizan el ethos indígena” (2019: 40).

Se ha documentado cómo el gobierno mexicano, la industria gastronómica e instancias turísticas hacen uso de esta narrativa para promover la cocina o algunos alimentos que se asocian a lo “mexicano”, lo “indígena” o lo “prehispánico” (Stanford, 2012; Brulotte y Starkman, 2014; Suremain, 2017, 2019a, 2019b; Hryciuk, 2019; Jaramillo Navarro, 2020). Pero el papel que tiene el activismo alimentario en estas dinámicas ha sido menos abordado.

Siniscalchi y Counihan (2014) señalan que el activismo alimentario es un esfuerzo para promover justicia social y económica en un sistema alimentario distinto y alejado del paradigma de la agroindustria. Según las autoras, dicho activismo incluye “los discursos y las acciones de las personas para hacer el sistema alimentario, o partes de él, más democrático, sustentable, saludable, ético, culturalmente apropiado y de mejor calidad”.

La organización para mejorar la alimentación y la defensa de los productos endémicos se ha estudiado en las Redes Alternativas Alimentarias, que promueven agriculturas limpias, la distribución de alimentos orgánicos y la socialización de dietas con productos frescos (Gravante, 2018); también en el movimiento social organizado en defensa de los maíces nativos y contra la introducción de variedades transgénicas en México (García López y Giraldo, 2021). Recurrimos al concepto de activismo alimentario para explicar la organización social, los compromisos e intereses que el gepam tiene como un ensamble de actores que promueve la soberanía alimentaria, la economía social y las dietas locales para la mejora de la salud alimentaria, que incide en la generación de políticas públicas y del discurso que produjo al amaranto como alimento “indígena”. En la práctica observamos dicho activismo en reuniones, publicaciones, manejo de redes sociales y eventos públicos donde se despliegan los elementos discursivos, performativos y la “politicidad” que relacionamos con su estructuración en el aspecto organizativo (Gravante, 2018).

Breve historia del amaranto

Mesoamérica es una de las áreas de origen de la agricultura donde se domesticaron diferentes especies de chiles, calabazas, maíces y amarantos (León, 1994: 8) –huauhtli en náhuatl– que fueron granos básicos en los mundos prehispánicos mesoamericano e inca cultivados hace más de 6 000 años (Iturbide y Gispert, 1994). En el valle de México, de Zimatlán en Oaxaca y de Tehuacán, Puebla, existen referencias históricas y arqueológicas sobre la importancia que tenía en las vidas cotidiana y ritual (Reyes Equiguas, 2009; Velasco Lozano, 2001).

La llegada de la colonización europea alteró la relación de las poblaciones mesoamericanas con el amaranto, al grado de marginarlo a pequeñas parcelas donde experimentó un abandono provocado por la transformación de una agricultura tradicional y de subsistencia a una de tipo comercial, el uso de la tierra para criar ganado y la sustitución de cultivos, entre otros factores (León, 1994).

Desde la década de 1950, el amaranto recuperó el interés científico:

En 1967, el experto Jonathan D. Sauer postuló que las tres especies de mayor importancia económica fueron domesticadas en distintas regiones: Amaranthus caudatus en Sudamérica; A. hypochondriacus en el centro de México, y A. cruentus en el sur de México y Guatemala, justo donde florecieron los incas, los aztecas y los mayas, las tres civilizaciones prehispánicas más destacadas en el continente americano (Ibarra-Morales et al., 2021: 8).

En 1972 el fisiólogo botánico John Downton descubrió que la semilla de amaranto contiene el doble de lisina que el trigo, tres veces más que el maíz, y de hecho tanta como la que se encuentra en la leche. Durante los años 80, la nasa consideró al amaranto “el mejor alimento de origen vegetal y más completo para el consumo humano”. El primer astronauta mexicano, Rodolfo Neri Vela, llevó amaranto en una nave espacial para hacerlo germinar y florecer durante un vuelo orbital, popularizándose desde entonces como “la planta sagrada que comen los astronautas” (Clarín, 2013). En septiembre de 1991 se realizó el Primer Congreso Mundial de Amaranto en Oaxtepec, Morelos, con especialistas de Argentina, Bolivia, China, Cuba, Ecuador, Guatemala, India, Japón, Kenia, México, Perú, Estados Unidos y Venezuela en áreas de biología, botánica, nutrición y ciencias agrícolas. Se redactaron reportes, informes, una memoria y varios artículos de investigación que promovieron mayor interés entre académicos de la unam, la Universidad de Chapingo y el Colegio de Posgraduados.

India y China son los principales productores, seguidos por Kenia, Nepal, Perú, Rusia y México, mientras que Israel, Estados Unidos y Holanda cuentan con empresas que desarrollan variedades de semilla para venderla a países que producen y exportan amaranto como flor de corte. Aunque no compite con el trigo, arroz o maíz, los amarantos gozan de una distribución cosmopolita (Lloyd De Shield, 2015).

Actualmente, en México el amaranto se produce en Tlaxcala, Puebla, Hidalgo, Morelos, Estado y Ciudad de México, San Luis Potosí y Oaxaca; además se procesa en cooperativas o pequeñas empresas que elaboran dulces, horchata y harina con la que se preparan galletas, churritos, obleas y otros productos para los mercados locales.

En Santiago Tulyehualco,6 por ejemplo, se ha sembrado desde finales del siglo xix y su población lo reclama como cultivo “tradicional”, asociado a la identidad comunitaria y campesina (Ramírez-Meza et al., 2017; Contreras et al., 2017; Herrera Castro, 2018). Desde la década de 1970 se realiza la Feria de la Alegría y el Olivo, un evento alimentario que en los últimos años ha involucrado actores de la sociedad civil, el sector privado y el gobierno mexicano, descrito como una “extravagante representación del amaranto” (Suremain, 2019b). La investigación botánica y nutricional y la experimentación agrícola en México han generado un amplio conocimiento sobre esta planta, que incluye estrategias para fortalecer su cadena de valor, monitorear el aumento de hectáreas dedicadas a su cultivo, documentar las técnicas que se preservan para su producción, analizar su lugar en sistemas agroalimentarios locales, enfatizar su importancia como cultivo y alimento estratégicos para transitar hacia modelos alimentarios saludables y su adaptabilidad frente al cambio climático (Espitia-Rangel, 2012; Sánchez-Olarte et al., 2015; Ayala Garay et al., 2014; Sánchez y Navarrete, 2018; Ibarra-Morales et al., 2021).

El registro en 2010 de “La cocina tradicional mexicana, cultura viva, colectiva y ancestral” en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, cuyo expediente reivindicó la riqueza y diversidad de la alimentación de la milpa (Suremain, 2017), promovió entre diversos sectores –campesino, académico, gastronómico– la revaloración de alimentos “tradicionales” asociados con las dietas mesoamericanas, tales como el cacao (Suremain 2019a), el pulque, los insectos y el amaranto (Katz y Lazos, 2017), que en 2016 fue incluido en la lista de las super-foods por sus cualidades nutricionales, su origen prehispánico y su “ancestralidad” (Curiel, 2016).

El Grupo Enlace para la Promoción del Amaranto en México

El gepam nació a finales de 2013 en la Universidad Obrera de la Ciudad de México, en una reunión entre personas estudiosas de la agronomía, de la desnutrición y las enfermedades crónico-degenerativas, e integrantes de asociaciones civiles que buscaban mejorar las condiciones de la población campesina a través de la producción y el consumo del amaranto.

Se nombró una coordinadora general del Grupo proveniente de la academia y se planeó una agenda de trabajo que se inauguró en 2014 con la realización del Primer Congreso Nacional del Amaranto en la Universidad de Chapingo, con la participación de los sectores científicos y académicos de México y otros países. El Grupo se formalizó con “Los caminos del amaranto”, una serie de recorridos por diferentes estados para conocer cómo se cultiva, cosecha, transforma, vende este grano y los retos que enfrenta el sector.

En septiembre del 2015 se organizó el Primer Encuentro de Productores de Amaranto, con apoyo del delegado de sagarpa7 en el estado de Puebla. Durante dos días, más de 300 integrantes del sector productivo se encontraron en un espacio para el diálogo, la reflexión y el intercambio de experiencias. Integrantes de la academia facilitaron, escucharon y contribuyeron al registro del encuentro, pero no opinaron. La procedencia de quienes participaron –distintos estados, comunidades y poblaciones etnolingüísticas– permitió “un diálogo entre esas diversidades para encontrar resonancias entre los productores”,8 que enfatizó las experiencias compartidas para valorarlas como “saberes propios” de quienes producen y se relacionan con el amaranto, a decir de un entusiasta integrante del Grupo, que aseguró que el Encuentro garantizó una “ecología de saberes”.9 En dicho evento se acordaron acciones para ubicar al amaranto como cultivo y alimento estratégico y para fortalecer los vínculos entre las organizaciones campesinas amaranteras. En 2016 la coordinación general del Grupo pasó a un integrante de una asociación civil, quien dio un giro a la generación de alianzas con otras organizaciones que buscan contrarrestar los efectos negativos que tiene en la salud el consumo de productos industrializados, como la Alianza por la Salud Alimentaria, El Poder del Consumidor, Alianza por Nuestra Tortilla y la Red de Sistemas Agroalimentarios Localizados (sial) de la unam.

Tabla 1. Instituciones integrantes del gepam. Fuente: Elaboración propia.

Ese mismo año, con el apoyo económico del gobierno local, el Grupo organizó el primer Día Nacional del Amaranto en el Monumento a la Revolución en la cdmx, que contó con el sostén de instancias del gobierno local y la participación de productores, transformadores, promotores e integrantes de la academia.

Muy pronto las agencias encargadas de promover política pública para el desarrollo rural y la mejora alimentaria reconocieron al Grupo como interlocutor, lo que facilitó que tres diputados federales de morena,10 representantes de estados donde se produce amaranto, facilitaran los recursos e infraestructura en febrero de 2017 con la finalidad de realizar el Segundo Congreso Nacional del Amaranto, titulado “Generar políticas públicas”, en un auditorio del Palacio Legislativo de San Lázaro. Asistieron más de 350 personas entre productores, transformadores y promotores del amaranto de diversos estados, académicos y activistas, que discutieron la importancia de innovar la cadena de valor del amaranto y acciones para promover su cultivo y consumo. En la declaratoria redactada por las instituciones convocantes y asistentes, designaron al amaranto “bien biocultural” y establecieron su compromiso de reivindicarlo “como un grano estratégico para fortalecer la soberanía alimentaria en México”. A los pocos días, el suplemento dedicado al campo del periódico nacional La Jornada publicó su número 11311 con el título Amaraintos (el que no se marchita, el que no muere), con 24 contribuciones de las cuales doce fueron escritas por integrantes de la comunidad académica y el resto por miembros de organizaciones civiles y periodistas. Del contenido resaltan 1) la importancia del amaranto en la época prehispánica y su marginación durante el proceso de colonización española, y 2) la urgencia de diversificar la producción rural, el consumo alimentario y mejorar las economías locales y la salud, para promover la soberanía alimentaria. Llamativo es el uso reiterado de adjetivos como sagrado, milenario, ancestral, prehispánico, azteca y primordial para caracterizar al amaranto, así como las explicaciones de su importancia en la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos, vinculada con la vida espiritual y a la veneración de sus dioses (Dimas González, 2017). Si bien no hay registro histórico que muestre que el amaranto fue proscrito por decreto durante la colonia (Velasco Lozano, 2017), su supuesta prohibición se menciona varias veces. Después del 1º de julio de 2018 el Grupo tuvo acercamientos con el director de segalmex12 para dialogar sobre la inclusión del amaranto como cultivo y alimento estratégico en la Ley de Desarrollo Sustentable y en la canasta básica. En octubre tuvo lugar el Congreso Mundial del Amaranto en el estado de Puebla, que recibió a casi 700 participantes de diversos países y estados de la república, organizado por el Grupo y coordinado con instituciones gubernamentales, organizaciones y asociaciones civiles, universidades y una alianza binacional con instancias académicas chilenas, que contribuyó al financiamiento del evento. En cinco años el gepam logró ubicar al amaranto como opción productiva y alimentaria saludable, estableciendo un vínculo con “distintas prácticas alimentarias y culinarias que se asocian con poblaciones periféricas, no de elite, y grupos culturales tales como indígenas” (Finnis, 2012: 1). Su activismo fue emprendido “desde espacios sociales y por actores que tienen la capacidad, el poder, la legalidad y la legitimidad social para hacerlo” (Pérez Ruíz y Machuca, 2017: 6). Los eventos alimentarios operaron como espacios donde se negociaron las prácticas y se reactualizaron las narrativas que promovieron su patrimonialización en la cmdx.

Los eventos alimentarios

En este apartado ilustramos la performatividad y politicidad del gepam a través de sus eventos alimentarios. Éstos son “festivales y concursos de cocina, recetarios, líneas de productos y marcas registradas, restaurantes, proyectos de turismo gastronómico, museos comunitarios, entre otros” (Bak-Geller Corona et al., 2019: 21), así como su presencia en medios de comunicación.

El patrimonio cultural intangible de la Ciudad de México

Durante la inauguración de la iii Fiesta de las Culturas Indígenas, Pueblos y Barrios Originarios de la Ciudad de México, el entonces jefe de gobierno indicaba que era una fiesta cultural para mostrar toda la riqueza que tiene un país “pluricultural y multiétnico” como México. Entre el 27 de agosto y 4 de septiembre de 2016 el público circuló por el zócalo entre puestos de artesanía, ropa, textiles, productos alimentarios, comida preparada, y disfrutó de un programa artístico y cultural de danzas folclóricas y músicas tradicionales.

El último día, el jefe de gobierno realizó el acto protocolario para otorgar a la alegría de Santiago Tulyehualco el nombramiento como “patrimonio intangible de la Ciudad de México”. En un ambiente de algarabía, diversos actores de la política local y la academia se congratulaban por este reconocimiento no solo “al amaranto y la alegría como objetos, sino a toda una cultura que está detrás de ellos, así como los saberes que los pueblos guardan para convertir el amaranto en un dulce exquisito”. Una promotora de la iniciativa –integrante del gepam–, en entrevista con la prensa, señaló: “estos conocimientos ancestrales son únicos de esa comunidad, porque sólo en ese lugar hay chinampas de donde se obtienen las plántulas que luego son llevadas a las faldas del cerro para que terminen de crecer y cuyo proceso dura alrededor de seis meses” (Milenio Digital, 2016). El representante del Sistema Producto Amaranto de la Ciudad de México declaró también: “cosechamos el oro amarillo para transformarlo en oro blanco y elaborar diversos platillos, postres, aguas, tamales y atole. Huautli proviene del náhuatl y se traduce como la partícula más pequeña, dadora de vida. El amaranto es un alimento prodigio del pasado que renació en el presente y prevalecerá en el futuro”.

A los pocos días, en un noticiero de televisión abierta se transmitió un reportaje para dar a conocer el nuevo patrimonio de la capital mexicana. Con música de caracoles y sonajas e imágenes de piezas arqueológicas como la piedra del sol, la voz del presentador indicaba que “el amaranto ha sido parte de la alimentación del centro del país por más de cinco siglos por sus altísimas propiedades nutritivas”.

En medio de un sembradío de coloridas plantas, un productor entrevistado en Tulyehualco señaló que el amaranto se utiliza en tamales, atole, galletas y “la tradicional alegría”. El presentador resaltó que el amaranto era tan cotizado en “la etapa prehispánica” que se pagaba como tributo a “los aztecas”. Otro productor señaló que en esa época lo consumían los guerreros, a quienes daba fuerza, por lo que los españoles lo prohibieron temiendo perder los enfrentamientos durante el proceso de colonización. Se explicó que fue en la parte alta de Xochimilco donde el amaranto logró preservarse a lo largo del tiempo y concluyó mostrando una planta de amaranto en la mano: “reservada para los reyes, los sacerdotes y los guerreros, recupera poco a poco el nivel que llegó a tener antes del arribo de los europeos” (Azteca Noticias, 2016). Un año después, durante un fin de semana de agosto de 2017, se organizó una Feria del Amaranto en el extremo oeste del monumento de la Revolución, convocada por el gepam, la Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (sederec) de la cdmx y el Sistema Producto Amaranto.

Ejemplares de la planta del amaranto de color lila, amarillo y naranja adornaban los puestos que ofrecían diversos alimentos elaborados con él. En medio de la feria había varias filas de sillas y un templete cubiertos por una inmensa lona. Atrás del templete, una lona impresa con una gran fotografía de un campo sembrado de amaranto anunciaba el evento “La Alegría más grande del mundo en la Ciudad de México”. A las 11 de la mañana un grupo de representantes del gobierno, productores e integrantes del Grupo lo inauguraron, congratulándose de la celebración “al saludable grano ancestral, parte de la alimentación de nuestros antepasados y orgullo de la Ciudad de México”. Integrantes del comité organizador corrían de un lugar a otro, daban entrevistas o se detenían a saludar a personalidades invitadas. El primer día de la feria, un grupo de alumnos de una escuela de cocina elaboró “La alegría más grande del mundo” con amaranto reventado y miel. Mientras el público –en general familias– se paseaba entre los puestos para comer13 o comprar productos hechos con la semilla,14 que adquirían a agricultores y transformadores provenientes del sur de la cdmx y otros estados. Con la participación de tres académicos, dos productores y un integrante de una organización de la sociedad civil se realizaron paneles de presentaciones, cuyas temáticas abarcaron los retos del campo mexicano, la siembra del amaranto desde la perspectiva del pequeño productor y su transformación dentro de la cadena de valor, y el gran problema de salud pública derivado del consumo de productos ultraprocesados. Al concluir los paneles se presentaron grupos de danzas folclóricas y bandas musicales del centro de México.

El decreto para establecer el Día Nacional del Amaranto

El 11 de octubre de 2017, en el marco de la xxii Feria Nacional de la Cultura Rural organizada por la Universidad de Chapingo, el entonces coordinador general del gepam dio a conocer a la prensa local un documento firmado por representantes de instituciones académicas, organizaciones de productores y asociaciones civiles que consignaba:

El acuerdo mediante el cual se establece el 15 de octubre el Día nacional del amaranto, con el propósito de reconocer su importancia cultural, ecológica, social, agrícola y alimentaria, ya que es base fundamental del desarrollo campesino desde la época prehispánica y es de gran importancia para el futuro de la nutrición de México y el mundo.

Rodeado de integrantes de dicho Grupo, propuso la realización de una gran campaña para promover la producción y el consumo del grano y expresó su deseo de que en el futuro en todo el país se esté sembrando, para que sea sobre todo consumido por las comunidades productoras. A la par, un grupo de personas daba forma a un mapa de México con semillas de amaranto reventado sobre una mesa donde estaba una figura que emulaba un monolito prehispánico. Una productora de amaranto, al dirigirse a la prensa, enfatizó que el amaranto es un “alimento del pasado que data de hace 10 000 años”, e hizo un llamado para “volver a retomar nuestras raíces”.

Otra mujer, integrante de una asociación civil, tomó el micrófono para explicar que el mapa se elaboró para pensar en el México actual, al que pretendían “rellenar de semillas originarias de hace 10 000 años y de miel y caramelo, la espiritualidad que también le hace falta a nuestro país”. Señaló, como su compañera productora, la importancia de “retomar nuestras raíces” y terminó su intervención diciendo enfáticamente: “qué orgullo ser mexicana”. Posteriormente un profesor de la Universidad de Chapingo indicó que varias instancias de esa institución se han sumado a la campaña para “revalorar el amaranto en México y en el mundo”, aseverando que lo que estaba sucediendo ese día “quedará para la historia” y que esperaba que cada 15 de octubre fuera un día para celebrar la planta, en beneficio de quienes “la producen, de la sociedad y del mundo entero”.

“400 años de olvido terminan hoy”: la inclusión del amaranto en la canasta básica

Tres meses después se realizó un evento público en Cedral, San Luis Potosí, para anunciar una ampliación a la canasta básica de 23 a 40 productos. En los acercamientos con la segalmex el Grupo había acordado la inclusión del amaranto en cinco presentaciones: harina del grano reventado, harina integral, granola, churros de amaranto fortificados y semilla.

Ese día, frente a productores del campo potosino e integrantes de organizaciones rurales, se presentaron el presidente de México, el gobernador del estado, titulares de las secretarías de bienestar, agricultura y desarrollo rural y el director de segalmex, quien enlistó los 17 nuevos productos, entre los que mencionó al amaranto y la chía, los únicos que merecieron algunas señales de júbilo entre el público. Dijo:

Vale la pena por aquellas personas que no saben que cuando mencionamos que se incorpora en la canasta básica el amaranto y la chía es porque estos son dos productos de gran riqueza nutrimental, originarios de México y que se producen en ocho estados del país. Cuando se habla de alimentos básicos mexicanos, generalmente se mencionan nuestros sagrados maíz y frijol, pero hay que recordar que los originarios mexicanos que poblaron nuestro territorio tenían también como alimento diario el amaranto y la chía, como ingredientes saludables de su dieta, hoy en el sistema Diconsa por instrucciones presidenciales reivindicamos y fortalecemos esa antigua tradición de nuestro pueblo, 400 años de olvido terminan hoy.

Se escucharon más aplausos, que eran de quienes producen amaranto, integrantes del gepam, que lograron sentarse en las primeras filas y poner una lona que reivindicaba con grandes letras “La fuerza amarantera”. En una estantería ubicada en el escenario se mostraban paquetes de los nuevos productos incluidos en la canasta básica y un costal de amaranto llevado por un productor. El evento continuó otros 40 minutos con intervenciones del funcionariado, cuyos discursos incluyeron menciones de sus intereses por lograr la auto-suficiencia alimentaria en el país, producir alimentos en las regiones y mejorar el acceso a los alimentos. El presidente de la república prometió la promoción del desarrollo rural, apoyo a los pequeños productores y pagos porque “queremos que se consuma en México lo que producimos”. Y a propósito de la inclusión del amaranto y la chía, finalizó diciendo que su objetivo es “arraigar al mexicano a su tierra, a sus culturas”.

Tanto en las ferias como en el programa de televisión reseñados observamos la circulación de una narrativa construida en torno al amaranto respecto del vínculo entre prácticas productivas “ancestrales” y contemporáneas, y una reivindicación de su valor asociado con la herencia que los productores de Tulyehualco mantienen como “recurso para la diversidad cultural”.

Así como para la unesco los foros internacionales “han sido los escenarios privilegiados para la aparición y circulación discursiva de nuevas figuras y definiciones de patrimonio en tanto que recurso para la diversidad cultural, la democratización de la memoria y la promoción de distintos conjuntos sociales” (Álvarez, en Medina, 2017: 108), para el gepam este tipo de eventos alimentarios operan del mismo modo. Quienes participaron como ponentes mencionaron la relevancia del amaranto en la dieta mesoamericana, su supuesta prohibición durante la época colonial y su actual importancia para que los pueblos que lo producen “fortalezcan su identidad”, “no pierdan sus raíces” y mantengan su relación con ese “cultivo ancestral”. Esta narrativa que circula entre promotores de la alimentación, productores rurales, integrantes de la academia y hasta consumidores, ilustra que

En lo que respecta a su identificación y control, el patrimonio cultural es una construcción política y social de la memoria colectiva y, ante todo, una toma de posición con respecto al otro: las expresiones culturales patrimonializadas reflejan valores asociados, por un lado, con la identidad mediante la cual una población se reconoce a sí misma (Bak-Geller Corona et al., 2019: 18).

En la era de la “efervescencia patrimonial” (Bak-Geller Corona et al., 2019) estos eventos y el contenido de los medios de comunicación que produjeron al amaranto como alimento indígena muestran que “las dinámicas para construir patrimonio consisten en actualizar, adaptar y reinterpretar elementos del pasado de un grupo dado; en otras palabras, combinar conservación e innovación, estabilidad y dinamismo, reproducción y creación” (Bessiêre, 1998: 27; véase Matta, 2013). Pero además refuerza la idea de que quienes nacemos en este país tenemos un origen prehispánico común (López Caballero, 2010) y esa “certeza” se confirma en el consumo de alimentos indígenas.

La relación del amaranto con “las culturas prehispánicas” se fue estableciendo en eventos en los que no faltaron grupos de danzas y música “prehispánica” (caracol, sonajas y tambores), filas de personas para ser sahumadas con copal, limpias con hierbas, escenografías con imitaciones de piezas arqueológicas, altares con velas y alimentos “tradicionales”
–maíz, frijoles, calabazas, chiles- y discursos enfatizando el carácter “ancestral” y “milenario” del amaranto que “comían nuestros antepasados”.

En varios de estos eventos se ofreció tzoalli, un dulce que se elabora con masa de amaranto y miel, cubierto con cacahuates molidos, poco consumido actualmente, que en estos escenarios es identificada con prácticas rituales prehispánicas bien documentadas (Velasco Lozano, 2001) y con la elaboración de figuras similares que aún forman parte de la ritualidad en comunidades nahuas, mixtecas y tlapanecas del Alto Balsas y la Montaña de Guerrero (Broda y Montúfar López, 2013).

Activismo alimentario en la producción de un alimento indígena

En este trabajo nos propusimos mostrar la relevancia que tiene el activismo alimentario en la activación de iniciativas patrimoniales. Los eventos alimentarios mostraron los aspectos simbólicos y discursivos y los objetos materiales que protagonizaron la puesta en escena de una narrativa del pasado y del presente que produjo un alimento “indígena”. La producción del amaranto como alimento indígena sucedió eligiendo, adaptando, reinterpretando y descontextualizando los aspectos que producen patrimonio materializados en eventos alimentarios y contenidos en los medios de comunicación.

En el proceso, el gepam enfatizó el valor patrimonial del amaranto por su ancestralidad y la legitimidad de las prácticas culturales (Guzmán Chávez, 2019) de producción y consumo asociadas con quienes lo producen, transforman y consumen, y esto lo volvió “su única fuente válida de pertenencia y la principal frontera entre ellos y nosotros” (López Caballero, 2016: 13); es decir, entre quienes pertenecen a pueblos indígenas u originarios y quienes no. El activismo del Grupo reafirma que el patrimonio alimentario es uno de los elementos que participan en los procesos contemporáneos de producción de indigeneidad (Bak-Geller Corona, 2019).

Sin enarbolar reclamos identitarios ni territoriales, el Grupo visibilizó los problemas por los que atraviesan quienes producen amaranto, introdujo el cultivo en el mercado con mejores condiciones de venta y “recuperó” un producto que se considera tradicional, promoviendo además el combate a la pobreza alimentaria. Sus acciones generaron alianzas entre productores del campo, activistas de la soberanía alimentaria, integrantes de la academia, miembros del funcionariado de la cdmx y de la cámara de diputados.

El caso aquí presentado se enmarca en la tendencia global de producir “ancestralidad” para algunos alimentos que entran a un tipo de consumo orientado a la “búsqueda de autenticidad”, “regreso a lo local” (Littaye, 2016) o, como dijeron algunas promotoras del amaranto, de “regreso a las raíces”. Observamos que producir indigeneidad en el ámbito alimentario a través de “representar prácticas sociales, culturales, políticas y comerciales o performances de consumo” implica recuperar ciertos alimentos y cocinas que se consideran marginados para ubicarlos en espacios simbólicos y políticos centrales e incluirlos en comportamientos alimentarios locales y nacionales (Finnis, 2012: 2) o, en otras palabras, negociar los elementos “indígenas” que incursionan en el circuito global en la era del resurgimiento étnico (Matta 2013). Es común que algunos alimentos endémicos de nuestro continente y abandonados durante los procesos de colonización, en los últimos años estén recuperándose en clave de patrimonio, al que se le otorgan valores como “prehispánico”, “azteca”, “milenario”, “ancestral” y que por su “autoctonía” pasen a formar parte de la lista de “super-foods”.15

En este proceso social-cultural se define quiénes y qué es considerado indígena, a través de reivindicar un alimento a partir de aspectos que se asumen esenciales y no “valores” producto de la organización de quienes se involucran en las iniciativas patrimoniales, las alianzas, los eventos que organizan en coincidencia con un mercado alimentario que demanda “autenticidad” e intereses políticos de actores institucionales y del mercado. Como una elección social contemporánea hecha acorde con valores particulares de los miembros de un grupo social (Bessière, 1998), la producción del patrimonio alimentario en México llama la atención por la recurrencia a la narrativa de la herencia común del pasado prehispánico (López Caballero, 2010); un mecanismo que opera en nuestras concepciones de identidad, comunidad, nación, pueblo y territorio, abonando a “una producción cultural en el presente que recurre al pasado” (Kirshenblatt-Gimblett, en Frigolé, 2010:13).

El activismo del gepam y la iniciativa que encabezó resultan ser consistentes con los procesos de re-imaginación de algunas cocinas y alimentos que crean anacronismos patrimoniales enmarcados en la tendencia global de la patrimonialización. Puso en juego “la estrategia de ciertos sectores de la sociedad para reivindicar ciertos rasgos y atributos culturales, que pasan a conformar modelos y normas, discursos y prácticas homogeneizantes” (Guzmán Chávez, 2019: 12), y abonó a las maneras en que “el multiculturalismo neoliberal observa la etnicidad como una fuente de capital social y cultural, y a la diversidad cultural como un activo económico o mercancía en el mercado global” (Kymlicka, en Hryciuk, 2019: 95). En el mismo sentido, se ha destacado que, para el caso de los alimentos y las cocinas, “existe una similitud entre la patrimonialización y la mercantilización de lo auténtico, ya que el valor del pasado es la base de los valores que configuran los elementos patrimoniales y también el valor de los elementos que se mercantilizan como auténticos” (Frigolé, 2010: 16).

Señala Ayora-Díaz que la declaración de una iniciativa patrimonial tiene efectos de tipo estructural, ya que ocurre una “fractalización del aparato burocrático normativo cuyas decisiones y acciones tienen consecuencias sobre los distintos grupos involucrados, sea por formar parte activa del proceso o por haber quedado excluidos y dejados sin representación” (2019: 215). Será motivo de otra indagación observar los efectos que tuvo el nombramiento del amaranto como patrimonio de la cdmx y su inclusión en la canasta básica en los distintos sectores involucrados en el gepam, la negociación que actualmente realizan para lograr sus objetivos y las dinámicas que ha tomado su activismo alimentario para continuar promoviendo el amaranto como cultivo y alimento estratégicos.

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Charlynne Curiel es licenciada en historia por la Universidad Autónoma de Baja California. Realizó sus estudios de maestría en antropología social en el ciesas-Occidente y obtuvo su doctorado en el Rural Development Sociology Group de la Universidad de Wageningen, en los Países Bajos. Sus intereses de investigación actuales se desarrollan en el campo de la antropología de la alimentación no convencional, las relaciones de las mujeres con las cocinas y la comida en Oaxaca y la producción de patrimonio alimentario. Funge como docente en la Licenciatura de Antropología Social y de Maestría en Sociología del Instituto de Investigaciones Sociológicas de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (iiis-uabjo).

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Encartes, vol. 7, núm 14, septiembre 2024-febrero 2025, es una revista académica digital de acceso libre y publicación semestral editada por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, calle Juárez, núm. 87, Col. Tlalpan, C. P. 14000, México, D. F., Apdo. Postal 22-048, Tel. 54 87 35 70, Fax 56 55 55 76, El Colegio de la Frontera Norte Norte, A. C., Carretera escénica Tijuana-Ensenada km 18.5, San Antonio del Mar, núm. 22560, Tijuana, Baja California, México, Tel. +52 (664) 631 6344, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C., Periférico Sur Manuel Gómez Morin, núm. 8585, Tlaquepaque, Jalisco, Tel. (33) 3669 3434, y El Colegio de San Luís, A. C., Parque de Macul, núm. 155, Fracc. Colinas del Parque, San Luis Potosi, México, Tel. (444) 811 01 01. Contacto: encartesantropologicos@ciesas.edu.mx. Directora de la revista: Ángela Renée de la Torre Castellanos. Alojada en la dirección electrónica https://encartes.mx. Responsable de la última actualización de este número: Arthur Temporal Ventura. Fecha de última modificación: 25 de septiembre de 2024.
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