Recepción: 31 de mayo de 2023
Aceptación: 19 de octubre de 2023
Durante su danza, el Pajko’ola ejecuta diversos instrumentos de percusión por sacudimiento: ténabarim, koyolim y senaaso. El análisis de cada uno no puede deslindarse de la mitología que le subyace al personaje, el cual está asociado a la Tierra y a los movimientos telúricos. Aquí se plantea la existencia de un complejo relacionado con entidades predominantemente femeninas y “fieras” –ancianas u ogras– del tipo “Viejos de la danza” y con lepidópteros nocturnos. La revisión de este planteamiento no es exhaustiva, pero permite ubicar aspectos de la mitología de grupos yuto-nahuas y de otras filiaciones lingüísticas, actuales y pretéritas, de México y de otros lugares. A partir de la mitología del “ruido” es posible ubicar al Pajko’ola y sus instrumentos musicales como pertenecientes al dominio de las tinieblas.
Palabras claves: instrumentos musicales, noroeste de México, Pajko’ola, vagina dentata
the earth rumbles: amerindian mythology of the ténabarim, koyolim, and sena’aso, three musical instruments of the pajko’ola
As they dance, the Pajko’ola play different percussion instruments: the ténabarim (leg rattle), koyolim (belt with bells), and sena’aso (jingle). Any analysis of these instruments must consider the mythology behind the Pajko’ola character, who is associated to Earth and its movements. This article considers the existence of an “elders of the dance” complex related to predominantly female beings and “beasts” –old women or ogres– and to nocturnal lepidoptera. Though by no means exhaustive, the analysis of mythological aspects of Yuto-Nahua groups expands into those of other linguistic affiliations, both existing and past, in Mexico and beyond. The mythology of “noise” enables the Pajko’ola and their music instruments to be situated within the dominion of darkness.
Keywords: Pajko’ola, Mexican northwest, musical instruments, moth, vagina dentata.
A Luciano Espinoza Medina, Pajko’ola Yo’owe
In memoriam
Los Pajko’olam hacen trucos a la gente y el yoyuma’ane (hechizo) puede ponerse a otro, de modo que el Pajko’ola hechizado no pueda bailar. Este truco inofensivo pasa rápidamente.
N. Ross Crumrine (1977: 98)
Los yoremem o mayos de Sonora y de Sinaloa y los yoemem o yaquis pertenecen al tronco lingüístico yuto-nahua del noroeste de México. Entre su vasta ritualidad está el Pajko: el culto solar eminentemente nocturno integrado al festejo de los santos y a las “artes antiguas”: la música y danza que interpretan especialistas rituales u “oficios” (Beals, 2016). Entre ellos destaca el Pajko’ola: “Viejo o sabio de la Fiesta” (Olmos, 1998), que danza ejecutando algunos instrumentos de percusión: ténabarim (sonaja de tobillo y pantorrilla), koyolim (cascabeles metálicos) y senaaso (sistro). Caracterizado como “chamán”, este personaje, junto con sus compañeros de oficio, pertenece al Monte o Juyya Ánia, un ámbito agreste y fértil cuyas fuerzas se hacen presentes por medio de la música (Ochoa, 1998: 199).2
Este “Viejo de la danza” baila frente a dos conjuntos musicales: instrumentos de cuerdas (violines y arpa) y de percusión y aerófono (tambor y flauta). Considerada esta última como la música autóctona (Beals, 2016: 236), el Pajko’ola danza usando exclusivamente su máscara en el rostro y golpeando a contramano el sistro: un instrumento de las tinieblas (Lévi-Strauss, 1972: 336; Kurath, 1972). En este artículo se alude a la noche como el espacio mítico en donde la materialidad de sus instrumentos musicales –capullos, metal y madera– da soporte a una sonoridad que participa de la acción comunicativa “nocturna” del Pajko.
Según se verá, las vibraciones constantes de las sonajas de tobillo y pantorrilla, de los cascabeles y de los discos metálicos están acordes con los temblores de la Tierra para exponer las riquezas de ese mundo agreste y fértil necesario para la existencia. Semejante a otros personajes amerindios, el Pajko’ola no puede parar sus “convulsiones” una vez que ha iniciado, sino que se requiere de una acción violenta para detenerlo. Las exégesis señalan que el sonido de sus ténabarim –también conocidos en español como “cáscaras”– alude al crujir de hojarascas y varas secas, pero también al que emite el crótalo de algunas serpientes (Crotalus spp). En Tórim (Río Yaqui) se dice que el Sánkuakawi o “Cerro de la Basura (hojarasca)” tiembla a cada minuto. Sumado al movimiento titilante del crótalo y de las hojas secas, está el ligero temblor del aleteo del lepidóptero que, en la mitología de diversos grupos pretéritos y contemporáneos de Norteamérica, aparece como un personaje nocturno destinado a ser destruido.
A decir de un intérprete, el poder que detenta el Pajko’ola procede de la Tierra, justo al momento de colocarse los ténabarim previo a su caracterización. Se trata de un “idiófono de percusión por sacudimiento” (Hornbostel y Sachs, apud. Jáuregui, 2017: 73) que consta de 75 pares de capullos de cierta polilla –baiseebori o “mariposa cuatro espejos”– atados a un cordel de casi dos metros que le cubre desde los tobillos hasta por debajo de las rodillas.
En cuanto sartal usado para ejecutar actos dedicados a divinidades, los ténabarim se asocian con el rosario en “un mismo campo semántico dentro del cual manifiestan oposiciones significativas simétricas e inversas” (Jáuregui, 2017: 106). Además, si este último se liga al simbolismo de la escalera ascendente, los ténabarim presentan una transformación implícita con su opuesto: la escalera descendente, que el Pajko’ola Yo’owe o Mayor dibuja en la tierra al inicio de la Fiesta alrededor del ocaso. En un mito yaqui el rosario funciona como transformador “luminoso” de una práctica “oscura” (la danza del Pajko’ola), cuando en un descuido la Virgen logra colgarle el rosario al danzante –hijo del Diablo– durante un Pajko al que ella había convocado en el oriente, apoderándose así de la música y la danza (Olmos, 2015: 258).
En su origen mítico, un par de ofidios se enredan en las piernas del primer Pajko’ola y, a decir de Luis A. González Bonilla: “En las piernas [los Pajko’olam] se enredan el cuerpo de un reptil, el que se encuentra en esta región solamente y se parece a la serpiente; ya seco, suena como una sonaja y sirve para marcar el ritmo con las piernas, este animal se llama ‘tenábari’” (González, 1940: 69). Se desconoce a qué especie se alude y si existe ejemplar etnográfico alguno, pero el comentario aclara la atracción entre los ténabarim y el “cuerpo seco” de una serpiente, permitiéndose aludir a los quelonios debido a su caparazón como caja de resonancia.
De acuerdo con Jesús Jáuregui (2013), el tambor de pie original de los seris está fabricado con el carapacho de una tortuga marina, siendo posiblemente el prototipo de la tarima amerindia. Durante la Colonia, los seris adoptaron una variante de la danza del Pajko’ola en la que bailan sobre una tabla (reemplazo del caparazón). A principios de la década de 1950, Thomas B. Hinton (apud. Jáuregui, 2013: 130-131) supuso que mientras “los yaquis usan ‘cascabeles’ [ténabarim] […] los seris no los usan”. La afinidad entre ambos instrumentos musicales parece admitir una suplantación contingente, reafirmando al instrumento “tarima-tambor de pie” como “un elemento considerado del poniente, del inframundo […] del mar, esto es, acuático y femenino” (Jáuregui, 2013: 148).
Desde el caso cora, el autor también da cuenta del uso de la tarima como lecho mortuorio para aquellos que mueren fuera de su cabecera municipal, donde las dos variantes del tambor de pie más difundidas: “la que tiene la caja de resonancia sobre la tierra (un tronco ahuecado) y la que la tiene abajo en la tierra (hoyo cuadrangular cubierto con un tablón) […] son términos simbólicos metonímicos” del inframundo (Jáuregui, 2008: 74-75). También entre los nahuas de la Huasteca una imagen arquitectónica del cosmos reafirma analíticamente la atracción entre el Pajko’ola-ténabari y el inframundo-tarima, pues “el inframundo es señalado con el piso de donde está clavada la tarima cuadrángula” (Báez-Jorge y Gómez Martínez, 1998: 33).
Otro elemento de suma relevancia para reinscribir este idiófono de percusión por sacudimiento al tema de la Madre Tierra es la relación tortuga-mariposa. En la mitología de los antiguos nahuas, los “motivos en forma de rombos con un punto en su interior [que aparecen en las alas de Itzpapálotl] […] [son] muy parecidos a los que cubren la superficie de la tierra o el cipactli [un lagarto]” y, en el Códice Egerton –de manufactura mixteca–, se representan “mariposas… ¡con cuerpos de tortuga!” (Olivier, 2004: 105).
La iconografía de Itzpapálotl, “Mariposa de Obsidiana”, suele aparecer transformada en adulto y, aun cuando no exista ningún atributo que la refiera en estado larvario o en su cubierta protectora o donde el capullo (el ténabari) forme parte de los atavíos de la diosa (Olivier, 2004: 97), es posible que el cascabel la suplante, pues “Las deidades relacionadas con mariposas […] portan siempre cascabeles” (Valverde y Ojeda, 2017: 371).
El género de esta falena, de alrededor de veinte especies (Moucha, 1966: 58), da origen al capullo con el que yaquis y mayos elaboran su sonaja de tobillo y a la divinidad mexica: Rothschildia jorulla (Densmore, 1932: 156) y Roschildia orizaba (Hoffmann, 1931: 423). “[E]specie nocturna de la familia Saturniidae […] lleva en cada ala una región transparente de forma semitriangular que recuerda bastante a una punta de flecha de obsidiana” (Beutelspacher, 1989: 43). Asociada al poniente (Seler, apud. Beutelspacher, 1989: 43), Itzpapálotl es también “personificación del hemisferio meridional del cielo nocturno” (Beyer, apud. Beutelspacher, 1989: 43).
“Los vínculos de [Itzpapálotl] con la Tierra se deducen, en parte, de su propio nombre donde aparece el término Itzli, ‘obsidiana’, un vidrio volcánico que está estrechamente asociado con la tierra y el inframundo […] el autosacrificio, la adivinación y el desmembramiento de víctimas” (Olivier, 2004: 100-101). La capacidad depredadora de Itzpapálotl, que se nutría de corazones de venado, la hace “aparece[r] en la mayoría de sus representaciones con la boca abierta, enseñando los dientes y con garras de jaguar” (Olivier, 2004: 101). La diosa instruyó a los chichimecas a cazar “águilas, jaguares, serpientes, conejos y venados de diferentes colores […] ella misma es presa de los cazadores […] quienes la flechan como si fuera un venado” (Olivier, 2004: 102). En tanto cierva, Itzpapálotl aparece como seductora de los hermanos Xiuhnel y Mimich, quienes salen a cazar, pero el primero termina devorado por la diosa en forma de venado de doble cabeza luego de haber sucumbido a los propósitos sexuales de quien fuera su presa potencial (“Leyenda de los soles”, 2011: 187-189). Es posible que la réplica de la diosa en una segunda venada bicéfala para seducir simultáneamente al segundo de los hermanos acentúe su capacidad de desdoblamiento, similar al despliegue simétrico de las alas de la mariposa. A decir de Pat Carr y Willard Gingerich (1982: 87), esta historia presenta una “versión transmutada” del motivo de la vagina dentada, en la que la “mordedura” de la diosa con la que le abrió el pecho a Xiuhnel para devorarle el corazón equivale a su eliminación por coito.
Las transformaciones de Itzpapálotl continúan a través de su identificación con Tepusilam (“Vieja del cobre”) (Preuss, 1998: 350; Olivier, 2004: 103) o Tlantepuzilama (“Vieja de metal dentada [o con dientes]”) (Castillo, apud. Olivier, 2005: 248, nota 6), la cual “era conocida en un[a] amplia área geográfica y que la presencia de esta deidad mesoamericana se perpetuó desde el siglo xvi hasta nuestros días” (Olivier, 2005: 248). La asociación entre ambas deidades a partir del metal –además de sus respectivos destinos funestos– “no deja lugar a dudas” (Olivier, 2004: 103). “Tlantepuzilama e Itzpapálotl están claramente vinculadas con el cobre: la primera, obviamente, por su nombre y la segunda porque su nombre aparece como el de un atavío de los guerreros llamados tiyacacauani” (Olivier, 2005: 254), donde “ytzpapálotl” se refiere a un marco circular cuyos lados presentan láminas de cobre y, encima, una figura en forma de mariposa (Olivier, 2004: 103); o, también, porque ambas pueden ser consideradas como “anciana[s] con dientes de cobre” (Olivier, 2005: 253).
En su análisis, Guilhem Olivier recupera relatos míticos recogidos por Konrad T. Preuss (1982: 81-111) a principios del siglo xx que recuerdan aspectos del encuentro funesto de los hermanos Xiuhnel y Mimix con Itzpapálotl. En la versión mexicanera, el hermano mayor se acuesta con una mujer que intenta aplastarlo con sus senos mientras duerme, pero el hermano menor lo despierta y ambos huyen para luego ser perseguidos por ella: el “monstruo de la tierra”. El hermano menor se refugia en lo alto de un árbol, mientras que el mayor lo hace en su casa, que ha sido rodeada por habitantes del pueblo para defenderlo. Tepusilam se entierra y se abre camino por debajo de la tierra hasta el interior de la choza, emerge y lo devora (Preuss, 1982 [1968]: 83-85). A decir de Olivier (2005: 252), la voracidad ligada a entidades femeninas “ancianas”, en las que “ilama” revela la edad de Tlantepuzilama, forma parte del tema de la Tierra telúrica, “dueña de los animales salvajes, capaz de transformarse en jaguar. A veces aparece como una vagina dentada que héroes ingenuos o temerarios descubren para su desgracia” (Olivier, 2005: 252). El énfasis en los dientes de cobre de Tlantepuzilama hace recordar a los de Tlaltecuhtli, representados por pedernales, y a los de Itzpapálotl, cuyas señas corresponden a una boca muy grande, abierta y con los dientes separados (Olivier, 2005: 254).
Entre los mayos, los ofidios y la liebre (Lepus alleni) son los animales salvajes de gran apetito sexual, que adoptan la forma de una mujer sensual en búsqueda de víctimas masculinas para mantener relaciones sexuales. Tal como en el caso mazahua, las personas que accedan al coito con una entidad serpentina conocida como Nichi morirán (Camacho, 2014). Entre los hopis, Tiikuywuuti “es la madre de todos los animales de caza”, a quien los cazadores invocan para obtener suerte, accediendo a mantener relaciones sexuales con ella. Alguien que se aterroriza por la presencia de la diosa no se da cuenta de su acoplamiento, pero al volver en sí busca las huellas de una liebre (Malotki, 1997: 373). Entre los antiguos nahuas, Cihuacóatl, “Serpiente mujer”, podía transformarse en un ofidio o en una joven hermosa para atraer a sus presas humanas, varones a los que devoraba con el sexo (Mendieta, apud. Klein, 1994: 231). Regresando al caso mayo, se dice que la babatukku (Drymarchon melanurus) –el dueño de los sones del Pajko– se convierte en mujer proyectando en su sombra su forma verdadera, de serpiente o de liebre, cuyo desdoblamiento está acorde con personajes gemelares (Camacho y Ballesteros, 2020: 136).
Siguiendo a Olivier (2004, 2005) en su análisis sobre Tepusilam, para deshacerse de ella los habitantes la invitan a una “fiesta”, fundando el Xuravélt. Luego de vanos intentos a cargo de varios pájaros para traerla al lugar, el sexto de ellos pudo hacerlo: un colibrí, ave cargada de sexualidad. A su llegada, la ogra bebió tesgüino (bebida de maíz fermentado), bailó y pidió cinco “nietas”, que fue devorando una a una poniéndolas debajo de la axila. La “comida” la sació y la bebida la embriagó e hizo dormir. En ese momento, los anfitriones la quemaron o la guisaron; el “iguano”, el esposo de Tepusilam, recogió sus huesos para resucitarla, pero el propósito fracasó debido a que sus restos terminaron en el mar arrojados de una patada (Alvarado, 2004: 100-102; Olivier, 2005: 251). En otras variantes, su esposo conjura sus huesos para resucitarla: “Mientras cantaba empezó a rugir dentro de la tierra y en un momento revivió” (Preuss, 1998: 351).
Entre los tepehuanes, Chu’ulh es una “diosa de la tierra y devoradora de humanos”, que solía adoptar “la identidad de hombre o mujer para engañar a sus amantes –especialmente a aquellos que cometían incesto– para luego devorarlos”. Otras veces, los tepehuanes matan a Chu’ulh, porque ya no soportaban que devorara a sus hijos en los mitotes o Xiotalh. La narrativa indica que Chu’ulh fue emborrachado con un brebaje preparado con alimañas, para después cubrirlo de madera y prenderle fuego, haciéndolo estallar. Con su destrucción, surgieron algunos cerros y minas de hierro, plomo y cobre. La relación con el metal hace que los tepehuanes consideren que Chu’ulh se haya ido a Norteamérica, dado que los gringos ahora son adinerados (Reyes, 2018: 29-30).
La derrota de una entidad femenina de vagina dentada mediante la inducción del sueño también la encontramos entre los mixtecos. María Kuxi-yo (¿Cuchillo?) quería reinar en el mundo, atentando al orden en que vivían unos gemelos. Para vencerla, la engañan dándole a probar “chirimoya”, una fruta somnífera. Una vez dormida, el hermano menor le abre las piernas y la vagina para “quitarle todos los dientes que tenía. Pero tenía muchos, muchos dientes. Así le estuvo pegando con el metlapil hasta que le quitó todos los dientes y luego le hizo el amor” (Antonio Velázquez, apud. Villela y Glockner, 2015: 247). Todavía antes, al derrotar a un primer rival fiero gigante de aspecto serpentino de siete cabezas, los gemelos calientan siete piedras en siete hornos subterráneos que introducen una a una no en la vagina, sino en cada una de las bocas de la serpiente heptacéfala (Villela y Glockner, 2015: 244).
Al norte del área que habitan los yaquis, los primeros jesuitas recogieron narraciones entre los pápagos sobre la presencia de “una mujer o monstruo agigantado […] con el hocico a modo de puerco y las uñas tan largas que parecían de águila, y que comía carne humana” (Manje, apud. Bolton, 2001: 503). De un solo golpe hacía matazón de gente, pero si los habitantes le daban de comer carne de venado, “se mostraba familiar con todos” (Manje, apud. Bolton, 2001: 503). No pudiendo soportar más este flagelo, la gente se organizó y la invitaron a comer y a beber, embriagándola. Luego de bailar por un tiempo, el monstruo pidió que lo llevaran a su habitación: una cueva ahumada, cuya entrada tapiaron y le prendieron fuego (Manje, apud. Bolton, 2001: 503).
Una variante contemporánea la llama Haw-auk-Aux o “Vieja cruel”, habitante de la sierra Baboquivari; viste “un vestido de ante […] adornado con colmillos de puma y garras de animales salvajes” (Bolton, 2001: 504). Luego de haber acabado con los animales, ella empieza a devorar humanos. Aconsejados por Itoi, la invitan a un gran baile de cuatro días, después de lo que, rendida de cansancio, Itoi la lleva a una cueva y la gente le prende fuego. La vieja se levanta de un salto y provoca temblores que desgajan el cerro; Itoi coloca su pie para no dejarla salir, dejando su huella estampada.
Los hopis narran sobre una mujer primordial de apariencia monstruosa que permanece al acecho de los cazadores en una gran cueva. El primer indicio de su presencia –“cuando el sol apenas se ocultaba en el horizonte”– es auditivo. Löwatamwuuti, “la mujer de la vagina con dientes” (aunque “su propia boca no tenía dientes”), avanza lentamente hacia sus presas, pero al caminar hace ruido con el “roce de los arbustos circundantes”. Vestida totalmente de blanco, se levanta su vestido para mostrar su sexo “tachonado de dientes [que] abría y cerraba como mandíbulas”, “aleteando” constantemente los labios genitales. Luego de devorar a un joven con su sexo, el pueblo planea deshacerse de ella, por lo que solicita ayuda a la Mujer Araña y a sus nietos gemelos. Ellos la destruyen arrojándole directamente a su vagina dentada cuerpos de conejos que previamente habían cazado y preparado con guijarros, piedras y yerbas medicinales (Malotki, 1997: 12-33).
El tema de la derrota por fuego de ancianas de vagina dentada se extiende hasta Chiapas (Báez-Jorge, 2000: 291-321; 2008); este argumento le sirvió a Olivier (2005: 255) para continuar con su análisis sobre las transformaciones entre Tlantepuzilama e Itzpapálotl, que en otra versión también muere quemada por Mixcóatl y los mimixcoa haciéndola estallar en pedernales de varios colores (Olivier, 2004: 104).
En la narrativa yaqui y mayo, el Teémussu es un monstruo serpentino que, semejante a la Tepusilam mexicanera, se abre paso por debajo de la tierra con su casco de metal, desplazándose entre los cerros y el mar (Camacho y Ballesteros, 2020: 17). Incluso, una narrativa yaqui da cuenta de la creación de la sierra Baboquivari de los pápagos, lugar en el que atraparon a un “tipo malvado” que subterráneamente empujó la tierra y el agua del río Yaqui para llevarla hasta el norte (Painter, 1986: 59-60). En efecto, en la iconografía de origen prehispánico de la lámina 76 del Códice Nuttall aparece un ser serpentino con yelmo identificado como “Serpiente de Fuego”; posee el signo del día “muerte” y una glosa en náhuatl del siglo xvi en caracteres latinos que dice tlantepuzillamatl (Olivier, 2005: 248).
Se regresa entonces al tema de la Vieja con dientes de cobre y los personajes del tipo “Ancianos de la danza”. Particularmente, si el metal domina la parte superior del ente serpentino, en el Pajko’ola –de aspecto antrozoopomorfo– el cobre se sitúa en la parte baja, en los koyolim y en los discos de su sistro, el que ejecuta al bailar o lo lleva en reposo. Si el “casco” o “serrucho” es transformación de los genitales femeninos “feroces” (en una especie de suplantación entre «bajo» y «alto»), los koyolim –siendo referidos de manera explícita como “testículos” del chivo– dominan el área genital de un personaje eminentemente femenino (en una especie de transmutación entre «macho» y «hembra»). Ambas transformaciones no son ajenas al Pajko’ola, ya que le es propia la trasposición de la boca en vagina debido a su condición “hermafrodita” (Camacho, 2017).
Así, los dientes separados de cobre quedan ligados al cinturón de cuero del que cuelgan cascabeles metálicos. Los mismos dientes del personaje tallados en su máscara adquieren relevancia, pues los triángulos de los bordes le fueron descritos a Muriel T. Painter “como dientes de chivo” (apud. Griffith, 1972: 197). Algunos de ellos los pintan de “oro” o de “plata” o la dentadura es incrustada con diamantes de imitación; dos ejemplares de máscaras de Pajko’ola presentan dientes de latón (Griffith, 1967: 49-50). Además, si es verdad que la máscara de Pajko’ola es metáfora del cerro (Camacho, 2017), los dientes tallados permiten regresar al tema de las cuevas como espacios telúricos que resguardan personajes femeninos terribles.
Aparte, la principal analogía entre el Teémussu–Tlantepuzillamatl y el Pajko’ola radica en que, parafraseando a Claude Lévi-Strauss sobre el origen de los sismos, una hermana incestuosa termina sosteniendo “la columna sobre la que reposa la tierra”, si una “se hunde en la tierra con el cobre”, en una especie de “sismo al revés”, la cinética del otro al bailar y ejecutar su sistro lo acercan a una sacudida terrestre para exponer sus riquezas (sinécdoque del cobre): “en un caso la tierra se abre, en el otro se cierra” (Lévi-Strauss, 1981: 93, 107). Entre los mayos, se dice que los temblores se originan cuando los “angelitos”, que sostienen la Tierra en hombros o que tienen agarrados unos “culebrones”, se cansan o cambian de hombro, por lo que la sueltan y los ofidios se mueven. El “cansancio” de los ángeles es provocado por falta de rezos del rosario o de Pajko.
La narrativa navajo permite retomar el análisis de los instrumentos del Pajko’ola a partir de la “enfermedad” de la falena y los temblores de la Tierra. Considerada un símbolo del amor y la tentación, la mariposa está en el origen de una enfermedad llamada “locura de la polilla”, que se produce al entrar en contacto con el lepidóptero y consiste en “desmayos, frenesí, ataques, temblores o convulsiones” (Capinera, 1993: 225). Su origen mítico se debe al exilio de Begochidi, líder del pueblo de las mariposas de condición bisexual, que satisfacía lo mismo a mariposas masculinas que a mariposas femeninas. La ausencia de Begochidi provoca que la gente de las mariposas decida cometer incesto antes que casarse con forasteros, lo que causó su “locura”. Hoy, para no contraer esta enfermedad, los navajos arrojan las polillas a las llamas. A decir de John Capinera (1993: 225), esta narración explica la prohibición del incesto entre hermanos y miembros del mismo clan. La depredación sexual de Itzpapálotl encuentra motivo común con la “locura de la polilla”, la cual se evita por intermediación del fuego que lo mismo destruye a “Mariposa de Obsidiana” que a las polillas para impedir tener contacto con esta. Su destrucción implica la aparición del orden solar –tal como el alba anuncia un cambio en el Pajko– y la vida en sociedad a partir de la prohibición del incesto o del desenfreno sexual.
En efecto, en el mito sobre el nacimiento triunfal de Huitzilopochtli “se produce claramente la salida del sol” (Graulich, 1990: 247). La emergencia del astro de las entrañas de su madre la Tierra, Coatlicue, supone la derrota de sus enemigos: su propia hermana, Coyolxauhqui, y sus hermanos, los huitznahua. El estado previo a este acontecimiento alude al “mundo antes de la existencia del sol: los seres de esta época ‘vuelven a nacer’, y las tinieblas reinan hasta que el dios nace y hiende a los Cuatrocientos” (Graulich, 1990: 240). En otra versión del enfrentamiento entre Huitzilopochtli y su hermana:
El pecado de Coyolxauhqui y de sus hermanos es que, como Cihuacóatl o Itzpapálotl, quieren hacer creer que los mexicas han llegado a la tierra prometida. Es verdad que [,] al tratar de detener a los mexicas [en su peregrinación], intentan impedir nacer al sol de la misma manera que si matan a Coatlicue embarazada (Graulich, 1990: 246).
Las identidades de los enemigos del dios solar son, por supuesto, las estrellas innumerables y, principalmente, la Luna: Coyolxauhqui, “la que tiene cascabeles en el rostro” (Caso, apud. Fernández, 1963: 39), quien también porta en sus tobillos “caracolillos del género Polinices cf. lacteus” (Cué, 2009: 49). Se trata del mismo género de caracoles –además de Oliva– que aparece en la zona inferior en algunos depósitos rituales del Templo Mayor, siendo que “Los corales, las conchas, los caracoles y otros organismos marinos simbolizaban el inframundo, parte del universo que se imaginaba emplazado por debajo de la superficie de la tierra, de naturaleza eminentemente acuática, y conectado con el mar, los lagos y las lagunas” (López Luján et al., 2012: 16). La identificación mexica del cascabel con el caracol en tanto idiófono está acreditada plenamente a partir de su relación con el crótalo (Velázquez y Both, 2014: 40), lo que permite incluir a ténabarim y koyolim.
Los atributos de Coyolxauhqui son decididamente “nocturnos”: “enredo” o “falda” figurada “por una serpiente de cuerpo anillado”, “sandalias de obsidiana” y “mascarón de ser telúrico” cubriendo la rodilla (López Luján, 2010: 50); por ello se requiere ahondar en el “oro” de sus cascabeles (López Luján, 2010: 53), siendo que el “metal amarillo, era concebido como una sustancia cálida, masculina, madura y seca que abrasa o amarillea la tierra”, donde el elemento aurífero era también “una secreción del Sol” (Torres, 2015: 156, 159). Sobre todo porque “el mineral surge en el alba, momento del día que, asociado simbólicamente con la Casa del Sol […] marca el fin de la noche, de la oscuridad y de la ausencia de color –es decir, del periodo ligado al Mictlán– y el arribo del día, los primeros rayos de luz y el cromatismo” (Torres, 2015: 159).
El hecho de que un elemento solar como el oro aparezca en una entidad selenita derrotada supone un regreso al tema de la quemazón de una deidad lunar al alba. Aquí parece haber un tema tácito sobre la permutación del oro de Coyolxauhqui en cobre, que podría entenderse como una especie de oro “quemado” o disminuido por fuego; un “oro” de menor calidad o brillo. Desde el contexto arqueológico, llama la atención que los restos de un infante sacrificado en el Templo Mayor, ixiptla de Huitzilopochtli, presente entre sus atavíos, en cada tobillo, además de “un sartal de cuatro caracoles marinos […de] la especie Polinces lacteus […] dos sartales de cascabeles periformes de cobre sumamente corroídos…”, flanqueando al sartal anterior (López Luján et al., 2010: 373). Parece, pues, existir una inversión ritual con respecto al mito entre ambas deidades antagónicas, portadoras de sartales de caracoles y de cascabeles de cobre o de oro. Como señaló Lévi-Strauss (1981:124), un elemento –como la máscara (o los símbolos de oro de la diosa selenita)– “no es ante todo lo que representa sino lo que transforma, es decir, elige no representar. Igual que un mito, una máscara niega tanto como afirma; no está hecha solamente de lo que dice o cree decir, sino de lo que excluye”.
Justamente, debemos al autor francés el estudio más completo de la mitología amerindia sobre el cobre, cuya oposición e identificación con el oro se da a partir de sus brillos deslumbrantes, como un “rasgo invariable del sistema” (Lévi-Strauss, 1981: 110). Los dos aparecen como excrementos, si uno es de origen solar, el otro es de animal terrestre o semiacuático (oso o castor); o, dentro de las mismas transformaciones que presenta el autor, una rana huele a cobre, pero excreta oro; o el cobre no puede ser mirado de frente porque brilla como el sol: “Era exactamente lo mismo que el sol”; o el astro solar aparece como dueño del cobre; o un personaje “vestido de cobre [es] el hijo del sol” (Lévi-Strauss, 1981: 86, 91, 95, 102, 108, 110).
La asociación entre cobre y quemazón tampoco es ajena, pues “Es notable que, en los dialectos salish del bajo Fraser (Halkomelem), la palabra para ‘cobre’, sqwal, se vincule a una raíz cuyo sentido es ‘cocido’ o ‘quemado’” (Lévi-Strauss, 1981: 88, nota 1). Además, el olor a cobre (¿metal quemado?) está plenamente identificado en el análisis mediante un sistema cuatripartito, en el que un olor “insoportable” revela la enfermedad del héroe, las ranas, los salmones y el cobre mismo; además, “olor” a cobre y “ruido” del sistro de cierto personaje enmascarado “corren el riesgo de asustar a los salmones” (Lévi-Strauss, 1981: 86). En el descubrimiento mítico tsimshian del cobre, se dice que la hermana mayor fracasa debido a su deleite por “el árbol de los olores suaves”, impidiendo su arribo al lugar del metal; por su parte, la hermana menor sí pudo descubrirlo, a expensas de la muerte por envenenamiento de su marido tras haber aspirado las exhalaciones del cobre cuando lo quemaron, en un hecho que “parece difícil de interpretar si no es como el arte metalúrgica”. En efecto, “extraído de las profundidades de la tierra o –dicen también los mitos– sacado del fondo de las aguas, el cobre hace de sol ctónico” (Lévi-Strauss, 1981:49, 102).
Si el “brillo” es un “rasgo invariable del sistema”, no sorprende que, tanto en la mitología de los pueblos de la costa noroeste como en el caso mexica, los metales o sus brillos sean elementos que participan del argumento mítico sobre la creación de los astros Sol y Luna. En un caso, un hermano incestuoso roba a Oso su “aro brillante y cortante” (o una bola de oro o de cobre y llena de excremento), lo rompe en dos y lanza los pedazos al aire, convirtiéndolos en arcoíris o, en otras versiones, dando origen al cobre, o el círculo de cobre se vuelve el sol. En cualquier caso, los “objetos celestes brillarán para todo el mundo, sin distinción de rango social ni de fortuna”, aspecto social opuesto al cobre, símbolo de riqueza y de circulación restringida (Lévi-Strauss, 1981: 94-96).
Por su parte, en el mito mexica de la creación del Sol y la Luna en Teotihuacan, el brillo de los astros es un tema constante, ya que el primer resplandor del alba se anuncia en las cuatro partes del mundo y solo la palabra de los dioses que se hincaron al oriente fue verdadera. A la salida del Sol, le siguió la Luna, ambos “tenían igual luz con que alumbraban y […] vieron los dioses que igualmente resplandecían”. El desconcierto de los dioses ante los astros hizo que uno de ellos le pegara a la Luna con un conejo, “oscureciéndole la cara y ofuscóle el resplandor” (Sahagún, 1969: 261).
Existe un argumento más para considerar el análisis de Lévi-Strauss sobre la mitología de los indios de la costa noroeste en este tema sobre el cobre y la ogra: la presencia de una entidad femenina ligada a la tierra, al “mundo subterráneo” o que está “del lado de la noche”; es Dzonokwa, “ladrona de niños”, cuyas “riquezas parece ser exclusivamente de origen terrestre: cobres, pieles, cueros, grasa y carne de cuadrúpedos, bayas secas […]”; siendo dueña de este metal, es “esencia íntima de la ogresa” (Lévi-Strauss, 1981: 69, 72, 77). Para hacerse de sus riquezas –el cobre–, fue necesario destruirla por fuego o cortándole la cabeza, para lo cual previamente la invitan al pueblo con el pretexto de embellecerla (Lévi-Strauss, 1981: 65-67). En otras variantes, entonces llamada “Dama Riqueza” y con apariencia de rana (quien, además, tiene “el privilegio de cortar el cobre con sus dientes”), arranca y se come “los ojos de los habitantes del pueblo”. Rana gigante, posee “garras, dientes, ojos y cejas […] de cobre”; con sus uñas de metal, hiere en la espalda a quienes desean poseer riquezas, donde las costras de la herida son entendidas como “presentes” (Lévi-Strauss, 1981: 89-91, 103).
Regresando al caso mexica, otras variantes describen a Coyolxauhqui-Malinalxoch como hechicera u ogra, que mata a los peregrinos conducidos por Huitzilopochtli, libera serpientes, escorpiones, ciempiés y arañas para devorarles “vivo” –o con la simple vista– el corazón o la pantorrilla (Alvarado Tezozómoc, 2001: 70). Asimismo, una variante mítica de Tepoztlán de la primera mitad del siglo xx discurre sobre la contienda entre un héroe niño –nacido de una semilla que su madre se tragó al barrer un templo– y un “monstruo” devorador de “ancianos”; el héroe se hace tragar por el monstruo y, desde las entrañas, lo despedaza con sus armas de obsidiana (Castañeda y Mendoza, 1930: 26-27). La destrucción de personajes devoradores monstruosos a cargo de héroes venidos a menos queda ligado al tema de la disipación de la noche por los rayos del sol, donde –como ha señalado Lévi-Strauss (1981)– la apertura de la Tierra implica una revelación de sus riquezas, asunto que conduce nuevamente al tema de los sismos y del ruido del sistro (Lévi-Strauss, 1972).
Se ha visto que los ténabarim y los koyolim participan de la noche, pero es a partir del análisis sobre el sistro, entre otros instrumentos sudamericanos, que Lévi-Strauss aborda directamente este complejo musical. También por ello llama la atención que sea este instrumento el que conecta de manera más clara con los cambios cosmológicos. Dice el autor: “[L]os instrumentos de las tinieblas […] son una modalidad acústica del estruendo y [presentan] una connotación cosmológica puesto que, por doquier donde existen, intervienen en ocasión de un cambio de estación” (1972: 390-391).
La derrota de personajes solares o lunares alude a cambios cosmológicos, de modo que la presencia de los instrumentos de las tinieblas concierne diversas funciones relacionadas con el dominio de la noche, oponiéndose al del día. Pero, también, si estos instrumentos aparecen como antesala de la oscuridad y esta “como condición requerida para la unión de los sexos” y “las conductas no lingüísticas”, o porque simbolizan el paroxismo de la escasez, es de notar la existencia de otros instrumentos musicales con los que se oponen, que permiten “la desunión de los sexos [y] una conducta lingüística generalizada”, simbolizando el paroxismo de la abundancia (Lévi-Strauss, 1972: 348, 386). Precisamente, la presencia del cobre permite superar los estados, limitando al máximo la oposición entre las tinieblas y el dominio solar.
En principio, como señala Lévi-Strauss a partir de un mito tupí, la primera aparición de la noche se debe a un instrumento musical que, al jugar de manera imprudente con él, las tinieblas “se escapan de su orificio abierto para extenderse en forma de animales nocturnos y ruidosos –insectos y batracios– que son precisamente aquellos cuyo nombre designa los instrumentos de las tinieblas en el Viejo Mundo: rana, sapo, cigarra, saltamontes, grillo, etc.” (1972: 347). En el Pajko, todos los instrumentos se caracterizan por emular sonidos del mundo animal y vegetal nocturno, destacándose el zumbido de las abejas que salen del tronco podrido –el arpa (Camacho, 2011)– y, precisamente, la madera de Palo fierro (Olneya tesota) del sistro “contiene […] los ‘jousi’ o seres […] que deambulan en [el] monte, los discos de bronce emiten el [grillar] y simbólicamente son los kichulim o grillos” (Ayala, 2009: 42). En efecto, Lévi-Strauss (1972: 339) destacó el entrechoque de batidores de madera o ejecución de otros instrumentos de la noche para encontrar miel más fácilmente o para llamar al animal seductor, sonidos que evocan a agentes ruidosos ligados a “abejorros”, “zánganos” o “avispas sobrenaturales”.
La presencia de la miel como alimento que extrae el Pajko’ola durante la fase de apertura implica un acontecimiento que va más allá de la simple concordancia con la presencia de los instrumentos de las tinieblas; de hecho, varios mitos aluden en esta fase inicial del Pajko a la escasez de alimentos (López Aceves, 2013). De modo que “la cocina se expone, por el hallazgo de la miel […], a irse entera del lado de la naturaleza […]”, es decir, hacia una “condición patológica” –“social y cósmica”– que “Es también función de la alternación de las estaciones que, al llevar consigo la abundancia o la escasez, permiten a la cultura afirmarse o constriñen a la humanidad a acercarse temporalmente al estado de naturaleza” (Lévi-Strauss, 1972: 391-392).
La carencia de alimentos supone una condición de riesgo para el grupo y, en aspectos cosmológicos, también lo hacen los eclipses, “accidentes aperiódicos” en el pensamiento indígena, durante los que, semejante a algunos pueblos de Francia (Lévi-Strauss, 1972: 392, 337), los mayos recurrieron a los trastos de cocina, golpeándolos (Beals, 2016: 150). Sin embargo, la conjunción de elementos que “están regidos por una relación de incompatibilidad” puede ser absolutamente necesaria, como al procurarse del fuego de cocina. En el plano acústico, el sonido de los instrumentos de las tinieblas no solo evoca esta “patología cósmica”, como “ruidos terroríficos que señalaron la muerte del Cristo” o “La extinción de los fuegos terrestres” o “la extinción de los hogares domésticos como la noche que cayó sobre la tierra en el momento de la muerte del Cristo”, sino que “Crea el vacío necesario para que la conjunción del fuego celeste y de la tierra [‘para que pueda ser captado aquí abajo el fuego de arriba’] pueda realizarse sin peligro” (Lévi-Strauss, 1972: 337-339, 391; cursivas en el original).
Si bien el ruido de los instrumentos de las tinieblas proporciona este “vacío necesario” como protección ante una situación de peligro cosmológico, como la conjunción sexual entre Cielo y Tierra o la muerte del astro solar (temas ligados explícitamente al Pajko), conviene detenerse en su acústica nocturna a cargo de un personaje “lisiado” o “tullido”. En el mito, el Pajko’ola aparece como hijo “rengo” del Diablo, cuya discapacidad motriz le dificulta su participación en la danza y, en el ritual, esta condición la exhibe su movimiento dancístico ante los instrumentos musicales de cuerda: semiflexionada y con las manos caídas a los costados. A decir de Lévi-Strauss (1972: 386), la “recurrencia de la cojera […] está asociada al cambio de estación”, con lo cual comprendemos que el Pajko’ola queda ligado al destino del régimen nocturno del Pajko y es depuesto con los primeros rayos del sol.
En este sentido, la enfermedad que tulle al héroe, o cuando se recurre a atar el cuerpo del demiurgo (Lévi-Strauss, 1981: 43), denota una represión intencional del impulso corporal interno que domina a este tipo de personajes. “De su demiurgo Kanaschiwé [, los karajá] cuentan que una vez hubo que atarlo de brazos y piernas para evitar que, libre de movimientos, destruyera la Tierra provocando inundaciones y otros desastres (Bladus 5, p. 29)” (Lévi-Strauss, 1972: 335). Entre los intérpretes Pajko’olam hay quien gusta de “jugar pesado”, impidiéndole a su compañero moverse, quien entonces sentirá cómo una cuerda se tensa en su cuerpo.
De los instrumentos musicales del Pajko’ola, el senaaso es el que mejor remite a las vibraciones terrestres o a este movimiento corporal innato que Lévi-Strauss (1981: 41) destacó a partir del sistro de conchas marinas de los danzantes portadores de la máscara xwéxwé. Semejante a los Pajko’olam mayos, que danzan y danzan durante el Pajko, relevándose entre sí (todos ellos son alentados por espectadores para que bailen “un poco más”), “los Lummi elegían, para llevar la máscara, a los hombres más robustos, con la esperanza de que bailarían largo tiempo. Estos atletas cedían finalmente el puesto a la persona en honor de la cual se daba la fiesta”; y “las máscaras xwéxwé, después de haber comenzado su danza, ya no querían pararse; había que forzarlas físicamente” (Lévi-Strauss, 1981: 43).
Esta pacificación violenta de las máscaras equivale a su destrucción; una destrucción debida al riesgo inminente de comprometer la existencia humana, aunque necesaria para adquirir las riquezas terrestres o para “‘apartar’ o ‘rechazar’ un poder de la naturaleza […] el tapir o serpiente seductores, la serpiente arcoíris ligada a la lluvia, la lluvia misma, o los demonios ctónicos” (Lévi-Strauss, 1972: 336). Aún más, entre los mayos se dice que “Un día, con el primer rayo del sol, la madre tierra empezó a temblar” (Borbón, 2016: 24); entre los yaquis señalan que “Uno de [los] movimientos de golpeteo [musical del sistro] simula el derramamiento de semillas” (Kurath, 1972: 1014), por lo que el sonido metálico las acercaría al complejo de las riquezas terrestres que se abren paso por la superficie –al calor del sol– para germinar.
Estudios previos sobre el Pajko’ola y los ténabarim han demostrado la versatilidad del personaje y del instrumento musical, el primero al adoptar en su constitución elementos provenientes del Viejo Mundo e inscribiéndose en el complejo del Macho Cabrío (Olmos, 2011: 246); el segundo, a partir de considerar la perspectiva emic de los ténabarim como “cuerdas” y ligados al conjunto de instrumentos europeos (Jáuregui, 2017: 75). Ambos casos resultan fundamentales para nuestra comprensión sobre el Pajko’ola.
También es importante el acercamiento a la mitología del “ruido” y de los instrumentos musicales del personaje, que –en un movimiento oscilante– hacen voltear la mirada sobre una diversidad de personajes, pretéritos y contemporáneos, yuto-nahuas y de otras filiaciones lingüísticas, en la que el Pajko’ola se descubre con una imagen poco conocida, cercana al tipo amerindio de los “Viejos de la danza” distribuidos ampliamente por una gran área del noroccidente de México.
Es desde esta perspectiva que la interpretación artística del Pajko’ola –especialmente los instrumentos de su sonoridad– puede ser incluida al ámbito de las tinieblas, pero también en los albores, ya que persisten aspectos de su simbolismo instrumental nocturno que lo ligan con la aparición de los primeros rayos del Sol, que depondrá sus retumbes y con ello aparecerán las riquezas terrestres en el nuevo amanecer.
La noticia inesperada de la existencia de un personaje prácticamente desconocido en la literatura antropológica sobre los yaquis, que me compartió generosamente mi colega y amigo Diego Ballesteros, producto de su trabajo de campo e intelecto, me obligan a retomar la escritura cuando prácticamente este texto había llegado a su fin.
Se trata del kukumpoi o kukunpoi, una especie de ofidio ignoto cuya presencia está más allá de nuestra comprensión biológica de los seres que pueblan el entorno yaqui. Su gran boca, que le fue descrita a Ballesteros como semejante a la de un ser humano o a la de un sapo (considerando la extensión de su cuerpo como de medio metro), hace recordar a la babatukku de los mayos, de la que dicen que abre su gran hocico –cual fonógrafo– para emitir los “ruidos” del Pajko. En el caso yaqui, según le comentaron al autor:
[…] es de su cuerpo de donde “nace el arte del sonido de aire”, el jiawai: “Del Kukunpoi comienzan los danzantes de Pasko’ola; el Venado no, nomás los pajko’olas. De ahí nace el sonido del arte de la sabiduría de la música tradicional de nosotros. De ahí nace de la piedra, porque de ahí es el Kukunpoi; es una culebra que vive debajo de la piedra […]” (Ballesteros, 2023: 126-127, nota 114).
Agregando al caso mayo lo que Ballesteros apunta para el yaqui, tanto la faja negra de los Pajko’olam mayos como la faja (y cobijas) de varios colores que usan en las piernas los Pajko’olam yaquis remiten cada prenda a su propio jefe ofidio del Pajko: Babatukku y Kukumpoi.
Tal como señala el autor, en el Diccionario yaqui de bolsillo… (Buitimea et al., 2016): “[…] la palabra «Kukumpoi» no aparece, pero sí, en cambio, la palabra «kukupaa», que se traduce como ‘retumbante’ o ‘retumbar’, y también como ‘eco’, y se equipara a la palabra «jiawai». Asimismo, la palabra «kukupai» se traduce como ‘campana’ o ‘campanario’, y «kuta kukupa» como matraca (Buitimea et al., 2016: 76, 138, 156, 185, 211)” (Ballesteros, 2023: 126-127, nota 114).
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Fidel Camacho es licenciado en Etnología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (2011) y maestro en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) (2017). Ganador del Premio inah “Fray Bernardino de Sahagún” 2012 en la categoría de mejor tesis de licenciatura en Etnología y Antropología Social. Autor del libro: El camino de flores. Mitología y conflicto interétnico en la Warejma y el pajko de los mayos de Sonora (2019) y, en coautoría con Diego Ballesteros, Narrativa mítica verbal en el río Mayo. Aproximaciones al universo sagrado de un grupo amerindio (cahíta) (2020). Ha publicado algunos artículos sobre procesos rituales y contextos de escenificación entre los mayos de Sonora y los mazahuas del Estado de México. Actualmente es candidato a doctor en el mismo programa de posgrado de la unam.