Recepción: 18 de mayo del 2023
Aceptación: 18 de mayo del 2023
Desde mediados de la década de 1990, los periódicos guatemaltecos han publicado fotografías de hombres con el cuerpo tatuado a quienes identifican como mareros. La movilización de estas fotografías juega un rol clave en la socialización de ideas acerca de quiénes son estos sujetos y qué hacen, lo que da pie a la formación de una mirada pública del crimen como fenómeno concomitante a la posguerra. La formación de la referida mirada pública, a su vez, devino en un componente nodal de una nueva contrainsurgencia en la forma de lucha contra el crimen, de la cual la nota roja operó como uno de sus dispositivos retóricos. La discusión que ofrezco se centra en el desempeño de los dos periódicos representativos del género: Al Día y Nuestro Diario, y se acota al decenio 1996-2005.
Palabras claves: Guatemala, mareros, nota roja, nueva contrainsurgencia, posguerra, visualidad
visualities of a new war: photographs of mareros in sensational journalism in post-civil war guatemala
Since the mid-1990s, Guatemalan newspapers have run pictures of tattooed men identified as mareros (gang members). The deployment of these photographs served to spread ideas about who these subjects are and what they do, forging a public vision of crime as a phenomenon linked to the post-war period. Shaping this public perspective, in turn, became a new form of counterinsurgency against crime, and sensationalism has proved a critical rhetorical device. The discussion centers on two sensationalist papers, Al Día and Nuestro Diario, and covers the period from 1996-2005.
Keywords: mareros, gang members, visuality, sensational journalism, post-civil war, new counterinsurgency, Guatemala.
Las fotografías de mareros en los periódicos guatemaltecos aparecieron enmarcadas en un giro noticioso específico: las noticias de maras, noticias que informan de hechos violentos y comportamientos criminales protagonizados por mareros. Los dos periódicos que con más consistencia han publicitado a los mareros son Al Día y Nuestro Diario. El primero apareció en 1996 y el otro, en 1998. Al Día salió de circulación en 2013; Nuestro Diario se mantiene vigente. Ambos se especializan en nota roja y deportes, temas que los posicionaron como los preferidos de lectores de clase baja y de poca escolaridad.
El estilo de fotografías de mareros no es exclusivo de Guatemala, por lo que sería errado atribuir su creación a los periódicos. Dado que los mareros han sido desde el principio un fenómeno de criminalidad transnacional, el estilo de fotografía debe ser situado en campos de visualidad igualmente transnacionalizados, alimentados por las retóricas sobre pandilleros en el sistema carcelario californiano, la ficción cinematográfica, los sistemas de vigilancia migratoria, etc. Si bien reconstruir estos campos de visualidad pública transnacionalizados es una tarea analíticamente estimulante, en esta ocasión mi objetivo es poner en relieve sus configuraciones locales, estudiando la emergencia y consolidación de los mareros en la nota roja guatemalteca durante la década posterior a la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera de 1996.
El acondicionamiento de lo que he denominado noticias de maras en los periódicos de nota roja puede ser interpretado, en primer término, como efecto de la evolución ordinaria de la publicidad del crimen. Es decir, resultó de la búsqueda de alicientes comerciales; los periódicos, según Picatto (2001 y 2017), existen también para generar réditos, además de para transmitir noticias. De igual forma, podrá argumentarse que el arribo de los mareros a las noticias resultó de la dependencia de los periódicos respecto a la fuente policial. Desde este punto de vista se dirá que si los periódicos publican noticias de maras, es porque los protagonistas de hechos que la policía registra son mareros.
No obstante, si inquirimos en los efectos políticos producidos por la publicidad noticiosa, tendremos una respuesta de más complejidad analítica. En este artículo me aproximo a la publicad noticiosa de los mareros con el propósito de explicar cómo la movilización de fotografías de hombres tatuados en los periódicos y su utilización para referenciar filiación criminal influyeron decisivamente en los procesos de selección preventiva de conjuntos poblacionales, a los que se encapsuló en un tipo social cognoscible a través de una semántica corporal fincada en la portación de tatuajes.
En Guatemala, la policía fue la que primero fijó la mirada en los cuerpos tatuados y los utilizó para referenciar comportamientos delincuenciales. Comenzó a hacerlo a partir de 1997 y 1998 en el contexto del endurecimiento de las políticas de control de la criminalidad urbana de baja monta. Así que, en el principio, las fotografías aparecieron para cumplir propósitos de control y vigilancia policial (Sekula, 1986). A partir de entonces, la policía interpretó sus encuentros con mareros acudiendo a los flujos de información que actualizaban el estado de las pandillas en California y otros sitios de Centroamérica, donde, se afirmaba, estos generaban altos niveles de violencia. A partir de allí, el control policial pasó a apoyarse en el requisamiento de los cuerpos, como si estos contuvieran las claves para el desciframiento de la malignidad social que se espera localizar y desvelar. Surgió así el archivo policial antimaras propiamente dicho, cuya singularidad con respecto a versiones pasadas radica en una mayor dependencia de la gramática corporal. Con estos elementos se fundó una nueva epistemología del crimen y la violencia.
La irrupción pública de los mareros tomó lugar en un contexto de agudización de ansiedades de seguridad, exacerbadas en buena medida por la reconversión de los aparatos de violencia estatal luego del fin de la guerra antiguerrillas. Mi posición al respecto es que, en aquel contexto,la criminalidad se suplantó a anteriores imágenes del desorden. Los criminales, incluidos los mareros, fueron situados en la posición de nuevos enemigos de la sociedad a quienes el Estado debía hacerles la guerra. Apreciado así el problema, es factible argüir que el archivo policial de mareros, del que la nota roja abreva, se desarrolló en diálogo con las tecnologías de la nueva contrainsurgencia, que Müller (2015) denominó “contrainsurgencia criminal” por estar centrada en el combate a la criminalidad.
En perspectiva comparada, los mareros son el único tipo criminal al que se le reconoce empleando una gramática corporal codificada en fotografías. La mirada vehiculizada por las fotografías regula, organiza y destaca cualidades que, al ser indexadas con el ser social de los individuos retratados, producen imágenes. La potencia visual de estas fotografías radica en que corporiza al nuevo enemigo social.
Para conceptuar la formación de la mirada pública de los mareros acudo al término “régimen escópico”, propuesto por Martin Jay (1993 y 2011). Para Jay, los regímenes escópicos hacen posible la existencia de determinadas prácticas visuales en circunstancias históricas específicas. El régimen escópico de los mareros otorga veracidad a su existencia, permite el escrutinio de determinados cuerpos y hace posible la fijación de relaciones de indexicalidad con nociones de crimen, violencia y desorden social.
Régimen escópico es una herramienta de análisis crítico de la cultura visual de amplias aplicaciones en términos de escala, más allá de su conceptualización original (Metz, 1982). Estos usos, apunta Jay (2011), permiten pensar en regímenes macros y regímenes micros. En un extremo se ubican los esfuerzos de caracterizar configuraciones epocales, por ejemplo, los regímenes escópicos de la modernidad; mientras que en el otro encontramos prácticas visuales más estrechas, circunscritas a tiempos y espacios acotados. A esta categoría corresponde la mirada pública de los mareros en la posguerra guatemalteca.
Antes que discutir cuestiones de escala, me interesa reflexionar sobre la mixtura entre tecnologías fotográficas, moldeamiento de formas de ver y dominación social, al interior de campos de fuerza históricamente configurados. En este sentido, la tesis de un régimen escópico de mareros recupera la afirmación hecha por Feldman (1991) respecto a que los Estados y sus aliados suelen actuar para ofrecerles a sus públicos imágenes que proveen acceso visual a las historias detrás de las ideas que soportan los proyectos de dominación con los que se han comprometido.
En la misma línea de ideas, mi aproximación a la visualidad contemporánea del crimen encuentra inspiración en el análisis de María Torres (2014) y su estudio de las estéticas y narrativas elaboradas por los fotoperiodistas que cubrieron la violencia política guatemalteca del pasado. Según Torres, la nota roja guatemalteca aportó significativamente a la edificación de los regímenes escópicos del terror propiciados por las dictaduras militares, pero también fue una empresa comercial ordinaria y un repositorio visual de enorme valía para los procesos de memoria. La nota roja contemporánea es, del mismo modo que en el pasado, a la vez aparato retórico de contrainsurgencia, negocio editorial y deponente de las nuevas violencias.
En Guatemala, los incrementos de las estadísticas de criminalidad y de muertes violentas y sus concomitantes sentidos de inseguridad pública se erigieron en instancias privilegiadas para constatar los menguados avances de las transiciones de la guerra a la paz y del autoritarismo a la democracia formal (Bateson, 2013; López et al., 2009; Camus et al., 2015; Mendoza, 2007).
¿Por qué aumentaron la violencia y el crimen en tiempos de paz? No existe una, sino varias respuestas posibles, cada una con los matices respectivos, teniendo en común la premisa que la realidad observada representa una irregularidad sociológica: la transición debió traer paz, no más violencia y crimen, como sucedió. No es de mi interés establecer balances del estado del arte de las violencias y el crimen de las posguerras, tampoco contrariar a los entusiastas de la pacificación. Simplemente, encuentro que la relevancia política que el crimen y la violencia alcanzaron durante la posguerra no se acota al crecimiento numérico de los robos, los secuestros, los homicidios y demás hechos.
Para comprender de mejor manera la colocación del crimen y la violencia como temas de alta sensibilidad pública en el contexto del recambio de los modos de mando autoritarios por otros formalmente democráticos, es oportuno prestar atención a los movimientos semióticos de sustitución y desplazamiento de lo nacionalmente amenazante al interior de la imaginería dominante del orden y el desorden. A la vez que en los hechos registrados en estadísticas, el crimen es una realidad contenciosa que pone en vilo la continuidad de los métodos de la dominación violenta históricamente configurada.
Esta apuesta analítica, que delineo con brevedad, reposa en la siguiente formulación: las élites guatemaltecas y los agentes del Estado que actúan con arreglo a sus intereses albergan la sospecha de que los mecanismos civiles de los que disponen para perpetuar la dominación social son frágiles. Históricamente, las élites económicas han renunciado a expandir la base de la hegemonía a través de la distribución de la riqueza y la edificación de una cultura nacional capaz de abordar las diferencias internas de modo positivo. En momentos de crisis y cuando presienten que la dominación social se debilita, frecuentemente acuden a la agitación de figuras de peligrosidad social, a las que el Estado debe controlar o extirpar a través de métodos violentos. Es llamativo que, en la experiencia guatemalteca, las amenazas al orden social provengan del interior del cuerpo de la nación, no del exterior. De allí que, la mayoría de las veces, la continuidad de la autoridad del Estado ha dependido de que exista algo o alguien a quien combatir en nombre de la defensa de la sociedad nacional. De hecho, en buena medida, el Estado existe para desempeñar tal labor.
Renovar las creencias respecto a que la nación está permanentemente amenazada por figuras surgidas del interior forma parte de los juegos de afirmación de la dominación social a la que estoy aludiendo. Ello conlleva el desarrollo de capacidades para controlar los recursos físicos de la violencia depositados en el Estado, arrogarse el derecho de autorizar su uso defensivo en nombre de algo más amplio que la defensa personal. Así, en este país, la guerra contra los enemigos de la sociedad ha sido siempre violencia contra otros guatemaltecos, nunca o solo en raras ocasiones violencia en contra de extranjeros.
Si bien es acertado ligar las representaciones de la nación ideada como un cuerpo perennemente amenazado desde su interior con la cultura de las clases dominantes, también es verdad que la semiótica de los enemigos internos y del valor resolutivo de la violencia no es privativo de las élites. En distintos tiempos y espacios, las clases populares han sido entusiastas de proyectos de dominación violenta que se tornan contra sí mismos o los entornos de intimidad.
En la posguerra los criminales reemplazaron a los guerrilleros izquierdistas. Mientras que los subversivos amenazaban los privilegios de clase de la élite y prometían un mejor porvenir para las masas empobrecidas, los criminales carecen de proyectos de transformación social, sencillamente son depredadores de vidas y patrimonios. Se trata de desplazamientos con modificaciones, de rupturas con continuidades, no de relevos lineales.
En el presente, que todos seamos víctimas en potencia del crimen hace que el temor se difumine por el cuerpo social de la nación con altos grados de agudeza. Por esta razón, la movilización del miedo y de los sentidos de inseguridad alcanzaron densidades narrativas no vistas en el pasado, consiguiendo así que, personas y grupos separados por fracturas de clase, etnicidad y diferencias urbano-rurales, encuentren que el combate a las amenazas de seguridad es un proyecto común al que todos deben aportar.
Este es el encuadre general de la colocación de los mareros como fuente de desorden y nuevos enemigos del Estado. Con relación al pasado, la nueva guerra resultaría novedosa porque transcurriría enmarcada en la gubernamentalidad formalmente democrática, estaría a cargo sobretodo de la policía, se pelearía en las periferias urbanas y contra un enemigo despojado de ideologías de cambio social radical.
Para comprender la formación de la mirada pública de los mareros es necesario prestarles atención a los desarrollos de la nota roja en general, así como del subgénero de noticias de maras en particular. El problema de conocimiento al que nos enfrentamos no es la existencia de mareros en el sentido sociológico, sino la producción y movilización de ideas e imágenes acerca de quiénes son y qué hacen. Se trata de un objeto de conocimiento al que se le atribuyen unos cualisignos de proximidad con el crimen, cuya aprehensión depende de la activación de una referencialidad visual basada en marcadores corporales.
Con apego a la convención de género, las noticias de maras narran hechos, generalmente delitos, y ofrecen fotografías de los protagonistas. Desde un punto de vista semiótico, las noticias constituyen proposiciones generales compuestas de elementos lingüísticos y visuales (Peirce, 1986). En ellas, las fotografías aparecen para cumplir funciones de iconicidad o indexicalidad con relación al mensaje general. La conceptuación de la noticia como proposición general no anula la potencia de las fotografías periodísticas para significar de manera autónoma. En nuestro caso de estudio, reconocer la autonomía relativa de la fotografía con relación al texto escrito es relevante, debido a la preponderancia que la visualidad ha adquirido en los procesos de cognoscibilidad social del tipo criminal en ellas representado.
El amplio consenso existente respecto al papel que los periódicos han jugado en la formación de la imaginación social y la socialización de ideas y discursos políticos es extensible a su desempeño en la producción y movilización de nociones respecto al crimen y los criminales (Jusionyte, 2015; Picatto, 2001, 2017; Siegel, 1998). En los diarios, escribe James Siegel, no encontraremos criminales en el sentido sociológico, pero sí la manufacturación de imágenes e ideas acerca de su génesis y existencia (1998: 30). Las narrativas del crimen surgen de procesos complejos y descentralizados, extensibles a través de varios espacios, desde la aparición de la policía en las escenas del crimen hasta las salas de redacción.
El crimen en las noticias es un objeto contencioso que se modula en encuentros y negociaciones entre los individuos e instituciones que trabajan juntos para traducir hechos en explicaciones autorizadas y semióticamente orientadas, a través de las que un suceso en particular es convertido en noticia. A decir de Jusionyte (2015), la producción de noticias conlleva un tipo particular de trabajo consistente en la manipulación de signos y significados que la autora aprehende con el término crimecraft (manufacturación discursiva del crimen). El concepto es útil para estudiar el trabajo de composición narrativa de las noticias realizado por los periodistas a partir de la fuente policial. Aquí lo empleo con dos propósitos: para destacar la fuerza creadora de la enunciación periodística y para acentuar el protagonismo de la prensa en la producción de la cognoscibilidad social de tipos sociales y de los criminales en singular.
En las noticias guatemaltecas, los mareros comenzaron a aparecer de forma esporádica a finales de la década de los ochenta (avancso, 1998; Reséndiz, 2018). En los años posteriores, los reportes periodísticos de actividades pandilleriles aumentaron, pero solo afianzaron un espacio por derecho propio hasta después de 1994. Desde entonces, maras y mareros constituyen categorías lingüísticas de referencialidad de grupos y actores criminales fácilmente delimitables. Puesto que en aquel momento los radios de operaciones de los mareros se acotaban a los barrios pobres de la periferia y al populoso centro de la capital, su aparición en las noticias surcó entre las líneas de la criminalidad de pobres. Es decir, se les representó como pobres victimizando a otros pobres (Misse, 2018). No obstante, desde el principio fueron cargados con signos de malignidad social y desorden social.
Mantengamos presente que, para principios de los años noventa, los sentidos de inseguridad y la atracción pública hacia el crimen se habían difuminado, tanto por el crecimiento cuantitativo de hechos violentos, como por la agudización de las ansiedades públicas venidas de la sospecha de que con la retirada del poder militar surgían vacíos de autoridad que estaban siendo colonizados por los criminales. Los secuestros, delitos que victimizaban a las clases medias y altas, constituían el principal foco de la atención pública. Desde diversos flancos se emitían discursos dirigidoshacia el Estado demandando protección violenta, que eran respondidos con promesas de más acción policial en las calles e incremento en los castigos penales. Fue en aquel periodo cuando se emitió la cantidad más alta de condenas a muerte. En este contexto, los diálogos entre gobernados y gobernantes, en buena medida mediados por la prensa, modulaban la realidad del crimen, produciendo significados comunes y consensos. De allí brotó la certeza de que también los mareros constituían una amenaza social a tomar en cuenta.
Si bien para 1996 las categorías maras y mareros se habían sedimentado en el habla pública, no ocurría lo mismo con las representaciones visuales. Los mareros eran reconocibles cuando los individuos se identificaban como tales, cuando alguien decía “este es un marero” y cuando aparecían aglomerados en pandillas. El uso de fotografías como recursos de cognoscibilidad del tipo criminal surgió después. La ausencia de la mirada pública centrada en los cuerpos en aquel momento histórico puede ilustrarse con el siguiente caso: en octubre de 1993, el diario El Gráfico, presentó una noticia sobre una mara que, conformada por “jóvenes que visten de negro y andan armados de bates de beisbol”, había hecho de una avenida comercial de la capital su centro de operaciones delictivas (Hermosilla, 1993:10). La noticia contiene una fotografía de la mencionada avenida, pero no de los mareros sobre los que informa. En la posición que tiempo después fue ocupada por las fotografías de cuerpos tatuados aparece una gráfica que visualiza las calles aledañas a la avenida referida, e inserto en ella está un avatar que representa a los mareros. El avatar cumple el propósito de mostrar el estilo de vestimenta “floja” de los mareros y la ostentación de bates descritos en las noticias.
La noticia que incluye el avatar es representativa del universo narrativo de las maras de aquel momento. Si las fotografías están ausentes es porque los cuerpos de los mareros aún no habían sido destacados como textos para interpretar. La ausencia de índices corporales que establecieran la pertenencia a maras llevaba a que, en muchas ocasiones, los mareros fueran presentados como delincuentes ordinarios. Esta situación se refleja de buen modo en los partes policiales a partir de los que se redactaron las noticias. En ellos, muchas veces, los capturados son identificados según el tipo de ilícito cometido. Los que robaban carteras eran carteristas; aquellos que asaltaban eran asaltantes.
Previo a que los operativos antimaras ganaran habitualidad, la atención policial en la criminalidad de pobres se enfocaba en los ladrones que asaltaban y robaban a compradores y transeúntes en el centro de la ciudad. La policía solía preparar planes de seguridad especiales para fechas en que el comercio popular se incrementaba, como Navidad y otras festividades importantes. El objetivo prioritario de los planes de seguridad era capturar delincuentes en flagrancia. Antes, durante y después de su implementación, la prensa de nota roja ofrecía una amplia cobertura del accionar policial. De lo sucedido, las cifras de capturas y las escenas de notoria espectacularidad (persecuciones, riñas, etc.) solían ir a las primeras planas. La mayoría de las detenciones efectuadas por la policía en el marco de los operativos eran presentados según la flagrancia del caso: ladrón, carterista, asaltante, ratero, etc. Esta situación comenzó a variar después de 1996.
El plan de seguridad navideño de 1997 supone una inflexión relevante para la historia que estamos revisando. Las cifras de capturas reportadas por la policía en aquella ocasión fueron particularmente altas. En la mayoría de los partes policiales retomados por las noticias los detenidos aparecen identificados como asaltantes o ladrones. Solo en pocas ocasiones aparecen alusiones a que algunos pertenecían a las maras. Aun así, losperiodistas extendieron la interpretación de los partes aseverando que los ladrones detenidos por la policía también eran mareros. Este fue el primer episodio de seguridad en el que la prensa se esforzó para situar a los mareros en el papel de actores criminales de alta peligrosidad social, inclusive yendo más allá que la misma policía.
La impresión resultante de la lectura de las noticias es que, para los periodistas, la filiación pandilleril de algunos detenidos poseía mayor valor noticioso que la simple identificación de ladrones. Esta actitud denota que, como observaremos más adelante, la nota roja guatemalteca se mantenía expectante de la temprana implantación de las pandillas de procedencia californiana en Centroamérica.
El plan de seguridad navideño de 1997, que debía concluir después de la celebración del año nuevo de 1998, fue extendido durante los meses siguientes hasta casi ser convertido en estado de excepción permanente, con inclinación hacia la vigilancia de los mareros. A partir del segundo trimestre del año, los operativos antidelincuenciales en el centro y las periferias de la capital pasaron a ser denominados por la propia policía como “guerra a las maras”.
La evidencia hemerográfica disponible permite constatar que fue también en aquel momento cuando la policía empezó a cometer ejecuciones extrajudiciales de manera sistemática en contra de presuntos mareros. Solo entre febrero y marzo de aquel año, más de una decena de jóvenes identificados como integrantes de las maras fueron ejecutados en circunstancias que adjudican la autoría de la muerte a la policía (Avendaño y Salazar, 1998: 8). Propiamente dicho, la cristalización de los mareros como un nuevo tipo criminal reconocible a través de la mirada se dio en los operativos policiales del fin de año de 1997 y los primeros meses de 1998. Con esta afirmación no estoy negando la existencia de iniciativas de cognoscibilidad previas. Subrayo, más bien, la operatividad de un salto cualitativo en la conceptualización estatal de una categoría de peligrosidad social y su traslación al dominio de la violencia policial y, más relevante aún: la edificación de una visualidad propia.
Con la inauguración de la guerra contra las maras la policía descubrió los cuerpos tatuados de los mareros y señaló que estos tatuajes eran útiles para referenciar de manera visual al nuevo tipo criminal. Lo hizo a partir de sus encuentros con integrantes de la Mara Salvatrucha. Veamos cómo sucedió.
Para 1998, el universo de las maras estaba conformado por un sinfín de pandillas con nombres propios que, para efectos de exposición, podemos agruparlas en dos modalidades según su origen: oriundas y transnacionales. Las primeras se asemejaban a grupos de arraigo barrial identificados con un líder carismático, no se tatuaban y sus perfiles criminales eran rudimentarios.
El adjetivo “transnacionales” resulta útil para denotar a la Mara Salvatrucha (ms) y al Barrio 18 (B18). Según las propias ficciones fundacionales de estas organizaciones, ambas surgieron en Estados Unidos para cristalizar las lógicas raciales del pandillerismo californiano que segregaba a los centroamericanos de chicanos, negros y otros. La literatura especializada ha explicado el afianzamiento de la ms y el B18 en Centroamérica como efecto de las deportaciones masivas que el gobierno norteamericano realizó a principios de la década de 1990. Entre los deportados se contaba a pandilleros, quienes a su arribo se dieron a la tarea de recrear las organizaciones californianas.
Cuando la policía guatemalteca inició su guerra contra las maras, entre 1997 y 1998, la actividad pandilleril en el país se presentaba diversificada. Mientras que las maras oriundas vacilaban entre ser pandillas juveniles inofensivas y ser agrupaciones de asaltantes y ladrones de baja monta, las maras transnacionales mostraban estar capacitadas para el ejerciciode la violencia y el desarrollo de perfiles criminales más complejos. Se hizo común que, al presentar a la ms, se estableciera que provenía de Estados Unidos, que había sido creada por salvadoreños, que era más violenta que las demás y que sus integrantes se tatuaban. La recurrencia de menciones como estas transmite la certeza de que, de cierta manera, los encuentros de la policía guatemalteca con los salvatruchas estuvieron precedidos por la anticipación del flujo de información sobre la situación del pandillerismo californiano y la realidad salvadoreña. Dicho de otra manera, en la experiencia guatemalteca el concepto de qué o quién era un salvatrucha anticipó la presencia física de individuos identificados con tal categoría.
La inclusión de los salvatruchas en la taxonomía nacional de las maras llevó a que cada vez que la policía capturaba a sospechosos de ser mareros los auscultaba en busca de tatuajes. Aquellos que los portaban eran presentados como salvatruchas (mantengamos presente que los integrantes de las maras oriundas no se tatuaban). La presencia de tatuajes motivó que a los detenidos se les desvistiera el torso y se les expusiera así ante los fotoperiodistas, quienes se encargaban de llevarlos a las noticias. Por esta razón, durante varios años, en las fotografías unos individuos aparecen parcialmente desnudos y otros vestidos. Vistas en retrospectiva, y utilizandola mirada policial subyacente en ellas, se puede anticipar la filiación de los individuos retratados: aquellos que conservan la ropa pertenecían a maras oriundas; los que aparecen con el torso desnudo puede afirmarse casi con seguridad que eran salvatruchas. Fue de este modo que los periódicos comenzaron a exponer fotografías de hombres tatuados identificándolos como correspondientes a miembros de la Mara Salvatrucha.
La aparición de fotografías de cuerpos tatuados en los periódicos y su uso para indexar pertenencia a la ms tomó lugar en el contexto de la implementación de operativos antidelincuenciales que arrojaban cifras altas de mareros capturados entre 1997 y 1998, y está estrechamente vinculado a Al Día y Nuestro Diario. El tratamiento de las maras y los mareros en estos diarios es bastante similar; no obstante, es oportuno considerarlos por separado.
Al Día comenzó a circular en noviembre de 1996. Si bien desde el principio presentó noticias de maras, estas solo llegaron a las portadas durante la cobertura de la guerra a las maras. En la edición del día 19 de febrero de 1998, el diario informó de un “tiroteo entre maras” acaecido en una barriada popular en el norte de la capital. La fotografía de la portada muestra a un hombre recostado en una camilla de hospital con el torso descubierto, en cuyo vientre se aprecia lo que parece ser el del número 18 tatuado, pero ni la policía ni los periodistas advierten la existencia de la marca. Tampoco sabemos quién le retiró la camisa, si lo hicieron los policías que lo detuvieron o los paramédicos que atendieron la emergencia (Al Día, 1998a).
Un mes después, el 23 de marzo, Al Día nombró la “guerra a las maras” en una noticia que ofrece los saldos de los operativos policiales antimaras. La fotografía que acompaña la noticia ofrece una vista panorámica a un asentamiento irregular con casas de hojalata desparramadas sobre un cerro estéril. El objeto de la cámara no fueron los mareros, sino el entorno social del que procedían: la precariedad de la periferia capitalina (Flores, 1998: 3).
La primera mención a tatuajes como índice de pertenencia a maras en este periódico apareció con fecha del 29 de marzo de 1998. La noticia informa el hallazgo de dos cadáveres no identificados, “dejados” en una carretera en las afueras de la capital. Según los policías citados por el periodista, los cadáveres “eran de pandilleros por la cantidad de tatuajes que tienen pintados en el tórax, brazos y espalda” (Salazar, 1998: 8). Así la descripción del cuadro impreso en la piel de una de los mareros ejecutados:
Donde la muerte me sorprenda, bienvenida sea. La oración anterior está tatuada en el brazo izquierdo y es parte de varias figuras aladas con afiladas garras, cachos y expresiones demoniacas que fueron pintadas en otras partes del cuerpo de la víctima. El investigador policiaco toma nota y dice que “este muchacho es de los pandilleros que adoran a Satanás. Ya hemos capturado a algunos y tienen la misma característica: muchos tatuajes y una cruz en el dedo medio de la mano izquierda” (Salazar, 1998: 8; cursivas y comillas internas pertenecen al original).
La fotografía incluida en la noticia no permite apreciar los tatuajes. En ella se observa a un agente de policía en el instante en que fotografía los cuerpos y a la muchedumbre de curiosos que circunvalan la escena. El periódico destaca la indexicalidad que la presencia de tatuajes permite establecer por encima del hallazgo de los dos cadáveres que, por cierto, es bastante posible que hayan sido ejecutados por la propia policía. La relevancia de esta noticia está en la declaración del investigador, quien pausadamente alecciona al periodista desde la posición autoritativa que la guerra a las maras le proporcionaba. El uso del plural implícito “hemos” es clave en este sentido, pues alude a un nosotros incorporado por la policía; nosotros que hemos capturado mareros; nosotros que hemos aprendido a reconocerlos; nosotros que hemos ganado dominio para educar a otros para que hagan lo suyo.
La primera ocasión que Al Día utilizó fotografías de un cuerpo tatuado para referenciar la visualidad de los mareros fue el 13 de mayo de 1998. En la portada de aquella edición se observa a un hombre sin camisa, fotografiado de espalda, con los brazos alzados. En la espalda y los brazos exhibe varios tatuajes, sobresaliendo las siglas ms, colocadas sobre los omóplatos. La fotografía está calzada con el título “Capturan a salvatruchas” (Al Día, 1998b: 1).
Notará el lector que se trata de una imagen trucada. El objeto fue aislado y colocado en un fondo blanco, posiblemente con el propósito de limitar los factores que distraen la mirada. La composición habla por sí sola, o esa parece ser la aspiración subyacente. El montaje que representa al salvatrucha acude a la tesis de que los mareros son visualmente reductibles a cuerpos tatuados.
La noticia de la captura de los salvatruchas comparte la portada con tres noticias secundarias. De estas, dos incluyen fotografías convencionales. La otra, que informa del arribo de la Virgen de Fátima al país, también presenta una imagen trucada. A su modo, ambas imágenes desempeñan el mismo trabajo: son íconos. Una de la virgen, la otra de los mareros. Allí radica su relevancia representacional. De este modo, tenemos que los primeros cuerpos tatuados expuestos por la policía con el propósito de significar la filiación con maras pertenecían a salvatruchas. Consecuentemente, la visualidad pública del tipo social marero se acomodó con arreglos a la imaginería acondicionada a partir de los cuerpos de los integrantes de dicha mara.
La cantidad de publicaciones de Al Día dedicadas a la guerra contra las maras continuó creciendo durante 1998. La recurrencia temática permite observar cómo operó la transferencia de conceptos e ideas desde el campo policial hacia la narrativa periodística. La policía presentaba a individuos, vivos o muertos, a los que incriminaba de ser mareros y los exponía para que los periodistas los fotografiaran, ofrecía caracterizaciones y explicaba la labor de control que ejercía sobre ellos, además de que proporcionaba las claves interpretativas para que los lectores los localizaran en el paisaje figurativo del crimen urbano. El mensaje que intentaba transmitir parece ser claro: para reconocer a los mareros no era necesario escucharlos decir “yo soy un marero”, bastaba con ver fotografías, cuyas notas al pie establecían que el objeto representado era un marero.
La narrativa de mareros de Nuestro Diario dista poco de la de Al Día, ano ser por una retórica de mayor incriminación. Nuestro Diario comenzó a circular en enero de 1998. Como Al Día, se especializó en nota roja y noticias de fútbol. La aparición de Nuestro Diario coincidió con el primer episodio de la guerra policial antimaras. Posiblemente por esta razón los mareros adquirieron centralidad noticiosa desde las primeras ediciones. En este periódico, las relaciones entre cuerpos tatuados y mareros fueron entretejidas a partir de los encuentros de la policía con los salvatruchas.
Nuestro Diario aludió al valor interpretativo de los tatuajes de los mareros por primera vez el 13 de mayo de 1998 cuando informó que la policía había capturado a dos hermanos, a quienes imputó delitos de asesinato. La noticia incluye una fotografía de los detenidos. Uno viste una camiseta sin mangas, que deja al descubierto los tatuajes que porta en el antebrazo derecho. Pero es el pie de la foto el que teje la correspondencia entre imagen y narración. Allí se lee: “El tradicional tatuaje ms en su cuerpo los identifica como miembros de la mara “‘Salvatrucha’” (Revolorio, 1998: 4).
En Nuestro Diario, el primer cuerpo tatuado desvestido para ser fotografiado con el propósito expreso de exponerlo apareció el 23 de agosto de 1998. Aquella ocasión el periódico informó de una requisa policial en prostíbulos de la capital. La noticia estableció que seis mareros acusados de robar y reñir en el centro de la ciudad habían sido capturados. Aunque el título sintetiza el parte policial de la requisa, la fotografía de mayor extensión incluida en la noticia retrata a un hombre sin camisa con la parte superior del cuerpo cubierta de tatuajes, sometida a la misma técnica de manipulación que la fotografía de la portada de Al Día del 13 de mayo. En la nota al pie se establece que: “los ‘Salvatruchas’ tienen el cuerpo lleno de tatuajes diabólicos” (Cortez, 1998: 5).
La discordancia entre el título de la noticia, la fotografía y la nota al pie que la acompañan es más que azarosa. El periódico omitió establecer la identidad personal del individuo fotografiado, así como la autoría, procedencia y datación de la fotografía. ¿Quién era este personaje? ¿Era uno de los capturados durante la requisa en los prostíbulos? No lo sabemos. La identidad personal parece ser poco relevante para la empresa de pedagogía visual en juego. La composición aspira a producir iguales efectos pragmáticos que la imagen trucada de Al Día: advertir a los lectores que los salvatruchas son mareros y que puede reconocérseles por los tatuajes que portan.
No deja de resultar llamativo constatar que la primera ocasión en que ambos diarios expusieron un cuerpo tatuado con el propósito de referenciar la visualidad de los mareros recurrieron a fotografías trucadas que aíslan al objeto del entorno de la toma. Ambas imágenes sacan al objeto del contexto de la toma en un claro esfuerzo de fijar la mirada en el cuerpo tatuado, suprimiendo los distractores.
La evidencia expuesta muestra que cuando los salvatruchas aparecieron en las calles la policía estaba preparada para reconocerlos. Estos encuentros se sintetizan en la alocución “guerra a las maras”, acuñada en 1998, en un escenario marcado por agudizados sentidos de inseguridad que potenciaban la anticipación de figuras de peligrosidad social. Es claro, también, que el conocimiento de que los mareros se tatuaban estaba instalado con antelación, favorecido por los flujos de información relativos a la criollización del pandillerismo californiano.
Basándonos en lo expuesto acordemos que la incorporación de los tatuajes a la caja de herramientas de la inteligencia criminalística cristalizó durante la instauración de la guerra a las maras, entre 1997 y 1998, y que su arribo a las páginas de los periódicos de nota roja fue simultáneo. Como apunta Jusionyte (2015), al transmitir noticias sobre las maras los periódicos hicieron más que solo informar de hechos protagonizados por mareros y policías: al seguir la pauta de los partes policiales y sincronizar sus lentes con la óptica policial, los periódicos de nota roja modelaron una narrativa de criminalidad urbana y delimitaron los bordes de la mirada pública entrenada para ver a los mareros.
Sabemos ya que uno de los aprendizajes que la guerra a las maras dejó a la inteligencia policial guatemalteca fue que ser marero y estar tatuado presuponía pertenencia a la ms. Dado que la membresía de esta mara era acotada, la disponibilidad de fotografías de cuerpos tatuados a los que exponer en las noticias era limitada. La disyuntiva se solventó reutilizando fotografías que, según la óptica periodística, encapsulan los cualisignos visuales del nuevo tipo criminal. Fueron estas fotografías las que dieron forma a la iconicidad visual de los mareros.
Así sucedió con el marero retratado en la fotografía trucada presentada por Nuestro Diario en la noticia sobre la requisa en prostíbulos de la capital, cuya imagen fue incorporada en noticias de tópicos genéricos. En su primera aparición la fotografía devino en un símbolo de existencia individual a razón de representar a un marero realmente existente: el propietario del cuerpo retratado. Extraída de su contexto original, no representó más a este individuo. En sus siguientes apariciones la fotografía fue signo icónico de una categoría sociológica general: los mareros.
Según la teoría semiótica, los íconos son signos tomados como el objeto al que representan en virtud de semejanzas cualitativas compartidas;esto es: el retrato aparecido en los periódicos es como los mareros que acechaban en las calles. Mas las fotografías icónicas evolucionaron para convertirse en representaciones remáticas. Los remas son signos de mayor complejidad. Se caracterizan por estar conectados por los objetos a los que representan por medio de asociaciones de ideas generales. De esta manera, con cada nueva aparición, las fotografías actualizan en la mente del observador un vínculo de significación entre la imagen y su correspondiente categoría sociológica (Peirce, 1986: 35). La rematización de los signos fotográficos en los periódicos contribuyó a galvanizar la visualidad pública de los mareros.
La singularidad corporal de los salvatruchas se disipó pronto. Para el año 2002, los tatuajes habían adquirido valores epistémicos suficientes para establecer conexiones existenciales con todos los mareros. Entonces no hubo más distinciones entre salvatruchas y otros mareros. Para la policía, los tatuajes devinieron en moneda de uso corriente para identificarlos sin que la filiación importara mucho. A partir de allí, la nota roja se colmó de noticias de maras que incluían fotografías de cuerpos tatuados. La materialidad del régimen escópico de los mareros reposa sobre este cúmulo de imágenes que repiten patrones de visualidad.
Tampoco los proyectos de desciframiento de la malignidad se detuvieron allí. En la medida en que ganaba terreno, la mirada policial tomó conciencia respecto a que los tatuajes constituían un sistema de signos interconectado con otros sistemas de signos perfectamente legible para aquellos que lo compartían. Siguiendo sus trazos, la nota roja transmitió los hallazgos de la pericia semiótica policial: las maras poseen un lenguaje propio que comunica un universo particular. Por ejemplo, en una noticia de 2004, en la que informa que las policías centroamericanas buscaban unificar sus estrategias de combate a las maras, Nuestro Diario realizó la siguiente aseveración: “Como en todas las culturas marginales, las maras han desarrollado un lenguaje propio que va más allá de las palabras. Tienen un lenguaje manual y los tatuajes, que reflejan cuánto se ha escalado dentro de la pandilla” (Redacción, 2004: 3).
Para 2004 “las maras” era una categoría general con la potencia semiótica para cobijar las diferenciaciones que en el pasado fue preciso puntualizar. La posesión de un lenguaje común pulverizaba la multiplicidad de identidades existentes una década atrás. No es que las diferencias se inutilizaran, antes bien, las capacidades interpretativas ganaron amplitud denotativa, conectando y entretejiendo vínculos, ideando semejanzas e insertando historias particulares en una historia común.
Cuando el reportaje arriba citado fue publicado, los mareros habían sido situados en el centro de los programas de cooperación en seguridad regional auspiciados por Estados Unidos (Müller, 2015; Hochmüller y Müller, 2016 y 2017). No eran más simples figuras de delictividad de poca monta localizadas en las periferias urbanas, sino redes de criminalidad transnacional homologables y capacitadas para trasladar su peligrosidad al mítico punto de su origen.
En un reportaje posterior, el “lenguaje propio” de las maras fue ampliado a gestos y grafitis:
Las maras o pandillas juveniles, integradas por unos 15 mil guatemaltecos, tienen un nivel de organización, como en las mafias, donde “el que entra no sale, solo muerto”. [De su lenguaje] destacan las señas con manos, las pintas en paredes y los tatuajes en sus cuerpos. Todos con un significado especial. “Es un código único de expresarse, un abecedario muy complejo con el cual nos comunicamos, saludamos o hasta nos insultamos”, explica un jefe marero quien se negó a dar su nombre o apodo […] Cada señal con las manos, grafitis o tatuajes tienen un mensaje. “Las pintas y tatuajes cuentan nuestra historia, pensamientos y sentimientos, describen lo que hacemos”, agrega otro pandillero. Además, existen mensajes secretos que usan sólo entre ellos y su divulgación puede llevarlos a la muerte (Salazar y del Cid, 2005: 2; puntuación corresponde al original).
La impresión resultante de la cita es que, efectivamente, como sostuvo el primer marero que intervino en la entrevista, las maras se asemejan a sociedades secretas y que su membresía poseía códigos lingüísticos accesibles solo para los iniciados; los tatuajes eran uno de estos códigos. Al ser así, según el periódico, el proyecto policial debía expandirse más allá del control físico de los individuos hacia la gramática del espacio hasta poseer su lenguaje.
La finalización de la guerra antiguerrillas, a mediados de la década de 1990, impuso el desafío de encontrar nuevas razones para la continuación de la violencia estatal. En el lugar de los antiguos revolucionarios brotaron criminales de una fenomenología variada. Entre ellos estuvieron los mareros, conglomerados de jóvenes urbanos, precarizados, poblaciones flotantes, poseedores de una sociología colmada de amenazas venidas del exterior, moralidades disruptivas, etc. Estas características los situaron en los bordes del desorden social. Los actos de nombrar, de afirmar estos son mareros, allanaron la consolidación del nuevo tipo criminal, constituyendo el punto de partida para los subsecuentes procesos de sujeción y etiquetamiento anticipatorio.
La guerra a las maras, iniciada entre 1997 y 1998, hizo que ser marero supusiera algo más que solo robar o reñir. Ese algo más resultó esquivo a las palabras. Para aprehenderlo hubo que acudir a más recursos que el discurso escrito y escudriñar en los cuerpos como si estos portaran las coordenadas interpretativas de la malignidad social en ciernes. El realismo representacional que se buscaba transmitir fue proveído por la fotografía, cuya relación con el archivo policial es de una enorme profundidad histórica.
La aparición de las fotografías de hombres tatuados con indicaciones de ser leídos como íconos de peligrosidad social fue clave para la consolidación de una nueva forma de mirar. Para que esta mirada surtiera efectos públicos debía ser puesta a consideración de la audiencia nacional del crimen, siendo la nota roja su infraestructura comunicacional predilecta. Afirmar que la cognoscibilidad de los mareros se le ha confiado a la mirada es otro modo de designar la existencia de un régimen escópico específico para este tipo criminal.
Observamos aquí que el régimen escópico de los mareros expone los cuerpos de los mareros, vivos o muertos, utilizando los tatuajes como signos de referencialidad visual de la sociología criminal de los individuos retratados. Al retomar la óptica policial de los mareros, periódicos como Al Día y Nuestro Diario se acoplaron a la nueva contrainsurgencia estatal. Ellos trasladaron las narrativas autorizadas en los partes policiales a la opinión pública e invirtieron ingentes dosis de estética gráfica para reproducir fotografías que repetían patrones de representación visual, cuyas notas al pie establecían que el o los retratados eran mareros.
En la medida en que la nota roja de la posguerra acogió con entusiasmo la guerra contra las maras y aportó al moldeamiento de su narración, operó como aparato retórico de la nueva contrainsurgencia. Históricamente dados a depender de la voz autoritaria de la fuente policial, los periódicos asumieron este papel a la vez como parte regular de la búsqueda de novedades que atrajeran la atención de los lectores, aumentando el caudal de ventas. Ciertamente la nota roja urbana de la posguerra calibró la retórica de la nueva contrainsurgencia, pero sería errado reducirla a simples cajas de resonancia de la voz policial. Como en otros contextos y momentos históricos, la prensa escrita desempeña más de un rol a la vez. Si la publicidad noticiosa de las maras prosperó fue porque existían lectores que consumían las noticias que ellos presentaban. En este sentido, al presentar noticias de crimen Al Día y Nuestro Diario estaban satisfaciendo las demandas de lectores deseosos de mirar a los criminales. Y, de un modo similar a como sucedió con la violencia política del pasado, la nota roja nos provee el repositorio mejor detallado del crimen y la violencia contemporáneas del que ahora disponemos.
Para terminar, es adecuado indicar que, en el presente, la retórica de peligrosidad social de los mareros paulatinamente ha ido dando lugar a un discurso de criminalidad ortodoxa centrado en publicitar la criminalidad extorsiva. Aun así, la visualidad, que para efectos de acotación ahora llamaré clásica, mantiene vigencia y es claro que ganó autonomía respecto a su fuente original. Las fotografías de cuerpos tatuados hechos pasar por mareros continúan apareciendo en los periódicos, mas la didáctica de los pies de fotos que establecen “este es un marero” se tornó obsoleta. En el presente, los signos visuales aparecen para significar conceptos generales sin el requerimiento de demostrar la existencia real de sus objetos, puesto que la economía visual de las maras se ha globalizado.
El artículo ofrece resultados parciales de un proyecto financiado por la digi-usac (Proyecto B-6 2020). La investigación fue coordinada por Felipe Girón y contó con la participación de Fátima Díaz y Fernando Orozco. A ellos mis agradecimientos.
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Luis Bedoya es doctor en Antropología Social por El Colegio de Michoacán, México (2017). Interesado en el estudio de la violencia, las narrativas del crimen y los procesos de formación del Estado desde escalas locales y regionales.