Recepción: 7 de junio de 2024
Aceptación: 18 de junio de 2024
Los investigadores que forman parte de este dosier somos miembros del Grupo de Trabajo de Antropología de las Comunidades, los Futuros y las Utopías en Latinoamérica, afiliado a la Asociación Latinoamericana de Antropología (ala), y de la Red de Investigaciones sobre Comunidades, Utopías y Futuros (riocomun). Los estudios y reflexiones que contiene se nutren de las discusiones provocadas por reuniones y diálogos que llevan más de tres años de caminar en la red. Los textos hilvanados para este número de Encartes muestran contextos históricos y culturales distintos en diferentes estados del país y del extranjero: Baja California, Jalisco, Michoacán, Veracruz, Chiapas; así como en la región Norpatagonia de la Argentina. Esta heterogeneidad da muestra del interés del grupo por exponer diferentes, quizá no nuevas siempre, posibilidades para ver las utopías y los futuros comunitarios. Si bien compartimos referentes teóricos y conceptuales, no hay una homogeneidad o visión única en nuestros estudios. Esa diversidad, confiamos, favorece la continuidad de la discusión sobre la pertinencia de utilizar categorías como esperanza, comunidad y utopías para la comprensión profunda de la realidad de Latinoamérica.
Esta breve presentación no pretende indicar el camino indiscutible para concretar cualquier utopía o futuro deseado, sino exponer criterios de discusión sobre la relación minuciosa y cotidiana entre comunidades, utopías y futuros. En la primera parte hago un recorrido brevísimo de la presencia del género utópico en esta región del globo; en la segunda ubico cinco nudos problemáticos para reflexionar sobre las utopías y las posibilidades de cambio social; en la tercera presento cada artículo del dosier. Empecemos.
La propuesta literaria de Tomás Moro en 1516 (2010) nos lleva al sí. En ese no lugar (del griego –ou y –topía) las normas, la justicia, el gobierno de todos, la administración de los recursos y la distribución de las riquezas funcionan porque están regidos por un compromiso con el bien común, a ser una sociedad “verdaderamente humana”, leería Ernst Bloch unos siglos después. Aspirar a ese modelo de vida cuasi-armonioso (Moro no eliminaba la esclavitud o la desigualdad social) se convirtió en la utopía (con apellido europeo) soñada durante los próximos cinco siglos.1 Desde entonces, ese no lugar inexistente empezaba a ubicarse, ya no solo imaginariamente sino geográficamente, en tierras concretas del orbe, en las islas caribeñas o en las Antillas, en las selvas tropicales de Latinoamérica, en las grandes ciudades prehispánicas o en los proyectos de comunas o ejidos en los siglos xix y xx. Según el esencialismo con el que se le observaba –y aún observa–, la utopía existía y estaba en alguna parte de las Américas, en las sociedades nativas de esta parte del mundo.
En la isla Utopía de Moro, “los valores o principios que rigen la convivencia social nunca son algo preexistente, natural e inmutable, sino siempre resultado de una opción colectiva y, por tanto, modificables” (Krotz, 2020: 92). La utopía, en su sentido literario y como potencia del cambio social histórico (Ainsa, 1999), no ha nacido como una flor endémica en medio de la selva, es un paisaje formado socialmente, es un territorio en ejecución.
Y como territorio tiene un sujeto específico que lo ocupa, que siente, que otorga significado y prácticas alrededor de la forma de vida asociada al espacio, a su historia o, mejor dicho, a su memoria. Esteban Krotz apunta, en el mismo texto citado, que “la memoria también puede trazar el camino hacia la sociedad humana incluso a través de los fracasos” (2020: 94), y aquí es imprescindible rescatar dos de esos parámetros de la utopía: memoria y fracasos. El primero al menos tiene dos ríos históricos de los cuales alimentarse: las utopías que florecieron en las imaginaciones literarias del siglo xv y posteriores, viajando del pensamiento europeo al latinoamericano: República de Platón; Utopía de Tomás Moro; La Ciudad del Sol de Tommaso Campanella; Noticias de ninguna parte de William Morris; En la soñada tierra del ideal de Pierre Quiroule; Nuestra América de José Martí o La raza cósmica de José Vasconcelos.2 A este se le suman los consecuentes experimentos sociales utópicos en los siglos venideros (socialismos utópicos y anarquistas, europeos, norteamericanos y latinoamericanos).
A este segundo río, Krotz (2020) lo llama “destellos utópicos” en Latinoamérica (p. 95), en los cuales encontramos una memoria de lucha –de dominación también– y un ejercicio de exigencia política por mejorar las condiciones de vida de la población indígena durante la colonización y posterior a ella (menciono brevemente la Ciudad-hospital de Horacio Vasco de Quiroga; Verapaz en Chiapas de Bartolomé de las Casas; Colonia Socialista Cecilia en Paraná de Juan Rossi; la revolución sandinista en Nicaragua o el levantamiento zapatista en México).
Ambos caudales han servido para pensar alternativas de vida a las actuales, especialmente para afrontar el manejo, reclusión, invisibilización y políticas de integración de los sistemas colonialistas y de los Estados independientes en América Latina.3 El buen vivir o vivir bien, como propuesta intelectual y comunitaria, se encamina en ese sentido libertador contemporáneo, en el que más que viajar y desplazarse geográficamente para alcanzar la utopía, es un viaje interno y temporal, reivindicando prácticas pasadas y locales, con un eje identitario étnico y político, que desafía la continuidad cultural del mercado capital global.
Sobre ese retorno a la comunidad, es parte de la memoria generada por las élites urbanas, locales e internacionales, que veían en toda América una tierra fértil para la ejecución de proyectos utópicos; viajar a América era “un viaje en el tiempo, un viaje hacia el futuro que cada uno quisiera construir individual o colectivamente. Pronto, el ‘Nuevo Mundo’ fue también el lugar donde imaginar un nuevo comienzo para construir ciudades perfectas, reinos ilustrados, comunidades alternativas de inspiración política o religiosa” (Pro, 2024). Esa referencia de viaje en el tiempo es un criterio de la utopía misma, siguiendo a Erick Palomares: es su dimensión temporal, no tanto geográfica (Pro, Brenišínová y Ansótegui, 2021) y, por increíble que parezca, sigue siendo un sesgo de la memoria, algo como un régimen cronológico para leer y vivir la historia humana (como aludía Reinhart Koselleck), que demuestra en su naturaleza, en su calidad de germen utópico como de malestar crónico.
Por un lado, el viaje era un viaje al futuro, como dice Juan Pro, un viaje a lo que puede ser, al espacio soñado, a la tierra perfecta para crear esa sociedad humana sin los “errores” del pasado. Por el otro, el viaje a las Américas se vivía como un viaje al pasado, más en los siglos xix, xx e incluso xxi, cuando ir a las comunidades indígenas, selváticas, de montañas y sierras, era viajar a ese pasado idílico, a ese lugar donde aún vivían con las buenas prácticas comunitarias, con esa solidaridad mecánica de la que Émile Durkheim habló.
Como veremos, la memoria, tanto la imaginada como la corporal, se mezcla a través del tiempo e influye en cómo los sujetos se relacionan con sus territorios. Esa relación no estática y conflictiva condiciona el futuro y la territorialidad en cuanto las personas se enfrentan a diferentes rupturas o fricciones con su comunidad y, en este sentido, con la utopía que van creando. Por ello vale la pena alertar que toda utopía trae consigo su propio germen distópico, un escenario que, a diferencia de la utopía como fantasía e inexistencia, es parte de las prácticas de la cotidianidad también.
Los fracasos. Fallar es tapizar el camino hacia el futuro deseado. No lograr, en términos de productividad, alcanzar el objetivo final no es un desperdicio histórico o social. La cuestión de haberlo intentado produce una experiencia que contiene, como Bloch anunciaba, el germen del cambio. Cabe acá recordar aquella frase ilustre de Gaston Bachelard sobre la alquimia y la experiencia: “La viva conciencia de la esperanza es de por sí un éxito” (Bachelard, 2000: 58). Las utopías se alimentan de los fracasos pasados; es decir, los futuros posibles se moldean de lo que sucedió en el pasado, recordado como memoria o historia oficial, así como de lo que no sucedió y no existió (futuros pasados). En este sentido, las utopías en Latinoamérica siguen siendo reconstituyentes de experimentos pasados que buscaban modificar la realidad que, fuera de ser casos aislados o “destellos”, son valiosos hitos oscurecidos que ofrecen toda una vertiente de experimentos utópicos propios de una región del mundo. Cabe señalar que esas realidades que intentan transformar tienen de telón –sin ser una génesis homogénea, pero compartiendo estructuras y políticas intercontinentales– la colonización estructural de las libertades de múltiples pueblos y comunidades, especialmente las indígenas. No es casualidad, por tanto, que en este dosier la mayoría de los casos expuestos sean de comunidades indígenas en diálogo (o desestimando uno) con el Estado, lidiando con desigualdades estructurales históricas y con vestigios de políticas indigenistas posrevolucionarias.
Entonces, la comunidad es la utopía. En dos vertientes este tema parece bastante atractivo como modelo de vida y como propuesta epistémica. Por un lado, vivir en la comunidad se vuelve ese lugar idílico, la utopía (el no lugar) al que “regresaremos” como humanidad para volver a las prácticas armónicas del pasado, para reconfigurar nuestras relaciones centradas en lo mercantil y político para posicionarlas en la reciprocidad, en la solidaridad y en el amor. En su segunda vertiente, la comunidad como propuesta ontológica-epistémica no es solo un instrumento teórico-metodológico para pensar formas alternativas de convivencia social, sino un horizonte de expectativas que coincidiría con las experiencias presentes de poblaciones indígenas que han con-vivido con esas experiencias desde una memoria corporal; es decir, vinculada fuertemente a los individuos cercanos a las generaciones presentes (bisabuelos, abuelas, padres, madres, etcétera).
Sin embargo, a este axioma universalizante debemos criticarlo. Si la comunidad es la utopía (con apellido decolonial) en el contexto histórico de la globalización geopolítica del capitalismo, entonces también trae consigo una distopía en su germen modernista, un dispositivo o gen que se activa cuando las decisiones de los sujetos, individuales y colectivos, se van asociando y prefiriendo las decisiones que los alejan de la utopía. Esta situación no es de sorprender dado que las fricciones, fragmentaciones y desencuentros a nivel interno en cualquier comunidad son parte de la vida cotidiana en ellas (Celentiano, 2005). Así que, si la comunidad es la utopía moderna, aunque tenga de telón una vida premoderna, tiene esta dualidad que no se resuelve fácilmente: por un lado, se sostiene por ser una crítica y resistencia al sistema capitalista y, a su vez, por ser un sueño lejano, una idealización de la forma de vida que, para sobrevivir, requiere tanto aspirar como negociar las tradiciones y las identidades.
Entonces, ¿cómo lograr la utopía en tiempo real? Difícil tarea y, aun así, la humanidad no carece de intentos para alcanzar esos “no lugares”, esos paraísos terrenales, políticos, económicos y sociales que mostrarían la correcta forma de vivir para toda la humanidad. Rastrear la utopía, consideramos en este dosier, implica un trabajo cotidiano más que un horizonte lejano por alcanzar, es un esfuerzo colectivo y no individual, aunque paradójicamente exija sostener una base de derechos civiles y políticos liberales para el individuo; es un trayecto abierto, no lineal ni homogéneo, en el que las fricciones internas son tanto una necesidad de ruptura con las desigualdades propias como una reivindicación de la memoria y lucha generacional.
Damian Webb dice que la categoría de utopía está cada vez más domesticada en el sentido que se le ha redefinido como “abierta, parcial, provisional, localizada” (Webb, 2020: d7-d8), en un intento de alejar el concepto de cualquier totalitarismo asociado a utopías políticas del siglo xx. El error al cometer esto, según Webb y otros autores como Emmanuel Lévinas, es olvidar el poder político de transformación global y reducirla a la utilidad única de un pequeño grupo de personas; o incluso asumir que la protopia4 es el camino más adecuado porque los avances son graduales o procesuales, aunque diminutos. En este dosier queremos mostrar que, incluso en esa domesticación, la potencia utópica local va encontrando conectores en espacios novedosos y reformulando las carencias o fragilidades de un proyecto utópico hacia fortalezas o, al menos, cambios de perspectiva, lo que realmente es ya un logro social.
Entonces, nuestro primer nudo a tomar en cuenta es que la domesticación de las utopías no es una pérdida total por su aparente desapego de globalidad, sino que puede derivar en una apropiación de ejercicios comunitarios por encontrar nuevas estrategias de acción, a nivel político, pero también a nivel ontológico, reconsiderando su posición y visión del mundo. Aunque muchos de estos proyectos no despegan del ámbito local y representan “a glimmer in the darkness” (Webb, 2020: d9), esa esperanza como potencia de cambio y maquinaria de lo cotidiano genera un efecto tan meritorio en la propia población, que su resonancia en otros no tarda en aparecer. Algunos textos, como verán, discuten problemas de alcance mundial y de larga data, como la migración del campo a la ciudad y sus consecuencias identitarias (Serrano, 2024) o la lucha por el reconocimiento político y la utopía de la autonomía comunitaria (Zárate, 2024), lo que nos recuerda que el diálogo entre las estrategias y capacidades culturales de una población con los diferentes programas sociales estatales (dotación de tierras ejidales, educación bilingüe, cooperativas familiares) expone mecanismos epistemológicos in situ de gran valor para el análisis social.
Nuestra segunda apuesta tiene que ver con los valores internos de la utopía como categoría filosófica y política: el bien interior de la utopía o práctica utópica, siguiendo a Alasdair McIntyre (2004), toma fuerza no solo porque la propia comunidad así lo quiere, sino por la heterogeneidad de insumos que reciben los comunitarios del exterior (bienes externos); las comunidades no son cerradas ni aisladas, puesto que viven en la geopolítica regional, nacional y global, más cuando los recursos están limitados o son preciosos para algún mercado de consumo global. No hay dicotomía adentro-afuera en pugna en este caso, sino un flujo de bienes, capitales y personas que constituyen la morfología de la utopía. Verán en los ejemplos que contiene este dosier que cada comunidad respalda sus proyectos no sin convivir con tensiones, reglas, expectativas y demás acuerdos y desacuerdos entre sus miembros. Después de todo, qué utopía no exige algún sacrificio o compromiso moral de sus miembros.
El fracaso absoluto de las condiciones a las que aspira una sociedad, la debacle de las prácticas aspiracionales, el fin de la esperanza y de las certezas de vida (Lear, 2007) serían la principal distopía de cualquiera de las comunidades que en este dosier se relatan. Este asunto nos lleva a plantear nuestro tercer nudo: las distopías son parte inherente a la potencia utópica, son una fuerza contraria, un contrapeso que moviliza hacia el horizonte de la antiutopía, uno que debe evitarse, regularse e, incluso, negociarse en la cotidianidad. Visto así, las distopías comunitarias no emergen espontáneamente o se sitúan en un futuro incierto, abstracto y especulativo –como la mayoría de las ficciones literarias o fílmicas lo posicionan–, sino que existen latentemente, parafraseando las palabras de Bloch: son una oscuridad presente que regula la propia apuesta por la utopía comunitaria (2006).
Las imposibilidades de lograr lo deseado, el momento de enfrentar el muro económico o político para gestionar el cambio, sea uno conceptual o práctico, son momentáneas, pero necesarias para que la toma de conciencia sobre una crisis dada se convierta en un motivador para todo el colectivo. Este es nuestro cuarto nudo: no hay un momento exclusivo ni excluyente para lograr la utopía, sino que la historia o el tiempo están repletos de acontecimientos que posibilitan el cambio del futuro deseado, no sin sus contratiempos. “En realidad, no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria”, como declaraba Walter Benjamin en El concepto de la Historia (2008). Así, pensamos las utopías y distopías entremezcladas en su desarrollo porque ambas suceden, en diferentes grados y emergencias, en los mismos tiempos históricos, pero dependerá de cada colectivo o comunidad elegir qué momento privilegiar y proseguir para su proyecto.
Tanto la utopía como la distopía son hijas de la modernidad, del pensamiento racionalista que nos indica a un sujeto que decide siempre (rational-choice) y de alguna manera, está en control de su destino o finalidad: que es su voluntad la que lo llevará a la utopía o la distopía. Los ejercicios de cambio que mostramos en este dosier enfrentan esta lectura al posicionar las utopías como un ejercicio que no funcionará sin el sujeto colectivo, pero que tampoco son ejercicios reaccionarios y racionalizados siempre, ya que son gestiones emocionales, corporales y territoriales que incluyen varias décadas, decepciones, miedos y reinicios. Vale mencionar que muchas veces, como recuerda Patricia Vieira, ese futuro anhelado también está en predicamento de ser destruido tanto por fuerzas ajenas como propias. En esa circunstancia, el futuro visto como el fin de los tiempos es reflejo de un ego colectivo presentista, pues asume que en el presente se vive la peor crisis posible, dejando las del pasado como crisis menos severas (Vieira, 2020: 366).
Un quinto nudo importante de exponer, y que surge constantemente en investigaciones de esta envergadura, es el futuro y los tiempos. Como sugiere Ashis Nandy, la perspectiva de los estudios de futuro es generar la sensibilidad de imaginar el futuro y/o desencadenarse del pasado objetivo: “Our options in the future are said to be limited by our past, but it is actually limited by our self-constructed past” (Ramos, 2005: 434). Las utopías, así como las distopías, tienen relación intrínseca con el futuro imaginado, en el sentido en que son horizontes de cambio o capacidades de aspiración para gestar los cambios deseados.
“La capacidad de aspirar a crear horizontes creíbles de esperanza y deseos”, dirá Appadurai (2013: 193), es un poder colectivo para negociar ese futuro, es una meta-capacidad cultural para relacionarse con los otros y cuidarse entre ellos. Les da a los sujetos un horizonte ético para crear significados, para sustancializar prácticas, para pasar de la ilusión a un deseo reflexivo.
La utopía de Moro, así como las próximas en la historia europea navegaban hacia lo imposible con propuestas de la administración del bien común, un gobierno justo y asequible, una economía local y solidaria. Se enfocaban en la administración adecuada de los recursos naturales y sociales. Las utopías en Latinoamérica van hacia las autonomías y encontramos cada vez más ejercicios comunitarios que también se impulsan por hacer una gestión adecuada de los recursos naturales y sociales, pero ahora destacando la emancipación del Estado, exigiendo el reconocimiento de la ancestralidad y de identidades invisibilizadas en la historia oficial, teniendo al mercado internacional y a los gobiernos centralistas como enemigos o contendientes directos para lograr su autodeterminación.
Finalmente, es relevante recordar que las “nuevas utopías latinoamericanas” se inmiscuyen en discusiones actuales sobre la decolonialidad del pensamiento (Mignolo, 2007; Said, 2008; De Sousa Santos, 2009), la apertura de los feminismos y la territorialidad (Varea y Zaragocin, 2017), la exigencia de las autonomías políticas o reconocimientos de la plurinacionalidad y la plurietnicidad (De la Cadena y Starn, 2010; Rivera Cusicanqui, 1996) y también en aquellas utopías asociadas a la soberanía alimentaria y la gestión de recursos naturales de parte de las propias comunidades agrarias e indígenas (Giraldo, 2014; Leff, 2014). En la mayoría de estas discusiones se sitúan las propuestas de buen vivir/vivir bien como el modelo ontológico y epistémico para alcanzar esa “sociedad correcta”, desde las propias concepciones indígenas. La pluralidad y heterogeneidad de prácticas, tradiciones y perspectivas sobre vivir bien es grandísima para toda Latinoamérica y da muestras de la necesidad de pensar críticamente cómo operan en sus contextos y fuera de ellos (por ejemplo: Sumak Kawsay, en Ecuador; Lekil Kuxlejal en Chiapas; Guendabiani, en Oaxaca; Suma qamaña y Ñandereko en Perú, entre muchos más).
Las etnografías de este dosier muestran las fricciones, diferencias e incluso contradicciones en la dinámica cultural cuando se conjugan las formas tradicionales de organizar la vida, la añoranza por recuperar el pasado y mantenerlo vivo, las reglas sociales internas, los principios morales, las exigencias y aspiraciones de generaciones más jóvenes, las propuestas intelectuales externas e internas, aprender a organizar luchas políticas y diálogos con el Estado, la influencia de los mercados, las políticas nacionales y los múltiples caminos para lograr los futuros deseados. Si una tradición vale la pena recordar de las propuestas utópicas de los últimos siglos, es que el sujeto de cambio requiere de la colectividad para desarrollar su capacidad de agencia hacia el cambio, hacia el horizonte soñado.
Los temas tratados en este dosier navegan en una serie de discusiones teóricas y metodológicas sobre el abordaje del sujeto comunitario, la morfología de las utopías comunitarias, el devenir de la vida comunitaria y sus horizontes de futuro. La compilación es variada en sus incursiones disciplinares y, aunque en su mayoría son etnografías las que presentamos, las reflexiones se hacen desde una caja heterogénea de reflexiones, lo que consideramos que nutre expansivamente la discusión en vez de limitarla. Las categorías de análisis constante son utopías, comunidades y futuros, y todas contienen sus predicamentos y propuestas divergentes.
Eduardo Zárate (2024) hace un recorrido histórico del movimiento purhépecha en su lucha por la reivindicación de sus autonomías, gobiernos locales y organización social, además de la identidad étnica. Zárate utiliza la utopía como un clutch mediante el que revisa las posibilidades de futuro de los pobladores, los imaginarios del futuro deseable, en el cual encuentra debates internos entre los poderes locales y las presiones institucionales de parte del Estado, no siempre a favor de las reivindicaciones étnicas. La propia población purhépecha es de por sí un movimiento utópico en muchos sentidos, pues propone alcanzar una sociedad purhépecha armoniosa, de autogobierno, reivindicando tradiciones antiguas y formulando nuevas, administrando sus recursos naturales y estableciendo fronteras políticas e ideológicas con el Estado mexicano, alejando el proponer una sociedad inexistente, sino una concreta.
Con el segundo artículo pasamos al análisis que Carlos Casas (2024) hace sobre la producción de literatura nahua en la Sierra de Zongolica, Veracruz, donde docentes bilingües nahuas de dos agrupaciones diferentes combinan experiencias, imaginarios, especulaciones y realidades presentes para pensar su utopía lingüística-comunitaria. Contrario al texto anterior, Casas se enfoca en el ejercicio artístico de la comunidad como una mezcla entre las condiciones tecnológicas y educativas del presente y la fuerza de las tradiciones (la oralidad, la memoria, la identidad) para seguir siendo sujetos comunitarios, y lo analiza a través de lo que denomina: prácticas de futuro. Al evitar caer en la dicotomía falsa de ancestralidad-modernidad, Casas ve que el ser nahua y el ser artista no se fusionan como entes contradictorios para crear una figura nueva, sino que resalta la pluralidad de vocaciones de lo nahua en la contemporaneidad.
El texto de Javier Serrano (2024): El futuro en común. Las comunidades indígenas en las ciudades del bajo río Negro, Norpatagonia argentina, demuestra la fragilidad de las esencias en categorías como comunidad, ancestralidad o identidad al repasar la historia de los mapuches en su proceso migratorio del campo a la ciudad. En vez de añorar “la identidad perdida”, Serrano propone pensar la comunidad, los arreglos comunitarios, como proyectos de futuro compartido, lo que permite –metodológica y conceptualmente– pensar y observar a la comunidad mapuche-tehuelche como un sujeto colectivo que no carece de contradicciones, limitantes organizacionales o debates ontológicos con sus coterráneos; a la vez, resalta las aspiraciones sociales individuales y en colectivo que surgen a partir de las condiciones geográficas y organizacionales nuevas para una población de tipo étnico. La esperanza del cambio, quizá más asociada a la utopía modernista del desarrollo, se encuentra en los mercados urbanos de las ciudades, en las posibilidades de lograr una movilidad social ascendente, de transformar materialmente sus condiciones de vida, aunque sin dejar de poner en riesgo el nexo territorial con la comunidad o con la identidad propia en un contexto ajeno.
El penúltimo texto, de la autoría de Rogelio Ruiz (2024), es un estudio interdisciplinar entre antropología e historia que presenta las transformaciones territoriales históricas y las experiencias colectivas e individuales del ejido El Porvenir, en Baja California. Ruiz expresa la conformación del ejido a partir de la yuxtaposición entre memoria e historia, entre los recuerdos locales y los registros oficiales. Su estudio se sitúa en aquellas utopías posrevolucionarias de un México que quiere ser un Estado-nación soberano, prometiendo modernidad para todos sus ciudadanos y especialmente para el sector rural, control y posesión de las tierras que trabajan con la institución de El Ejido. En este sentido, Ruiz evoca la nostalgia de una comunidad que tiene un nombre alentador para su existencia social, que recurre a esa vieja promesa estatal con sus propias herramientas sociales, la memoria. En este caso, no es la retropía (volver al pasado agrícola) ni una utopía con vista hacia el futuro lo que desean, sino sumarse a un extracto olvidado de un pasado que no vivieron, el de la entrega de títulos ejidales. Así, El Porvenir quiere realizar una utopía que fuera de su comunidad es más una realidad pasada.
El texto de Delázkar Rizo (2024) explora la cotidianidad de un pequeño poblado autónomo en Zinacantán, Chiapas. La postura de Rizo es ver ciertas prácticas cotidianas como prácticas utópicas que moldean la historia del pueblo o colectivo, definen una narrativa del sujeto comunitario, un horizonte de futuro y establecen nuevas reglas de comportamiento como miembros de un colectivo autónomo, zapatista y católico sui generis. Este texto no aborda la dimensión utópica del proyecto autónomo, sino las fragmentaciones del devenir de su proyecto colectivo a través de las experiencias de tres jóvenes, principalmente, en sus encuentros y desencuentros con las reglas que deben asumir como miembros de la comunidad autónoma. La distopía aparece acá como un ejercicio de contracorriente, como un horizonte desesperanzador que solamente el tiempo logrará mostrar si encaminó a fortalecer la colectividad o a fragmentarla hasta su desmoronamiento.
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Delázkar Noel Rizo Gutiérrez. Nicaragüense. Doctor en Antropología Social por el ciesas-Sureste (2019). Adscrito a la Universidad Autónoma Chapingo, sede Chiapas. Candidato al sni; becario posdoctoral por la unam (2020-2022); becario posdoctoral por conahcyt (2022-2024). Líneas de interés: etnografía, futuros, utopías, narrativas ambientales; temporalidades, éticas, humor. Miembro de grupos y seminarios de trabajo: Red de Estudios sobre Comunidades, Utopías y Futuros (riocomun), Grupo de Trabajo de la Asociación Latinoamericana de Antropología; Seminario sobre Antropología del Espacio Exterior; Grupo de Trabajo sobre el Humor, la Risa y las Jerarquías.