Recepción: 2 de junio de 2020
Aceptación: 18 de agosto de 2020
Se analiza la relación entre el populismo, la religión y la política, tanto en un plano teórico como en los casos de Brasil y México. Se parte de una crítica del artículo de Joanildo Burity sobre “el pueblo pentecostal” en Brasil y sobre la pertinencia de usar la teoría del populismo de Laclau para explicar este fenómeno. Se utilizan después los mismos argumentos para analizar, como contraste, el populismo mexicano contemporáneo, encarnado en el presidente Andrés Manuel López Obrador, resaltando su trasfondo religioso.
Palabras claves: Brasil, México, pentecostalismo, populismo, pueblo
populism and religion in brazil and mexico. a brief reflection
Abstract: This text analyzes the relation between populism, religion and politics, both in a theoretical plane and in the cases of Brazil and Mexico. It begins by critiquing the article by Joanildo Burity on the “pentecoastal people” in Brazil and on the propriety of using Laclau’s theory of populism to explain this phenomenon. The same arguments are then used to analyze, in contrast, contemporary Mexican populism, personified by President Andrés Manuel López Obrador, highlighting his religious background.
Keywords: Populism, people, pentecostalism, Brazil, Mexico.
Apelar a una teoría del populismo para explicar la formación de grandes movimientos políticos en épocas de crisis es tentador, sugerente e incluso necesario. Varios teóricos de la democracia han hablado desde hace mucho de que la democracia siempre se mueve entre dos extremos: la fe y el escepticismo (Oakeshott, 1998), o la redención y el pragmatismo (Canovan, 1999). El extremo creyente está muy cerca de la religión, en tanto atribuye a la voluntad popular una capacidad instituyente que crea un orden político cuyas bases morales, en la modernidad, parten del principio de la dignidad y la autonomía humanas (liberalismo) –ya presupuesto en el cristianismo– o, expresado más categóricamente, la igualdad esencial de los hombres (más recientemente de las mujeres también). En corrientes políticas más contemporáneas, el principio de una justicia sustantiva/distributiva (socialismo) complementó el principio moral de la igualdad con un precepto material. La esperanza de lograr la emancipación preside las grandes narrativas políticas, una expectativa más cercana a la fe que a la realidad. Los grandes discursos políticos plantean siempre alguna clase de refundación, y mientras más grande la gesta, más poder simbólico tienen sus portadores (los dirigentes de partidos, los líderes). En el extremo pragmático están la mayoría de los políticos y de los ciudadanos de las democracias consolidadas. La dura realidad de la inevitabilidad del capitalismo (aunque se le puedan imponer mejores o peores regulaciones) y la precariedad y permanente necesidad de renovación del orden político democrático obligan a asumir una actitud pragmática frente a realidades que se niegan a ser “refundadas” a voluntad del soberano. Desde esta perspectiva, la democracia es vista como una permanente negociación dentro de un marco estrecho de opciones.
Es lógico que en momentos de crisis del orden político haya necesidad de plantearse una gran renovación. Es el momento ideal para el surgimiento de líderes que ofrecen grandes soluciones, a veces mágicas, para los acuciantes problemas del presente. Y por ello los estudios de las formas extraordinarias de liderazgo, y especialmente del populismo como forma de la política, tienen una larga genealogía, al igual que el propio fenómeno.1
La relación entre populismo y religión es de afinidad electiva, como diría Weber. Los líderes populistas plantean grandes gestas y apelan a principios identitarios primordiales, casi siempre basados en la religión, entendida como base de la cultura nacional y/o como fundamento moral de la recuperación de la política (Arato, 2017). Por ello, las iglesias entran en una relación peculiar con los populistas: aprecian su fe, apoyan su causa, permiten el uso de tropos religiosos en el lenguaje político y buscan ventajas para su grey, pero a la hora del ejercicio del poder, se enfrentan a dilemas éticos y a situaciones incómodas.
El populismo se sitúa en la “periferia” de la democracia, en su extremo redentor. Se mantiene en continua tensión con ella, está en sus límites. Nace en la democracia, pero sus instituciones le estorban. Con la religión el populismo mantiene una relación similar: se apela a su imaginería, a sus principios, pero no se acepta la intromisión de las iglesias en los asuntos terrenales.
El eje simbólico del populismo es precisamente “el pueblo”. Definirlo es esencial, puesto que establece distinciones entre amigos y enemigos en el campo político. Son los líderes populistas quienes definen quién es el pueblo. Pero en ciertos procesos políticos la construcción de una identidad política desde el campo religioso puede pasar por el uso de la categoría de pueblo (De la Torre, 2015). Cabe preguntarse si la autodescripción de un grupo social como “pueblo” desde una base religiosa es un ejercicio válido también desde el punto de vista sociológico.
Este artículo atiende esa discusión, y trata de aportar a una comprensión de la relación entre el populismo, la religión y la política, tanto en un plano teórico como aplicando la reflexión a los casos de Brasil y México. Obviamente, este breve ejercicio es muy básico y constituye más que nada una provocación. El texto se compone de dos partes. En la primera, se propone una lectura crítica del artículo principal del dossier de este número, el de Joanildo Burity sobre “el pueblo pentecostal” en Brasil. Dado que el autor recurre a la teoría del populismo de Laclau, la discusión obliga a considerar las interpretaciones del populismo y su pertinencia para explicar el caso de los movimientos pentecostales en el hermano país. En la segunda parte se utilizan los argumentos presentados en la primera para analizar, como contraste, el populismo mexicano contemporáneo, encarnado en el presidente Andrés Manuel López Obrador, resaltando su trasfondo religioso.
El artículo de Joanildo Burity es un excelente análisis del proceso de conformación de un conjunto de sectas evangélicas en una especie de “pueblo político”. Burity recurre a la teoría del populismo de Ernesto Laclau para explicar la compleja y contradictoria trayectoria de múltiples iglesias evangélicas, políticamente plurales, que a lo largo de varias décadas se tornaron en movimiento social. Este proceso logró crear una identidad colectiva compartida que, bajo circunstancias históricas extraordinarias, como lo fue la crisis del gobierno del Partido del Trabajo en 2016, dio lugar, al menos parcialmente, a la creación de un sentido colectivo de ser parte de un “pueblo”. Ciertamente Burity no afirma que los pentecostales sean el pueblo, sino una parte de un ente más abstracto que por ahora se ha expresado fundamentalmente en términos negativos a través del rechazo abierto a la elite política brasileña en su conjunto en las elecciones presidenciales de 2018, y en el arriesgado apoyo a un líder completamente improbable y fortuito como Jair Bolsonaro.
Burity coloca el surgimiento y la consolidación de las iglesias evangélicas en América Latina dentro del contexto más amplio de la imposición del neoliberalismo en la región y la pluralización política que trajo consigo la democratización. Estas iglesias han avanzado de la mano de la crisis social y moral creada por el nuevo orden económico y político. De un lado, el neoliberalismo terminó de romper las viejas formas de solidaridad horizontal popular y creó un demos fragmentado, cuya máxima expresión sociodemográfica está en los barrios populares urbanos caóticos que caracterizan las ciudades de América Latina. En esos contextos sociales, en los que la gente vive en la más completa precariedad y padece la ruptura de las relaciones tradicionales de solidaridad, es donde las iglesias pentecostales han logrado prosperar al ofrecer un espacio de ayuda mutua colectiva, de construcción de redes de solidaridad interpersonal –así sea momentánea o pasajera– y una ideología que revalora las actitudes y los principios conservadores como fundamento del éxito en la vida. Esta explicación antropológica atiende la parte del problema que se refiere a las causas del crecimiento de estas iglesias en contextos democráticos en los que hipotéticamente hay una múltiple oferta política disponible y redes clientelares que se activan por lo menos en cada elección. En efecto, si bien hay condiciones objetivas favorables para el despliegue de instituciones alternativas que producen solidaridad e identidad colectivas, como lo son las iglesias pentecostales, esto no basta para explicar su gigantesco desarrollo en Brasil y en algunos países de Centroamérica, en los que han alcanzado un gran poder económico y político.
En el artículo hay una constatación de este crecimiento, pero no una explicación del mismo. El hecho de que en otros países latinoamericanos las iglesias pentecostales no tengan tanta centralidad implica que debe haber factores específicos en cada país que expliquen la naturaleza de este proceso. Por lo menos en este artículo no encontramos esta explicación, que tiene que ver tanto con la presencia territorial de ciertos actores pero también con la ausencia de otros, como los estatales y la Iglesia católica.
Burity analiza la politización creciente de las iglesias evangélicas, es decir, la forma en que progresivamente se han incorporado al campo político hasta convertirse en una fuerza casi hegemónica dentro del campo conservador, por lo menos en la última elección presidencial en Brasil. El autor supone que el empoderamiento de estas iglesias tiene que explicarse por su éxito en la constitución de un “pueblo evangélico”, en “la emergencia evangélica como construcción de una nueva subjetividad política”, es decir, en la construcción de un nuevo pueblo. O incluso en la rehegemonización del pueblo. No en su origen, sino en su destino. Primero, a través de la demanda de ser parte legítima del pueblo-nación (siendo aquí el anticatolicismo y la reivindicación del léxico de los derechos de ciudadanía los principales movimientos). Luego, especialmente en los últimos cinco a seis años (esto se escribe a principios de 2020), asumiéndose como sujeto político constituido, con la intención de redefinir al pueblo-nación como un pueblo evangélico (Burity).
Para los lectores no familiarizados con la historia brasileña es difícil entender el tamaño y la diversidad de iglesias evangélicas, su distribución territorial y su penetración social más allá de las zonas populares de las ciudades brasileñas (Kingstone y Power, 2017). En realidad, el mercado pentecostal es fragmentado y competitivo, pues estas iglesias carecen de una autoridad central y de una doctrina unificada. Por ello mismo es complicado entender cómo puede llegarse a un punto en el cual las diversas iglesias parecen confluir en un mismo proyecto político e insertarse en un gobierno de ultraderecha cuyo presidente contradice en cada una de sus palabras y de sus actos los principios religiosos que sustentan la identidad pentecostal.
Para explicar esta aparente paradoja, que no es única de Brasil, sino que la podemos observar también en los Estados Unidos de Donald Trump y en la India de Narendra Modi, el autor recurre a Laclau (2005) para explicar cómo discursivamente se construye un proyecto común a partir de elementos dispares y poco coherentes desde el punto de vista lógico. En efecto, en la teoría de Laclau se ofrece una explicación de los fundamentos psicológicos, sociológicos y políticos en los que se sustenta el populismo. El populismo es, según Laclau, una forma de hacer política tan básica y generalizada hoy que el filósofo argentino termina considerando que el populismo es la política de nuestro tiempo. El argumento es que ante el colapso de la legitimidad de los partidos políticos, y dada la fragmentación de la sociedad capitalista contemporánea, ya no es posible desarrollar la política democrática a través de la representación de los partidos. La fragmentación de lo social sólo puede superarse mediante una condensación simbólica construida por medios discursivos y a través de la acción en el campo político de un líder fuerte que unifique el campo popular. Esta unidad ficticia se construye a partir de una demanda o conjunto de demandas reales de una parte de la sociedad, para después, mediante un proceso discursivo, tornar esa particularidad en una generalidad, esto es, convertir esa parte en un todo. Este mecanismo discursivo requiere la existencia de un “significante vacío”, es decir, una demanda o expresión política que canalice y sintetice todas las parcialidades, que resuma el sentir mayoritario en una expresión concreta. Para ello este significante vacío se articula a través de una “cadena de equivalencias” con las demandas y los discursos particulares de cada grupo o sector. Este significante vacío puede ser cualquier demanda, dependiendo de las circunstancias históricas dadas: el rescate de la nación, el orgullo patrio, la justicia social, la lucha contra la corrupción, el rechazo a las elites, el rescate y la defensa de principios morales tradicionales, etc. Una vez definido el significante vacío se construye un campo político formado por amigos y enemigos. Los primeros son quienes conforman el pueblo, los otros son quienes se oponen a su éxito y constituyen el enemigo a ser derrotado.2 El problema es que alguien debe enunciar ese significante vacío. Y para que ese enunciador sea al mismo tiempo el representante de la unidad de lo diverso, tiene que estar unido a la población –de otra manera dispersa– por medios emotivos, estableciendo un lazo afectivo que sustituye al otorgamiento racional de la representación. El líder se torna así en la encarnación de una especie de voluntad popular difusa.
Esta teoría produce un efecto negativo sobre la democracia. De un lado, su diagnóstico de la política la reduce a un ejercicio discursivo de enunciación de alguna o algunas frases/demandas que sintetizan la complejidad de las necesidades sociales apelando no a la razón sino a la emoción. El vínculo representativo, fundamento de la democracia y en general de la asociación y de la participación, es decir, de la democracia y de la política desde la sociedad, es abandonado alegando una especie de obsolescencia en nuestras democracias tardías. La representación implica un ejercicio de autorización limitada (se elige a alguien para hacer algo por un tiempo determinado), y un mecanismo de supervisión o rendición de cuentas, así sea postfactum, como las elecciones, o por medio de la activación de otros mecanismos de control (desde la división de poderes hasta la presión de la opinión pública (Pitkin, 1967). Urbinati (2014), por ejemplo, define la democracia representativa como una articulación de voluntad (will), expresada a través de la decisión electoral, y opinión, es decir, las formas en que se controla, vía crítica, a los gobernantes electos. La clave aquí es la existencia de un equilibrio de poderes y de una esfera pública crítica. La teoría de Laclau prescinde de la opinión, declara que la política es sólo voluntad, y que esta voluntad es, ultimadamente, la del líder que encarna la voluntad popular que sólo él es capaz de expresar.
Laclau retorna así a las críticas a la República de Weimar que hizo Carl Schmitt (1991), a su concepto de lo político como la definición de amigos y enemigos, y a su idea de que la identidad entre líder y pueblo es la verdadera esencia de la democracia. Laclau agrega una teoría del discurso articulada a su teoría postgramsciana de la hegemonía para reciclar a Schmitt dándole un velo “racional”. Con ello cree establecer el piso de una nueva política “radical”, que sólo lo es por cuanto el efecto neto más probable de una tal política es la destrucción misma de la democracia.
Laclau resalta el potencial inclusivo del populismo y, en ese sentido, de su carácter democratizador. Los líderes populistas le dan voz a quienes no la tienen, hablan por los que nadie escucha. Lo que distingue al populismo contemporáneo es que surge dentro de la democracia, es uno de sus productos, una especie de correctivo de sus excesos o de sus déficits (Canovan, 2005; Urbinati, 2019). Arditti (2014) dice que el populismo se sitúa “en los bordes del liberalismo”, para hacer notar que este tipo de política está en los límites de la democracia. Surge en ella, vive en ella, pero de alguna forma, choca con ella y, en casos extremos, la pone en riesgo, como confirman los casos de Venezuela (donde el populismo chavista derivó en una dictadura destructiva) y de Hungría, donde Víktor Orbán ha anulado al parlamento y al poder judicial, perseguido a los actores de la sociedad civil e instituido el gobierno de un solo hombre.
Desde esta perspectiva teórica, uno pensaría, en primer lugar, que las iglesias evangélicas no pueden ser el vehículo de conformación de un discurso que logre articular otros discursos y actores. Sus valores religiosos no son en manera alguna un significante vacío suficiente para crear un frente social políticamente unificado, por lo menos no en las sociedades occidentales contemporáneas, en las que existe cierta pluralidad religiosa y política, y que son en general bastante seculares. Ha habido momentos históricos y hay países en los que una religión puede convertirse en un elemento central de una especie de significante vacío, como lo es el hinduismo fundamentalista de Narendra Modi o el catolicismo conservador de los líderes políticos polacos. Pero en ambos casos hablamos de religiones realmente hegemónicas, históricamente constituidas en el territorio y la cultura nacionales. El pentecostalismo no es hegemónico en Brasil y tal vez no lo sea hasta hoy en ningún otro país de América Latina.
La teoría de Laclau es una teoría de la hegemonía, es decir, una teoría que presupone que una cierta articulación discursiva logra ser reconocida como el eje de la moral pública y de un proyecto político mayoritario. El pentecostalismo como expresión religiosa no puede ser en las sociedades de la América Latina de hoy el eje articulador de un discurso hegemónico. Burity no trata de convencernos de ello, sino de que los pentecostales se han “convertido en un pueblo”, lo cual entiende más bien como un movimiento identitario con una representación política. Pero en la teoría populista no hay lugar para muchos pueblos, sino sólo para uno. De eso se trata precisamente el populismo. Por tanto, hablar de un “pueblo pentecostal” desde la teoría de Laclau parece una contradicción lógica. En un momento dado, los pentecostales pueden ser parte del pueblo y sus demandas pueden haber sido expresadas parcialmente como parte de la cadena de equivalencias dentro de un significante vacío construido por alguien más. La participación activa de los pentecostales a través de sus diversas formaciones políticas en el movimiento que llevó a Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil es un acto circunstancial, producto de una coyuntura política peculiar, que precisamente por serlo no es una base firme de una potencial nueva hegemonía.
En efecto, como el propio autor lo explica, ha sido la crisis hegemónica del Partido del Trabajo lo que abrió una coyuntura política que concluyó en un vacío del liderazgo y en una crisis orgánica del sistema político. En 2013 las gigantescas manifestaciones de ciudadanos brasileños en todas las grandes ciudades del país anunciaron ya el agotamiento de las capacidades hegemónicas del pt. El partido histórico de la izquierda brasileña, el mayor partido de masas de América Latina, el partido que impulsó la experimentación democrática más extensa de la región, era a partir de ese momento rechazado por una proporción creciente de la población debido a que no había cumplido con las expectativas de mejoramiento continuo de las condiciones de vida de las clases populares y medias, y en cambio había institucionalizado un sistema político basado en el intercambio de favores y en la corrupción sistémica. Debe decirse que este sistema había sido tolerado por décadas, dado que era la única forma en que podría construirse la estabilidad política en un país en el que las elites regionales conservaron un poder de veto sobre todos los gobiernos federales (Avritzer, 2016). Paradójicamente, la propia democratización de la vida pública impulsada por el pt permitió el uso político de los escándalos inacabables de corrupción para construir poco a poco una imagen del pt como el promotor de todo lo que los conservadores consideraban “pecados políticos”: la corrupción, el multiculturalismo, la tolerancia a la diversidad sexual, el muy relativo empoderamiento de las mujeres. En las clases medias pesaba la incoherencia de un discurso basado en la justicia y la participación con una práctica de la política basada en la corrupción, que no por vieja y tradicional tenía que seguir siendo tolerada (Avritzer y Filgueiras, 2012; Power y Taylor, 2011).
En realidad hay múltiples factores que explican esta crisis estructural del sistema político brasileño, que no fue solamente una crisis del pt, sino del conjunto de los partidos que conformaron el disfuncional régimen democrático y de su diseño constitucional mismo. Precisamente porque se trata de un fin de época, se abrió una coyuntura en la cual era fácil articular una crítica al orden existente del tipo populista tradicional: “muerte a la oligarquía política que nos gobierna; fuera la elite corrupta; basta de subvertir los principios morales de la sociedad”. En otras palabras, podía construirse fácilmente un enemigo identificable: la elite política en su conjunto y sus aliados intelectuales y culturales, que contrastaba con un pueblo bueno depositario de las reservas morales destruidas por la política. Para colmo, la guerra civil interna de la clase política brasileña entre 2015 y 2018 terminó en su autodestrucción, lo cual abrió la puerta a un líder oportunista proveniente de la propia clase política, pero siempre marginal dentro de ella, que supo aprovechar el enorme vacío de liderazgo y articular políticamente un movimiento de protesta antipolítico, carente de programa, que representaba solamente un sentimiento de hastío, un rechazo casi irracional a la política.
En este proceso los pentecostales no desempeñaron un papel central, pero se sumaron al gobierno que surgió de esta elección extraordinaria. Como contexto, hay que decir que desde hace muchos años Brasil ha tenido alcaldes, diputados, senadores, ministros y gobernadores pentecostales. La inserción de estas iglesias en la política tiene casi tres décadas y ha sido creciente conforme la crisis política se ha agudizado. Recuérdese que en Brasil se habla de que las principales bancadas del parlamento se pueden clasificar en tres b: la del buey (ganaderos), la Biblia (pentecostales) y la bala (militares). Esta coalición ultraconservadora vetó las iniciativas más atrevidas de un poco arriesgado y muy pragmático pt y abrió la puerta al populismo de Bolsonaro al conspirar para dar un golpe de Estado de dudosa legalidad a la presidenta Dilma Rousseff, promover el encarcelamiento del expresidente Lula, alimentar la polarización política del país y destruir las salvaguardas institucionales que protegían la constitución democrática de 1988 (Avritzer, 2016). En todo este proceso los pentecostales actuaron políticamente no como “pueblo”, sino guiados por los mismos dirigentes pragmáticos que en otro tiempo apoyaron desde el parlamento y participaron en los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, de Lula y de Rousseff, y que en las nuevas circunstancias consideraron oportuno pasarse al lado opuesto, en primer lugar, por conveniencia política, y en segundo, por cierta afinidad ideológica con Bolsonaro.
El populismo de Jair Bolsonaro es cualquier cosa menos afín al pentecostalismo, excepto en su defensa del patriarcado y su oposición al aborto y al matrimonio igualitario. Bolsonaro está tratando abiertamente de destruir la República, llamando al cierre del congreso, donde su bancada tiene sólo 10% de los asientos; a la destitución del Supremo Tribunal de Justicia, pues teme que algun día en él se procese a sus hijos (sospechosos del crimen de una concejal de Río de Janeiro, negra y lesbiana) y a él mismo; y está llamando abiertamente a un golpe militar, reintepretando a la dictadura militar de 1964-1986 como una “época dorada”. Se ha casado varias veces y ha demostrado un desprecio por las mujeres, por los indios, por la naturaleza y por la vida de los pobres que nadie en Brasil se había atrevido a articular como discurso público. ¿Puede este exmilitar golpista y protofascista ser el líder de un “pueblo pentecostal”? El “significante vacío” que usó Bolsonaro para ganar la presidencia de la República fue un conocido conjunto de valores antielite y moralmente conservadores: “muerte a los corruptos”, “abajo las elites políticas”, “orden moral y fin de la tolerancia a los gays”, “Brasil primero, el mundo después”, “Dios y fuerza para acabar con el crimen”. Performativamente, Bolsonaro ha representado el papel del líder macho, militarista y provocador que pasa por encima de todo y de todos. Es muy difícil atribuirle a un líder como éste un halo celestial.
Más importante aún, desde el punto de vista de la teoría de Laclau el “pueblo pentecostal” carece del liderazgo unificado que le dé sentido de misión a su gesta. Hay ciertamente pastores muy poderosos. Uno de ellos posee una gigantesca cadena de televisión, y muchos otros tienen medios propios, especialmente estaciones de radio. Los pastores pentecostales han entendido mejor que nadie la importancia de los medios de comunicación en la época de la “democracia de audiencia”, como la caracteriza Manin (1998). Pero ninguno se reconocería en un líder único. Y si el líder viniera de afuera, trascendería los límites del “pueblo pentecostal”. Más importante aún, los pentecostales no son unos excluidos del sistema político. Sus pastores principales han sido políticos profesionales por muchos años y son dueños de prósperos negocios. Han instalado escuelas, universidades, hospitales y empresas aprovechando su poder político. Han creado redes no sólo religiosas, sino un vasto imperio clientelar. Y en ese proceso, han dejado de ser marginales hace mucho tiempo. En términos más convencionales, los pentecostales se han convertido en una red de grupos de presión con una alta capacidad de representación y de incidencia políticas. Por ello mismo se echa de menos un estudio de los liderazgos en el campo religioso pentecostal, y de su función como mediadores entre el espacio privado religioso y el espacio público-político.
Más temprano que tarde los pentecostales tendrán que separarse de ese líder, Jair Bolsonaro, que ofreció poner a Dios por delante tan sólo para crear un infierno en la tierra. Y al hacerlo, el “pueblo pentecostal” tendrá que trascender la esfera de lo privado como fuente de su actuar público (la decencia, la búsqueda del éxito económico, la defensa del patriarcado, etc.) para actuar en defensa del interés público en lo público: el respeto a la ley, a los derechos humanos, y ultimadamente, a la democracia.
Parto aquí de una línea de argumentación que ha presentado Andrew Arato en varios textos (Arato, 2013; Arato y Cohen, 2017). En primer lugar, es preciso recordar que la democracia es, simbólicamente, una ruptura con el viejo orden premoderno, que basaba su legitimidad en el carácter divino de la investidura de los monarcas. Claude Lefort (1990) parte de la crítica a la concepción medieval de “los dos cuerpos del rey” (Kantorowicz, 1981). Uno de ellos era la representación divina (teológica), dada por la bendición papal y la correcta sucesión nobiliaria, y otro era el físico, el que mandaba, el humano terrenal que heredaba el trono (secular). El poder estaba ocupado por un hombre (o mujer) que no tenía que rendirle cuentas a nadie. La desacralización del poder producida por la democracia presupone que el poder se vuelve un lugar “vacío”. Ya no lo ocupa un soberano absoluto, ya no existe una legitimidad divina, ni permanencia indefinida en el trono. El poder es ocupado temporalmente por un hombre o mujer que tiene controles diversos y capacidades acotadas legal y políticamente. Simbólicamente se instituye el reconocimiento de la pluralidad y la división de la sociedad. Ya no hay una sociedad orgánica, sino una compuesta de sujetos y corporaciones semiautónomas. Ya no puede localizarse un “pueblo” unificado por el doble cuerpo del rey, sino un pueblo diverso y disperso que se autogobierna por medio de mecanismos que implican una representación temporal, siempre en vilo. Este es el ideal, tan ilusorio como el del poder absoluto del monarca, que tampoco lo fue nunca. Pero el principio moral-legal de la democracia es adecuadamente descrito por el tropo de la vacuidad del poder.
La democracia nunca ha funcionado muy bien en ninguna parte, pero, como los mexicanos sabemos bien por experiencia, de una manera u otra todos aspiramos a que se acerque así sea un poco al ideal. La larga lucha por la democracia en todos los países, y las denuncias incesantes del autoritarismo en todas sus formas, refleja que la aspiración a la libertad, al bienestar y a la justicia pasan por la construcción de controles al poder, el más básico de los cuales es la posibilidad de deshacerse de un mandatario en un tiempo perentorio. Las elecciones competitivas son por ello esenciales. Pero hay más que eso, ya que la democracia presupone una serie de controles, formales e informales, los cuales implican la existencia de otros poderes, y de espacios públicos para que los ciudadanos expresen su inconformidad.
La crítica populista a la democracia se basa en las limitaciones intrínsecas de tal orden: de una manera u otra, las elites económicas se acomodan o colonizan al poder político; los propios políticos se convierten en una elite separada de las masas, en una “casta privilegiada” (De la Torre y Peruzzotti, 2008). Incluso los altos funcionarios públicos profesionales, los intelectuales y artistas, se benefician de las migajas que las elites les arrojan para comprar su silencio y conseguir su aquiescencia. Sólo el poder de un pueblo unificado puede contrarrestar el poder de esas “mafias extractivas”. Y para construir tal poder, se necesita un líder que unifique, que represente a los excluidos, que hable por ellos, que pase por encima de los límites que las elites quieran imponerle.
Como ya mencionamos arriba, vivimos hoy a nivel global una época populista, propia de un fin de ciclo histórico. Hace ya años que la globalización neoliberal ha acentuado a niveles intolerables la desigualdad, sin que los gobiernos democráticos hayan hecho nada por poner límites a la precarización del trabajo, la destrucción de la naturaleza, la demolición de la vida rural y la consolidación de un modo de vida urbano que es un suplicio cotidiano para las mayorías. Los sujetos de la competencia democrática, los partidos políticos, han perdido su legitimidad y su relativa autonomía frente a los poderes fácticos. No es extraño que desde hace diez años el mundo experimente una oleada de protestas y movimientos sociales sin precedente. Ante la ausencia de respuestas en el ámbito político formal, se ha abierto un vasto espacio, un verdadero vacío patológico que han llenado líderes populistas en todo el mundo (Rosanvallon, 2020).
Estos líderes comparten una lógica que tiene cuatro componentes esenciales (Arato, 2017: 288): una concepción del pueblo como unidad (sólo hay un pueblo, no una pluralidad de actores); la parte (el pueblo bueno) sustituye al todo como sujeto/objeto simbólico de la política; la lógica amigo/enemigo es la regla de la política (no hay crítica tolerada ni alianzas parciales, ni negociación, sólo subordinación o exclusión); la recuperación de la lógica de la encarnación del poder, en este caso en el líder, quien representa a la totalidad del pueblo, lo cual le otorga un aura semisagrada.
Esta última característica es la que instituye una comprensión teológica de la política. Los populismos varían en el grado de teologización, pero todos tienen como base simbólica de su misión un bien superior, sea la defensa de la verdadera religión, o la protección de la pureza de la cultura y los valores nacionales contra la intromisión de los inmigrantes y otras fuerzas externas, o la recuperación de la vieja grandeza imperial, destruida por incompetentes e incapaces, o bien la recuperación de la decencia y de la moral republicana frente a la desfachatez y la frivolidad de la corrupción generalizada y el privilegio indebido, etcétera.
En México, la crisis económica, moral y política del régimen semidemocrático neoliberal le permitió a amlo ganar decisivamente unas elecciones presidenciales plebiscitarias en 2018 (Olvera, 2020). Construyó en su larga campaña presidencial una oposición amigo/enemigo muy sencilla y realista: el “pueblo bueno”, los pobres, trabajadores mal pagados, despreciados y no representados por nadie –ni en el campo político ni en la sociedad civil–, contra la “elite en el poder”, alusión a una vaga colección de empresarios, políticos y elites intelectuales y mediáticas. Desarrolló el “significante vacío” más elemental: la “cuarta transformación”, que sintetizaba gesta histórica, cambio radical, ánimo de justicia y voluntad política. A partir de ahí podía incorporarse a la cadena de equivalencias cualquier demanda concreta. Tuvo la ventaja de que su liderazgo ya estaba consolidado, pues fue su tercera campaña presidencial y había creado en 2013 su partido personal, Morena. Su credibilidad y legitimidad estaban fuera de toda duda, pues siempre criticó el neoliberalismo, la corrupción y denunció los privilegios de “los de arriba”. Y, sin jamás ceder su liderazgo, sino al contrario, afirmándolo, tuvo la habilidad y el pragmatismo para crear un frente electoral oportunista, dirigido por sus pocos fieles, pero que recogió las sobras de los demás partidos y las usó para crear en poquísimo tiempo una red nacional de operadores políticos (Olvera, 2020). Su triunfo fue incuestionable y logró la mayoría para su partido y sus aliados en el congreso federal y en la mayoría de los congresos estatales.
Ya en el poder, el presidente López Obrador ha construido un proyecto que se funda en una “versión teológica política de un imaginario profético secularizado” (Arato, 2017: 288). amlo tiene su panteón de santos laicos, en el que destacan Juárez, Madero y Cárdenas, presidentes heroicos a su manera y en su tiempo, de los que retoma respectivamente la modestia, el desinterés personal y el nacionalismo. Él mismo encarna esos valores: ha abandonado la lujosa residencia presidencial de Los Pinos y se ha instalado en el (aún más lujoso) Palacio Nacional; viaja en aviones comerciales y por un tiempo anduvo en autos modestos; se ha bajado el salario y ha obligado a todos los altos mandos de la administración a admitir bajas sustanciales a sus ingresos, además de quitarles los privilegios de gastos, ayudantes y capacidades de distribuir empleos; está rescatando, por encima de toda lógica económica, a pemex y a la cfe para restaurar la centralidad económica del Estado, como en los irrecuperables tiempos del desarrollismo estatista. Está cambiando las reglas o cancelando los contratos establecidos por la pasada administración con grandes empresas de energía, y piensa que el personal de mando de todas las áreas del Estado y casi todos los empresarios son culpables del pecado de corrupción.
López Obrador está emprendiendo una labor titánica: lograr una “Cuarta Transformación” de México, equivalente a las gestas históricas de la independencia, la reforma, y la revolución. Y ello implica no sólo castigar a los corruptos, apoyar a los pobres y reconvertir a los malos (los criminales son para él víctimas de la injusticia), sino cambiar las mentalidades colectivas, capturadas por un capitalismo salvaje y consumista y por la perversa cultura de la corrupción. Tan grande es la misión que el propio presidente dijo que él “ya no se pertenece”, implicando que su ser material es ya de todos los mexicanos.
En esto amlo se diferencia de Trump y por supuesto de Bolsonaro. Si bien, como ellos, tiene como horizonte utópico la reconstrucción de un pasado mitificado (make America great again, el progreso y el orden de la dictadura militar, el desarrollismo estatista y paternalista, respectivamente), López Obrador ha investido su misión de un aura religiosa. Él es un evangelizador, no sólo un justiciero. Debe cambiar la mentalidad de los mexicanos. Para ello, en un acto de gran inteligencia comunicativa, ha instituido las “mañaneras”, sus conferencias de prensa con las cuales se comunica diariamente con su pueblo, la mitad de las cuales están dedicadas a la denuncia de los malos actos del pasado y a instruir sobre buenas costumbres; hace giras semanales por el país para estar en contacto presencial con su pueblo, recibir denuncias y peticiones, y entregar, magnánimamente, diversos bienes y servicios; regaña y corrige a sus funcionarios e impone siempre la última palabra sobre todos los asuntos. Es un padre para los mexicanos, en el doble sentido de figura paternal que protege, premia y castiga y mantiene en su debido lugar a las mujeres y los hijos, y de sacerdote o pastor, que escucha a los pecadores y los perdona, castiga a los infieles que no creen en la causa, y predica las bondades de la decencia y las buenas costumbres (cristianas), además de llevar la buena nueva de un futuro mejor si nos portamos bien.
Es por todo ello que amlo vuelve de alguna manera al principio de los dos cuerpos del rey. Tiene un componente casi divino, trascendental, pues es portador de una misión histórica; y uno físico, su investidura como presidente, que le autoriza legal y legítimamente a mandar. Su poder es doble: simbólico y político. Y si bien no reclama la permanencia indefinida en el poder, quiere dejar una impronta indeleble en el corto plazo de su mandato.
Es esta urgencia de trascender lo que hace riesgoso su gobierno. Si bien hasta ahora no se han violentado las normas de convivencia, la polarización que induce su concepción amigo-enemigo de la política, alimentada por sus fieles más radicales, reduce hasta casi la desaparición los espacios de diálogo propios de la democracia; su apuro por rescatar las empresas paraestatales, impulsar sus obras faraónicas en el sur del país y repartir apoyos asistenciales y paternales a los pobres (jóvenes, adultos mayores, campesinos) pone en riesgo las finanzas públicas y obliga a una reducción (neoliberal) radical del Estado, que ya ha conducido a la pérdida de capacidades estatales3 en todos los órdenes, especialmente en la salud, la educación y la seguridad pública.
amlo, como todo buen populista, siente que el aparto estatal, las reglas, las leyes y las instituciones existentes son una jaula que le impiden moverse a voluntad y apurar su misión. Por eso hay que pasar por encima de ellas, lo que implica debilitarlas, colonizarlas (como se está haciendo con la Suprema Corte, la Comisión Nacional de Energía, etc.), anularlas políticamente (como se hizo con la Comisión Nacional de Derechos Humanos), o de plano destruirlas, como se hizo con la Policía Federal.
Como líder encarnado, amlo no necesita de mediaciones entre él y el pueblo. La representación directa hace superfluas, innecesarias y hasta riesgosas las mediaciones de todo tipo. De ahí su crítica a los actores de la sociedad civil, que representan intereses particulares, no los del pueblo; a los intermediarios clientelares y corporativos, tan básicos para el pri durante décadas, y con los cuales aprendió a convivir el pan, y quienes en realidad sólo se apropiaban de los recursos que deberían llegar a los trabajadores y campesinos; a las asociaciones y los cuerpos representativos de empresarios, que sólo miran por el interés sectorial. amlo se dirige directamente al pueblo, para eso sus giras y sus “mañaneras”. Si hay que preguntar algo al pueblo, se hacen “consultas” ad hoc, por más que no haya regulación legal apropiada o incluso se violenten las pocas existentes. Hay una exaltación de la democracia directa, a su parecer la que mejor expresa la voluntad popular (Olvera, en prensa).
El problema de amlo, que es el de todos los populistas, es que no tiene una propuesta de gobierno alternativa (Peruzzotti, 2017). El programa de amlo es una colección variopinta y desarticulada de ideas propias del pri de la fase del desarrollismo estatista y paternalista, y una interpretación de la historia nacional protagonizada por héroes benignos que se enfrentan a enemigos históricos de la nación. La “Cuarta Transformación” es en realidad un proyecto de regreso a una época supuestamente idílica (el desarrollo estabilizador), en la cual el Estado tenía el control del desarrollo económico, y no había separación entre Estado y sociedad (tal era la idea priista de fusión entre Estado y sociedad) (Olvera, 2003). El problema es que no sólo el desarrollismo no tuvo nada de idílico,4 sino que es imposible regresar a él, pues el capitalismo mexicano está completamente integrado al de Estados Unidos, y el Estado no puede recuperar la centralidad económica, menos aun cuando la empresa estatal petrolera está técnicamente quebrada (Shields, 2020) y el gobierno tiene una debilidad fiscal monumental.5 Y la fusión entre Estado y sociedad es una idea organicista/corporativa inaceptable en una democracia moderna, que tampoco es compatible con el principio de la identidad líder/pueblo.
La pandemia de coronavirus ha venido a complicar aún más la viabilidad de la “Cuarta Transformación”. No sólo no se reconoció la gravedad del problema a tiempo, sino que un fallido intento de reorganización del sector de la salud a finales de 2019 lo dejó en la incertidumbre legal y operativa, con una grave falta de financiamiento y, para todo fin práctico, sin dirección. Para colmo, tampoco la crisis económica ha sido reconocida y México es hoy uno de los pocos países del mundo sin una política contracíclica y sin programas de apoyo a desempleados, micro y mesoempresarios ni a la economía informal. Las perspectivas no son buenas y la consecuencia puede ser una agudización de la polarización. Hay el riesgo de que el presidente pierda su aura mágico-religiosa si el país se hunde en una crisis prolongada. Entonces este régimen populista tendrá que definir si está dispuesto a rebasar los límites de la democracia o si se atiene a sus reglas fundamentales.
El uso de la categoría de pueblo es problemática, como lo constatan los múltiples tratados sobre el tema. El concepto es polisémico y polémico. En la presente fase de la crisis de la política a escala mundial, en la que el populismo como forma de la política ha alcanzado una dimensión global, el concepto de pueblo se define en el campo discursivo como un marcador identitario, variable y escurridizo. En este sentido, el concepto de pueblo no remite a una realidad sociológica, política o cultural, sino a una construcción simbólica para fines políticos.
Observamos las dificultades de usar el concepto de “pueblo” para hablar de un pueblo particular, como es el “pueblo pentecostal”, especialmente desde la perspectiva de Laclau. Si bien es cierto que la construcción de una identidad político-religiosa pentecostal ha sido el producto de muchos años de construcción discursiva, pero ante todo organizativa y política en Brasil, ello no significa que las propias iglesias pentecostales ni sus líderes hayan logrado identificarse a sí mismos como “el pueblo” o ser reconocidos como tal por los demás. Otros conceptos y enfoques parecen necesarios para estudiar el poder político de esas iglesias. Su integración en la coalición política y en el gobierno de Bolsonaro no implican un paso más en su constitución como “pueblo”, sino una decisión estratégica más de sus dirigentes, que tendrá costos mayúsculos en el mediano plazo. En todo caso, se han integrado temporalmente en un “pueblo” reaccionario y fascistoide, siguiendo a un líder impredecible, sin lograr un efecto simbólico de legitimación, sino al contrario, poniendo en riesgo su propia legitimidad.
En el caso de México, el argumento de Laclau resulta, paradójicamente, más aplicable. López Obrador en verdad ha construido un pueblo con todas las características que marca la teoría. Hay un significante vacío, la “Cuarta Transformación”, que sintetiza un vasto conjunto de cadenas de equivalencia, que van desde la lucha contra la corrupción, la primacía de los pobres, la austeridad franciscana del gobierno, hasta el rescate de la nación, igualando a ésta con las empresas paraestatales de energía. amlo ha definido un campo político con enemigos y amigos, juega a polarizar permenentemente y muestra un completo desdén por la negociación y el reconocimiento de otros actores. Su gobierno unipersonal adquiere un carácter místico-religioso, al ser el presidente el portador/sujeto de una misión histórica superior a todas las voluntades y capacidades individuales, una misión que no es sólo política, sino moral y moralizante.
El populismo en Brasil y en México muestra peligrosos signos autoritarios. Ciertamente, Bolsonaro es más radical y en verdad protofascista, cosa que no es López Obrador. Pero eso tampoco convierte a amlo en un referente de “izquierda”. El paternalismo estatal, el estatismo desarrollista, la centralización del poder, la negación de la política como debate y participación no son caracterísiticas de una política de izquierda en el mundo contemporáneo. Se trata más bien de un penoso y anacrónico regreso a un pasado remoto y afortunadamente fenecido en las luchas por la democracia de los últimos treinta años. Ello no impide que pueda aparecer un nuevo tipo de autoritarismo populista en México. Veremos si la sociedad lo permite.
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Alberto Javier Olvera Rivera es investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana. Doctor en Sociología por la New School for Social Research. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia Mexicana de Ciencias. Destacan en su obra Sociedad civil, espacios públicos y democratización en América Latina: México, fce y uv, 2003; Democratización, rendición de cuentas y sociedad civil, Porrúa / ciesas / uv, 2006 (con Ernesto Isunza); La disputa por la construcción democrática en América Latina, fce / ciesas / uv, 2006 (con Evelina Dagnino y Aldo Panfichi); La democratización frustrada, ciesas / uv, 2010. Ha publicado más de cien artículos y capítulos de libros en diversos países, así como libros de divulgación. Ha sido profesor invitado en las Universidades de California San Diego, York, Federal de Minas Gerais, Nacional de Colombia y flacso-México.