Recepción: 28 de febrero de 2024
Aceptación: 9 de mayo de 2024
En este trabajo mostramos cómo las organizaciones y proyectos anclados en la comunidad indígena contemporánea se estructuran en torno a imaginarios del futuro deseable. Retomamos la idea de utopía como referida a lo posible para comprender los efectos de las reivindicaciones étnicas en las mismas comunidades. Como una orientación hacia el futuro, discutimos las limitaciones y alcances del concepto de utopía para su uso como categoría explicativa. El referente empírico es la experiencia de cuarenta años de una comunidad purhépecha que se ha movilizado para lograr su reconocimiento.
Palabras claves: autonomía, comunidad, movimiento indígena, reconocimiento, utopía
community utopias as hope for the future among the purhépechas
This article shows how organizations and projects in contemporary Indigenous communities are structured around imaginaries of a desirable future. Here the idea of utopia suggests potential, enabling an understanding of the effects of reaffirming ethnic belonging within the community. The concept of utopia as a guide to the future is discussed with regard to its limits, reach, and explanatory power as a category. The empirical subject matter is forty years of experience of a Purhépecha community that has been fighting for recognition.
Keywords: community, utopia, recognition, autonomy, Indigenous movement.
En México y en América Latina, desde los años setenta del siglo xx, irrumpieron organizaciones indígenas y campesinas independientes con claras reivindicaciones étnicas y de defensa de sus recursos y patrimonio material e inmaterial. Desde entonces, por defender y reivindicar aspectos particulares como su territorio, lengua, comunalidad o saberes, desde diferentes frentes se consideró que iban a contracorriente de las tendencias generales de integración, por lo que su demanda de reconocimiento sería prácticamente un horizonte inalcanzable. A principios de los años ochenta del siglo xx, Guillermo Bonfil (1981) calificó de utópica la lucha de las organizaciones indígenas de América Latina por transformar su realidad; en dicho libro y en su obra posterior (Bonfil, 1990) no le asigna una connotación negativa al término, sino que lo vincula con posibilidades, proyectos y visiones de futuro (Bonfil, 1981:44-45). A partir de los documentos, declaraciones y distintas expresiones de los intelectuales y organizaciones indígenas, Bonfil (1990) destaca el carácter profundo de las reivindicaciones étnicas frente a los discursos obsesionados con la modernización del país.
Desde otra perspectiva, totalmente opuesta, entre los primeros críticos de los movimientos de reivindicación étnica en nuestra nación, estaba Gonzalo Aguirre Beltrán, el teórico del indigenismo integracionista mexicano, que consideraba que la lucha étnica “desemboca en un callejón sin salida” (1983: 342), al contrario de las reivindicaciones como proletario “que es la única que le abre posibilidades de desarrollo en un futuro previsible” (1983: 343). Por sus condiciones particulares, como buscar superar su condición de colonizados, los movimientos y organizaciones indígenas serían un claro ejemplo de movimientos utópicos. Para autores como Bonfil, estas utopías muestran una gran densidad histórica que les han permitido definir agendas y programas de acción en las últimas cinco décadas.
En la actualidad no se discute más sobre la legitimidad de las demandas de reconocimiento de las comunidades y pueblos originarios y gracias a las modificaciones a la legislación nacional, pero sobre todo a los acuerdos internacionales firmados por el Estado mexicano (como el 169 de la Organización Internacional del Trabajo, oit), se han logrado importantes avances en este tema. Sin embargo, su reconocimiento pleno, en tanto naciones originarias con total autonomía, aún está lejos. Por otra parte, no se puede negar que su movilización y propuesta de integración han impactado diferentes aspectos de su organización social y forma de vida.
Para discutir estos temas tomo como referencia empírica a las comunidades purhépechas de Michoacán, en particular a la comunidad de Santa Fe de la Laguna, cuya experiencia data de más de 40 años, y al proyecto de la Nación Purhépecha. Desde entonces a la fecha –pasando por el decisivo año de 1994, en que apareció el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) que reubicó el tema indígena en el centro de la agendapolítica nacional– los pueblos y organizaciones indígenas han transitado por múltiples senderos, brechas y avenidas organizativas y se han topa-do con diferentes obstáculos y caminos de retorno (como su compleja relación con el Estado mexicano y con los partidos políticos, llena de matices y que cubre un amplio rango que va de la alianza al rechazo y la confrontación), lo que los ha llevado a replantearse constantemente sus estrategias organizativas, objetivos y métodos de lucha. No ha existido una organización indígena única, sino una gran diversidad de intentos por construir uniones, consejos, coaliciones, coordinadoras, etcétera.
Como sucede con todos los movimientos que pretenden modelar su futuro, aunque consiguieron importantes cambios, no todos los resultados han sido los esperados, algunos incluso resultaron contrarios. En sociedades altamente diferenciadas y desiguales, como la nuestra, la demanda de reconocimiento por parte de sujetos que han sido históricamente segregados y subordinados debido a sus cualidades diferentes parecería ser un horizonte inalcanzable o una utopía.2 En este reclamo se manifiesta la voluntad de mantenerse como comunidades a pesar de las presiones y adversidades a las que se enfrentan de manera cotidiana. Si las comunidades indígenas se mantienen, como sujetos colectivos, en un contexto altamente adverso como el que ofrece el capitalismo neoliberal extractivista y depredador, es gracias a su firme voluntad por conservar y proyectar una forma de vida colectiva que, a pesar de las tensiones, conflictos y divisiones internas, mantiene ciertos rasgos de una utopía colectivista, siempreen tensión con los proyectos modernizadores e individualistas que aparecen tanto al interior de la comunidad como los del exterior.
Contrario a las interpretaciones clásicas (Durkheim, 1973; Töenies, 1979) que definen a la comunidad como una forma de organización distinta o contrapuesta a la sociedad de contrato, considero que las comunidades solo existen como un proyecto que busca realizarse en la modernidad. En este sentido, no solo están preocupadas por sus condiciones presentes, sino también y fundamentalmente por su futuro. Como agen-tes de su propia historia imaginan futuros posibles y ejecutan acciones, en el presente, enfocadas a lograr ese futuro imaginado. Estas acciones, de alguna manera, condicionan las relaciones sociales del presente y conducen, en ocasiones, a reinterpretar su pasado y a repensar su historia.4
Poner en el centro a actores con capacidad para modificar su destino significa aceptar que todos los arreglos comunitarios que conocemos son producto de la acción imaginativa concurrente de quienes forman par-te de colectivos sociales y que tratan de forjarse un futuro propio, aunque debemos reconocer que estos imaginarios se conforman a partir de referentes históricos. De otra manera difícilmente podríamos entender que algunas comunidades muestren principios de organización –no apegados completamente a los que promueve el sistema capitalista hegemónico–, que son obra de la imaginación de colectivos que desean un futuro distinto. Es el caso de aquellas que desarrollan formas alternativas de consumo o de producción, o aquellas que invierten, hasta sus límites, tiempo, trabajo y recursos materiales en el ceremonial religioso. Al tratarse de procesos en marcha, su comprensión nos plantea el reto de aprehender aquello que está en construcción y no solo lo que existe.
Los jóvenes profesionistas que impulsaron los movimientos étnicos a partir de los años setenta instalaron la idea de que no hay predestinación o un tiempo lineal único, sino que se puede construir el futuro y modificar el presente mediante la acción. Son jóvenes con ideas radicales que cuestionan la repetición de los ciclos y que dan un gran peso a la organización y a la movilización colectiva. Sin embargo, estas acciones orientadas al futuro no tienen una relación de causalidad con lo que aparece posteriormente, ni tampoco se piensan de manera acumulativa. En ocasiones se plantea desechar la tradición, en otras se parte de las costumbres (o “el costumbre”, como el respeto, la voluntad de servir o la rotación delos cargos) para construir y darle soporte a la organización política. En su concepción, el tiempo no transcurre de manera lineal, sino que avanza en varias direcciones. Se acude al pasado y a experiencias vividas para legitimar sus reclamos, pero también se cuestionan las condiciones de vida del presente, producto de ese pasado y se definen nuevas posibilidades de construir el futuro. Se cuestiona el régimen de historicidad cristiano (Hartog, 2022) que establece la linealidad del tiempo, con el futuro mesiánico como el horizonte deseable y que supera de manera definitiva al pasado y al presente. Si consideramos que las utopías indias (y otras de los grupos subordinados) confrontan los proyectos de modernización capitalista (las utopías de las élites), que ponen el acento en el individualismo, el avance tecnológico, la depredación del medio ambiente y la desposesión de lo común, podemos decir que el presente sería el resultado de una lucha de utopías o de proyectos por el significado del futuro.
Para avanzar en la discusión es necesario precisar el uso que estoy haciendo del concepto de utopía. Como apuesta por el futuro, y luego de observar algunas de sus consecuencias, las utopías, a pesar de todosu contenido transformador o revolucionario, pueden tener consecuencias contradictorias absolutamente negativas. Críticos como Lewis Mumford (2015), luego de una revisión de muy distintos ejemplos, han destacado las consecuencias desastrosas de las utopías. Otros autores liberales, como Karl Popper (2017) o Isaiah Berlin (1992), se han encargado de resaltar los aspectos negativos, los efectos distópicos (tales como el autoritarismo, la cancelación de las libertades individuales y el cierre social) de los movimientos sociales porque generalmente se piensa que, por la naturaleza egoísta del ser humano, las propuestas utópicas tienden a desembocar en sistemas cerrados y autoritarios (Berlin, 1992).
De igual manera, aquellas ideologías que proponen que existen fuerzas estructurales, como el mercado o el poder, que moldean a los sujetos y su voluntad y que son las que realmente nos gobiernan, son expresiones también distópicas, en tanto determinan la agencia humana. Estas ideologías se encargan de señalarnos que cualquier decisión que tomemos ya está mediada o intervenida por aquellas circunstancias y relaciones que consideramos normales o naturales. Por consiguiente, cualquier intento de transformación de las condiciones de vida prevalecientes terminará produciendolo contrario de lo que buscaba.4 Por otra parte, utilizar el término “utópico” como un adjetivo para calificar lo irrealizable o los proyectos fracasados, porque desde su inicio eran inalcanzables, ha sido también una manera de desacreditar el potencial transformador de los proyectos que emprenden los grupos subordinados para modificar sus condiciones de vida.
Sin embargo, en la búsqueda de una vida mejor la posibilidad de sociedades más igualitarias y menos violentas se mantiene vigente. Es más, autores como David Harvey (2000) y Fredric Jameson (2009) o David Valentine y Amelia Hassoun (2019), señalan que, luego de la caída de la Unión Soviética y bajo el régimen neoliberal globalizador, se observó una renovación del utopismo precisamente porque el nuevo orden mundial planteaba retos inesperados para los grupos subalternos. Debido a que el futuro está en construcción permanente, pero es incierto, autores como Karl Mannheim (1987) y Paul Ricoeur (1989) han señalado que las utopías tienen dos caras, una positiva y otra negativa. Generalmente lo que se observa es una de estas facetas. Para superar esta dicotomía excluyente, Michael Gordin, Helen Tilley y Gyan Prakash (2010: 6) han propuesto que, en la realidad y con fines metodológicos, utopía y distopía forman una unidad y así hay que tomarlas. Por lo mismo, quedarnos únicamente con la imagen negativa de las utopías significa también desconocer el potencial transformador de los imaginarios, el ensueño y de los ideales de cambio o de búsqueda de una vida mejor, presentes en los movimientosde los grupos subalternos, que Ernst Bloch (2006), entre otras muchas otras expresiones de esperanza, considera posibilidades de la utopía.5
No se trata de idealizar cualquier acción que provenga de las organizaciones indígenas que aquí expondremos, sino de comprender los procesos de conformación de comunidades en una época adversa al comunalismo y en la que se destacan sobre todo los valores del mercado y el individualismo. En varios momentos se ha visto a los movimientos indígenas como representantes de un cambio radical, una verdadera revolución de la sociedad; sin embargo, en la práctica lo que observamos son efectivamente transformaciones de carácter pausado o si se quiere reformistas y muy asociadas a problemas que se padecen en lo cotidiano. Considerar un movimiento de transformación que ocurra en circunstancias adversas y que provoque solo cambios en las condiciones de vida sin lograr una gran transformación estructural parecería una malinterpretación del concepto utopía. De ahí la importancia de reconsiderar la noción de utopía en términos absolutos y pensar más bien en las utopías posibles, realizables o microutopías, con fines alcanzables y en espacios más acotados (Vieira, 2020). Esta sería otra acotación metodológica al término.
Al respecto, Robert Nozik (1988: 300) ya había señalado que debemos considerar a la Utopía como un marco en el que se dan las utopías (realizables, posibles): “La utopía es un marco para las utopías, un lugar donde las personas están en libertad de unirse voluntariamente para perseguir y tratar de realizar su propia concepción de la vida buena en la comunidad ideal, pero donde ninguna puede imponer su propia visión utópica sobre los demás”. Ricoeur explica que hablar de utopías siempre refiere alo posible: “un campo de otras maneras posibles de vivir” (1989: 58). Esta posibilidad que se construye para confrontar una realidad adversa también cuestiona al poder y en términos gramscianos sería una manera de construir un discurso contrahegemónico desde la subalternidad.
En este sentido, Arjun Appadurai (2013) propone que, para acercarse al tema del futuro, hay que considerar como objeto de la etnografía la “política de la posibilidad” (imaginaria) frente a la “política de la probabilidad” (realista), como una manera de aproximarnos a los proyectos en marcha de los grupos subalternos. Propone estudiar etnográficamente las estrategias, metas y logros de los movimientos subalternos porque son la evidencia de las políticas de la posibilidad en la época actual.
Pensar en términos de utopías posibles nos ofrece elementos para reflexionar y comprender otras maneras particulares de vivir, otros proyectos de vida que están en gestación y que algunas colectividades construyen o ya están en marcha en la actualidad. El utopismo, porque surge de la imaginación, contiene una dimensión reflexiva que interpela a la “realidad” y al poder y otra ética de la que se desprende su impulso transformador. Por ello considero que el concepto de utopía puede ser de utilidad tanto para reflexionar en relación con ciertos comportamientos y arreglos sociales, para confrontarla con los objetivos de movimientos sociales, así como para evaluar los efectos que han tenido ciertas propuestas impulsadas con la intención de transformar las condiciones de vida, crear otros arreglos sociales cuyos efectos no han sido los esperados. Como categoría explicativa, la utopía está presente en algunas formas de organización que buscan realizar el ideal de vivir bien o mejorar la situación en la vida cotidiana.
Además de las dos precisiones metodológicas que ya hemos señalado –importantes para trascender la discusión filosófica y el mero uso como adjetivo del término utopía y explorar su potencial analítico–, es necesario precisar, tal como lo propone Jameson (2009), que el término pasó detener una referencia espacial (un no lugar, como en la utopía clásicade Tomás Moro) a tener una temporal, un deseo o ideal de un mundo o una vida mejor por alcanzar. Las utopías posibles o realizables imaginan que el “porvenir” no es algo que esté totalmente fuera de nuestras manos, sino, por el contrario, lo contingente o incierto puede ser respondido o confrontado por la acción organizada, planeada y, sobre todo, alternativa al orden existente. La “apuesta por”, la decisión pensada o de último momento, el “sueño diurno” o el “querer ser de otro modo”, todos estos y otros artificios (como los que engloba la magia, la adivinación, la anticipación o la predicción matemática), igual que la utopía, son maneras de intervenir y pretender moldear el incierto o nebuloso futuro. Pero al realizar esta operación o, más precisamente, al involucrarse o participar activamente en un proyecto de esta naturaleza, se afecta el presente y la vida cotidiana, que ya es resultado de la acción y que constituye el puntode partida del trabajo etnográfico. La discusión de las utopías como apuestas por el futuro han entrado en la discusión antropológica, en los estudios del tiempo, las temporalidades y los futuros.
La apuesta por el futuro ha estado en el centro del quehacer de las organizaciones indígenas de Michoacán desde los años setenta, cuando se intervino directamente en la transformación de sus condiciones de vida. Sin embargo, las problemáticas regionales, incluso locales, son tan distintas y en ocasiones tan contrastantes, que resulta prácticamente imposible que una sola organización logre representar los intereses de todos los grupos y sea reconocida por la mayoría de los pueblos y comunidades;por consiguiente, resulta complicado hablar de un futuro único. Es importante considerar que si bien en las últimas décadas han proliferado los discursos apocalípticos, provenientes del campo científico, relacionados con el cambio climático y la depredación del medio ambiente, es necesario reconocer que no existe un solo futuro para toda la humanidad, sino que es posible y necesario pensar en diversos futuros, que se construyen en la interacción con las historias locales, las condiciones presentes y las apuestas que las comunidades hacen al futuro.
En este trabajo propongo que las acciones que se realizan en tiempo presente (que son las que registra la etnografía) están condicionadas por su historia particular y son las que delinean su proyección a futuro. A la vez, las imágenes o imaginarios “utópicos” que aparecen claramente con los movimientos de reivindicación étnica condicionan las acciones del presente. Tomo como referentes etnográficos aquellos dispositivos como las organizaciones y los proyectos mediante los cuales tratan de moldear su porvenir. Es decir, la manera en que esperan mantenerse como sociedades viables que buscan que se les reconozca tal y como se presentan.
Luego de su exhaustiva revisión de la antropología del tiempo, Nancy Munn (1992: 115-116) señala que hasta ese momento “los antropólogos habían visto el futuro en remiendos y pedazos (shreds and patches), en contraste a la atención dada ‘al pasado en el presente’ […]”. También Rebecca Bryant y Daniel M. Knight (2019) se lamentan de que, a diferencia de la gran atención que se le ha dado al pasado, se le ha prestado poca o casi ninguna atención al futuro. Estos autores sí desarrollan toda una propuesta para estudiar la manera en que el futuro interviene o se expresa en la acción social del presente etnográfico. Discuten seis maneras en que el futuro orienta el presente: anticipación, expectativa, especulación, potencialidad, esperanza y destino (Bryant y Knight, 2019: 3). Por su parte, la etnografía histórica, que reconoce la presencia del pasado en el tiempo presente, no considera el problema de la temporalidad y supone que los hechos históricos y etnográficos ocurren en un tiempo natural, cuando lo que observamos etnográficamente (como lo expondré adelante) es una sobreposición de temporalidades: el tiempo histórico local (donde confluyen el pasado y el futuro) y el tiempo del observador. Más parecido a lo que propone Reinhart Koselleck (1993) con la metáfora de estratos temporales (futuros pasados) que se manifiestan en el presente. En este sentido es importante hacer notar que, así como en el tiempo presente hay semillas del tiempo mesiánico, como los señaló Walter Benjamin (2007:76), en todo movimiento utópico también hay semillas del mesianismo. Esto es precisamente lo que da la impresión al observador externo de que las comunidades indígenas no quieren cambiar. La búsqueda por cerrar la brecha entre lo que se quiere y se proyecta a futuro (conservar la comunidad y los recursos comunales, mejorar las condiciones de vida) y lo impredecible e incierto que ofrece el tiempo de la modernidad neoliberal (ampliación del mercado, el individualismo, los agronegocios y la depredación) se convierten, en estos movimientos, en un objetivo trascendental.
Luego de 40 años que inició su movilización política por su reconocimiento, el caso de Santa Fe de la Laguna nos muestra cómo se entretejen o interfieren las diferentes temporalidades que conviven en el espacio local; y que la persecución de las utopías o de la apuesta por el futuro genera nuevos imaginarios de futuros posibles que incidirán en el presente y el pasado. Una estampa etnográfica que nos muestra los efectos de la utopía, así como la manifestación de las distintas temporalidades en el presente etnográfico fue la celebración del 40 aniversario del inicio de su movimiento por la defensa de sus tierras comunales, el 11 de noviembre de 2019. Este momento inaugural también marcó el principio de lo que se considera la emergencia indígena en Michoacán y la lucha por el reconocimiento. En 1979, mujeres y hombres indígenas, que no pertenecían a ninguna organización oficial, marcharon por las calles de Morelia, la capital del estado, cerraron la avenida principal e instalaron un campamento, varios días, frente al Palacio de Gobierno, lo que provocó un fuerte impacto en la sociedad michoacana. Nunca se había visto que un grupo de campesinos indígenas desafiaran al gobierno de esa manera. Hasta entonces la sociedad michoacana, prácticamente en su totalidad, había estado enérgicamente controlada por las estructuras corporativas del partido oficial. Por lo general, cualquier manifestación de inconformidad, fuera por motivos políticos, religiosos o de límites entre comunidades, se resolvía mediante la represión o la integración de los inconformes a las estructuras corporativas del partido oficial.
Hace 40 años el movimiento de los comuneros de Santa Fe se presentó como un movimiento campesino independiente, dirigido por un grupo de jóvenes radicales que, con una clara orientación hacia una utopía socialista, habían decidido confrontar a los que consideraban sus enemigos de clase y agentes del capitalismo: los ganaderos del poblado vecino de Quiroga, que habían invadido parte sus tierras comunales y amenazaban con seguir invadiendo, frente a la inmovilidad de las autoridades comunales de esa época. Eran parte de una organización campesina, la Unión de Comuneros Emiliano Zapata (ucez), con un claro discurso de izquierda revolucionaria (marxista), cuyo objetivo principal era la lucha por la tierra y su lema: “Hoy luchamos por la tierra y también por el poder”, lo refleja bien.6 Sus ideales de cambio y transformación radical de su comunidad eran producto de su formación como maestros y profesionistas en las normales y universidades públicas, además de su entrenamiento en la lucha guerrillera. Algunos de los líderes de las comunidades indígenas, que participaron en la ucez fueron entrenados como guerrilleros en Cuba y Corea del Norte y participaron en la guerrilla del Movimiento de Acción Revolucionaria (mar). Estaban alineados al movimiento comunista internacional que buscaba implantar una sociedad socialista y mantenían vínculos con organizaciones clandestinas y con las guerrillas centroamericanas. Su sueño del futuro era avanzar en la construcción del socialismo e implantarlo en las comunidades michoacanas. Para finales de los años ochenta, el movimiento se debilitó por las fuertes pugnas entre líderes y facciones que aparecieron al interior de la organización y en las mismas comunidades indígenas (Zárate, 1993).
El aniversario del año 2019, en que estuve presente, puede considerarse una síntesis de cómo se representa políticamente la comunidad. Lo que aparece es una fuerte presencia del pasado inmediato, pero también elementos propios de su identidad histórica a la vez que su proyección como colectividad.Fue bastante significativo que no se realizara ni en el centro de la comunidad ni en el espacio del antiguo hospital, donde generalmente se llevan a cabo las celebraciones, sino en el lugar en que cayeron asesinados dos comuneros cuando la comunidad ocupó y recuperó las tierras que los ganaderos del pueblo vecino de Quiroga tenían invadidas, a la orilla de la carretera nacional que va de Guadalajara, Jalisco, a Morelia, Michoacán. Se trató también de una puesta en escena de la identidad purhépecha contemporánea, es decir, de cómo se representan actualmente los comuneros, a diferencia de hace 40 años. Para mostrar su empoderamiento cerraron la carretera nacional por nueve horas, de las 08.30 horas a las 18:00 horas, con auxilio de la policía local y sin que hubiera amenazas de represión, y colgaron una gran bandera purhépecha a todo lo ancho de la vía. La celebración inició con una marcha encabezada por las autoridades locales desde el centro de la comunidad al sitio en que se llevaría a cabo la ceremonia. En el lugar de los caídos, luego del arribo del contingente y antes de iniciar el evento cívico, se llevó a cabo una ceremonia que combinaba elementos de distintas religiosidades y diferentes temporalidades, con incienso, discursos sobre la antigua religión de los indígenas, aquella que, se dijo, destruyeron los colonizadores, se reivindicó a la madre tierra, se invitó a los participantes a sembrar algunas semillas, se hicieron rememoraciones de los compañeros caídos en ese lugar y se rezó el rosario (ante la negativa del sacerdote de impartir la misa que se había programado en ese lugar). Posteriormente, el evento cívico inició con honores a las banderas de la nación purhépecha y de la nación mexicana, se entonó el himno nacional en purhépecha, por los alumnos y profesores de la secundaria local que lleva el nombre de Elipidio Domínguez Castro, líder purhépecha asesinado que encabezó el movimiento de los años ochenta, y se presentaron las primeras estrofas de lo que se espera sea el himno purhépecha. Al final se llevó a cabo el acto en un templete ubicado sobre la carretera con los invitados, que rememoraron los años del movimiento, sus primeras acciones, sus antiguos compañeros, así como su importancia para entender el movimiento actual de reclamo de la autonomía, lidereado por la comunidad de Cherán. En los discursos, lo que se destacaba era la vigencia, 40 años después, del movimiento de reivindicación étnica.
La bandera y el acto, organizado por las autoridades locales, fue una advertencia al ayuntamiento de Quiroga de que no cesan en su reclamo de recuperación y defensa de todas sus tierras comunales. A lo que se añadió su demanda de “presupuesto directo” y reconocimiento de sus gobiernos por “usos y costumbres”, lo que finalmente se logró, luego de otra movilización, cierre de la carrera nacional e intromisiones en las reuniones del cabildo en 2021.
Si pensamos en las consecuencias o efectos en la época actual de este movimiento utópico, algunos buscados y otros totalmente inesperados, podemos enumerar entre los más significativos: 1) que se expuso a la luz pública la inconformidad (pobreza y exclusión) en que vivían las comunidades indígenas. Hasta antes de este movimiento parecería que las comunidades vivían en una gran calma, conformes con sus condiciones de vida. Cuestionó de manera definitiva el corporativismo y el inmovilismo de las organizaciones campesinas que habían constituido el soporte del régimen presidencialista. En el centro de su demanda estaba mantener para las generaciones venideras la propiedad comunal de la tierra y sus recursos naturales. Se mostró que la comunidad no era algo atrasado, sino que podía considerarse como una forma de vida que se quería conservar, mantener y proteger, incluso proyectar a futuro; esto es, un modo de vida distinto al ofrecido por el mercado capitalista y el individualismo.
2) Puso en el debate público el tema de la agencia de los sujetos colectivos, lo que se expresa en que ahora deben ser consultados cuando se trata de llevar a cabo proyectos que los impactan directamente. Se presentan demanera definitiva como sujetos colectivos, actuantes y con proyectosde vida. En todas las diligencias, movilizaciones y acciones públicas siempre se reivindican como “la comunidad”, es decir, como una totalidad.Sin duda, un paso definitivo en el proceso de reconocimiento. Destacó su particularidad frente a otros actores y movimientos gremiales y de clase. Esto se vio claro, desde los años ochenta, con la discusión y movilización contra la pretendida instalación de un reactor nuclear en terrenos de Santa Fe de la Laguna. Este movimiento, que vinculó a la comunidad indígena con amplios sectores de la sociedad civil regional, significó cierta crisis con los miembros más radicales (de clara orientación marxista) del movimiento, incluso con su líder que ostentaba un discurso de clase que coincidía ideológicamente con los dirigentes del Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Nuclear (sutin) en el apoyo a la instalación de un reactor nuclear en terrenos de la comunidad.
3) Provocó también un replanteamiento en el campo de las ideas (tanto académicas como políticas) de la manera en que se concebía el Estado y su proyecto de nación, que, si bien había emergido de un movimiento revolucionario, grandes capas de la sociedad (los grupos marginales) ya no se veían representados en este. En este proyecto las comunidades indígenas eran agrupadas bajo la categoría socioeconómica de “campesinos”, aunque ellos no se presentaban como campesinos, sino como comunidad indígena. ¿Qué era la nación si no una multiplicidad de pueblos y culturas? Por primera vez, se obligó al Estado a escuchar y a negociar con los grupos indígenas ajenos al corporativismo oficial.
4) Luego de un periodo de extrema agitación y violencia en el que se intentó instalar un régimen comunal autoritario, que se manifestó en expropiaciones arbitrarias de terrenos y casas y de amenazas a ciertas familias, que desembocó en un fuerte y violento conflicto entre facciones, para la década de los noventa las comunidades volvieron a la tranquilidad, pero con nuevos arreglos. Los efectos más importantes para la comunidad fueron los siguientes: se perdió el miedo a la protesta y el reclamo;se demostró la importancia de pasar a la acción; la pertinencia y potencia del comunalismo en una época de un gran autoritarismo y extrema polarización. Se reforzó y se renovó el gobierno comunal, como la asamblea de todos los comuneros y centro de todas las tomas de decisiones importantes, en la que están representados las familias, barrios y mitades que conforman la organización comunitaria. En cierto sentido se redefinieron las relaciones de género y de generación sin que se disolviera la organización social local, que se basa en la complementariedad de los géneros, sino por el contrario, reforzándola. Aunque la representación para ocupar un cargo es familiar y el que asume la responsabilidad es siempre el jefe defamilia, ahora también puede ser la esposa y madre de familia, además de que las mujeres y jóvenes pueden acudir a la asamblea. Se redefinió el papel del representante de la comunidad o presidente del Comisariado de Bienes Comunales que, a partir de entonces, deberá ocupar el cargo aquel que esté absolutamente comprometido con la defensa de la comunidad y su patrimonio natural y material.
En los años noventa y ante el debilitamiento del discurso clasista y la caída de esa utopía que fue el mundo socialista, se movió el horizonte y se vislumbró el futuro en términos de diversidad. Se produjo un replanteamiento de las apuestas por el futuro, ya no estrictamente agrario, sino que se amplió hacia lo étnico y a la reivindicación de lo purhépecha como una totalidad. Aparecieron las demandas de remunicipalización o conformación de una región pluriétnica autónoma (Ventura, 2003: 187). Las nuevas organizaciones tendrán un claro discurso étnico, como Caminos del Pueblo o el Frente Independiente de Comunidades de Michoacán (ficim) (Máximo, 2003). El proyecto de la Nación Purhépecha se materializa en la Organización de la Nación Purhépecha (onp) (Zárate, 1999: 246; Jasso, 2012: 119-120). Esta organización apareció a la luz pública en 1991, lanzando un manifiesto contra las reforma al artículo 27 constitucional, prohibiendo la venta o comercio de tierras comunales y advirtiendo que cualquier comunero que venda sus tierras sería expulsado de su comunidad y territorio (Máximo, 2003: 584; Dietz, 1999: 369). Su discurso básicamente tenía dos ejes: la autonomía comunal y la defensa de los recursos naturales, en especial de los bosques. En tanto organización conformada en su mayoría por profesionistas de varias comunidades con un claro discurso y adscripción política pronto se fue debilitando. La utopía de la remunicipalización quedó postergada. La onp primero se fragmentó por disputas por el control de recursos de un financiamiento externo que, como asociación civil, debería destinarse a proyectos comunitarios. Luego, debido a que sus dirigentes nunca pudieron escapar de las dinámicas partidistas, fue diluyéndose hasta volverse insignificante en el panorama político. A través de esta organización política se buscó, en los años noventa y con el impulso del levantamiento zapatista, la autonomía de las comunidades por medio de la remunicipalización, lo que no se logró.
A finales de la primera década del siglo xxi y frente al avance del crimen organizado, se intentó activar una coordinación entre autoridades comunales y rondas comunitarias para defenderse. Se realizaron varias reuniones entre representantes de comunidades, pero no se logró avanzar en una organización o en una coordinación para la defensa. Luego del movimiento de la comunidad de Cherán, en el año 2011, que condujo al reconocimiento de su gobierno por usos y costumbres, su consejo de gobierno y su propio cuerpo policiaco, las principales demandas del resto de las comunidades han ido en esta dirección: recibir su presupuesto de manera directa (sin que pase por la tesorería de las cabeceras municipales) y el reconocimiento de su gobierno por usos y costumbres (lo que significa tener su propia policía comunitaria uniformada y armada, así como decidir si permiten la intervención de partidos políticos y de urnas electorales). Logro que se ha reflejado en más de 50 comunidades de la región y otras están en ese proceso. Asesoradas por diferentes grupos de abogados, las organizaciones que encabezan estos esfuerzos en la actualidad son el Consejo Supremo Indígena de Michoacán (csim) y el Frente por la Autonomía de Consejos y Comunidades Indígenas (o Frente por la Autonomía), orientado por el colectivo de abogados Emacipanciones (ce). Ambas organizaciones tienen como objetivo lograr la autonomía de las comunidades y avanzar en la consolidación de la Nación Purhépecha. Además, apoyan las demandas y movilizaciones de las comunidades frente a cualquier tipo de conflicto.
En lo que va de este siglo, los reclamos de reconocimiento a sus usos y costumbres se han sustentado apelando al convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit) y al derecho a tener un gobierno propio y un cuerpo de policía que garantice la seguridad de la población. Resulta interesante observar cómo el pasado comunitario, al incidir en los proyectos utópicos, terminó por imponerse y cómo el discurso y la lógica comunal provocó un proceso de depuración de lo que se consideraba positivo o viable de la vida comunal, de lo que se había pervertido, trastocado o vuelto de interés particular y que había que modificar. Pero también señaló las claras limitaciones del pensamiento radical. Se desecharon aquellas propues-tas que desdeñaban la historia comunitaria, como el anticlericalismo, la violencia de los grupos armados, el discurso de que solo mediante la violencia se podía lograr un cambio, también la propuesta del “todo o nada” de los líderes radicales, que conducía a claras divisiones. Se aceptó la reorganización del gobierno local, del papel de la asamblea, del compromiso de las autoridades hacia la comunidad y la defensa de su patrimonio.
Sin duda, las comunidades son cada vez más diversas y plurales, resultado de la implementación de diversos proyectos de modernización, aunque mantienen mecanismos de servicio (como los cargos) y cohesión como los intercambios rituales que cargan una fuerte historia. Aquí es donde aparecen las nuevas apuestas de la utopía comunitaria, ahora representada en las nuevas formas de gobierno de los consejos comunales, encargados de administrar el presupuesto directo y ofrecer los servicios que ofrecía el municipio, como seguridad, educación, salud. Es en este caso en que tanto el reconocimiento jurídico de cierta autonomía como el gobierno por usos y costumbres encuentran claros límites porque en la misma comunidad y entre comunidades coexisten maneras distintas y a veces enfrentadas de concebir la autonomía. El pluralismo y la diversidad deintereses y proyectos de comunidad representan un reto para el logro de la utopía de una comunidad política.
A partir de los años ochenta y a la par del debilitamiento de la ucez, aparecieron distintas iniciativas de organización y proyectos a futuro de carácter más étnico, una de ellas es la idea de la Nación Purhépecha. El proceso de reinvención de la nación o pueblo purhépecha se consolidó mediante acciones y discursos de carácter reivindicativo y hacia la búsqueda dela autonomía. De manera paulatina, pero constante se empezaron a llevar a cabo acciones en las comunidades que pretendían mantener el control efectivo de sus instituciones y maneras de relacionarse con el Estado, las empresas y las organizaciones de la sociedad civil.
La utopía de la nación purhépecha se manifestó originalmente en la creación de una serie de símbolos que, a principios de los años ochenta, parecían un tanto extraños a la mayoría de la población, pero que en la actualidad son ampliamente aceptados y difundidos. Tales como la bandera, el escudo, la celebración de Año Nuevo Purhépecha, el mismo término “purhépecha”, en lugar de tarasco de origen colonial y el lema (juchari uinapikua), que prácticamente se han institucionalizado. Todo un nuevo proyecto utópico concebido por profesionistas e intelectuales que surgió desde las mismas comunidades.
El proyecto de Nación Purhépecha o de presentarse como una nación es quizás el más ambicioso que se ha planteado en las últimas décadas por los retos que se pretenden superar. Son pocos los pueblos indígenas que se conciben y se presentan como una nación. Por un lado, es presentarse y buscar el reconocimiento como un pueblo o nación que está a la par de cualquier otra nación y tiene los mismos derechos y no como una minoría étnica. Por el otro, lograr superar las endémicas diferencias y conflictos intercomunales que, a lo largo del siglo xx, provocaron divisiones y enfrentamientos (algunos de los cuales continúan). Como ha sucedido con la formulación de otros proyectos de comunidades imaginadas o naciones, que buscan superar las relaciones coloniales (Anderson, 2008), fue un grupo de intelectuales y profesionistas, autodenominados purhépechas, quienes definieron su existencia y formularon los símbolos de identidad. Un imaginario que conjunta las voluntades, deseos, aspiraciones; en una palabra: la identidad de múltiples actores, incluso con diversos proyectos políticos, culturales y sociales.
En este proceso la adopción del término purhépecha como el gentilicio al que se adscriben primero, los intelectuales, artistas, autoridades, activistas, maestros, entre otros, y luego el resto de la sociedad, antes denominada tarasca, ha sido fundamental para entender cómo se le ha dotado de contenido a la idea de nación. El término purhépecha significa gente común o comunero y, como gentilicio, no se usaba ni en la épo-ca prehispánica, ni en la colonial, ni en el México independiente. En la época prehispánica lo que existían eran clanes y uno de los primeros gentilicios usados por los conquistadores fue el de michoaques o gente de la ciudad de Michoacán (que es de origen nahua). Solo en una fuente colonial, la relación de Cuitzeo (Acuña, 1987: 81), aparece una mención del término purhépecha.7 Durante la colonia los conquistadores impusieron el término tarasco y así aparece en las crónicas coloniales y en las etnografías hasta la década de los ochenta. Todavía en esos años los más viejos de las comunidades seguían usando el término colonial de tarasco. En la actualidad se usa muy poco ese término y la gran mayoría de la población se identifica como purhépecha. El uso de este gentilicio fue de lo primero que se tuvo que negociar con la población y, de manera paulatina, se ha ido aceptando. Localidades que no hablan la lengua y que incluso hace algunas décadas habían dejado de considerarse indígenas, ahora se reivindican como purhépechas y buscan que se les reconozca como tales. Incluso localidades que durante gran parte del siglo xx se consideraban orgullosamente mestizas, como Huecorio, en la cuenca lacustre de Pátzcuaro, actualmente también se reivindican como purhépechas.
Por ejemplo, la fiesta del Año Nuevo Purhépecha, que se celebra desde 1982, está plenamente institucionalizada; cada año se espera con ansiedad el anuncio de la comunidad a la que le corresponde su celebración. Hay competencia entre las comunidades por celebrarlo y desde sus iniciosse conformó un grupo de principales o petámutis (aquellos que ya se hicieron cargo de la celebración en su comunidad o que han promovido y defendido la cultura purhépecha y son reconocidos por su conducta responsable), quienes toman las decisiones en relación con esta festividad (Zárate, 1994).
Ahora es común que la gente de diferentes comunidades reconozca abiertamente que son parte de la nación purhépecha y que la bandera aparezca en diversos escenarios y se le rinda honores a la par de la nacional. La bandera, el escudo y el lema juchari uinapikua (“nuestra fuerza”) está presente en todos los espacios civiles de las comunidades, en las oficinas comunales, en las plazas, y en las escuelas se les rinde honores a la par de la bandera nacional, está impresa en los documentos oficiales, así como en innumerables vehículos colectivos (taxis, camionetas y camiones de pasajeros); encabeza cualquier manifestación política o civil, incluso en algunas festividades religiosas va al frente de los grupos de bailes y danzas.
La comunidad misma ha vivido un proceso de redefinición que va a la par de lo purhépecha. A la vez que se está reforzando el sentido de pertenencia a una nación, los rasgos culturales que antes se consideraban como diacríticos para definir a un grupo étnico, como la lengua, han dejado de serlo y ahora se destaca o se apela a la autoadscripción, a la memoria y a aquellos elementos de la organización social o ritual que se mantienen vigentes. A partir de ahí se han sumado nuevos agrupamientos a la nación purhépecha, como sucedió recientemente con los barrios y la comunidad de Santa Clara del Cobre (Pureco, 2021). Para los sujetos es muy importante mostrar que todos sus actos tienen una atadura con el pasado o un trasfondo histórico. De ahí la importancia que le otorgan a su interpretación de la historia como fuente de legitimidad de su demanda de autonomía y de pertenencia a la nación purhépecha. De nuevo la historia aparece manifestándose en los proyectos a futuro.
Para algunos autores se trata de un proceso de “etnogénesis”, en el que la adopción y reivindicación de la categoría étnica resulta estratégica para mantener ciertos privilegios como un estamento político (Vázquez, 1991). Sin embargo, para los mismos actores, como lo han aclarado en varias ocasiones, ellos siempre han sido indios y nunca han dejado de serlo y la adopción de puehépecha como gentilicio es en claro rechazo de la categoría colonial de tarasco. Desde los años setenta la reivindicación étnica replanteó la naturaleza de las relaciones entre la comunidad y la sociedad nacional a partir de la utopía de la autonomía y de la reconstrucción de la nación purhépecha. Es importante entender que no se trata solo de un movimiento de resistencia, sino que es también propositivo en cuanto a los objetivos y fines que pretende lograr.
Además, en las comunidades que ya están recibiendo el presupuesto directo existe, en la actualidad, un ímpetu por desarrollar proyectos comunitarios, a diferencia de los proyectos productivos que se privilegiaron por los gobiernos neoliberales. Luego de la crisis del indigenismo oficial en la década de los setenta, se impulsó la política de asignar recursos a los grupos y comunidades marginadas por proyectos. Esta política de asignación de recursos suponía que se fortalecería la corresponsabilidad de los grupos marginados y con el tiempo se capitalizarían y dejarían de ser dependientes de los recursos públicos. De tal manera que múltiples grupos y comunidades se organizaron para solicitar o “bajar” recursos, lo que generó nuevas formas de dependencia, clientelismo y pobreza (Cortés y Zárate, 2019). Pero también, en algunos casos, produjo círculos virtuosos de autorreproducción y crecimiento que no dependen tanto de su financiamiento económico externo, sino del interés que la misma comunidad tiene en ellos en su búsqueda de reafirmarse como sujetos actuantes.
Más allá de la distinción propia de la administración pública neoliberal, que hace una división entre proyectos exitosos y aquellos fracasados, hay otra diferenciación de carácter más ilustrativo, la que se da entre aquellos impuestos, externos, pero que son elaborados al calor de convocatorias o de coyunturas específicas y aquellos de carácter comunal, que expresan el ideal de lo que la comunidad quiere para sí en el futuro. Si bien son impulsados por las élites locales (profesionistas, activistas y otros agentes), se trata de proyectos que se sostienen en el consenso y el amplio respaldo de la comunidad. Un ejemplo es el proyecto educativo de Santa Fe de la Laguna. Se trata de un proyecto educativo propio, controlado y diseñado por los maestros y profesionistas de la comunidad y que abarca desde el jardín de niños hasta la preparatoria. Este proyecto educativo nació como una contrapropuesta y alternativa a las políticas de interculturalidad diseñadas por las instituciones del Estado, las que, se ha demostrado, finalmente solo promueven la identidad étnica pero subordinada. Por el contrario, el proyecto educativo de Santa Fe, lo han evidenciado estudios como el de Gialuanna Ayora (2012), representa hasta ahora una auténtica alternativa construida desde lo local, como parte del proceso de reivindicación étnica que ha vivido la comunidad. La generación de proyectos de mediano y largo alcance, como los educativos, ecológicos o la Nación Purhépecha y que implican cierta reorganización al interior de las comunidades, por los recursos que se le deben invertir, representan uno de los mecanismos mediante los que las comunidades tratan de moldear su futuro.
En las comunidades con presupuesto directo, las preocupaciones básicas tienen que ver con la demanda de servicios: agua potable, drenaje, recolección de basura, la seguridad, el mantenimiento de las escuelas y espacios públicos. En especial y dadas las circunstancias actuales, dos proyectos se consideran de vital importancia: uno es la conformación, entrenamiento y mantenimiento de un cuerpo de seguridad, que pueda enfrentar o al menos contener las frecuentes incursiones de los grupos del crimen organizado en las comunidades. El otro, muy asociado al anterior, es la recuperación o al menos la detención de la expansión del cultivo del aguacate en terrenos comunales, que se ha vuelto para las comunidades una verdadera plaga, producida por empresarios particulares, en ocasiones asociados a grupos de sicarios, que defienden y promueven la deforestación y la ampliación del cultivo de aguacate en zonas montañosas. Ambos proyectos o microutopías tienen notables dificultades para llevarse a cabo porque se enfrentan con grupos de interés muy poderosos vinculados al capitalismo neoliberal, que representa un futuro totalmente distinto al que persiguen las comunidades. Pero, además, hay proyectos impulsados por varias comunidades: los dos que han aparecido en los últimos tiempos son la construcción de una clínica médica de especialidades, que se ubiqueen el corazón de la meseta purhépecha, y un cuartel de la Guardia Nacional que incluya a las policías comunitarias o kuarichas; el gobernador actual se comprometió a construirlos en estos años. Todos estos proyectos ahora estarán en manos de las mismas comunidades, que buscan mantenerse como sujetos colectivos viables, frente a las tendencias fragmentadoras y productoras de notables desigualdades del capitalismo neoliberal (migración, jornalerismo, depredación del medio ambiente, entre otros).
No podemos comprender en todo su alcance la actualidad y vigencia de las comunidades indígenas contemporáneas si no consideramos sus proyectos a futuro, sus utopías y planes, mediante los que se están reinventando. La movilización es una de ellas, pero hay otras como el uso de tecnologías digitales, la renovación de los gobiernos locales, la dialéctica sacralización-desacralización de los rituales comunitarios, la persistencia de narrativas que articulan el futuro como renovación del pasado.
El futuro siempre ha estado en la mira de las comunidades indígenas, de manera explícita a partir de los años setenta del siglo xx, aunque desde las perspectivas tradicionales de las ciencias sociales nunca lo hayamos considerado de tal manera porque la antropología ha estado dominada por una visión “realista”, en la que impera el uso de categorías fijas y modelos estáticos sin considerar que los sujetos construyen su agencia en relación con utopías de mejores condiciones de vida. Cuando se habla del tiempo, no hay realismo que valga, nos enfrentamos a construcciones imaginarias del pasado, pero también del “porvenir” y a cortes arbitrarios para delimitar el presente.
Considerar las diversas temporalidades que se expresan en estos procesos organizativos, como lo hemos mostrado, nos permite superar algunas de las críticas que el pensamiento liberal hace a los proyectos utópicos como el de las comunidades, los pueblos y naciones originarias. Esto obedece a que cualquier grupo social que se considere una comunidad aspire a mantenerse viable en el futuro, o a una mejor condición de vida, por lo que debe mantenerse en un movimiento constante, generando proyectos de participación y cambio colectivos para moldear sus condiciones de vida y su porvenir. En este caso, persistir tiene que ver con la voluntad para conservar la unidad entre población y territorio. También nos permite salirnos de las definiciones esencialistas que consideran que las comunidades contemporáneas existen de por sí. Más bien debemos considerar que son producto de la agencia de sujetos que aspiran a mejorar sus condiciones de vida y al hacerlo afectan al presente y sus imágenes del pasado.
En el mundo moderno, definido por el capitalismo global, vivir en comunidad, así sea política, es siempre una acción deliberada de sujetos que buscan, de alguna manera, tener cierto control sobre lo que les depara el futuro. Al tratarse de procesos en marcha, su estudio o comprensión nos plantea el reto de intentar aprehender aquello que solo está en construcción y existe en la imaginación. Las utopías realistas o posibles no son ni una idealización banal de los movimientos de reivindicación y reconocimiento, ni una desviación de los auténticos proyectos de transformación de la sociedad, sino una de las múltiples posibilidades de transformación; por lo tanto, su consideración es necesaria para comprender los procesos de comunalización contemporáneos y la construcción de futuros alternativos al que ofrece el capitalismo global.
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