Recepción: 23 de octubre de 2019
Aceptación: 16 de diciembre de 2019
Este trabajo analiza, desde la perspectiva de la antropología vial, la forma en que nuestros cuerpos individuales, histórica y culturalmente están conformados como cuerpos viales. El marco conceptual se nutre principalmente de varias corrientes de la sociología de Goffman y Bourdieu, de la antropología de la performance, la proxémica, la fenomenología, y la economía política de la cultura. Analizo los diversos orígenes de la antropología vial desde mi propia biografía como antropólogo, y cómo la experiencia etnográfica dio lugar a una nueva conceptualización de las culturas viales y sus vínculos con las prácticas corporales reales en calles y aceras. Incluyo casos etnográficos comparativos de Inglaterra, Estados Unidos, Uruguay y Argentina, experimentados y observados, que ilustran cómo la cultura, la sociedad y el Estado pueden dar forma a nuestros cuerpos viales.
Palabras claves: antropología vial, ciudadanía, cuerpos viales, cultura, habitus, performance
Road-bodies, Culture and Citizenship: Anthropological Reflections
The present work uses a “road-anthropology” perspective to analyze the way in which our individual bodies are historically and culturally conformed as road-bodies. The conceptual framework largely draws on various sociological trends in Goffman and Bourdieu, as well as performance-anthropology, proxemics, phenomenology and the political economy of culture. I analyze street-anthropology’s various origins based on my own biography as an anthropologist as well as how ethnographic experience gave rise to a new conceptualization of street-cultures and their connections to real corporeal practices on streets and paths. I include experienced and observed comparative ethnographic cases from England, the United States, Uruguay and Argentina that illustrate how culture, society and the state lend form to our street-bodies.
Keywords: street-anthropology, culture, citizenship, street-bodies, habitus, performance.
Este trabajo reseña algunas ideas y análisis desarrollados sobre el campo de la antropología vial, que consiste en el estudio antropológico de los sentidos y la historia de cómo nos instalamos social y existencialmente en el espacio público, cómo nos movemos, cómo interpretamos las normas escritas o los signos viales en calles, rutas, aceras o desplazamientos peatonales o en medios de transporte.2 Pero esta instalación existencial se da en marcos sociohistóricos y nacionales definidos, de allí que las relaciones Estado-ciudadano y la historia de las políticas públicas sobre este campo son claves en la compleja modelación –siempre en proceso y dinámica—de nuestros cuerpos viales. Sin ser una definición tajante y cerrada, considero los cuerpos viales como la inscripción en esos diversos cuerpos de los procesos señalados, en los cuales se cristalizan esos modos de ser/pensar/hacer prerreflexivos que Pierre Bourdieu denominó habitus (1972), continuando las pioneras reflexiones de Marcel Mauss y Max Weber sobre las relaciones entre cuerpo y sociedad. El habitus se entronca, en lo observable, con la noción goffmaniana de presentación del self y de performance (Goffman, 1959). En síntesis, los cuerpos viales son la manifestación de nuestro ser-en-la-calle, y entre ellos podemos incluir los cuerpos peatonales y los cuerpos metálicos.3 Los primeros son nuestros cuerpos carnales en-situación, en su performance vial, mientras que los cuerpos metálicos son aquellas estructuras de integración humanomecánica donde condensamos existencialmente el esquema corporal y la identidad social. Los cuerpos metálicos serán entonces todas aquellas entidades híbridas emergentes que nos relacionen con un vehículo (bicicletas, motos, automóviles, etc.), las cuales, a partir de ese encuentro, fusionan sus naturalezas separadas en un único cuerpo que puede, ahora, desplazarse por los espacios viales. Proponemos observar el sistema de interacción de los cuerpos viales utilizando las nociones bourdianas de juego y campo (Bourdieu, 1972). El juego social de la calle sigue reglas más o menos conocidas por los actores intervinientes en él, y supone conocimientos implícitos y explícitos que deben ponerse en práctica para “jugar el juego” aceptablemente. Dentro de este juego, los cuerpos viales realizan coreografías que son aquellas maniobras/trayectorias estereotipadas dentro del campo vial, el que está integrado por el conjunto de actores individuales e institucionales que generan su dinámica.
De esta forma, aquí presentaremos reflexiones y ejemplos etnográficos acerca de los cuerpos viales a partir de experiencias de campo que habilitan una mirada antropológica del mundo vial. El trabajo ilustra sintéticamente, en primer término, cómo se fue conformando este campo de estudio, el cual, como toda empresa antropológica, supone y se enfrenta en contextos socioculturales concretos a la alteridad, la cultura, el poder, el Estado y el sentido, principalmente. Y, en este caso específico, cómo todo ello apareció contingentemente como cuerpos viales extraños a un etnocentrismo de origen, a partir de viajes a otros países no motivados por una agenda de investigación per se. Después se profundiza sobre lo vial como campo, explicitándose la construcción conceptual de la antropología vial y su mirada, que combina influencias de diversas tradiciones filosóficas, sociológicas y antropológicas. Esta perspectiva permite definir la etnografía y el campo antropológico de un modo relacional y existencial, para finalmente establecer la clase de lugares de campo o etnográficos en los que desarrollamos nuestra investigación. En tercer término, se analizan los cuerpos viales en dos escenas etnográficas, una de la Argentina y otra que compara las culturas viales argentina y uruguaya, identificando características diferenciales de los cuerpos viales y sus contextos sociohistóricos. A partir de allí, exploramos algunas características de las matrices kinésicas que modelan los cuerpos viales en estos contextos nacionales.
La primera experiencia de alteridad vial donde tanto personas como vehículos desarrollaban movimientos que expresaban un habitus diferente del mío la tuve en Londres, a mediados de la década de 1980, en ocasión de un congreso. Era mi primera visita a la patria de mi ascendencia paterna, aunque, en este caso, la ancestralidad no me garantizaba similitudes –o bien continuidades culturales corporizadas– sino más bien un lazo afectivo alimentado por relatos de inmigración como por periplos turísticos familiares por aquellas islas. A pesar de tener al inglés como código concreto de esa aparente “continuidad”, mi propio cuerpo, modelado por el habitus argentino, manifestaba íntimamente, a través de una sensación de desorientación, extrañeza y bad timing, eso que veía y sentía en las calles y aceras de la ciudad. La circulación por la izquierda, que se tornaba una pesadilla al cruzar las calles porque no sabía de dónde vendría el tránsito, a pesar de los carteles pintados en el piso que sugerían amablemente “look left” o “look right”; el desplazamiento de los peatones también por la izquierda en las aceras y escaleras mecánicas del metro; el apego estricto de los vehículos a los carriles pintados en las calles, las trayectorias frenéticas, pero siempre dentro de las normativas legales, de los taxis que tomé durante ese tiempo; o la práctica increíble de los autos de estacionarse en sentido contrario legalmente, entre otras cosas, me provocaron un estado de conmoción del habitus vial. Al regresar a Buenos Aires estuve por un tiempo descolocado con el tránsito local, sobre todo al conducir automóviles, ya que experimentaba ese apego medio “enfermizo” a las normas que me impulsaba a ir a la velocidad permitida y no más, señalar mis maniobras de cambio de carril o sobrepaso prolijamente con la luz de giro, de un modo que me parecía obsesivo y mucho más a mis compañeros eventuales del juego vial. Esa mutación no duró mucho, pero mientras lo hizo ejerció un poder de coerción interna que sólo pude reconocer de nuevo cuando cambié de país, pero por más tiempo, en Filadelfia (eeuu). Es decir, así como vino se fue, diluyéndose frente al poder de las costumbres que jugaba un juego de mayorías, mientras mis coreografías eran tímidas extrapolaciones de un juego vial ajeno.
La estadía por tres años en esa ciudad estadounidense por motivos de estudio me introdujo en una larga cotidianeidad que, cercana a los arquetípicos trabajos de campo prolongados de la antropología clásica, me resocializó el habitus vial después de varias multas y de fracasar en el primer intento de obtención del permiso de conducir local. Asimismo, apareció el tema de la ciudadanía en general, por la experiencia de “estar en otro país” y tener que realizar innumerables trámites para legitimar mi presencia y la de mi familia como extranjeros allí. Lo que se hizo evidente fue cómo era el proceso de socialización de los niños en los valores y normas generales de la sociedad estadounidense a través de la asistencia de mis hijos al jardín de infantes y los primeros años de la escuela pública. En esos establecimientos se nos hizo bien visible cómo se explicitaban las normas de conducta y de cuidado, así como la idea de la responsabilidad por las consecuencias de las acciones propias. Fiel al universo mito-histórico del protestantismo, la educación ciudadana que observábamos era potente, ya que a la normativa se correspondían sanciones sociales pequeñas en los infantes y mayores en los adultos. Y esa cultura de apego normativo y escritura de “instrucciones” en todos lados, para ser leídas y obedecidas por los individuos “responsables”, se veía para nuestra mirada extranjera en las coreografías de los cuerpos peatonales y de los cuerpos metálicos en calles y aceras. Los desplazamientos de los vehículos se mantenían a la velocidad permitida, los carriles en calles y rutas aparecían como límites solo franqueados previo aviso y disminución de velocidad, y en algunos momentos se tornaban casi exasperantes y aburridos. Para peor, los peatones y los ciclistas esperaban pacientemente sus turnos de paso en los semáforos, ¡lo que para mí era una verdadera pérdida de tiempo!
Poco a poco, la reflexión antropológica daba un marco hermenéutico para dar sentido a las diferencias que veíamos entre nuestros cuerpos viales y los de los estadounidenses. El marco de diferencia de nuestra experiencia extranjera habilitada creó las condiciones etnográficas para la emergencia gradual de un dominio objetivado de la realidad: el de lo vial. Así lo vial, como concepto desde una perspectiva antropológica, hizo posible la constitución de un “dominio de objetividad” (Ricoeur, 1960: 330 en Corona, 1990: 16), el cual se hizo evidente dada mi condición de observador externo no moldeado por el habitus local, hecho que me permitió tomarlo “como objeto de conocimiento” (Jackson, 2010: 74). Además, y honrando la larga tradición de nuestra disciplina en la sociología del conocimiento (Durkheim y Mauss) y en las relaciones entre lenguaje, pensamiento y realidad (Boas, Sapir y Whorf), el propio término vial es posible pensarlo dentro del universo lingüístico del castellano, y sus alcances semánticos son mayores y más abstractos que el término inglés de road,4 lo que permite un trabajo conceptual para identificar pautas que conectan al decir de Bateson, modos de ser en la calle socioculturalmente desarrollados, y que pueden entroncarse con matrices kinésicas (Wright, Moreira y Soich, 2019: 204-205, 209) modeladas históricamente en cuerpos viales concretos. En este sentido, el término vial habilita un espacio semántico para pensar analíticamente una totalidad, lo vial, y vincularla con la historia de la sociedad como proceso histórico concreto, y los modos culturales en que aquélla se objetiva en la forma de imaginarios, habitus y prácticas corporales.
El proceso de construcción conceptual de la antropología vial se materializó después de retornar a la Argentina, especialmente por las diferencias que ahora observaba entre mi experiencia con la cultura y sociedad del país del Norte y la de mi lugar de origen. El contraste entre los cuerpos viales era tan grande, que después de varias peripecias peligrosas para mi propia vida en las calles de Buenos Aires –era evidente que algo del habitus estadounidense se me había in-corporado– y movido por la evidencia de la alta tasa de siniestralidad argentina, decidí profundizar en la visión antropológica de las culturas viales, y la comprensión de qué clase de procesos son los que las modelan. En esta conceptualización el horizonte de la nación, el Estado y la ciudadanía aparecían como factores claves en la propuesta de esta ontología de los mundos viales que se estaba gestando, siempre dentro de un enfoque más amplio de una economía política de la cultura (Rigby, 1985; Comaroff y Comaroff, 1992; Roseberry, 1994).
Como señalé antes, el origen de esta reflexión antropológica sobre los mundos viales se halla en la experiencia internacional, por cuanto lo que pude detectar tanto en Inglaterra como en los eeuu, y en breves estadías en Uruguay, es que el modo en que los cuerpos viales habitan y se desplazan por los espacios viales es diferente, y se puede palpar cuando uno cambia de país o al detectar a turistas extranjeros con la brújula vial desorientada (Korstanje, 2008). Según nuestra perspectiva, esto tiene una correlación con las políticas públicas históricas sobre este campo en particular, pero también con la modelación nacional de la ciudadanía en general. Es decir, los modos en que la peatonalidad y la automovilidad –y también cada vez más la biciclidad y la motociclidad–5 se dan en la práctica empírica pueden verse como el producto histórico, complejo y polifacético de las relaciones ciudadano-Estado, especialmente en lo que hace a la distancia entre las normas legales y las prácticas concretas.6 La mayor distancia o cercanía de ambos estará en función de las características del Estado y sistema sociopolítico que esa sociedad como nación moderna tendrá, y también con la clase de estructura de igualdad-desigualdad que caracterice a su economía política. El espacio vial por definición, en un Estado moderno, es un espacio reglamentado, aun cuando haya una aparente libertad total de desplazamiento según la voluntad de los actores sociales. Si bien esto parece ser cierto a la mirada superficial, consideramos que, dentro de los desplazamientos en el campo, los cuerpos viales muestran regularidades empíricas, especial aunque no exclusivamente en relación con lo que podemos denominar “regiones de interacción”, inspirados en los términos de Reguillo (2000: 87
en Grimaldo 2018b: 45), cuyo orden, ritmo y direccionalidad provienen de los signos estatales, en este caso los conocidos signos o señales de tránsito. De este modo, podremos observar zonas de concentración de comportamientos estereotipados frente a signos viales concebidos como signos ordenadores del Estado, ubicables sea dentro de los polos de la obediencia casi automática como de la interpretación más individualista y creativa. En estas regiones de interacción entre los actores y los signos viales, podemos encontrar un gradiente diverso entre obediencia/rebeldía semiótica, esta última presente cuando los actores transforman esos signos estatales en símbolos, o sea, como algo que no es transparente y necesita ser interpretado según conveniencia individual (Grimaldo, 2018a: 195; Wright, Moreira y Soich, 2019: 181, 190). De acuerdo con esta perspectiva conceptual, la historia y la estructura de la sociedad parecen condensarse fractal y holográficamente en estas regiones interactivas viales que expresan, más o menos dramáticamente según los casos, la legalidad abstracta o bien la legalidad ad hoc de las relaciones sociales en el campo vial y sus posibles versiones intermedias. Y estas relaciones pueden verse como un momento “parcial” del campo social más amplio de una sociedad. En concreto, como etnógrafos viales podríamos ver en estos lugares etnográficos del campo vial como por ejemplo los semáforos, los cruces peatonales, los signos de pare, ceda el paso y/o rotonda, prohibido estacionar, velocidad máxima o doble raya en calles o rutas, el modo en que la ciudadanía vial es puesta en práctica, es performada.7 Asimismo, los lugares etnográficos viales no son solo estáticos alrededor de los signos viales, sino que, según el caso, podrán estar situados en espacios móviles, siguiendo aquí las sugerencias de una etnografía móvil y multisituada de George Marcus (1995), es decir “dentro” de las trayectorias de los actores viales, sea en vehículos de toda clase, como pasajeros dentro de ellos, o bien en los diferentes desplazamientos de peatones. En suma, aplicaríamos aquí las posibilidades de una etnografía cinética,8 una etnografía en/del movimiento.
Las herramientas conceptuales desplegadas para analizar las coreografías de los cuerpos viales, sean como gestos hacia las señales de tráfico de parada, avance, retroceso, duda o desafío, junto con las desarrolladas por los cuerpos metálicos en calles, rutas o aceras, principalmente, provienen de las tradiciones arriba señaladas, así como de la antropología lingüística, especialmente de la proxémica (Hall, 1966), la antropología de la performance (Turner y Bruner, 1986; Schechner, 2006) y los estudios de cultura, símbolos y prácticas (Sahlins, 1985; Geertz, 1973; Turner, 1985; Jackson, 1989). Una parte importante por supuesto es tributaria de la fenomenología de la corporalidad de Merleau-Ponty (1962), y sus desarrollos en la antropología del cuerpo (Le Breton, 1990; Citro, 2009). No obstante, la interpelación o el conjuro de estas herramientas conceptuales se dio a través de las experiencias etnográficas relatadas. En relación con esto es importante señalar que la conexión dialéctica y emergente entre experiencia y conceptualización fue posible por la propia naturaleza de la etnografía. En efecto, dado que el etnógrafo es su propio instrumento de observación/recolección de datos, cuya estructura existencial es doble, como sujeto histórico y dispositivo metodológico (Lévi-Strauss, 1955; Nash y Wintrob, 1972; Wright, 1994), de esta forma como etnógrafo pude transformar experiencias no planificadas de vida en datos antropológicos a través de una propuesta temática poco desarrollada en la literatura antropológica. Además, la idea de que el campo no se restringe únicamente a una dimensión espacial discreta, sino que es sobre todo algo que se activa por la mirada antropológica que transforma lo aparentemente cotidiano en campo de indagación etnográfica (Clifford, 1997; Gupta y Ferguson, 1997; Scholte, 1980, 1981; Rigby, 1992; Wright, 1994),9 creó el espacio conceptual-metodológico para la emergencia de este análisis sobre cuerpos viales, cuya alteridad inicial disparó su activación. De este modo, el campo etnográfico, como señala Clifford (1997: 186), en línea con el pensamiento de Henri Lefebvre y Michel de Certeau, no está ontológicamente dado, y puede emerger de circunstancias eventuales donde, como en nuestro caso, el cuerpo reaccionó primero, y después el resto del ser se despertó a la conceptualización de ese campo que “aparecía” frente a nosotros.10
Dos ejemplos ilustrarán el modo en que podemos realizar la investigación etnográfica de campo, focalizándonos en los cuerpos viales. El primero surge de una situación espontánea propia cuando una vez caminaba por la localidad de Victoria, en el partido de San Fernando a las afueras de Buenos Aires, y observara un hecho que me despertó la alerta etnográfica. Una madre con su hija de unos cinco años llevando un cochecito de bebé cruzaba una calle que terminaba en una avenida. Sobre esa misma calle venía un automóvil a cierta velocidad, pero al ver a la mujer bajó un poco la marcha, aunque no se sabía si iba a parar completamente, para dejarla pasar, o bien seguir y que la que se detuviera fuese ella. La mujer, que al principio parecía decidida a cruzar, caminó unos pasos, pero al ver el vehículo que se acercaba mucho, paró y volvió sobre sus pasos hacia la acera. El conductor, al ver este movimiento, entonces siguió su curso y entró en la avenida. Lo que me llamó la atención fue que la mujer parecía no tener un conjunto unificado de premisas que la guiaran ante tal situación: su cuerpo desplegó una corporalidad ambigua, de resolución primero, y de duda después, lo que generó un movimiento medio espasmódico de brazos y piernas, tanto de ella como de su niña. Es como si por un instante se hubiera guiado por un código y después por otro, como si no tuviera un conjunto de instrucciones motoras estandarizadas para los desplazamientos por el espacio público vial.11 Esta escena, y otras similares vistas cerca de mi casa, y protagonizadas también por mí mismo, como en otras ciudades de la Argentina, me llevaron a reflexionar sobre el efecto de las políticas públicas, o bien su falta, en relación con la estandarización de conductas frente a los signos. Sean los signos viales presentes en la materialidad de las señales verticales u horizontales, como en los signos abstractos de las normas escritas –que deberían estar internalizados en alguna parte del ser–, los cuerpos viales argentinos son ambiguos frente a sus “instrucciones”, poniendo en práctica una corporalidad variable muy visible frente a situaciones como la peatonal recién descrita, pasando por alto que “el peatón siempre está primero”. No obstante, parece ineludible, al menos por ahora, que aquí los signos viales devienen símbolos.
El segundo ejemplo proviene de experiencias de campo en Argentina y Uruguay con una colega de ese país, con quien hicimos investigaciones viales recíprocas.12 La idea general se basaba en que, si bien ambos países comparten una historia común tanto en lo político como en lo cultural, existen diferencias importantes identificables en la cultura vial, y que se asientan en las respectivas historias de construcción del Estado-nación y de la arquitectura legal y de ciudadanía.13 El motivo concreto que nos llevó a realizar esta investigación en curso es que durante la temporada estival muchos argentinos visitan Uruguay llevando a cuestas –y lo que es peor, sin darse cuenta de ello– su habitus vial, el que se observa en, como vimos, una actitud ambigua frente a las normas y los signos viales. Esta “invasión”, como es así llamada por los nativos uruguayos, se traduce en múltiples siniestros de tránsito y toda clase de problemas de mal estacionamiento, alta velocidad en ciudades y pueblos e ignorancia casi total de las señales de tránsito y de incapacidad de percibir a los peatones y sus derechos de paso. Para comprender esta compleja situación, identificamos aquellos lugares etnográficos donde surgían los problemas y efectuamos una indagación in situ. Lo que se hizo evidente es que en la construcción de la ciudadanía vial uruguaya existen ciertos “lugares sagrados” que son casi religiosamente respetados y que pueden identificarse como significativas regiones de interacción: las cebras o cruces peatonales, los semáforos, las rotondas, los carteles de ceda el paso y pare.
Allí, a diferencia del caso argentino, los locales mantienen los signos viales como signos, sin necesariamente interpretarlos ad hoc según la situación. Es de destacar en relación con nuestras corporalidades y habitus nacionales que, cuando intenté cruzar los pasos cebras como los lugareños de Montevideo, quienes lo hacen despreocupados y con confianza ciudadana, mi cuerpo, habituado al juego de la calle argentino, titubeaba asustado de que el conductor no frenara y me embistiera. Mi compañera uruguaya me decía: “dale, cruza, que no pasa nada, él va a frenar”, lo que me tranquilizó un poco, aunque al llegar al otro lado todo mi cuerpo seguía tenso, preparado para el peligro. Mi habitus vial se negaba allí a modificarse y a cambiar los umbrales y formas de potenciales riesgos, y menos aún a asumir una confianza en normas abstractas que mi práctica cotidiana negaba o adaptaba creativamente. Además de las cebras, otro lugar etnográfico clave en el país oriental14 son las rotondas, donde se observa una obediencia muy importante del derecho de paso: quien ya está en ella tiene precedencia sobre el que ingresa, sitio que normalmente tiene señal de ceda el paso o de pare, y también líneas de detención pintadas en el piso. Esto lo pude comprobar además de por observación, al llevar a cabo etnografía cinética con el auto de mi colega: mientras ella manejaba como “buena uruguaya”, yo podía ver la dinámica del tránsito vehicular y peatonal ajustándose casi sin excepciones al mensaje de los signos y a los flujos regulados en estas regiones de interacción. De esta forma, cuando hicimos etnografía cinética en Buenos Aires, fue el cuerpo vial de ella el que sufrió la situación al circular por varias rotondas. Utilizando mi auto, ingresamos a ellas al “modo argentino”, esto es, negociando el derecho de paso sin atender al cartel que nos instaba a detenernos y ceder el lugar a quienes iban ya por la rotonda. Mientras yo estaba relajado y tranquilo, en mi mundo “natural” como un rebelde semiótico más, mi colega tenía cara de vértigo y se agarraba como podía para no sufrir la inminente –para ella– colisión. Como era de esperarse, nada de eso pasó, el flujo del tránsito no sufrió interrupción alguna, y cada vez que entrábamos en las rotondas su cuerpo se crispaba, porque esa cinética poco parecida al juego uruguayo de la calle rebasaba lo esperable para ella . Lo mismo le sucedió en los cruces peatonales al intentar cruzar como en su tierra, la realidad vial porteña le impidió hacerlo una y otra vez, ¡para perjuicio de su cuerpo vial que iba incrementando sus contracturas musculares! Consideramos que estas diferencias se basan en la construcción histórica particular del Estado en cada orilla del Río de la Plata, y en la concomitante ciudadanía que emerge de ella. Es decir, los cuerpos viales, en su dimensión micro, expresan un modo de ser en la calle que ancla su lógica y sus modos de manifestación en el horizonte macro de la sociedad y la cultura respectivas.15
Sugerimos aquí, como lo expresáramos en otra parte (Wright, Moreira y Soich, 2019: 204-205), que en los cuerpos viales se halla sedimentada la experiencia histórica en las diferentes formas de la corporalidad que identificamos en este trabajo: cuerpos peatonales y cuerpos metálicos. Añadimos ahora también que las prácticas corporales, como señalara el historiador Paul Connerton (1989), actúan como actos de transferencia de la memoria colectiva en las memorias corporizadas (embodied memories). De ese modo, en los gestos viales, sean carnales o metálicos, resuenan las experiencias creativas performadas en las escenas viales pasadas que conforman verdaderas memorias kinésicas corporizadas, que integran el conjunto de disposiciones del habitus. Por ello en una historia sensorial de calles y aceras encontramos capas de experiencia histórica actualizadas en situaciones viales concretas, tanto en regiones de interacción con signos viales como lejos de ellos. El habitus vial es producto de estas sedimentaciones históricas de las memorias corporizadas dentro de una matriz más amplia de movimientos y coreografías posibles, marca el horizonte de posibilidades de desplazamientos pensables y realizables en las escenas viales. O sea, consideramos que analíticamente la noción de matriz kinésica puede ser útil operativamente como totalidad de coreografías habituales que se observan en prácticas concretas, y que no son movimientos completamente libres ni azarosos,16 aun cuando pueda haber un margen importante de ellos. Y que el marco normativo y el de las políticas públicas activas sobre el disciplinamiento vial parece ser un horizonte significativo para comprender los diferentes modos de ser-en-la-calle que observamos en nuestras experiencias etnográficas. Si bien aquí se enfatizaron estos aspectos que conectan los cuerpos viales, la cultura y la ciudadanía, donde la comparación etnográfica entre Argentina y Uruguay arrojó observaciones e interpretaciones sobre el papel del Estado en la construcción sociocultural de los cuerpos viales, la antropología vial, junto con otros desarrollos convergentes de los estudios de transporte, del tránsito y de la movilidad podrán ampliar este horizonte polifacético de fenómenos cinéticos que interpelan nuestros conceptos y compromisos por una mejor calidad de vida en la sociedad contemporánea.
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