Recepción: 27 de abril del 2023
Aceptación: 01 de julio de 2023
En 2006, el entonces presidente Felipe Calderón inició la guerra contra las drogas como una estrategia para desarticular a grandes redes criminales concentradas en el narcotráfico. No obstante, la guerra ha cobrado la vida de miles de personas, muchas de ellas encontradas en fosas clandestinas. Al enfocarse en una jornada de búsqueda de víctimas de desaparición forzada, este ensayo etnográfico describe y analiza una de las grandes marcas de brutalidad que ha dejado precisamente esa estrategia de seguridad. Un punto focal a lo largo de las páginas recae en reflexionar acerca de las distintas formas en que, en lugar de como los actores reclaman la potestad de los cuerpos sin vida localizados en fosas. Desde las madres que escarban la tierra para encontrar tesoros hasta el aparato de Estado que trata de controlar el proceso.
Palabras claves: búsqueda, cuerpos, desaparecidos, fosas clandestinas, México
the search: following metaphorical footprints on a city’s margins
Former Mexican President Felipe Calderón launched the war on drugs in 2006 as a strategy to dismantle vast drug trafficking networks. That war has cost the lives of thousands of people, many of whom are buried in mass graves. By focusing on a single day in the search for bodies, this ethnography describes and analyzes one of the brutal aftereffects of this security strategy. One key topic is the different ways in which actors stake out the rights of the lifeless bodies in these graves, from the mothers who dig into the earth to find tesoros (treasures) to the state apparatus that attempts to control the process.
Keywords: disappeared, search, secret mass graves, bodies, Mexico.
Este ensayo etnográfico analiza desde un enfoque antropológico una jornada de búsqueda en un país con más de cien mil desaparecidos y un desastre forense, entendido como el hacinamiento de las morgues nacionales que tienen más de 52 mil cuerpos en espera de ser identificados. Al acompañar a un equipo conformado por madres buscadoras,1 autoridades estatales y activistas, nos adentraremos en una de las periferias urbanas de Guadalajara considerada como “zona de riesgo”, pero en donde, paradójicamente, emana la esperanza para familias de personas desaparecidas, ya que, de acuerdo con información recibida, ahí podría haber fosas clandestinas. Al peinar el territorio y seguir las huellas metafóricas de los ausentes (más adelante desglosaré este concepto), van develándose diversas interacciones que entrañan registros de soberanía que demuestran cómo emergen maneras de relacionarse y reclamar los cuerpos de las víctimas desde la diversidad de actantes que participan en la búsqueda, quienes colaboran o colisionan por momentos. Así, el presente documento se presenta como un momento etnográfico que condensa las relaciones que teje la violencia de la guerra contra las drogas.
Desde un día antes habíamos acordado que nuestro punto de encuentro sería en la entrada de la oficina de la Comisión Estatal de Búsqueda de Personas del Estado de Jalisco (Comisión de Búsqueda, de ahora en adelante), cuyo edificio se ubica justo al lado de un gran parque que durante el siglo xx fue uno de los centros de esparcimiento más concurridos de la ciudad: el Parque Agua Azul. Hoy se mantiene como un lugar al que algunas familias acuden los fines de semana para hacer picnics y recostarse en el césped bajo la sombra de las grandes copas de los árboles. Desde sus orígenes a esta zona se le ha señalado con un estigma por encontrarse en la avenida construida sobre el río de San Juan de Dios, la Calzada Independencia, considerada como una suerte de frontera que dividía a la urbe en dos: hacia el oriente se ubicaban los barrios de artesanos y obreros. Mientras que al poniente se estableció desde su fundación el centro de la ciudad y lugar de residencia de las elites gobernantes y económicas, aunque el enorme crecimiento de la ciudad ha ido diluyendo esta apreciación. Al paso del tiempo la ciudad se ha desbordado, derribando y creando nuevas fronteras, otros centros y más periferias que compartimentan el territorio. Muestra de ello es que las fosas clandestinas se han encontrado en múltiples barrios a lo largo de toda la zona metropolitana, aunque casi siempre en zonas catalogadas como violentas o cuando menos “difíciles”. Hoy iremos en búsqueda de fosas a un predio ubicado justo al lado de colonias que, desde la mirada de Veena Das y Deborah Poole (2004), podrían describirse como márgenes, entendidos como bordes que separan a una persona o a un espacio de un centro, que puede ser racial, político, económico y/o geográfico. El margen se refiere así a un proceso de constante segregación que delimita simbólica y literalmente a los sujetos, situándoles en el borde, en el límite de la legalidad y de lo moralmente aceptable. Este proceso de exclusión necesita del territorio para expulsar ahí a las personas que son relegadas del centro sobre el que gravita una determinada sociedad.
Antes de partir, un funcionario de la Comisión de Búsqueda se acerca a la portavoz del colectivo que organiza esta búsqueda para decirle que necesita hablar con nosotras, ya que es imperativo presentarnos el contexto del lugar al que acudiremos. Quieren exponernos un documento que resume los elementos que caracterizan a estas colonias a la par de un desglose de los grados de marginalidad y el registro de pandillas que se han detectado a los alrededores. El funcionario repite que esta información es importante. Algunas madres se molestan porque la reunión nos quitará tiempo para la búsqueda; además, al estar cercano el invierno, oscurece más temprano. Algo nervioso, el expositor se explaya hablándonos sobre los índices de criminalidad, de los bajos niveles de escolaridad e incluso del poco acceso a internet que hay en dichas colonias. Datos importantes para comprender lo que ahí ocurre, pero que poco aportan para lo que tenemos planeado, parecen decir los rostros de algunas de las buscadoras. Una de las señoras señala que, aunque todo eso parece ser muy relevante, no podemos retrasarnos más: “Esto tuvo que haberse hecho antes, porque nos están quitando tiempo a nosotras”, expresa la señora Mirna. El expositor habla de manera atropellada y pide unos minutos para solo mencionar la parte final, la fundamental para hoy.
Iremos a un gran predio localizado en una colonia que está rodeada por una de las presas más contaminadas de todo México. Se recomienda llevar lentes especiales y cubrebocas, algo que desconocíamos. “De aquí la importancia de hacer estas reuniones desde antes”, dice la portavoz del colectivo. Después me enteraré de que el equipo de trabajo es nuevo yel análisis de contexto que nos están presentando es el primero que ellos realizan. En un futuro la idea es tener estas exposiciones al menos tres días antes de las búsquedas. Debido a los índices de contaminación, el expositor nos habla de los instrumentos que necesitamos para mantenernos a salvo. Los cubrebocas podemos conseguirlos de manera sencilla, de hecho forman parte de la caja de herramientas de búsqueda de las madres, pero no los lentes, que se parecen a los protectores que utilizan los esquiadores para cubrir sus ojos en la nieve. La presa a la que acudiremos se llama El Ahogado y, de acuerdo con una investigación de la Universidad de Guadalajara, “ahí se almacenan 8 millones de metros cúbicos de aguas negras producidas en todo el sur de la Zona Metropolitana, que después son descargadas, sin ningún tratamiento hacia el río Santiago” (Universidad de Guadalajara, 2009). Es en este contexto que el expositor nos alerta sobre la necesidad de cubrir nuestra piel de la contaminación y del dengue, que se ha convertido en uno de los principales problemas de salud pública en la urbe.
Romina, integrante del colectivo, interrumpe para decir que ya no podemos esperar más y que es necesario salir rumbo a la presa. Guardamos en la cajuela picos, palas, guantes, agua y algunas latas de Coca Cola. Ya en la camioneta platicamos sobre el calor que hace en la ciudad, las obras que entorpecen el tráfico y que se nos olvidó comprar un botiquín de primeros auxilios –sin saber en ese momento que más tarde lo necesitaremos–. Entre el bullicio que se crea dentro de la camioneta alguien comenta que es el cumpleaños de Lourdes y en coro comenzamos a cantar para felicitarla. Aplaudimos, bromeamos, pero Lilia dice sentirse culpable tan solo de reír. El silencio recubre un efímero momento de gozo entre la incertidumbre.
De todas, Carolina es la más callada. La búsqueda de hoy está enfocada en su caso. Su hijo Mariano está por cumplir ya tres años de haber desaparecido. Quiero subrayar que hay un estrecho vínculo entre las desapariciones y el desastre forense, ya que a menudo entre los cuerpos localizados en fosas clandestinas o en espera de ser identificados en los servicios forenses están algunas de las personas previamente reportadas como desaparecidas (mndm, 2021: 13). La guerra, se nos dijo, era una estrategia para contener la expansión de grupos criminales dedicados al tráfico de drogas. Más de quince años después y al obtener un resultado contrario que ha cobrado la vida de miles de personas, algunos investigadores, como Oswaldo Zavala (2022), han propuesto una hipótesis alternativa para entender la guerra. Zavala afirma con firmeza que los llamados cárteles “no existen”, y que, en realidad, esta narrativa ha servido para justificar el incremento de una derecha militarizada y un régimen prohibicionista. En buena medida, distintos pensadores como Federico Mastrogiovanni (2019) y Guadalupe Correa-Cabrera (2017) señalan que la guerra contra las drogas esconde un modelo de despojo territorial, de la naturaleza y de la vida misma. Un modelo extractivista que no únicamente maquila drogas, sino que explota minas y otros “recursos” a lo largo de nuestro territorio.
¿Cómo vincular el despojo con la desaparición? De acuerdo con Johan Rubin (2015: 9), la desaparición es una categoría forense que nació en la década de 1970, cuando académicos de diversas disciplinas trataban de encontrar una forma de poder incluir en una sola definición jurídica casos de violencia contra civiles. Así, esta categoría se aplica a cuerpos ausentes. En otras palabras, la desaparición es en sí misma una liminalidad por la cual las personas han sido excluidas del orden de los vivos, pero aún no pueden ser incluidas en el orden de los muertos, ya que están relegadas en un limbo, a una no-existencia marcada por la incertidumbre. Rubin (2015: 10) destaca que la desaparición, ya sea cometida por otros civiles o en complicidad con autoridades, no es una meta, “sino una táctica al servicio de diversas estrategias con objetivos diferentes, como pueden ser el control social o el genocidio”. Como lo ha postulado Sayak Valencia (2010) con anterioridad, la población es la reserva humana que el modelo extractivista necesita para alimentarse, para seguir con vida. Carolina no tiene certezas respecto del por qué o cómo desapareció su hijo, pero culpa a la guerra y al gobierno; sin embargo, lo único que importa en este momento es que le han dicho que su hijo está cerca de la presa. Es común, entre estos colectivos, recibir información anónima en forma de mensajes o llamadas sobre la ubicación de fosas o el probable paradero de personas desaparecidas, lo que genera ilusiones, esperanza y expectativas, pero también miedo. Como me dijo Adriana, una de las madres: “No sabemos si es verdad, si sea una trampa para tendernos una emboscada. Pero, sobre todo, muchas de esas referencias que nos dan son de cuerpos sin vida, entonces vas esperando que no sea tu hijo, pero también deseando que sí lo sea para terminar este martirio”.
En lo que me interesa profundizar aquí es en que justo estos indicios de información, en tanto conocimiento que ellas analizan, son uno de los grandes alicientes que inducen a que mis interlocutoras circulen constantemente por el territorio mientras siguen las huellas metafóricas de sus seres queridos. Por huellas metafóricas me refiero a rumores, conversaciones, información proporcionada por autoridades, al igual que noticias que arrojan luz sobre el camino y señalan posibles direcciones para dar con la localización de las personas desaparecidas. Aunque a menudo estas huellas metafóricas se contradicen, ya que los rumores y las fuentes oficiales no siempre coinciden, invoco lo metafórico como un entrelazamiento entre lo real y lo irreal, entre la certeza y la duda. En los datos que ellas reciben hay grados de abstracción que requieren una labor de interpretación de su parte. Lorena dice que esperan encontrar algo con los datos que se tienen. En este sentido, desde una perspectiva antropológica, podemos desmenuzar la idea de huellas metafóricas a través de la lente de la performance, pero situada desde el contexto mexicano. En tanto un conjunto de acciones o acto de creación –en este caso el rastreo de fosas–, la performance nos remarca el colocar nuestra mirada sobre las personas en acción (Rodríguez, 2009). El seguimiento de las huellas metafóricas es ante todo un momento de agencia que se va desdoblando con cada paso como una experiencia corporizada que se nutre y produce conocimiento colectivo fundado en rumores, intuiciones, noticias e investigaciones gubernamentales.
Toda performance requiere de un público, en este caso son los propios agentes que representan al Estado a quienes se les interpela por su falta de cooperación y las omisiones cometidas al no traer de regreso a los ausentes. Pero si vamos más allá de este momento y entendemos la búsqueda como un proceso, la población también forma parte de la audiencia: “Aquí estamos, ante la indiferencia de todos”, me dijo Sandra durante un rastreo de fosas una semana antes. “Todos” como ese cuerpo colectivo indiferente al que exhortan durante sus protestas. “Tú que miras, únete”, suelen gritar estas mujeres mientras cierran calles a lo largo del país, mientras interpelan a los transeúntes. Un público al que también se llega por medio de las publicaciones hechas en redes sociales por parte de los colectivos, y de los noticieros que mandan a sus periodistas a cubrir cada que una fosa es encontrada.
Pero hay otro tipo de espectadores, aparentemente silentes, a los cuales las madres convocan por medio de plegarias, llantos y el removimiento de la tierra. Como explica Isaias Rojas-Perez (2017: 109), el llanto es una región del lenguaje, un llamado que atestigua y reclama la imposibilidad de la reaparición. Así, en el rastreo de fosas se conjugan elementos que invocan a los ausentes para que emerjan de la tierra. Y si bien no pueden articular, las madres les piden a ellos que respondan de alguna manera para excavar y permitir que eventualmente regresen a casa.
Al seguir las huellas que metafóricamente han dejado los ausentes, las madres se adentran en una experiencia grupal multisensorial que conjuga lo emotivo, lo expresivo y todos sus sentidos. Siguiendo a Esther Langdon (2006), una performance como esta requiere, aunque sea por momentos, de la participación de todos los que están presentes en un mismo espacio para alcanzar un objetivo: encontrar a sus seres queridos. Lo que me interesa resaltar en estas líneas es que durante el rastreo de fosas hay un desmenuzamiento colectivo de múltiples fuentes de información que va generando conocimiento con cada paso.
Es decir, la noción de huellas metafóricas resalta el papel del cuerpo, la forma en la cual se corporiza la búsqueda a través de datos que nos dicen en donde estuvieron o podrían estar los desaparecidos. Sobre todo si tomamos en cuenta, como bien lo dice Daniela Rea (2021), que desaparecido no solo es una categoría forense, sino también un lugar y quienes buscan activan un territorio cuando caminan senderos, brechas, campos y otros sitios habitualmente inhóspitos. Seguir las huellas metafóricas es un viaje geográfico en el que están presentes las emociones y el paisaje se vuelve tanto testigo como partícipe de la búsqueda –punto al que regresaré más adelante–. Por ahora, y siguiendo la reflexión de Gastón Gordillo (2014) sobre los vestigios que dejan las olas de violencia, me parece importante subrayar que lo que develan las huellas es un paisaje de destrucción, una geografía de la guerra sobre la cual se sobreponen los trazos que dejan las madres de las personas desaparecidas, quienes en su interacción con el espacio producen su propia geografía de esperanza.
Además, metodológicamente, la idea de huellas metafóricas se engarza con la propuesta de George Marcus (2001) acerca de una etnografía multisituada, al ser una herramienta que nos permite navegar entre espacios interrelacionados por nuestros interlocutores y conducir allí una observación participante. De esta manera podemos aprehender las relaciones que justo interconectan los espacios que atravesamos en tanto etnógrafos. Especialmente, al guiarme por la noción de huellas metafóricas intento destacar que gran parte de mis interlocutoras están en constante circulación por el territorio y parte de mi trabajo ha sido precisamente el acompañarles durante sus procesos de búsqueda. No menos importante me parece que Marcus pone un relieve en la importancia de situar nuestra atención en el movimiento, en el cuerpo que traza rutas e incluso crea comunidades a raíz de su presencia en los espacios que atraviesa cotidianamente.
El mapa del celular indica que estamos por llegar. Nos adentramos en una colonia sin pavimentar, con hondos baches y nubes de tierra que se forman con el paso de nuestro convoy. “Ya saben que estamos aquí”, dice Carolina mientras una de las señoras responde con una interrogante: “¿Quién ya sabe que estamos aquí?”. Esta es una zona, de acuerdo con el análisis elaborado por la Comisión de Búsqueda, en la que existen pandillas en conflicto. Percibimos que el despliegue de las camionetas y las patrullas que nos acompañan genera ruido en el lugar. Ramona, quien va a mi lado, me dice que nunca pensó estar en estas colonias hasta donde las han traído sus búsquedas. En medio de la guerra, esta ciudad se ha convertido en testigo, víctima y escenografía del horror. A partir de su experiencia en Tijuana, para Humberto Félix (2011), un resultado del incremento de la violencia es la resignificación de los espacios. Por lo tanto, no es sólo la forma en que se extiende geográficamente el miedo, sino las formas en que los espacios adquieren una dimensión específica en la narrativa social vinculada con episodios de violencia (Strickland, 2019; Aceves, De la Torre y Safa, 2004). “Hay que tener mucho cuidado en estos lugares”, asevera Ramona. Las palabras de la madre de Luis me remiten al argumento de Andrea Boscoboinik (2014: 10), “el miedo es una emoción causada por la amenaza de peligro, dolor o daño”. Una emoción, de hecho, compartida por varias de las buscadoras.
El seguir las huellas metafóricas enfrenta a las madres a lo desconocido, sobre todo cuando acuden a colonias que han exacerbado su condición de frontera y margen a raíz de la guerra contra las drogas, por ser aquí en donde suelen ocurrir con frecuencia atrocidades causadas por una fallida estrategia de seguridad. Son estas colonias las que nutren historias estetizadas en la trama de producciones televisivas internacionales como Narcos en Netflix y Zero Zero Zero en Amazon. Mientras tanto, en la vida diaria aquí se vive entre el miedo, la incertidumbre y la escasez. El mensaje que recibió Carolina le decía que nos anduviéramos con cuidado. Podrían herirnos ya que estamos en un territorio que desconocemos. Aunque, más que como extraños, somos leídos como enemigos, o cuando menos como intrusos. Nos asombra que solo nos acompañen tres policías. Los encargados de la Comisión de Búsqueda dicen que en una hora llegarán elementos de la Guardia Nacional para resguardarnos. En realidad, lo harán tres horas más tarde. Claudio Lomnitz (2023) señala que territorios como estos márgenes urbanos son zonas de silencio porque la guerra ha silenciado las dinámicas de lo cotidiano. Si bien el autor coloca su atención en los riesgos del ejercicio periodístico, arguyo que su propuesta puede expandirse más allá de las vulnerabilidades que deben sortear quienes se dedican a ese oficio en México. Lomnitz pone un énfasis en el rumor que moviliza a los cuerpos frente al miedo a manera de una estrategia de sobrevivencia en medio de la incertidumbre. Una muestra de ello son las huellas metafóricas que se rastrean, a pesar de los riesgos, mediante una lectura del paisaje para encontrar a los desaparecidos. Aquí, las integrantes de los colectivos utilizan sus cuerpos junto con el corazón –entendido como la intersección del amor, el afecto y la esperanza–, como una herramienta de búsqueda en tiempos de violencia masiva.
Nos ponemos los guantes, tomamos las varas y hacemos una oración. Se escucha el rugir de los motores de los camiones proveniente de una carretera cercana. Desde este punto vemos el ir y venir de los aviones; el aeropuerto internacional está a solo unos minutos del predio en el que estamos. Nos adentramos en la zona más arbolada llena de frondosos mezquites que crean una bella postal. Pero bajo esa tierra podría haber cuerpos sin vida. Los mezquites son nuestra referencia: a Carolina le han dicho que el cuerpo de Mariano (y no solo el suyo) podría estar justo entre estos árboles. Sin embargo, cuanto más abre uno la vista puede divisar montículos de escombro por doquier. Inclusive hay unas casas en construcción a tan solo unos pasos. Los albañiles se asoman curiosos, intrigados por nuestra presencia. “Todo esto era una presa, pero en años recientes comenzaron a rellenarla con tierra para poder construir más casas. Al lado está la presa y creemos que allí arrojan cuerpos. La verdad que se ha puesto muy feo por la zona”, me dice Carmen, quien creció muy cerca de esta colonia, de este margen que ahora se extiende aún más devorándose a sí mismo (Imagen 1).
Seguimos las huellas metafóricas. Todos esos rastros que son pistas. Conocimiento puesto en práctica. Nos encontramos con escombro, pedazos de ropa y animales muertos. Peinamos la zona, pero nuestro punto clave son siempre los mezquites porque ahí, dicen los rumores confesados a Carolina: hay cuerpos que necesitan regresar a casa. Hallamos un grupo de huesos que pronto son descartados por las madres y los miembros de la Comisión de Búsqueda por ser restos de animales. Adentramos las varas en la tierra. “Huele a gasolina”, dice Luisa, pero probablemente sea el agua que está bajo nosotras. Esa agua que se mina dentro del subsuelo y forma parte de los residuos de parques industriales.
Para analizar este apartado quiero citar a Jane Bennett (2022), quien habla de la vitalidad de la materia, así como de su vínculo con la vida, pero también sobre una simbiosis entre materia y muerte que da luz a ensamblajes de los cuales todos formamos parte. Ensamblaje entendido como la unión de varios elementos que se interrelacionan entre sí, dando pie a variadas consecuencias. Bennett dice que se trata de colectividades funcionales. En esta ocasión, por ejemplo, olemos las varillas tratando de distinguir entre la esencia de las aguas negras y el olor a muerte que se unen bajo la tierra. No tan lejos, la maleza se mueve entre el aire y el paseo de los roedores. Estamos rodeados de aquello que Bruno Latour (2005) nombra actantes, entendidos como una fuente de acción que puede ser humana o no-humana; aquello que posee energía, que es capaz de hacer cosas, que tiene la suficiente coherencia como para introducir una diferencia, producir efectos, o alterar el curso de los acontecimientos. Los actantes son la fuente de vitalidad de los ensamblajes. Nos preguntamos sobre la posibilidad de que los cuerpos estén contaminados por el agua de la presa que se filtra en el subsuelo. Hay todo un ecosistema del cual ellos ya forman parte. Desde los gusanos bajo la capa superficial de la tierra hasta el pastizal que ha crecido en esta área. En este ensamblaje además predomina el escombro de las casas en construcción. Lo aparentemente desechable aquí encuentra su lugar y crea un nuevo orden.
Se trata de un orden que genera una energía particular compuesta, según Bennett, por materialidades diversas que chocan, mutan, se desintegran y producen efectos. Bien lo dice Nora: “Hay una vibra extraña”. Aquí, arguyo, hay procesos intersubjetivos que se producen con y en este ensamblaje conformado por los afectos, las condiciones del terreno, los ruidos, el contexto de la zona, la basura que nos rodea, el escombro que yace junto a los mezquites, las ratas que corren a lo lejos asustadas por nuestra presencia, y de pronto también por un altar de brujería que se aparece en nuestro recorrido. Es una suerte de amarre. Una vela atada por un lazo negro con ropa de mujer a su alrededor. “No lo toque nadie”, “que no lo toque nadie”, repetimos entre incrédulos y creyentes. Comenzamos a enterrar las varas justo en la circunferencia de ese altar. Mientras metemos las palas a lo lejos alguien grita: “Encontramos huesos”. Acudimos todas al punto y en efecto una persona de la Comisión de Búsqueda afirma que son huesos de humano. Hacemos un círculo y comenzamos a excavar. A los alrededores más mujeres siguen oliendo la tierra.
Suena el ruido de motos que merodean en zonas cercanas, quizá vigilándonos. “Espero que no nos agarre la noche porque aquí está muy feo”, dice Leonora, madre de Diego, desaparecido en 2015. El ruido de las palas que siguen excavando se intensifica. Se develan más huesos envueltos en sábanas. Se asoma primero un pie. Son fragmentos, no cuerpos enteros. Carolina comienza a temblar y cierra los ojos. Se desmaya justo al lado de la fosa. Hay una posibilidad de que uno de estos cuerpos sea su hijo. En un episodio similar presenciado con las madres de los desaparecidos en Perú, Rojas-Perez (2017) reflexiona sobre ese momento a través de la idea de trauma. El desmayo como acto traumático y reacción al presenciar el terror. Una experiencia que rebasa lo asimilable. Rápidamente las señoras comienzan un rezo a su alrededor. Carolina abre los ojos y dice, “Miren los árboles, ¡los árboles!” Las frondosas copas al lado de la fosa se mueven de un lado a otro como si hubiera una gran corriente de aire. Para estas mujeres esta manifestación es indicio de la presencia de la divinidad en la búsqueda: es un mensaje de las energías que se liberan al sacar a los cuerpos de las entrañas de la tierra. “Almas que pueden volar”, dice Lucía. Un ensamblaje que se intercomunica por completo entre todos sus componentes. Un ensamblaje en el que incluso la divinidad está siempre latente.
Conforme más excavamos, el olor de los huesos, de sus fragmentos, se incrementa a la par que las moscas arriban, pero también bellas mariposas de colores blanco, amarillo y café que revolotean entre nosotras. Actantes que confluyen justo en el momento en que se unen la vida y la muerte. Uno de los policías nos dice que debe acordonar el área. Así, de pronto, este espacio se convirtió en un área que el Estado debe resguardar, intervenir y procesar. Estos cuerpos están por ser nombrados como evidencia. Las madres lo interrumpen porque antes deben rezar de nuevo junto a los cuerpos. El policía retrocede. Nos agarramos de las manos y nos reunimos rodeando la fosa para formar un círculo. Pedimos por las almas de estos cuerpos, por su eterno descanso y que vuelvan con sus familias. El silencio se apodera del momento. Se escuchan únicamente sollozos y los tráileres que pasan en la carretera. La señora Rosaura nos pide cerrar con un padre nuestro para honrar a los cuerpos.
Lo que le fue confesado a Carolina la hizo seguir unas huellas metafóricas hasta este punto de la ciudad, en este ensamblaje que bien podemos llamar margen o periferia urbana. Como un cuerpo colectivo las madres han estado oliendo, viendo y sintiendo la tierra. Guiándose por los árboles, esquivando la maleza, observando de cerca los escombros. Lo que ocurre aquí es una conjunción de encuentros entre la vida y la muerte, entre energías y temporalidades que son marcadores de soberanías. Soberanía comprendida como la forma en que diversos actantes reclaman los cuerpos sin vida. Se empalman de esta manera la temporalidad de los criminales que pretenden ocultar para siempre las pruebas de su brutalidad bajo la tierra; la temporalidad de un Estado omiso que permite y alienta que estas mujeres sean las que busquen a las víctimas de la guerra; y la temporalidad de las madres que tratan de revertir el silencio y la omisión al intentar desenmascarar la destrucción de la guerra. Sin olvidar las temporalidades de los otros actantes que viven junto a la presa y bajo la tierra. Todas estas temporalidades no solo se entrelazan, sino que por momentos colisionan, producen intimidades, contingencias, así como lo inesperado.
Los restos que acabamos de encontrar son mayormente osamentas. Imposible saber si se trata del hijo de Carolina. Pero con su desmayo pienso en aquello que arguyen João Biehl y Peter Locke (2017) sobre los legados de la violencia cuando afirman que el hallazgo de una fosa es una experiencia traumática en tanto es la cristalización de la muerte. Cuando se encuentra un cuerpo o los fragmentos de un ser querido se produce un quiebre en el anhelo de encontrarlo con vida. Cada una de estas osamentas o cuerpos encontrados recibe el nombre de tesoro por parte de mis interlocutoras. El acto de excavar suele ir siempre acompañado de cánticos y rezos. Durante esta performance, si no hay autoridades que hagan el trabajo forense, las madres recuperan de la tierra el cuerpo, los huesos o fragmentos encontrados, así como objetos de los difuntos, cuando los hay. Lilia Schwarcz (2017) postula que tanto los huesos como los objetos se inscriben en múltiples sistemas de significación y pueden contarnos diferentes historias sobre sus propietarios al estar impregnados de significados, a veces contradictorios. Con Mariano, por ejemplo, en caso de estar en esta fosa, hablamos de él como un tesoro, pero víctima de la guerra a la vez. Por otro lado, la energía que emana de este momento del hallazgo, de los llantos, de los abrazos y de la invocación a Dios a través de rezos sugiere que las madres encuentran una potencia en la carne como reliquias de lo ausente en tiempos de guerra. Reliquias como partes del cuerpo, piel, huesos, sangre u otros objetos personales que son vehículos y depositarios de significación con una cierta fuerza sociopolítica, como lo explica Kristin Norget al hablar de los restos de los santos (2021: 359). La fuerza sociopolítica aquí radica en que las madres tratan con dignidad estas reliquias que otros consideran remanentes de los “daños colaterales” dejados por la estrategia de seguridad. Las víctimas en tanto reliquias son un recordatorio acerca de que estas mujeres hacen el trabajo que el Estado no ha logrado llevar a cabo, sobre todo a partir de guiarse por sus sentidos, la divinidad y el corazón, al seguir las huellas metafóricas.
Tras terminar de orar el policía nos dice que es momento de acordonar el área con la clásica cinta de prohibido el paso. Los integrantes de la Comisión de Búsqueda llaman al Instituto Forense, pero les dicen que tardarán en llegar por la sobrecarga de trabajo. A lo lejos se ven unas camionetas que se dirigen justo al punto en donde estamos. Nos volteamos a ver entre nosotras. Es un convoy de la Comisión de Búsqueda en donde viene el jefe de la institución. Regresan de un poblado ubicado en el norte del estado a donde fueron para realizar un operativo, pero este se canceló debido a un enfrentamiento entre grupos criminales. Al descender de los vehículos nos saludan y entran al área acordonada. Los policías y la Guardia Nacional ya parecen cansados luego de estar varias horas de pie. Es hora de comer. Las madres junto con algunos miembros de la Comisión de Búsqueda nos reunimos en círculo. Hablamos de la jornada de este día, aunque por momentos las palabras sobran. El predio resplandece con la luz del atardecer y las mariposas que revolotean entre nosotras. La señora Rosaura dice que debemos seguir buscando porque es seguro que habrá más cuerpos. Charlo con el jefe de la Comisión y me dice que es difícil saber cuántos cuerpos hay en la fosa, ya que los enterraron de una forma muy extraña. Vuelve a llamar al Instituto Forense, no quiere que se nos haga de noche porque esta es una “zona caliente”, es decir, una colonia peligrosa. Conforme el sol va cediendo su lugar a la noche se escuchan balazos en las cercanías.
Las motos rugen a lo lejos. Van y vienen. Los albañiles no han dejado de trabajar aprovechando los últimos rayos del sol. Unas chicas muy jóvenes aparecen de la nada y se sientan a lo lejos, viéndonos. “¿Estarán vigilándonos?”, se pregunta en voz alta la señora Romina. Quizá las chicas nos vigilan, quizá únicamente han venido atraídas por este cuerpo colectivo que se mueve de aquí para allá, con señoras resguardadas por policías que portan armas de alto calibre, con grandes jeeps y patrullas estacionadas a nuestro costado. Casi al momento en que Romina se hacía la pregunta, una nueva fosa es encontrada. El jefe de la institución nos dice que “seguro habrá más, esta es la zona perfecta porque está escondida entre tantos árboles ¡Hijos de la chingada! Eso son los que hicieron esto”. El personal de la institución pide a las madres que paren ya que es innegable que habrá más cuerpos, lo mejor es esperar al personal forense para que ellos en tanto expertos sean quienes trabajen en las fosas. Pero los expertos ya tienen cerca de tres horas de retraso desde que se les llamó.
Las madres, si bien paran de escarbar, siguen rastreando el predio. Otras se sientan en un círculo ya cansadas por el largo día que hemos tenido. A lo lejos se escuchan risas y charlas de miembros de la Comisión de Búsqueda. Una de las señoras me dice: “Qué bueno que tengan ganas de reír porque yo solo tengo ganas de llorar”, mientras sus ojos se llenan de lágrimas. “Cómo es posible todo lo que pasa, todo lo que vivimos en este país”. Expone que lo que vivimos en México es una destrucción. “Lo que el gobierno hace es un exterminio de la población que usa para sus beneficios”. En una frase Lorena condensa no solo dudas, sino que abre ese oscuro archivo de secretos públicos para exponer que más allá de la omisión, el gobierno como entidad abstracta tiene una participación directa en la guerra. A su hijo un policía lo invitó a trabajar y a los días fue desaparecido. Maldice a los policías que están con nosotras.
A lo lejos ellos siguen haciendo sus rondines, bostezando, hablando, riendo. Uno de los policías municipales nos lanza una mirada que me incomoda. “No hay paz, nunca habrá paz en nuestra sociedad”, dice otra señora. Las madres comienzan a hablar entre sí, pero cada una con su propio tema. Más que responder a las preguntas que cada una fórmula, lo que presenciamos la trabajadora social y yo son monólogos llenos de dolor. “Porque nosotras estamos enfermas y nunca sanaremos”, dice Laura. “Aunque encontremos a nuestros hijos nunca estaremos bien”, parece responder Sofía. “Yo encontré a uno de mis hermanos, pero sigo con muchas preguntas, me faltan las respuestas. Hay un hueco en mi corazón que nunca podrá cerrar”, verbaliza María mientras los gritos interrumpen el momento.
Otra fosa ha sido encontrada en este campo minado. La tercera de hoy. Ante la noticia Paola comienza a convulsionarse. Sus ojos quedan en blanco y dice cosas que no logramos entender, las madres aseguran que lo que presenciamos es una posesión espiritual. Rosaura comienza a rezar en latín. Le piden al espíritu que deje el cuerpo de Paola, le gritan que se vaya. Veo de reojo que uno de los policías graba el momento. Paola regresa poco a poco. Algunas mujeres se abrazan y rompen en llanto.En las cercanías se oyen más balazos conforme el sol se apaga. Por fin llega la camioneta del Instituto Forense, pero solo viene una persona sin el material indispensable para hacer el trabajo. Las madres se enojan. Van y se quejan, piden que comiencen a trabajar de inmediato en las fosas. El perito que arriba junto con la forense alega que primero deben llenar unos papeles.
Las madres se organizan para poder estar cerca de las fosas y hacer cadena de custodia, lo que significa sentarse alrededor de los sitios de entierro para vigilar que se sigan los protocolos adecuados por parte del personal forense y de la fiscalía. “Porque luego esconden los huesos o no sacan todo, además no tratan bien a los cuerpos”, asevera Fátima. Tratar con dignidad a los fallecidos piden ellas ante la indiferencia. Ellas que les hablan a los cuerpos, que les rezan, que les cantan, no conciben los tratos que reciben las víctimas de la guerra. “Sabes qué me causa preguntas, que casi todas las fosas están cercanas a llantas como para identificarles parece”, me comparte Ramona. Miramos y hay otras llantas cercanas a nosotras, desperdigadas: una está a unos 50 metros, otra un poco más lejos está colocada a unos 120 metros rodeada por la maleza. ¿Son parte del escombro o fueron colocadas por un grupo criminal para identificar los sitios de entierro? Este ensamblaje en realidad parece ser un campo de guerra. Entre las madres analizan si acaso las llantas serán un tipo de señalética para marcar las fosas. El conocimiento comienza a ser desglosado por estas mujeres, que caminan a oscuras en el terreno para hundir de nuevo las varillas en donde hay llantas.
Me parece reveladora la forma en que las madres hacen parte del trabajo de rastreo y de excavación con apoyo de integrantes de la Comisión de Búsqueda. No obstante, en cuanto los cuerpos comienzan a aparecer, la policía pide que paren y acordona el sitio. Rojas, en su estudio sobre la guerra sucia en Perú, señala que “el lugar de la excavación se convierte en una escena del crimen, un espacio definido (casi literalmente) por lo que está dentro y lo que está fuera de la ley, donde sólo aquellos legalmente autorizados pueden participar totalmente en el juego de establecer una verdad legal” (2017: 80). Esto puede ser extrapolado al caso mexicano ya que las madres son utilizadas como una suerte de mano de obra.
Los cuerpos, que son nombrados como tesoros, se convierten en evidencia cuando el Estado se despliega en el área. El conocimiento que deviene de las huellas metafóricas, cuya fuente es en parte el rumor, toma otro cariz una vez que las autoridades comienzan a llenar los papeles para sus expedientes. Desde su legitimidad otorgada por el aparato estatal, las autoridades se presentan como observadores entrenados, capaces de leer pistas dejadas por el pasado y acceder a verdades inaccesibles de otro modo. Así, el pasado tanto como la muerte devienen en objetos de conocimiento oficial, el cual abreva precisamente del conocimiento interpretado y rastreado por las madres.
Pero a estas mujeres lo que más les interesa es que todos los cuerpos sean desenterrados y de manera digna. Por ello hacen la cadena de custodia. “Tenemos que estar pendientes porque no se sabe”, me dice la señora Ramona. Sus palabras son prueba de las dudas que envuelven a las autoridades presentes. Sin duda, tanto el trabajo de los investigadores de la Fiscalía como el de los técnicos forenses pueden arrojar luz sobre los casos y contribuir en la identificación de las víctimas, pero también puede funcionar al contrario, para ocultar evidencia, destruirla o, bien, archivarla. Los cuerpos y sus huesos podrán ser ciertamente evidencia, pero son más que todo, desde la mirada de mis interlocutoras, personas que merecen ser tratadas con respeto.
Los vínculos que las madres como cuidadoras tienen con sus hijos brotan durante la búsqueda. Pienso en particular en el momento en que las mujeres comenzaron a narrar en círculo cómo se sentían a raíz de ver a los policías reír mientras ellos descansaban. Sus historias orales emergieron ahí como narrativas que almacenan amor, resistencias, experiencia y conocimiento sobre la violencia de la guerra. Palabras que describen afectos negativos. Palabras que se utilizan para tratar de expresar el dolor, el miedo, el odio, pero también la desesperanza. Tejen su propio lenguaje. Están aquí buscando, resistiendo, sintiendo. Romina me dijo en un punto, “mi piel se eriza, siento que encontraremos más huesos. Tengo un gran hueco en el estómago”. El cuerpo como intérprete. El cuerpo que expresa lo que siente al sumergirse en este paraje me recuerda asimismo lo que refiere Das (2000) cuando habla del “conocimiento envenenado” para reflexionar sobre cómo algunas mujeres habitan el mundo después de haber pasado por acontecimientos de extraordinaria violencia. Lo que escribe Das está íntimamente relacionado con las vivencias de mis interlocutoras, quienes se han convertido en buscadoras y han adquirido y generado conocimiento forense, entienden sobre las lógicas de exterminio que utilizan los grupos criminales y conocen a su vez de protocolos legales. Es decir, el suyo es un conocimiento envenenado no solo por el lenguaje y acciones que despliegan para rehabitar el mundo tras la desaparición de sus seres queridos, de igual manera porque esos saberes enlistados arriba están envenenados desde el origen ya que su naturaleza misma es la guerra.
Ya es de noche y las mariposas han cedido su lugar a cientos de moscos que se congregan junto a nosotras. Aquellas que traen repelente comienzan a sacarlo de sus mochilas para compartirnos un poco. El jefe de la Comisión de Búsqueda pide que se prendan las luces de los jeeps, más que para ahuyentar a los moscos para iluminar la zona. La técnica de la morgue ha traído solo una lámpara. Ante la falta de más personal algunos de los miembros de la Comisión se enfundan en los clásicos trajes blancos para ayudar a sacar los fragmentos. Se siente la incomodidad de algunas de las señoras ya que entre más tarde, más riesgos corremos. Hay un enemigo que acecha en la oscuridad; no obstante, es solamente su sonoridad lo que nos estremece: las balas que no han dejado de escucharse por enfrentamientos que ocurren en las cercanías. A lo lejos tampoco han parado de merodear motos, quizá como parte de esa red en constante movimiento que es el narcomenudeo.
Me acerco a los integrantes de la Comisión de Búsqueda para escuchar. El jefe del equipo me dice que lo mejor es que nos vayamos pronto por los riesgos que corremos. Pero un grupo de señoras dice que no se irán sin importar si tienen que hacer guardia toda la madrugada. “No nos vamos hasta que saquen el último hueso, porque ya que no estemos se irán las autoridades o en la noche vienen los cabrones aquellos (los criminales) a sacarlos, o un perro se podría llevar los huesos, ¿cómo nos piden que nos vayamos?” Lo cierto es que no hay condiciones de seguridad y la escasa luz apenas permite ver lo que hay en las fosas. La luz que irradian los jeeps no es suficiente, es más bien un foco de atracción para cientos de moscos. Las señoras inician una fogata para ahuyentarlos. El equipo de la Comisión de Búsqueda propone cambiar el plan y dividirnos. Ellos se quedarán a trabajar acompañados por la Guardia Nacional y nosotras nos iremos escoltadas por dos policías. Las señoras que se rehúsan a irse acuden a la fosa más grande en donde continúan los trabajos, insisten en que quieren tener un reporte de los avances. Comienzan a subir los huesos de la primera fosa a la camioneta del instituto forense. No falta mucho para que el reloj marque las diez de la noche.
Las señoras coinciden en que es momento de partir. La camioneta que nos transporta se pone al frente del convoy, detrás viene la policía. La razón es que, si la patrulla va al frente, despertaría sospechas o reacciones entre los habitantes de la colonia. Avanzamos lentamente entre el camino accidentado. Recibimos algunas miradas de vecinos que están afuera de sus casas. En el predio se han quedado la trabajadora forense, los integrantes de la Comisión de Búsqueda, los representantes de la Fiscalía y la Guardia Nacional. Ya en casa, pasadas las once de la noche recibo un mensaje de texto: “Todos tuvieron que dejar el predio puesto que no había las condiciones para seguir trabajando”. Al día siguiente regresarán para continuar con el desentierro, “dejaron los cuerpos a la gracia de Dios”, me escribió la señora Rosana. En esta ambigua relación de soberanías hay una que hoy terminó por dictar los tiempos de la búsqueda, una soberanía que nos ahuyentó con el ruido de las balas y ante la cual la propia Guardia Nacional decretó que no había condiciones óptimas para continuar. A la mañana siguiente uno de los noticieros matutinos de la ciudad anuncia el hallazgo de las fosas. En una llamada breve, la señora Carolina me cuenta que se siente mejor y que un grupo de madres va de regreso a la zona para continuar con el trabajo. “Seguir con la cadena de custodia”. Continuar poniendo en práctica su conocimiento envenenado.
El conductor del noticiero refiere que la zona es complicada, “no es de extrañar que se hayan encontrado fosas”. “No es de extrañar” no alcanza para describir el haber estado ahí la noche anterior, en ese ensamblaje compuesto de elementos tan diversos del que las madres formaron parte, creando una búsqueda que desafió por momentos a la soberanía del crimen ante la cual debió ceder el Estado. El conductor refiere que la presa de El Ahogado es una zona “tomada por los cárteles”. Hay una mínima mención sobre el trabajo llevado a cabo por las madres. Las palabras de este hombre contribuyen al amasamiento de una genealogía de la muerte y del exterminio, de comunidades marcadas por los acontecimientos de la guerra, de cuerpos vistos como sujetos desechables por su proveniencia geográfica. Secrean procesos de identidad que son impuestos sobre estas colonias que se han incrustado en historias de miedo que circulan en la urbe.
En la noche recibí un mensaje por parte de Carolina para decirme que ya estaba en casa. Al día siguiente iría a la morgue para comenzar con el proceso de identificación. “Porque alguno puede ser Mariano”. Esto es solo el inicio de un proceso burocrático en el cual las familias deben sumergirse para reclamar el cuerpo sin vida de sus seres queridos. Así, este texto ha puesto sobre la mesa una parte del proceso: el de la búsqueda en campo, haciendo un énfasis en todos los recursos informativos que las madres sintetizan para trazar sus búsquedas. Aquí he definido este momento como seguir las huellas metafóricas, por tratarse del trazado de rutas creadas a partir de indicios sobre el paradero de las personas ausentes. Rutas siempre marcadas por la incertidumbre al ser justo indicios que se contradicen o provienen de fuentes poco confiables para mis interlocutoras. Lo metafórico como representación de lo abstracta que puede ser la información que ellas reciben y de la interpretación que deben hacer. Incluso de las figuras retóricas, ya que en ocasiones la información es alterada. De manera regular, al hablar de la metáfora, se explica que se utiliza para embellecer una descripción. En este caso se llegan a cambiar unas palabras por otras debido a la violencia que enmarca el contexto en el cual se inserta el proceso comunicativo de compartir noticias o rumores.
A Carolina, por ejemplo, le dijeron que habían visto a su hijo vagando varias veces por la zona de los mezquites, cuando en realidad su hijo, ya muerto, fue quizá llevado hasta ahí para ser enterrado en una fosa. Y al seguir estas huellas, que usualmente las llevan a lugares nombrados como fronteras o márgenes urbanos, las madres producen su propia geografía de esperanza, la cual da lugar a relaciones entre actantes (sean humanos o no) que se ven involucrados en cada búsqueda que expone algo fundamental: las soberanías que se vinculan en la guerra contra las drogas, al ser entidades que reclaman los cuerpos sin vida desde diversas lógicas, no siempre violentas. Es el caso de las madres buscadoras de tesoros que interpretan todas las referencias con las que cuentan para dar con el paradero de sus seres queridos, como en el caso de Carolina y su “Flaco”.
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Isaac Vargas es candidato a doctor en Antropología por la Universidad de Toronto, su proyecto se concentra en el análisis del contexto forense en el occidente mexicano. También colabora como investigador para el Programa de Política de Drogas del cide Región Centro, donde coordina una investigación sobre los archivos de la militarización. También es coproductor del proyecto audiovisual “Glosario de la guerra contra las drogas” (cide, junio de 2023). Es maestro en Antropología Social por El Colegio de Michoacán; su tesis aborda la búsqueda de personas desaparecidas en Jalisco.