Un marco analítico para el estudio de las geografías del miedo de las mujeres a partir de la evidencia empírica de dos ciudades mexicanas

Recepción: 28 de septiembre de 2021

Aceptación: 9 de febrero de 2022

Resumen

En este artículo se analizan las relaciones entre género, emociones y lugares, a través de la idea de geografías del miedo de las mujeres. Indago por un lado en los efectos espaciales específicos del miedo a la violencia en la vida cotidiana de las mujeres y, por otro lado, propongo algunas claves analíticas que pueden configurar un marco teórico-empírico de estas geografías del miedo desde una perspectiva de género, enfatizando los procesos geográficos que se desencadenan en la experiencia urbana. Nuestros hallazgos se encuentran respaldados por datos de dos estudios sobre acoso sexual y otras formas de violencia sexual en el espacio público en las ciudades de Puebla y Guadalajara.

Palabras claves: , , , ,

an analytical framework for the study of the geographies of fear of women from the empirical evidence in two mexican cities

This article analyzes the relations between gender, emotions and places, through the idea of women’s geographies of fear. On the one hand, I look into the specific spatial effects of fear of violence in women’s everyday lives and, on the other, I propose some analytical keys that can configure a theoretical-empirical framework of these geographies of fear from a gender perspective, emphasizing the geographical processes that are triggered in the urban experience. Our findings are backed by data from two studies on sexual harassment and other forms of sexual violence in public spaces in the cities of Puebla and Guadalajara, in Mexico.

Keywords: fear, bodies, gender, urban spaces, landscapes.


Introducción

En este trabajo nos interesa discutir la relación entre género, emociones y lugares. El tema que articula estos aspectos es el miedo de las mujeres y sus dimensiones espaciales y temporales en la ciudad. En este sentido, proponemos pensar el miedo como una emoción espacializada de las mujeres; es decir, una intersección entre una emoción, el miedo, y un espacio específico, la ciudad. Proponemos discutir en primer lugar cómo el miedo es relatado por las mujeres como una emoción cuyos impactos se reflejan en la movilidad urbana, los factores de riesgo vinculados y las estrategias que utilizan para enfrentar las inseguridades. Y, en segundo lugar, a partir de estos hallazgos de investigación, desarrollamos un marco analítico para el estudio de las “geografías del miedo de las mujeres”, a partir de las siguientes categorías: i) dimensión física y simbólica de los espacios; ii) movilidad restringida en los desplazamientos cotidianos; iii) estrategias espaciales de negociación del miedo; iv) dimensiones corpoemocionales complejas. Esto tiene como finalidad ir desarrollando un estudio más sistemático de los efectos espaciales del miedo en la vida urbana de las mujeres y enfatizar los procesos geográficos que se desencadenan en la experiencia cotidiana.

Para tal fin, en este artículo se analizan los resultados de una investigación sobre violencia sexual en espacios públicos en dos ciudades mexicanas, Puebla y Guadalajara.1 El texto se organiza en cuatro momentos analíticos: en un primer momento nos interesa ubicar el interés teórico por las geografías del miedo desde el pensamiento feminista, centralmente en la geografía y el urbanismo, analizando los aportes desde diferentes latitudes. En un segundo momento analítico se describen las aproximaciones metodológicas seguidas para validar los hallazgos de investigación. Un tercer momento está dedicado a brindar un contexto estatal de la violencia para ambas ciudades. En el apartado final se proponen desafíos y horizontes a profundizar, pensando en los contextos latinoamericanos.

Las geografías del miedo. Enfoques feministas

El debate sobre la violencia y el miedo a la violencia en las ciudades angloamericanas ha sido un tema ampliamente estudiado dentro de las agendas de investigación de las geografías de género. En efecto, desde una perspectiva geográfica feminista los estudios sobre la inseguridad de las mujeres en los espacios públicos han demostrado cómo las geografías cotidianas de los hombres y las mujeres tienen diferencias claras en cuanto a los usos y significados cotidianos de los espacios urbanos (Valentine, 1989). Por otro lado, se ha demostrado la complejidad de las relaciones entre el miedo a la ciudad y las identidades sociales como la edad, la etnia y el género. Asimismo, Pain (2000) afirma que no hay respuestas fáciles a la pregunta de quién tiene más probabilidades de temer a los espacios públicos urbanos. El lugar, plantea esta autora, afecta el miedo en la ciudad en diferentes escalas, muchas personas temen a diferentes espacios en diferentes momentos y estos temores se expresan en diferentes patrones de comportamiento, como la evitación de barrios o centros urbanos percibidos como peligrosos en ciertos momentos.

Pensando en una geografía del miedo a la violencia de las mujeres desde una perspectiva posestructuralista, Metha y Bondi sostienen que las mujeres tienden a desarrollar mayor miedo a la violencia y en especial a la violencia sexual que los varones (Mehta, 1999). Por su parte, Hille Koskela argumenta que la restricción de las mujeres en el uso del espacio no es observada por las propias mujeres como una dificultad, sino por el contrario como una condición normal y natural de su vida en la ciudad. (Koskela, 1999). Finalmente, Gill Valentine (1989) ha afirmado que las mujeres desarrollan mapas mentales individuales sobre los lugares donde el miedo a un ataque sexual está interrelacionado con su experiencia del espacio y la información secundaria, por lo tanto, las mujeres aprenden a percibir el peligro de hombres extraños en el espacio público.

Desde una perspectiva feminista, Sara Ahmed (2014) realiza un aporte significativo porque, de acuerdo con sus planteamientos, miedo y espacio se estructuran mutuamente en una política espacial del miedo para las mujeres. En esta idea, el miedo asienta un sentido espacial del género, pues confina, limita y excluye el movimiento de las mujeres en el espacio público. Lo que resulta más interesante es que se produciría una especie de sobrehabitación del espacio privado (Ahmed, 2014: 117).

En otro contexto espacial, en España se han realizado investigaciones sistemáticas sobre la relación entre inseguridad y espacios públicos. Por un lado, Anna Ortiz ha enfatizado cómo los aspectos físicos de los espacios públicos tienen efectos sobre la sociabilidad y convivencia. La autora sostiene que el diseño polivalente, entornos multifuncionales, equilibrio entre áreas de acción y reposo, la existencia de áreas de juegos infantiles, los componentes verdes, la visibilidad y la transparencia, la buena iluminación, el mantenimiento y la accesibilidad, junto a la participación ciudadana en el diseño de los espacios, son relevantes a la hora de construir espacios seguros (Ortiz, 2005). En otro orden, la diversidad de experiencias y usos del espacio público de la juventud ha sido estudiada mediante los mapas de relieves de la experiencia de jóvenes que se sitúan en diversas posiciones de género, sexualidad, etnia y clase social, demostrando que el miedo es un determinante en el uso y en el acceso al espacio público. La autora afirma que las mujeres jóvenes identifican determinados lugares, determinadas horas y circunstancias que las hacen modificar sus comportamientos; esto se ve agudizado por las condiciones de clase social, sexualidad, nacionalidad, que desde una perspectiva interseccional son observadas como formas de exclusión urbana. El concepto de interseccionalidad introducido por Crenshaw (1989) teoriza sobre las múltiples opresiones entendidas como mutuamente constituidas. Este concepto concibe el género, la etnia y la clase social como categorías interseccionadas en las que las opresiones (y privilegios) que producen son vividos de forma simultánea y, por ende, deben estudiarse de forma relacional. Un supuesto fundamental de estos trabajos es comprender profundamente cómo el espacio contribuye a producir y reproducir procesos de desigualdad e injusticia, tales como el sexismo, que se dan en los espacios urbanos.

En América Latina, la perspectiva espacial recientemente aparece en investigaciones que, bajo la preocupación por la seguridad de las mujeres en la ciudad, desde disciplinas como la arquitectura, el urbanismo y la sociología contribuyen a comprender las especificidades del continente. En este sentido se ha afirmado que la victimización femenina es más alta de lo que muchas veces se percibe, y por lo tanto invisibilizada dentro del debate público y académico (Dammert, 2007). En otra arista, se ha hecho hincapié en el continuo de las violencias que se ejercen contra las mujeres; así, las agresiones, el acoso sexual, las violaciones, los asesinatos, tienen lugar tanto en el mundo privado como en el público, en el hogar, en las calles, en los medios de transporte (Falú y Segovia, 2007). Ahora bien, mientras en los países desarrollados el transporte público aparece como una espacialidad relevante de investigación para establecer las diferencias de género consistentes y significativas en los propósitos del viaje, la distancia del traslado, el modo de transporte y otros aspectos del comportamiento de los transportes; en América Latina aparece una reflexión más persistente que estrecha la relación entre movilidad, miedo y violencia en las experiencias urbanas de las mujeres. En esos estudios se enfatiza que las condiciones ambientales como la congestión de usuarios, el acceso deficiente al transporte público y el deterioro de instalaciones configuran condiciones específicas donde la amenaza al espacio corporal es una experiencia persistente (Rozas y Salazar, 2015; Pereyra, Gutiérrez y Mitsuko Nerome, 2018). Relacionado con lo anterior, se ha puesto atención a las políticas de transporte exclusivo para mujeres que se han implementado en Ciudad de México y otras ciudades de Latinoamérica, como una posibilidad para visibilizar el problema público de violencia sexual en contra de las mujeres (Dunckel-Graglia, 2013); también se ha documentado que la violencia sexual reportada durante la separación de vagones disminuye significativamente, sin embargo, un efecto de la segregación arroja resultados contradictorios en cuanto a la violencia física y sexual.

Un aspecto en el que convergen las diversas perspectivas feministas del miedo es el cuestionamiento de las formas particulares en que los discursos sobre la seguridad de las mujeres se han ido espacializando en la planificación de la seguridad urbana y en el diseño urbanístico. En primer lugar, una fuerte crítica se ha enfocado a no considerar el continuo espacio privado-público para comprender cómo se relacionan las violencias en ambos espacios, debido a que, desde una perspectiva de poder y exclusión, tanto el espacio público como el privado pueden ser vistos como interactuando recíprocamente. En segundo lugar, han enfatizado que hay un impacto diferenciado de la percepción del miedo y las prácticas espaciales dependiendo de categorías como la edad, sexualidad, etnicidad, discapacidad, etc. Y, en tercer lugar, se reafirma un anclaje en las emociones, afectividad y la corporeidad para comprender de mejor forma el miedo de las mujeres.

Consideraciones metodológicas y casos de estudio

Nuestros argumentos se encuentran respaldados por datos de dos estudios sobre el espacio público en las ciudades de Puebla y Guadalajara, cuyo objetivo fue producir información sobre el acoso y otras formas de violencia sexual contra mujeres y niñas en espacios públicos. Se entiende por acoso y otras formas de violencia sexual en espacios públicos como formas que se expresan de manera cotidiana mediante frases ofensivas, gestos, silbidos, tocamientos, entre otras, que tienen un carácter sexual manifiesto y que se hacen sin el consentimiento de la víctima. Incluyen formas sin contacto, tales como comentarios sexuales sobre las partes del cuerpo o la apariencia de una persona, silbidos mientras una mujer o una niña camina, exigencia de favores sexuales, observaciones sexuales sugerentes, seguimiento, exposición de órganos sexuales a alguien y formas físicas de contacto, como acercarse a alguien en la calle o el transporte público, agarrando, pellizcando, dando palmadas o frotándose contra otra persona de una manera sexual (onu Mujeres, 2017). Algunos hallazgos sustantivos han sido publicados en onu Mujeres (2017) y uam-i y onu Mujeres (2018).2 Esto es relevante porque en la mayoría de las ciudades en México hay una carencia de información cuantitativa y cualitativa sobre el acoso y otras formas de violencia sexual que sufren las mujeres en los espacios públicos. En efecto, las encuestas dedicadas a medir la violencia tienen una cobertura geográfica limitada en el ámbito estatal y por lo tanto la información sobre acoso sexual contra las mujeres en espacios públicos en el nivel municipal son inexistentes.

En este contexto, en ambas ciudades se siguió un enfoque metodológico que articuló dos niveles de análisis que implicaron aproximarse al objeto de estudio con técnicas y enfoques mixtos de tipo cuantitativo y cualitativo. La investigación llevada a cabo en la ciudad de Puebla incluyó ocho grupos de discusión espacial (mujeres jóvenes y adultas, locatarias del mercado La Acocota, locatarias del mercado 5 de Mayo, participantes de organizaciones de la sociedad civil, mujeres adolescentes y hombres operadores del transporte público) y se realizó una caminata exploratoria en los mercados. Además, se aplicó una encuesta a 1 598 mujeres sobre percepción y victimización por acoso y otras formas de violencia sexual en espacios públicos. Por su parte, en la ciudad de Guadalajara se reunieron siete grupos de discusión (mujeres indígenas,3 personas con expresiones de género y orientación sexual diversa, trabajadoras, mujeres adolescentes y jóvenes, mujeres participantes de organizaciones de la sociedad civil, grupo mixto de policías y un grupo de hombres); se realizó además una caminata exploratoria con mujeres de diferentes organizaciones de la sociedad civil e instituciones para identificar los lugares del miedo. En términos cuantitativos, se aplicó una encuesta a 1 050 mujeres sobre la percepción de inseguridad y la victimización sexual.

Para efectos del análisis, utilizamos principalmente el trabajo de investigación desarrollado a través de grupos de discusión espacial. La aplicación de esta técnica sigue los planteamientos de David Seamon (1979), quien define los grupos de discusión espacial como una instancia que promueve el diálogo para compartir experiencias significativas y sobre el cual se produce una cada vez más profunda y sutil comprensión de los fenómenos. Bajo su perspectiva, indagar sobre el papel del cuerpo en los movimientos cotidianos y los vínculos emocionales entre las personas y los lugares es fundamental para comprender la experiencia humana en el espacio; para ello, una llave fundamental es la movilidad corporal (Seamon, 1979). Los temas que se desarrollaron en los grupos fueron: percepción de inseguridad, victimización por acoso sexual, descripción y significados de los lugares del miedo, estrategias de enfrentamiento, dimensión emocional del acoso sexual y otras violencias.

Algunas consideraciones sobre el contexto

En la mayor parte de los países latinoamericanos se ha avanzado significativamente en cuantificar principalmente la violencia familiar; sin embargo, la violencia en espacios públicos recientemente comienza a ser objeto de investigación. En efecto, en México sólo la Encuesta Nacional de Dinámicas y Relaciones en Hogares (endireh)4 identifica la violencia contra las mujeres en los espacios públicos o comunitarios,5 e indica que es sobre todo de índole sexual (inegi, 2017). Según endireh 2016, las manifestaciones de violencia de género que se producen por el uso del espacio público comprenden ofensas, abuso, extorsión, hostigamiento, acoso, agresiones de carácter sexual en sitios públicos perpetradas por cualquier persona, excluyendo al esposo o pareja y a cualquier persona del ámbito familiar. Los principales lugares donde ocurre esta violencia son calles, plazas, lugares de reunión, recreación y demás espacios comunes.

De acuerdo con el análisis de estadísticas secundarias, Jalisco es el tercer estado con mayor proporción de violencia contra las mujeres: 74.1% refirió haber sido víctima de alguna de sus formas a lo largo de la vida. Por otra parte, la prevalencia nacional de la violencia en el ámbito comunitario padecida por las mujeres a lo largo de la vida es de 38.7%, mientras que en Jalisco asciende a 48.2%. Se trata de una de las prevalencias más altas en el país; es decir, casi cinco de cada diez mujeres han sido agredidas en las calles, plazas, lugares de recreación y reunión por algún hombre sin parentesco. Resaltan los piropos groseros u ofensivos con un 34.5%; asimismo, a 17.9% las han manoseado, tocado, besado o se les han arrimado sin consentimiento, y a 17.9% le mostraron sus partes íntimas. Éstos serían los tipos de agresiones de mayor incidencia a escala estatal. El grupo de mujeres entre 15 y 24 años es el que presenta mayor victimización, seguido del rango de 25 a 34 años. A medida que avanza la edad de las mujeres, disminuye la incidencia de violencia en el ámbito comunitario. Un dato importante es que, al analizar los diferentes tipos, clases y situaciones de violencia de género en el ámbito comunitario, se puede afirmar que los niveles de violencia en Jalisco son superiores en todos los tipos que los registrados a nivel nacional (uam-i y onu Mujeres, 2018).

En el caso de Puebla, 35.7% de las mujeres reportaron haber sufrido algún tipo de agresión en algún espacio común, mientras que en el plano nacional la proporción fue de 38.7%. Esto es, que casi cuatro de cada diez mujeres han sido agredidas en las calles, plazas, lugares de recreación y reunión por algún hombre sin vínculos consanguíneos. Del 35.7% de mujeres que ha sufrido violencia en espacios públicos en 34.3% de los casos ha sido abuso sexual, 13.6% fue violencia emocional y 8.3% violencia física. En cuanto a la distribución de edades de mujeres según condición de violencia en el ámbito comunitario a lo largo de la vida, destaca que en el ámbito nacional mujeres del rango de edad de 15 a 24 años son las que registran mayor porcentaje de incidentes de violencia, mientras que en Puebla el mayor porcentaje se ubica en el rango entre los 25 y 34 años (onu Mujeres, 2017).

Las geografías del miedo de las mujeres a la violencia en espacios públicos

A partir del amplio trabajo de investigación realizado en ambas ciudades, nuestra propuesta es construir un marco teórico-empírico para el estudio de las geografías del miedo de las mujeres; desarrollamos cuatro dimensiones que no son rígidas ni agotan el tema, más bien son claves de partida para aproximarse al fenómeno como un conjunto relacional de prácticas, símbolos, emociones y espacialidades que operan de manera multiescalar. Partiendo del cuerpo como un lugar y moviéndose por calles, transportes, parques, colonias, la interpretación del miedo a la violencia sexual nos sitúa en el ejercicio de análisis que pone en el centro las relaciones de poder de género que se encuentran enquistadas en el espacio público. De esta forma develamos cómo el espacio y el poder están íntimamente entrelazados.

La dimensión física y simbólica de los espacios

El significado del miedo es tanto social como espacial; es decir, se encuentra asociado con algunos lugares más que otros. Las formas en que el miedo se materializa y encarna traen a la discusión diferentes dimensiones espaciales. Una primera dimensión se centra en una descripción detallada de las condiciones físico-materiales de los lugares. De acuerdo con la investigación empírica, podemos ver que el miedo a la violencia sexual se expresa en relación con entornos particulares. De esta forma, los pasillos muy angostos, la mala distribución de los puestos y productos, el consumo de drogas en el basurero, la acumulación de basura, la falta de vigilancia, la escasez de luminarias en los accesos, el deterioro ambiental y físico, la presencia de espacios de poca visibilidad, “laberínticos”, “recovecos” y basura, son características que las mujeres mencionan en los mercados de Puebla, mientras que en el caso de Guadalajara las mujeres precisan que las aceras angostas, con obstáculos, inclinadas, o la falta de ellas, los lugares deshabitados, los entornos de obras en construcción, las calles largas donde se vuelve complicado atravesarlas, los espacios despoblados por la noche y/o con poca o nula vigilancia (por ejemplo, algunas zonas comerciales o las estaciones de bicicletas públicas) son los elementos que configuran un escenario material que queda fijado en los imaginarios sobre el miedo de las mujeres y que pueden observarse en el siguiente registro fotográfico.

Foto 1. Plaza Tapatía, Guadalajara. Fuente: Archivos del proyecto.
Foto 2. Alrededores mercado 5 de Mayo, Puebla. Fuente: Archivos del proyecto.
Foto 3. Basura en el mercado 5 de Mayo, Puebla. Fuente: Archivos del proyecto.
Foto 4. Pasillos estrechos del mercado. La Acocota, Puebla.

Sin embargo, esta visión es parcial, porque para comprender la complejidad de la espacialidad del miedo es necesario ir más allá de la concepción del espacio como contenedor, y avanzar en la relación entre lo espacial y lo social de manera interconectada. El espacio, en este sentido, debe ser concebido como resultado de las prácticas sociales y en proceso de construcción permanente (Massey, 2005).

Un tiempo trabajé en el Fresno, creo que es en donde más he experimentado acoso a diario; es una zona donde hay muchas fábricas y pues son zonas de carga y tráileres. No es nada amigable para un peatón que pase por ahí caminando, y yo pasaba en bicicleta, entonces era diario el acoso de los camioneros (grupo de discusión, organizaciones de la sociedad civil, Guadalajara).

Trabajo en el seguimiento de feminicidios y hemos mostrado que ha habido un aumento de casos de feminicidios donde los cuerpos de las mujeres son cada vez más expuestos en lugares más cercanos y públicos (grupo de discusión, organizaciones de la sociedad civil, Puebla).

Esto contribuye a desmitificar que el miedo es una cualidad esencial de la identidad de las mujeres, pero al mismo tiempo que sea una cualidad inherente a los espacios construidos; los espacios del miedo se producen a través de las prácticas sociales y las relaciones de poder (Pain, 2000). De esta forma encontramos que el miedo al lugar es relacional y queda expresado y definido en un flujo de relaciones sociales con “otros” sujetos, con los lugares y con los tiempos. Ya sea la falta de vigilancia, la presencia de comercio ambulante, el dominio espacial de grupos de hombres o las calles oscuras, estos aspectos revelan la interacción entre lo social y lo espacial. Una referencia importante en este sentido son los imaginarios construidos sobre qué lugares evitar. En esta línea de la construcción imaginaria son las noticias, los rumores, las experiencias de otras que van construyendo una valencia de género espacial de los lugares como peligrosos; ya sea concibiendo al espacio como materialidad o el espacio producido por prácticas sociales, el miedo se hace tangible e identificable.

Movilidad restringida en los desplazamientos cotidianos

La inseguridad generalizada en las ciudades estudiadas implica un impacto directo en la movilidad y en los desplazamientos cotidianos de las mujeres. En el caso de Puebla, 73.4% de las mujeres procuran andar acompañadas, 62.3% dejaron de salir de noche o muy temprano, y 54.7% cambian sus rutas de traslado (onu Mujeres, 2017). En Guadalajara, 82.8% intentan andar acompañadas, 57.9% han dejado de salir de noche o muy temprano y 7.6% afirman haber dejado de trabajar o estudiar (uam-i y onu Mujeres, 2018).

Se trata aquí de que el sentido de inseguridad afecta, por un lado, los movimientos y circulación de las mujeres por el espacio y, por otro, la forma y significados que esos movimientos van asumiendo en su realización. Según el paradigma de las nuevas movilidades, las movilidades en plural se refieren a un movimiento físico observable de un lugar a otro, los significados a través de los cuales estos movimientos están codificados y finalmente la práctica experimentada y encarnada del movimiento (Cresswell y Priya, 2008). Estos tres aspectos abren el debate a la idea de cuerpos en movimiento, que no está presente en las agendas del transporte y que desde nuestra perspectiva es clave para entender las diferentes prácticas de movilidad cotidiana de las mujeres como prácticas corporeizadas, fundamentalmente porque el cuerpo femenino es simbolizado culturalmente como vulnerable frente al acoso sexual de los hombres y, por lo tanto, regido por normas de comportamiento social de pudor, cuidado, reserva, entre otros.

Hay diferentes alternativas que ayudan a reducir las posibilidades de estar expuestas al acoso y que, en su conjunto, disminuyen la movilidad y el derecho a usar la ciudad. La forma más extrema de evitación es la reclusión hogareña, que en ocasiones llega a limitar la participación social, la recreación e incluso en algunos casos abandonar el trabajo o los estudios.

Antes trabajaba en la noche y tuve que salirme de trabajar, porque era muy peligroso. Llegaba a las diez de la noche o diez y media y las calles estaban solas y te encuentras a cada persona que no sabes cómo va a reaccionar, porque le faltan mucho el respeto a la mujer (grupo de discusión, mujeres adolescentes, Puebla).

Siguiendo los planteamientos de Tovi Fenster, la carencia de libertad para moverse en el espacio por el encarcelamiento en el hogar puede ser entendida como una violación tan grave de los derechos humanos como la violencia física real (Fenster, 2005).

Creo que el hecho de que tantos derechos a la vez se estén violentando tan sólo al decidir un trayecto para llegar a trabajar o para ir a una fiesta o alguna actividad, implica ya una afectación a una libertad de la persona, pero también desde el derecho a la intimidad, por ejemplo, porque tengo que pasar inadvertida o invisible para poder seguir siendo parte de esta sociedad (grupo de discusión, organizaciones de la sociedad civil, Guadalajara).

Esto resulta relevante porque podemos afirmar que las mujeres experimentan el espacio de la movilidad como algo constreñido y reducido, lo que indica que la relación entre género, movilidad y miedo está articulada con la noción de subjetividad. En este sentido, las decisiones de limitarse al usar lugares o elegir modos de transportes son frecuentemente informadas por y a través de la emoción del miedo, que condiciona las opciones de movilidad a las que pueden acceder.

En esta perspectiva que vincula movilidad y acoso sexual se reconocen varias condiciones vinculadas con la movilidad que son utilizadas por los agresores para ejercer su poder en el espacio público.

A mí me ha tocado ver en Margaritas que hay hombres que se paran en la puerta y la mujer forzosamente tiene que pasar en ese pequeño espacio, pero él se queda parado y no se mueve por nada del mundo, entonces cuando pasa ella, la pasa rozando (grupo de discusión operadores del transporte, Puebla).

De esta forma, encontramos que los espacios físicos dentro y alrededor de las áreas de transporte público ofrecen facilidades para los acosadores tanto para encuentros planificados como espontáneos. Por ejemplo, el ruido de espacios congestionados permite acosar verbalmente gozando del anonimato, la rapidez con la que circulan los cuerpos en las zonas de transbordo facilita la persecución, la permanencia dentro de un vagón o microbús permite manejar el tiempo a un acosador, los espacios solitarios y mal iluminados en las zonas de acceso brindan mayor control y poder que se utilizan contra la víctima. En definitiva, el acoso sexual debe ser comprendido no sólo como un ejercicio de poder simbólico masculino sobre el espacio, sino también un ejercicio de poder que se posibilita por las características del espacio público.

Estrategias espaciales de negociación del miedo

Pese a la magnitud del problema de violencia sexual en los espacios públicos contra las mujeres en las ciudades de Puebla y Guadalajara, las mujeres no son simples objetos ubicados en el espacio, donde experimentan las restricciones y limitaciones. Ellas también producen, definen y en ciertas ocasiones se ubican como sujetos. Así, muchas mujeres desarrollan agencia a través de su propia negociación del peligro y reclaman el espacio activamente. En este sentido, en el discurso que relata las prácticas hay algunas narrativas que hacen referencias a estrategias individuales para evitar el acoso sexual, como si las propias mujeres fueran responsables de afrontar el problema. En los grupos de discusión espacial se pudo indagar cuáles son las estrategias que usan las mujeres para prevenir la violencia en el espacio público y cómo transmiten estas alternativas a otras mujeres.

Encontramos la presencia de tres tipos de estrategias que operan en formas y escalas múltiples, desde el cuerpo hasta lo colectivo. La primera es la conducta de evitación que hace referencia a un conjunto de estrategias usadas por las mujeres para eludir la agresión sexual (Ferraro, 1996) y la segunda serían mecanismos de autoprotección frente a la victimización sexual o de sus consecuencias (Smith y Hill, 1991) y la tercera es el enfrentamiento del acosador.

En la investigación de campo podemos observar que las principales estrategias de evitación hacen referencia a acciones como “salir acompañadas”, “salir en grupo”, “salir durante el día”, “no ser vistas”, “pasar desapercibidas”, “ir de pantalón”, “correr”, “bajarse del transporte”, “caminar rápido” (onu Mujeres, 2017).

Las chavas se llevan su ropa en la mochila para cambiarse, se disfrazan para salir y en la mochila traen lo que se quieren poner en la escuela y sacan el vestido. Si van a salir se ponen el pants para moverse (grupo de discusión organizaciones sociedad civil, Guadalajara).

Antes yo iba mucho al centro, casi vivía yo en el centro, me lo conocía, pero ahora no, ahora ya es ¡otra cosa! Ahora, cada vez que voy, le digo a mi esposo “¡llévame!”, entonces compro mientras mi esposo se da unas vueltas y me recoge (grupo de discusión mujeres adultas, Puebla).

En segundo lugar, entre las estrategias de autoprotección encontramos que hay mujeres que utilizan su propio cuerpo como defensa: “poner el codo” para cuidar el espacio personal o extender su cuerpo con objetos, como por ejemplo “usar la mochila enfrente”. En ambos casos lo que permiten estos actos es regular las distancias y la proximidad con otros.

Asimismo, encontramos evidencia de que las mujeres usan la violencia verbal y física como forma de enfrentamiento al acosador: “decirle groserías”, “golpearlos”; y también las mujeres indican que el autocuidado en los espacios públicos muchas veces las obliga a llevar algún tipo de autodefensa: “cúter”, “gas pimienta”, “anillo bóxer”, entre otros.

Yo me compré gas pimienta en aerosol, porque mi hermana tiene defensa personal y pues a ella le enseñan muchas cosas para defenderse y me las enseña a mí (grupo de discusión mujeres adolescentes, Puebla).

También algunas narrativas ubican una estrategia más performativa, que es muy interesante, porque muestra que el cuerpo no es pasivo. En efecto, algunas mujeres utilizan posturas y gestos expresivos para “mostrarse seguras de sí mismas”. Y es precisamente este carácter performativo del acto corporal el que interpela la normatividad tradicional de género y expresa una transgresión a ella, como se observa en el siguiente relato.

Al caminar yo trato de parecer que no siento miedo, así si voy caminando y alguien te habla y te grita yo no volteo, yo sigo caminando. Es como imponerse una como mujer, porque si no, te ven indefensa, y así vas todavía como llena de miedo, temor, y no pues también eres como una presa fácil para que te digan algo, por eso mostrarnos fuertes es clave, porque si te ven débil, te comen (grupo de discusión mujeres indígenas, Puebla).

Desde una perspectiva interseccional, la violencia sexual está arraigada en las desigualdades de género y sexualidad. Esta relación es especialmente reveladora para entender la relación espacio y cuerpo, incluso me atrevería a afirmar que la existencia femenina de las mujeres lesbianas es aún más precaria y con mayor frecuencia el cuerpo es presionado externamente y experimentado como un cuerpo marginal, lo que requiere tener mayor control sobre sus movimientos corporales, como se expresa en el siguiente extracto:

Empecé a tomar kick boxing hace muchos años, porque sentía que todo el tiempo tenía que estar defendiéndome, ya ahora sé defenderme, sé dónde pegar, cómo golpear, como zafarme de situaciones de peligro. Pero es a través de los años y a través de que has tenido que pasar experiencias cada vez más fuertes que tomas la decisión y autodeterminación de prepararte y salir a la calle, porque sabes que te vas a topar con un mundo de acoso y que tienes que defenderte (grupo de discusión diversidad sexual, Guadalajara)

Me di cuenta de que hay que ir desarrollando una especie de mecanismo de defensa, ahora que bajé mucho de peso sigo usando la misma ropa y me queda muy grande y me rapé, entonces parezco más un niño, y me he dado cuenta de que la gente no nota cuando estoy con mi novia de que yo también soy mujer, entonces no nos dicen nada y siento muchísimo alivio (grupo de discusión diversidad, Guadalajara).

En todos estos casos, podemos observar que hay diversas formas de negociar el peligro, leer los signos de peligro, ubicarse dentro del espacio y usar el poder en el espacio urbano; las mujeres muestran “agencia espacial” o, en términos de De Certeau (1996), formarían parte de una microfísica de la resistencia, que a través de una apropiación crítica y selectiva de las prácticas disciplinarias, transforman su sentido original y alteran su carácter represivo.

Tercero, es importante mencionar que la denuncia formal como una forma de ejercicio de derechos no es visualizada como una estrategia de enfrentamiento del acoso y la violencia sexual. En consecuencia, cuando se les preguntó a las mujeres si habían denunciado alguna de estas situaciones sólo dos reconocieron haber hecho una denuncia. En el caso de Guadalajara, 92.1% de las mujeres que han experimentado alguna forma de violencia sexual en los espacios públicos no denunció, y en Puebla 0.52% de las personas entrevistadas en los corredores afirmaron haber denunciado alguna de las situaciones, en los mercados fue el 0.39% y en el transporte la tasa de denuncia llegó al 4.27%. Los motivos más relevantes que indican las mujeres de Guadalajara por las que no denunciaron fueron porque no sabían que podían denunciar (22.6%), porque consideraron que no tenía importancia (17%) y porque no confían en las autoridades (16.8%) (onu Mujeres, 2018). Para el caso de Puebla, se evidencia un componente emocional que se vincula con la no denuncia; así, la vergüenza, la culpa, desconfianza, junto a la naturalización de los hechos contribuyen a esta situación. Una mirada de conjunto nos muestra que los motivos para no denunciar se articulan con la desconfianza en las instituciones y con factores culturales que normalizan los actos de violencia sexual.

Dimensiones corpoemocionales

El miedo contribuye a configurar una geografía emocional. La importancia de las geografías emocionales ha sido visibilizada en el denominado “giro emocional”, que según Nogué y San Eugenio Vela (2011) se centra en la exploración de las interacciones emocionales entre las personas y los lugares. En nuestro caso de análisis, las espacialidades de la emoción y la afectividad permiten pensar un paisaje afectivo, es decir, las emociones se depositan en los lugares, pero de igual forma, los lugares tienen la capacidad de generar reacciones emocionales. Como ha planteado Oslender, se requiere establecer una vinculación entre miedo y paisaje en relación con el espacio social y las prácticas corporeizadas de la vida cotidiana (Oslender, 2002).

En esta construcción de una geografía del miedo en ambas ciudades se observa que la percepción del riesgo se encuentra vinculada con preocupaciones más amplias que son identificadas en un ambiente de inseguridad para las mujeres. En el caso de Puebla queda cada vez más claro con los casos de feminicidio. Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (snsp), Puebla es el quinto estado con más feminicidios en el país. Mientras tanto, en Guadalajara la especificidad de la violencia de género se encuentra vinculada con la presencia del crimen organizado, el narcotráfico y los enfrentamientos con cuerpos de seguridad; este contexto ha favorecido la violencia contra las mujeres y configura un paisaje del miedo que ha generalizado el sentimiento de vulnerabilidad.

Mi argumento es que aunque los miedos que experimentan las mujeres son subjetivos, sin embargo tienen una fuerte vinculación con un entorno amenazante. En consecuencia, se crea una cultura territorializada donde el sentido colectivo de desamparo y descomposición social ejerce un papel social y cultural en la vida de las mujeres. Un elemento importante de las dimensiones corpoemocionales del miedo es la dimensión sensorial, ampliamente estudiada por Sabido (2019). Esta autora utiliza la categoría de memoria sensorial en el análisis urbano y sostiene que los significados que se atribuyen a las experiencias sensoriales van construyendo un relato espaciotemporal. Para la autora, la memoria sensorial “adquiere materialidad en las narraciones que evocan sensaciones, emociones y sentimientos que, de alguna manera, afectaron al cuerpo y que se asocian a ciertos lugares, artefactos y personas” (Sabido, 2019: 216). Siguiendo la idea de Sabido, hay diversas sensaciones y estados afectivos que dejan una impronta en nuestra memoria sensorial y que en el trabajo de investigación realizado se pueden ubicar como huellas en el espacio; por ejemplo, en términos olfativos, el olor a orina en mercados, corredores turísticos y zonas de acceso al transporte, como se menciona en Puebla, produce la idea de que es un territorio masculino. Por otro lado, el sentido del oído interviene identificando el ruido como un factor que implica la imposibilidad de no ser oídas en caso de encontrarse en una situación de acoso: “calles con circulación rápida y ruidosa”, “voceadores de transporte”, “música con alto volumen en las construcciones” en Guadalajara. Tal como lo ha planteado Cosgrove, “el olfato o el oído pueden ser mucho más potentes e inmediatos que la vista al crear las respuestas emocionales ante un lugar concreto” (2002: 64). Estos casos llaman la atención sobre la trascendencia de otros sentidos, más allá de la vista, para comprender el paisaje desde una perspectiva de género.

El extendido asedio masculino en los espacios públicos, como hemos mostrado más arriba, transforma al miedo como una emoción persistente en la experiencia, que tiene como efectos un estado emocional defensivo, estrés y a veces angustia: “como ya tienes esta experiencia y sabes que está pasando, siempre estás con el pendiente, no puedes estar tranquila en las calles” (grupo de discusión, mujeres indígenas). Para algunas de las participantes, las experiencias de acoso o abuso en el espacio público han dejado otras huellas emocionales que son perdurables y se manifiestan como estrés postraumático: “yo ahora vivo en una psicosis, más que un acoso, creo que yo tengo ya psicosis por ser una mujer adulta que se mueve sola en la calle a las 12 de la noche” (grupo de discusión, organizaciones). Para otras, se interpreta como una experiencia particularmente traumática que puede ocasionar un cambio permanente en su vida y sus rutinas, y una sensación de miedo constante.

Las complejas dimensiones emocionales que van construyendo las mujeres en sus experiencias urbanas en principio se nos presentan en fragmentos de emociones, pero al pensarlo de manera compleja, podemos observar cómo se presenta una secuencia que parte con el miedo pero que se mueve por el enojo, la frustración, la culpa, la vergüenza, entre otras emociones. Así, de acuerdo con los casos estudiados, uno de los aspectos que causa frustración e inclusive culpa es la incapacidad de reaccionar o defenderse efectivamente. Si el acoso es algo cotidiano, las mujeres se preguntan por qué se permitieron distraerse y bajar la guardia, por qué no previeron o estuvieron listas para repeler la agresión, interiorizando la idea culturalmente establecida de que la responsabilidad de cuidarse es de las víctimas, y las agresiones suceden a quienes permiten que ello ocurra. Tal como afirman en los grupos de discusión, “yo me quedé con la impotencia de no haberle gritado, de no haberle dicho algo para que me respetara no solamente a mí, sino a las demás mujeres” (grupo de discusión, mujeres indígenas, Guadalajara) y a veces incluso se experimenta como cobardía, lo que reafirma la condición culturalmente asumida de que las mujeres son más débiles: “me da mucha rabia, me dan ganas como de decirles déjame en paz, ya vete, pero no me sale el coraje para decirlo” (grupo de discusión, mujeres jóvenes Guadalajara). Finalmente, el ciclo se cierra con vergüenza y humillación: “te agarran en shock, no sabes qué hacer, no reaccionas, en esos momentos te paralizas, y te preguntas ¿qué es lo que acaba de pasar? y mi amiga también estaba y no podíamos creerlo. No nos podíamos ni ver a los ojos, ¿por qué nos pasa esto?” (grupo de discusión, mujeres jóvenes Guadalajara).

Es necesario precisar que el miedo como experiencia vivida es un proceso acumulativo, es decir, no es el resultado de un evento aislado de violencia sexual. Si consideramos que las primeras experiencias de acoso sexual se dan a muy corta edad, la construcción social del miedo se va desarrollando a lo largo del tiempo y en variadas situaciones personales y sociales. El efecto más importante registrado es la idea de una existencia corporal reducida, donde el movimiento del cuerpo proyecta posibilidades limitadas de acción y movimiento. Es por ello por lo que podemos afirmar que una consecuencia permanente en la vida de las mujeres es la manera en la que el acoso afecta la autoimagen y produce la idea de que el propio cuerpo es un motivo de vergüenza, o se incorpora la creencia de que son ellas las que provocan las agresiones. Esta emoción se interioriza y produce una forma de subjetividad organizada en torno a la inseguridad. Los ejemplos que siguen ilustran bien una constante en los grupos de discusión:

A mi nietecita, en una ocasión nos subimos a la combi; venía su papá, su mamá, veníamos cinco, y mi nieta se quiso sentar atrás junto a la ventana; junto estaba un señor, y ya que nos bajamos, dice: “abuela, te vas a enojar conmigo” “¿Por qué?” “Es que el señor me estaba haciendo así”, e indica cómo la mano rozaba la pierna de la niña (grupo de discusión mercado, Puebla).

Te hacen sentir súper mal a ti misma, decía: ¿qué pasa con mi cuerpo que ven puro sexo o qué? Ven puro sexo caminando y por eso me gritan “ay, piernuda”; yo me he empezado a sentir muy mal, muy cohibida, además estoy en una edad donde tengo muchas inseguridades del cuerpo, ¿yo estoy llamando a que pase esto?, ¿qué estoy haciendo mal? (grupo de discusión, mujeres jóvenes Puebla).

En esta misma línea de análisis, para Bourdieu por ejemplo, los gestos, posturas, formas de caminar, de comer, de sentarse, la expresión facial y las formas de hablar son parte de una hexis que expresa la relación entre el mundo social y las formas de inscripción en los cuerpos. Estos imperativos corporales incluyen imperativos sobre cómo sonreír, bajar la mirada, aceptar interrupciones, pero también la manera en que se enseña a las mujeres a ocupar el espacio, a caminar, a adoptar unas posturas corporales convenientes (Bourdieu, 2000). Ya sea en las calles, los transportes u otros espacios públicos, los cuerpos incorporan una serie de comportamientos asociados con el miedo que tienen efectos emocionales y espaciales a largo plazo, donde ocupan un lugar como mujeres en el espacio público marginal, frágil, vulnerable, en definitiva, como una otredad fuera de lugar.

Coincidimos ampliamente con Ortiz cuando afirma que “los cuerpos tienen un papel esencial a la hora de configurar las experiencias de las personas en los lugares. Y la práctica de nuestros cuerpos (con su género, sus preferencias sexuales, sus habilidades físicas, su edad, su color o su etnicidad) es única y depende de los contextos específicos espaciales, temporales y culturales donde se sitúen” (Ortiz, 2012: 117). En efecto, los cuerpos se producen y reproducen a través de una serie de aprendizajes de habilidades corporales que tienen un significado social, es decir, a través de un estilo femenino de comportamiento corporal, en el que desempeña un papel decisivo la invasión espacial y corporal que representa la amenaza de violación, donde además esta invasión corporal puede manifestarse en modos mucho más sutiles (Young, 1980).

Reflexiones finales

En este trabajo hemos mostrado algunas de las consecuencias a nivel individual y social del acoso sexual y otras formas de violencia sexual en la vida urbana de las mujeres, que a menudo son subestimados en la mayoría de las sociedades. Mientras que para las mujeres de Puebla los tres cambios de hábitos más significativos a causa del miedo a la violencia sexual son andar acompañadas, dejar de salir de noche o temprano y cambiar sus rutas de traslado (uam-i y onu Mujeres, 2018), en Guadalajara las mujeres afirman que por temor a ser agredidas o acosadas sexualmente intentan andar acompañadas, procuran no caminar solas por la calle, han dejado de salir de noche o muy temprano y las llevan o las recogen (uam-i y onu Mujeres, 2018). En cada una de estas prácticas lo que está en juego es el efecto de control que el espacio puede ayudar a construir, y expresan además una consecuencia espacial clave: desarrollar un modelo de movilidad restringida al limitar para sí mismas la utilización de lugares públicos, lo cual afecta su derecho a la ciudad (Pérez, 2013).

La investigación empírica sobre las geografías del miedo de las mujeres ha revelado una extendida conciencia de género sobre la vulnerabilidad al acoso sexual; en ésta, el diseño deficiente de los espacios públicos es reconocido como un elemento que refuerza la percepción del miedo y el riesgo en su vida cotidiana. Asimismo, en este contexto se encontraron una serie de efectos que repercuten en las limitaciones de los movimientos por algunos lugares. Si bien la evidencia en ambas ciudades es que las mujeres aún experimentan altos niveles de restricción social y espacial debido al temor a la violencia sexual, hay prácticas espaciales cotidianas que pueden ser pensadas como prácticas de resistencia, que, al identificar el peligro, leer sus signos y frecuentemente negociar las formas en que se apropian de ese espacio, abren una serie de posibilidades de pensar a las mujeres desarrollando agencia espacial. Con ello reafirmamos la tesis de Wilson (1991), quien ha enfatizado que la ciudad puede ser reconocida como un lugar de imposiciones y restricciones, al mismo tiempo que un lugar de transformaciones y de apropiaciones.

La complejidad de las geografías del miedo de las mujeres exige nuevas aproximaciones conceptuales y respuestas que no se reduzcan a políticas exclusivamente centradas en el diseño ambiental-urbano sin considerar paralelamente los factores estructurales de la violencia que sustentan este problema en los espacios públicos. Esto es, mientras no se discutan las relaciones de poder de género que se hacen tangibles en el espacio, las alternativas para enfrentar esas violencias serán limitadas. Con esto no afirmo que las transformaciones en el entorno construido mejoren por sí solas la calidad de vida de las mujeres, sino que los impactos en la naturaleza política del problema de la violencia, es decir, comprender cómo se produce, reproduce y distribuye el poder, continuarán sin ser problematizados.

Finalmente, este artículo ofrece un marco organizativo de cuatro elementos que permiten estudiar espacialmente los diferentes impactos del miedo de las mujeres a la violencia sexual en su vida cotidiana a través del concepto de geografías del miedo. Éstos son: la dimensión física y simbólica de los espacios, la movilidad restringida en los desplazamientos cotidianos, las estrategias espaciales de negociación del miedo y las dimensiones corpoemocionales complejas. A través de estos elementos podemos fijar la mirada en el análisis del miedo en la vida cotidiana de las mujeres reconceptualizando el espacio urbano como una experiencia afectiva, sensorial, emocional y de poder compleja.

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Paula Soto Villagrán es maestra y doctora en Ciencias Antropológicas por la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Realizó una estancia de investigación posdoctoral en Geografía Humana. Actualmente es profesora-investigadora titular del Departamento de Sociología de lsa División de Ciencias Sociales y Humanidades en la uam-Iztapalapa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

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