Recepción: 26 de septiembre de 2023
Aceptación: 14 de marzo de 2024
El artículo refiere a las comunidades indígenas que emergen desde la década de 1980 en las ciudades de Viedma y Carmen de Patagones, en la Norpatagonia argentina. Tienen nombre propio y se identifican utilizando las categorías “mapuche” y “mapuche-tehuelche”. Estas comunidades urbanas reciben una doble impugnación. Por un lado, su legitimidad es localmente cuestionada con el argumento de que los verdaderos indígenas viven en las áreas rurales y mantienen formas de vida tradicionales. Por el otro, son observadas con suspicacia en el propio mundo indígena, básicamente porque carecen de territorio y no surgen de un pasado en común. Con apoyo sustancial en el método etnográfico, se concluye que estas comunidades indígenas citadinas se entienden mejor como proyectos compartidos de futuro en común. Esto es, la intención activa de conformar comunidades trasciende la incertidumbre y los avatares de las configuraciones comunitarias concretas.
Palabras claves: comunidades indígenas, contextos urbanos, Norpatagonia, proyecto comunitario
A Common Future: Indigenous Communities in the Cities of Lower Río Negro, North Patagonia, Argentina
This article discusses the Indigenous communities that began emerging in the 1980s in the cities of Viedma and Carmen de Patagones, in Argentina’s North Patagonia. They have their own name and identify using the categories Mapuche and Mapuche-Tehuelche. These urban communities suffer double prejudice. On the one hand, their status as legitimately Indigenous is questioned under the argument that “true” natives inhabit the countryside and have traditional ways of living. Yet they are also seen with suspicion in the Indigenous world, because they have no territory of their own and do not share a common past. Drawing on an ethnographic approach, the article concludes that these urban Indigenous communities are better understood as shared projects for a common future. In other words, the active intention to form communities helps overcome uncertainty and the vicissitudes specific to concrete community configurations.
Keywords: Indigenous communities, urban settings, community project, North Patagonia.
Las comunidades indígenas en Latinoamérica poseen una especie de halo imperecedero que alude al pasado remoto y al ámbito rural. Esta situación se da a pesar de que algunas de ellas son herederas de grandes civilizaciones que, tanto en Mesoamérica como en el área andina, experimentaron procesos urbanos sustanciales. Este halo persistente se apoya en concepciones irreflexivas firmemente arraigadas en el sentido común. Se trata de nociones y prenociones socialmente construidas –de profunda raíz histórica– que se corresponden con el hecho de que los pueblos indígenas son por lo general concebidos como premodernos por definición. Debido a esta visión profundamente errónea pero eficaz, los indígenas “auténticos” pertenecen al pasado y a los espacios rurales. En la otra cara de la moneda, la presencia indígena en el ámbito urbano –moderno por definición– es percibida como una anomalía incómoda e inverosímil (Cfr. Valverde et al., 2015).
Esta sucinta caracterización aplica casi con perfección en Viedma y Carmen de Patagones, ciudades vecinas emplazadas en orillas opuestas del bajo río Negro,1 a escasos 30 kilómetros del mar, en la Norpatagonia argentina (véase mapa). El artículo se enfoca en las configuraciones comunitarias indígenas que emergen en estas ciudades, con altibajos, desde la década de 1980. Típicamente poseen nombre propio y se identifican a sí mismas utilizando las categorías “mapuche” y “mapuche-tehuelche”. Estas comunidades reciben una doble impugnación. Por un lado, su legitimidad es cuestionada a nivel local con el argumento de que los verdaderos indígenas viven en las áreas rurales manteniendo formas de vida presuntamente tradicionales. Por el otro, son observadas con suspicacia en el propio mundo indígena, esencialmente porque carecen de territorio y no surgen de un pasado remoto en común. Los arreglos comunitarios urbanos, sin embargo, surgen y declinan o prevalecen más allá de estas objeciones.
Los materiales empíricos originales que sustentan este trabajo fueron recabados por medios etnográficos en distintos periodos desde el año 2012 hasta el presente. En sentido estricto, las observaciones corresponden tanto a las ciudades del bajo río Negro como a un conjunto variado de localidades rurales en el espacio norpatagónico. Este aspecto resulta relevante, ya que varios puntos de este vasto territorio, en particular en la llamada Línea Sur Rionegrina (véase mapa), están históricamente vinculados con las ciudades de referencia en virtud de movimientos migratorios. Para la construcción del problema y su análisis apliqué los lineamientos que propuse en un texto propio. Insistí en esa ocasión en la necesidad de considerar a las comunidades como “problema, proceso y sistema de relaciones” (Serrano, 2020a). Para el tratamiento de la dimensión proyectiva de las configuraciones comunitarias, un aspecto más bien novedoso, me valí de bibliografía pertinente, así como de datos y desarrollos propios en el marco de los enfoques antropológicos recientes sobre el futuro (Serrano, en prensa). También recurrí a algunas experiencias de investigación previas referidas a otros contextos (Serrano, 2008; Serrano et al., 2022). Resultaron de fundamental importancia las reflexiones que estamos desarrollando en torno al futuro y las comunidades en un grupo de trabajo de alcance regional creado en 2021 en el marco de la Asociación Latinoamericana de Antropología (ala).2
En la primera parte de este artículo presento mi aproximación al fenómeno de las comunidades indígenas citadinas en Latinoamérica. Con base en la literatura especializada, reseño luego algunos antecedentes en torno a la problemática a escala regional y nacional. A continuación, me ocupo en orden sucesivo del contexto histórico y del proceso constitutivo de las configuraciones comunitarias mapuche y mapuche-tehuelche en los contextos urbanos referidos. En la sección final abordo, a través de materiales etnográficos originales, las vicisitudes de las comunidades urbanas consideradas como proyecto. A lo largo del trabajo intento defender la pertinencia de analizar a las comunidades indígenas –no solo en los ámbitos urbanos– en términos de su dimensión proyectiva.
De alguna manera, los prejuicios que mencioné al inicio de este texto se reflejan largamente en la magra atención académica conferida a la presencia indígena en los espacios citadinos. Los antropólogos se abocaron a ello de manera tardía. Intervienen aquí varios factores. Uno significativo consiste en que, al menos hasta el surgimiento de la antropología urbana (véase Hannerz, 1980), la histórica división del trabajo disciplinar había reservado el estudio de las ciudades a la sociología; mientras que a la antropología le correspondían los espacios rurales eventualmente distantes (en términos conceptuales y geográficos). Se entiende así que las primeras aproximaciones y las más emblemáticas referidas a la presencia indígena en contextos urbanos se vincule tan claramente a la migración rural-urbana. De hecho, las indagaciones etnográficas al respecto crecen a la par del llamado “éxodo rural”, un fenómeno que cobró intensidad en Latinoamérica hacia mediados del siglo xx. El artículo esencial de Lourdes Arizpe (1976) sobre la migración desde el área mazahua a la Ciudad de México es icónico; para entonces ya Robert Redfield (1941; 1947) había planteado el célebre y controversial folk-urban continuum con base en sus estudios etnográficos en Yucatán.3
Con frecuencia las explicaciones centradas en las migraciones rurales entrañaban dos hipótesis que atañen a este trabajo. Por un lado, se conjeturaba que las experiencias urbanas terminarían por desdibujar las identificaciones indígenas. Se asumía que poco a poco la ciudad habría de borrar las diferencias y los indígenas se convertirían finalmente en ciudadanos indistintos de otros. Sus formas de vida originales se perderían en el marco de procesos inexorables de asimilación. Pasaron largas décadas hasta que estas poderosas presunciones, que aún persisten, comenzaron a ser cuestionadas. Por otro lado, se pensaba que si los migrantes indígenas mantenían alguna pertenencia comunitaria, esta refería concretamente a las sociedades de origen propias de las áreas rurales. Ambas tesis probaron ser inconsistentes, o no plenamente consistentes, con las observaciones empíricas en una variedad de ámbitos urbanos en Latinoamérica. De cualquier modo, la investigación etnográfica llegó en forma tardía y sin recursos teóricos pertinentes al examen sistemático de los contextos indígenas citadinos.
Se entenderá entonces que las comunidades indígenas urbanas han recibido todavía menos atención que la presencia indígena misma en las ciudades latinoamericanas. Se podrá aducir que se trata de un fenómeno más bien reciente, lo que es parcialmente cierto dependiendo de los contextos específicos. De acuerdo con mi interpretación, sin embargo, la tardía constitución de las comunidades indígenas citadinas como objeto de estudio sistemático se vincula también con debilidades teóricas. Los antropólogos llegaron a la ciudad siguiendo a los migrantes rurales y, en principio, no contaban con marcos teóricos adecuados para examinar lo indígena en ámbitos urbanos. Así, las diferentes líneas de investigación continuaron enfatizando otros aspectos de la problemática indígena y priorizando, aún hoy, su estudio en los espacios rurales.
Sin demeritar otras perspectivas, mi propia aproximación pone el acento en la observación etnográfica como elemento clave en la elaboración teórica. De esta manera, en el enfoque que propugno la comunidad es concebida no como dato indisputable de la realidad, sino como un problema que el investigador construye arduamente en íntima congruencia con la referencia empírica. Esto conlleva tener en cuenta las configuraciones comunitarias como sistemas relacionales complejos y dinámicos. Implica también tomar en consideración, en varios niveles, su eminente carácter procesual (Serrano, 2020a). Se advertirá que en definitiva se trata de principios generales, o lineamientos, que no equivalen propiamente a un concepto de comunidad ni pretenden dirimir sus contenidos específicos. De hecho, sugieren más bien un modelo dúctil de análisis que admite distintas concepciones de comunidad. Ello no es azaroso. Al tiempo que busca evitar todo esencialismo, la propuesta pretende crear canales de comunicación y comparación entre diferentes perspectivas en vista del significado múltiple, ambiguo y controversial de la categoría “comunidad” (Delgado, 2005).
Con ajuste a la peculiar naturaleza de las comunidades que examinamos en este trabajo, la problematización se centra en el tiempo que, de suyo, constituye una variable fundamental en cualquier proceso. Hace ya varias décadas Johannes Fabian (2019 [1983]) denunció que los antropólogos habían negado largamente la coetaneidad del Otro. Propuso para ello el término “alocronismo” y su planteamiento fue rápidamente incorporado en el debate disciplinar (Pels, 2015). Pronto se hizo claro que los usos del tiempo en el discurso antropológico podían ser muchos, pero nunca inocuos. No es difícil sospechar que uno de los usos habituales es situar conceptualmente al Otro en el pasado. Así sucede con frecuencia con los pueblos indígenas, los que, como hemos dicho, de manera abierta o implícita suelen ser considerados premodernos por definición. De hecho, algo similar aplica a la noción de “comunidad” que, desde la formulación de Ferdinand Tönnies (1947 [1887]) en el oca- so del siglo xix, aparece en inevitable oposición con la sociedad moderna y, por consiguiente, con la modernidad misma. En ambos casos el objeto de atención alude calladamente al pasado, mientras que el investigador –prototipo de modernidad– se siente legítimo dueño del presente. Por doble vía, entonces, las comunidades indígenas padecen a menudo estos severos prejuicios.4
Cabe recordar que para Fabian la operación de crear distancia temporal con el Otro no es fortuita, puesto que responde a dispositivos “existenciales, retóricos, políticos” (Fabian, 2019: 57). Tomando su argumento en sentido amplio, el alocronismo bien podría aludir no solo a la negación de la coetaneidad del Otro, sino también a la negación sutil de su futuro. Así ocurre con las concepciones corrientes que ligan lo indígena al mantenimiento perenne de un conjunto de rasgos distintivos –las costumbres, las creencias, el arte, en fin, todo aquello que incluyó Edward B. Tylor en su definición primigenia de cultura en 1871–. De este modo, los indígenas quedan indisolublemente atados al pasado, mientras que cualquier transformación será tomada como señal manifiesta de corrupción de su esencia original. Puesto que en el curso arrasador de la modernidad los cambios son inevitables, en el modo más extremo se concluye que las formas de vida indígena están de manera irremediable destinadas a desaparecer. En suma, en estas concepciones visiblemente erradas, aunque persistentes, los pueblos indígenas carecen de porvenir. Se les niega el futuro.
Deseo resaltar entonces la necesidad de incorporar el futuro como elemento relevante en la discusión acerca de la alocronía del objeto antropológico.5 Mis observaciones de campo en la Norpatagonia argentina confirman la pertinencia de analizar las configuraciones comunitarias indígenas urbanas y rurales a la luz del futuro. En particular, dado el notorio modo emergente, discontinuo y disputado, incluso contingente, de las comunidades citadinas del bajo río Negro, resulta imperativo considerarlas en términos de proceso y puntualmente con la condición de proyecto con horizontes de futuro en común. Antes de enfocarme en concreto a ello, reseñaré algunos antecedentes de investigación sobre comunidades indígenas urbanas en distintos países de Latinoamérica y en el propio país.
Luego de una considerable dilación, se comenzó a prestar atención a las comunidades indígenas citadinas en las postrimerías del siglo xx. Actualmente el fenómeno recibe investigación etnográfica creciente –aunque dispar y de muchas maneras insuficiente– en varios países de la región. La reseña no exhaustiva que presento a continuación es muestra de ello.6
Con referencia a México, entre varias posibilidades, considero relevantes los textos de Regina Martínez Casas (2002; 2007), y de Regina Martínez Casas y Guillermo de la Peña (2004) sobre los otomíes en Guadalajara; de la misma manera, el más reciente de María Elena Herrera Amaya (2018) acerca de las comunidades mixtecas en San Luis Potosí. Es destacable la publicación coordinada por Séverine Durin (2008) acerca de la presencia indígena diversa (nahuas, huastecos, otomíes, mixtecos y otros) en el área metropolitana de Monterrey, Nuevo León; este libro tiene el mérito de presentar a los indígenas como actores típicamente urbanos –rompiendo así el estereotipo rural–, al tiempo que establece un análisis penetrante de sus experiencias individuales y colectivas en la ciudad (Sariego, 2010). También pueden revisarse con provecho el número temático “Indígenas y las luces urbanas”, de la revista Relaciones (2013), que fue- ra presentado por Thomas Calvo, y la publicación más reciente coordinada por Iván Pérez (2019) referida a los indígenas urbanos en la capital del país. Conviene añadir que en su artículo señero, Lourdes Arispe (1976) observó el asentamiento permanente de una parte de los migrantes mazahuas en la Ciudad de México y describió las tramas de relaciones que allí establecían sin sugerir o sopesar modos comunitarios urbanos. México es, con toda probabilidad, el país en donde más se investiga el tema a escala regional.
En Guatemala, Manuela Camus (1999) y Santiago Bastos y Manuela Camus (2000) reportan el caso de una comunidad indígena metropolitana en La Ruedita, en la capital. Se asienta allí un conjunto de familias originarias de Sacapulas (El Quiché), que mantienen lazos parentales entre sí. Este caso tiene algunas notables semejanzas con el reportado por Óscar Espinosa (2019) acerca de una comunidad shipibo-konibo, de origen amazónico, establecida en Cantagallo, un barrio de Lima, Perú. En el área andina también pueden mencionarse, para Ecuador, los trabajos de José Valcuende del Río, Piedad Vásquez y Fredy Hurtado (2016) y de Miguel Alexiades y Daniela Peluso (2015). En Colombia, Manuel Sevilla (2007) refiere las disputas de los yanaconas por ser reconocidos como comunidad indígena legítima en la ciudad de Popayán (Cauca), al sur del país. Vale la pena incluir en esta corta lista, el interesante estudio de Flávio Silva (2011) acerca de la configuración comunitaria multiétnica de los guaraní, xetá y kaingang en Curitiba, la capital del estado de Paraná, Brasil.
Incumben especialmente en este artículo las experiencias comunitarias urbanas de la población mapuche en Chile. Cabe destacar allí los trabajos de Andrea Aravena (2002; 2003; 2007), quien ha abordado los procesos de organización social y de construcción identitaria mapuche en contextos citadinos. Esta autora participa también en asociación con Francisco Jara (Aravena y Jara, 2019) en el dosier de la revista Antropologías del Sur (2019), dedicado a los indígenas en la ciudad. Al igual que en Argentina, en Chile el mapuche es el más numeroso entre los pueblos indígenas. Una parte significativa de sus miembros reside en barrios de Santiago, la capital del país –algo análogo sucede en Argentina–, así como en otros espacios urbanos. En ellos promueven distintos modos de organización e instancias comunitarias en el marco de una creciente visibilidad (Aravena, 2002; Campos, 2019; Villegas, Rix-Lièvre y Wierre-Gore, 2019).
En conjunto, los artículos mencionados en esta breve reseña abordan arreglos comunitarios de base indígena en diversas ciudades de la región. No todos los autores, sin embargo, parten de una definición explícita de comunidad ni necesariamente concuerdan al respecto. Aun así, convergen –con distinto grado de énfasis– en un conjunto de elementos que operan como denominador común en las diferentes aproximaciones a la problemática.
Un factor común relevante es la atención analítica dedicada a la articulación compleja, asimétrica e históricamente conflictiva de los indígenas citadinos con otros actores en el escenario urbano. Se incluye en este asunto el extendido y tenaz contexto discriminatorio y de exclusión, así como el racismo y la situación de marginalidad que padece la población indígena tanto en términos sociales como espaciales (dado su asentamiento más habitual en barrios periféricos). Además, razonablemente se continúa prestando atención a las migraciones desde los espacios rurales y, en particular, al mantenimiento de los vínculos con las áreas de procedencia. Este aspecto forma parte de las explicaciones genéticas que sin excepción ofrecen los distintos autores acerca de los procesos constitutivos de las comunidades indígenas urbanas. Finalmente, se advierte un interés unánime por la resignificación de las identificaciones indígenas en la ciudad y acerca de las luchas por su reconocimiento. Como es de esperar, estos elementos también están presentes en el tratamiento del tema en Argentina.
Un aspecto clave en el contexto argentino es que actualmente la mayoría de la población indígena habita en ámbitos citadinos. Sebastián Valverde et al. (2015: 27) proponen una imagen sencilla pero eficaz al respecto. Sostienen, con base en distintas fuentes estadísticas, que siete de cada diez miembros de los pueblos indígenas residen en ámbitos urbanos y que casi tres de ellos viven en el Área Metropolitana de Buenos Aires (amba)7 (véase también Weiss et al., 2013). De esta manera, la población indígena en Argentina no solo tiene rostro decididamente urbano, sino que exhibe un alto grado de concentración en la mayor ciudad del país. Cabe señalar que Arturo Warman (2001, en Sariego, 2010) hizo consideraciones equivalentes sobre la concentración indígena en la gran Ciudad de México añadiendo, no sin paradoja, que posiblemente la segunda ciudad con mayor número de indígenas mexicanos era Los Ángeles, California. Consideraciones semejantes pueden hacerse sobre Santiago de Chile (véase Aravena, 2007), lo que incita a pensar en otras analogías a escala regional.
De acuerdo con el censo de 2010, cerca de 2.4% de la población total argentina forma parte de alguno de los más de 30 pueblos indígenas presentes en el país; el criterio de identificación se basó en el autorreconocimiento (indec, 2012).8 Los dos tercios de la población indígena que no residen en el área conurbada de Buenos Aires habitan en distintos espacios rurales y citadinos en el marco de una distribución compleja y con una marcada diferenciación regional al interior del país. Siempre con datos del mismo censo, el pueblo indígena más numeroso es el mapuche, que constituye alrededor de 21.5% de la población indígena a nivel nacional. El relevamiento arrojó un total de 205 000 personas que se reconocen como mapuches; la mayoría (73%) residía en las provincias patagónicas de Río Negro, Neuquén y Chubut. Cabe precisar que el porcentaje de personas que se reconocen como indígenas en la región patagónica es muy superior al promedio nacional, prácticamente lo triplica (indec, 2015).
En relación con el tema central de este artículo, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (inai) informa9 sobre la presencia de 1 853 comunidades en el país, aunque con diferente estatus jurídico. Conforme a su tipología, 405 de ellas son urbanas o periurbanas, al tiempo que 840 se asientan en ámbitos rurales. Se señala además el relevamiento de 46 comunidades que son urbanas y rurales a la vez (otras registradas sin especificidad completan la cifra global). En cuanto a su distribución geográfica, se concentran en mayor medida en el noroeste argentino. En las provincias patagónicas de Chubut, Neuquén y Río Negro se consigna un total 277 comunidades indígenas; se identifican como mapuche (229), tehuelche (12), mapuche tehuelche (34) y, a la inversa, tehuelche mapuche (1).10
Resulta de gran utilidad para este tema el libro coordinado por Valverde et al. (2015) de título inequívoco: Del territorio a la ciudad. Se trata de una obra colectiva que, más allá de la centralidad de las migraciones indígenas a espacios citadinos, aborda distintos procesos organizativos que incluyen la reafirmación de la identidad, reivindicaciones etnopolíticas y de reconocimiento, entre otros aspectos relevantes. En particular, pone atención en los desarrollos comunitarios, sentando bases razonables para la discusión ulterior en el contexto argentino. El libro presenta una amplia variedad de casos (16) enfocados a diferentes configuraciones indígenas en ámbitos urbanos. En lo que debe considerarse más un punto de partida que una limitación, la mayoría de ellos refiere al Gran Buenos Aires y al pueblo qom (toba); y en menor medida a otros grupos indígenas –mapuche, moqoit (mocoví), guaraní, diaguita, ranquel– en distintas ciudades del interior del país.11 No hay lugar para profundizar en estos materiales y remito al texto original para ello. Sin embargo, cabe resaltar que solo uno de los capítulos se ocupa del pueblo mapuche y hace referencia a la ciudad de Bariloche, ubicada en el área cordillerana en la Norpatagonia.
Otros trabajos previos y más recientes sobre los procesos comunitarios indígenas en las ciudades argentinas merecen ser mencionados. Son precursores los estudios de Liliana Tamagno (1986; 2001) acerca de los qom en Quilmes y el Gran La Plata (Buenos Aires); y del mismo modo los de Héctor Vázquez y Margot Bigot (Vázquez y Bigot, 1998; Bigot, Rodríguez y Vázquez, 1991) referidos también a los qom en Rosario, Santa Fe. Otros trabajos en el Gran Buenos Aires abordan el tema con diferente centralidad. Entre ellos el de Juan Engelman (2019) referido con amplitud a distintos grupos indígenas en este espacio urbano y el de Ayelen Di Biase (2016) acerca de los guaraníes en José C. Paz (conurbano bonaerense). Por su parte, siempre en el amba, Engelman y Ma. Laura Weiss (2015) se enfocan en cuatro comunidades: una guaraní y otra kolla en la localidad de Glew, una qom en Marcos Paz, y la muy interesante comunidad multiétnica “Nogoyin Ni Nala”, compuesta por miembros de pueblos diversos, aunque oriundos de una misma región (el Chaco): qom, mocoví y también guaraníes y tonocoté. Weiss (2015) se ocupa también de esta comunidad en otro artículo.
Con relación a la Patagonia, pueden mencionarse también algunos trabajos. El artículo de Valentina Stella (2014) –de gran afinidad con lo que presento aquí– analiza el proceso de conformación de una comunidad mapuche-tehuelche en Puerto Madryn, Chubut. Aunque no se enfoca concretamente al tema comunitario, en su texto sobre los mapuches en la waria (ciudad), Andrea Szulc (2004) asienta los dichos de un líder indígena que resultan relevantes: “[se sigue] viendo al mapuche como sociedades estancadas y carentes de un proyecto a futuro”. A su vez, Weiss, Engelman y Valverde (2013) se ocupan brevemente de los mapuches en Bariloche, Río Negro. Ya en la cuenca inferior del río Negro, nuestra área de estudio, Serrano et al. (2022) abordan los incipientes procesos comunitarios que desarrollan los migrantes quechuas y aymaras en las áreas urbanas y periurbanas de Viedma y Carmen de Patagones. El trabajo de D´Angelo (2023), de gran importancia también aquí, se dedica a las configuraciones comunitarias mapuche y mapuche-tehuelche en ambas ciudades. A la vez, me he referido parcialmente a este tema en una publicación reciente (Serrano, 2020a).
Cualquier aproximación sensata a la problemática comunitaria indígena en la Patagonia debe tomar en cuenta la profunda dislocación que sufrió la sociedad originaria a consecuencia de la violenta imposición del Estado nacional en el último cuarto del siglo xix. En efecto, la llamada “Conquista del desierto” –un brutal eufemismo– significó no solo el despojo de las tierras, sino también la desarticulación intencionada de las familias y otros agrupamientos sociales indígenas que antes prevalecían en el vasto territorio (véase Delrío, 2005; Serrano, 2015). Las distintas configuraciones comunitarias que se observan hoy en el espacio norpatagónico se vinculan, a través de diferentes trayectos históricos complejos, a aquellos cruentos hechos que oscurecen la historia argentina.12
Al sojuzgamiento efectivo de la población indígena y la expropiación de sus territorios, le siguió un extenso periodo de invisibilización caracterizado por la negación de sus identidades y sus formas de vida. En las narrativas nacionales y regionales, los indígenas patagónicos fueron asignados al pasado y a las áreas rurales remotas, donde acaso podrían conservar sus costumbres. Poco a poco sus lenguas palidecieron y se comenzó a usar la palabra “paisano” para designarlos; las denominaciones étnicas fueron cayendo en desuso. La ciudad era un lugar impropio para ellos y, vistos en oposición a la civilización, en el plano ideológico se los condenó a la barbarie y la precariedad. Las políticas de invisibilidad admitían un conjunto de dispositivos que buscaban –no sin contradicciones– la desaparición o asimilación de la población indígena, pero apuntando invariablemente a su silenciamiento (Cfr. Gordillo y Hirst, 2010). Estas políticas muchas veces se complementaban con estrategias de auto-ocultamiento como medida de protección y preservación. Por largo tiempo ser identificado como indígena implicaba estar sujeto a humillaciones y riesgos innecesarios.
No obstante ser arrasadoras, estas políticas nunca consumaron sus objetivos por completo. Muchas personas mantuvieron sentidos de pertenencia indígena a la vez que sostuvieron prácticas y lógicas culturales que, llegado el momento, volvieron a expresarse y florecer.13 Así, en la década de 1980 la tenaz invisibilización de los pueblos indígenas comenzó a menguar. A la sazón, se produjo en Argentina el advenimiento de la democracia que trajo consigo el impulso de un conjunto de leyes14 que favorecieron el resurgimiento de las identificaciones indígenas. Ello sucedió en consonancia con la creciente valoración de la diversidad cultural –en correspondencia con el descrédito de la presunta homogeneidad de las naciones– y en conformidad con el resurgimiento de las identidades étnicas que se observaba a nivel global. Lentamente la sociedad argentina comenzó a asumirse como diversa, dando lugar al reconocimiento de las identificaciones originarias. Las primeras comunidades indígenas presentes en el complejo urbano Viedma-Patagones, también llamado La Comarca,15 surgen en este particular contexto durante la década siguiente.
Fundada a orillas del Negro en 1779, Carmen de Patagones fue por largo tiempo el único asentamiento estable de origen hispano-criollo en la Patagonia. Siendo un puerto fluvial con salida próxima al mar, se trataba de un enclave estratégico en un enorme territorio que permaneció en manos indígenas hasta las fechas aciagas de las campañas militares iniciadas por el Estado argentino en 1879. Entretanto, se estableció allí una intrincada trama de relaciones con las sociedades originarias. Con base en el análisis de intercambios epistolares, Julio Vezub (2011)16 destaca que hacia 1856, a casi 70 años de la fundación de Patagones, la base social era aún indígena “al punto que los ranchos del entorno se confundían con los toldos” (las tiendas donde vivían los indios). Sin embargo, en su examen de los registros de vecindad del Partido de Patagones, Jorge Bustos y Leonardo Dam encuentran que para 1887–ya consumada la imposición del Esta- do nacional– de un total de 2 019 habitantes urbanos solo 115 (5.6%) fueron asentados con categorías indígenas (indio, india, china), la mayoría de ellos menores de edad. Este asunto tenía que ver con el reparto indiscriminado de niños indígenas, otro de los crueles resultados de la conquista del desierto. Los autores coligen que los niños indígenas eran habitantes recientes de Patagones. No obstante, al comparar con registros previos en la vecina población de Viedma, advierten que caciques reconocidos y los grupos indígenas que encabezaban fueron consignados como “argentinos”, en clara señal de que los procesos de invisibilización se habían ya desatado (Bustos y Dam, 2012).
Mucho tiempo después, en las dos últimas décadas del siglo xx, surgen en Viedma y Patagones las primeras comunidades indígenas. De acuerdo con mi análisis, estas formaciones articularon esencialmente dos tipos de actores: los migrantes indígenas llegados de la Línea Sur hacia mediados del mismo siglo y miembros de familias de origen mapuche o tehuelche que residían desde antaño en La Comarca, en virtud de distintos procesos migratorios y de origen local. Los migrantes más recientes se asentaron en barrios periféricos sin crear necesariamente lazos comunitarios entre sí. Como en otros muchos casos, mantuvieron vínculos firmes con sus luga- res de procedencia. Aun así, traían consigo sentidos y experiencias específicas de comunidad de base indígena que se expresaban, por ejemplo, en prácticas rituales consuetudinarias tanto individuales como colectivas.
El parentesco jugaba un papel clave al constituir redes de solidaridad y hospedaje para los recién llegados, aspectos sustanciales en los traslados a la ciudad. A su vez, el arrinconamiento en barrios periféricos y las frecuentes situaciones de discriminación en el espacio urbano contribuyeron a fortalecer los procesos de identificación común. Esto sucedía, por ejemplo, en Villa del Carmen, un barrio de Patagones de fuerte impronta mapuche. Algunas personas de allí y de barrios aledaños como Villa Rita y Villa Linch, al occidente de la ciudad, fueron partícipes relevantes en la formación de las comunidades citadinas y en la reemergencia de las identificaciones indígenas.
La primera comunidad urbana local se formalizó en la década de 1980. Por entonces ya se realizaban rituales comunitarios anuales en el emblemático cerro de La Caballada17 y en otro punto de Carmen de Patagones. Participaban allí distintas personas de La Comarca y otras localidades que no necesariamente eran miembros de la comunidad. A la sazón y en la década siguiente, comenzaron a desarrollarse distintas formas de organización indígena, incluyendo talleres de enseñanza de la lengua, de telar y de palín (juego tradicional), entre otras. Además, se originaron procesos de organización política y reivindicación en torno a la causa indígena, lo cual se vio espoleado en fechas de la conmemoración de los 500 años de la conquista de América, como también por el impacto del neozapatismo en México. Por su parte, el paulatino reconocimiento del Estado18 se tradujo en algunos beneficios y concesiones –siempre limitadas–, que se complementaban con las acciones de la Iglesia católica y de organizaciones no gubernamentales, lo cual fue especialmente importante en la creación de una de las comunidades. Más importante todavía es que todo ello generó experiencias colectivas y un marco propicio para la creación de nuevas comunidades urbanas (Cfr. D´Angelo, 2023: 108-109), a la vez que alentó los siempre difíciles procesos personales de autorreconocimiento de la identidad indígena, fenómenos entre los que encuentro una estrecha conexión.
Según mis registros, en 2020 había en La Comarca siete configuraciones comunitarias (una de ellas periurbana), cuyas trayectorias y existencia efectiva variaban en cada caso. Todas contaban con nombre propio en lengua mapuche sin alusión a la toponimia o a linajes familiares, como es frecuente en las comunidades rurales en la Norpatagonia. Al decir local, algunas tenían “papeles”, es decir, reconocimiento formal por el Estado, ya sea a través de personería jurídica (otorgada o en trámite) o como asociación civil; mientras que otras rechazaban explícitamente constituirse con referencia al Estado. En efecto, dos de las comunidades confirman su existencia en expresa contraposición al Estado, al que consideran su antagonista hostil histórico. Habitualmente la existencia efectiva de las comunidades es evaluada por los propios indígenas citadinos de acuerdo con la celebración consuetudinaria de rituales tradicionales, entre los que destaca el wiñoy tripantu (Año Nuevo), así como por el grado de participación en distintas actividades comunitarias que requieren presencia efectiva. Estas actividades pueden ser, entre otras, la movilización en manifestaciones de orden político, la participación en las asambleas comunitarias o en reuniones más informales que, con frecuencia, conllevan el consumo de alimentos compartidos. Cuando todo esto decae, su existencia concreta es puesta en duda. Sin embargo, las trayectorias no son lineales y algunas comunidades que parecían haber desaparecido resurgieron en momentos específicos. Cabe añadir que muchas de las actividades a nivel local son compartidas por miembros de distintas comunidades y que, además de las mencionadas, ha habido proyectos de crear otras que no alcanzaron concreción.
Conviene precisar que la membrecía a las comunidades indígenas en Viedma y Carmen de Patagones es un acto voluntario y revocable. A diferencia de los contextos rurales, el territorio compartido19 y el parentesco no juegan un papel decisivo en ello, tampoco la contigüidad residencial. Como parte de su dinamismo, las discontinuidades y los conflictos no son del todo infrecuentes, de tal manera que una persona puede formar parte de una comunidad y más adelante de otra. Aunque esto mismo suele ser cuestionado en la perspectiva indígena rural, revela la importancia de los proyectos comunitarios más allá del presente de las comunidades citadinas en cualquier momento dado.
He afirmado que las configuraciones indígenas citadinas del curso inferior del Negro se entienden mejor en términos de proyecto de futuro compartido en clave étnica y comunitaria. Estos proyectos aluden a la intención manifiesta y activa de conformar comunidades más allá de las experiencias comunitarias fallidas o la existencia incierta de algunas de ellas. Este tema constituyó primero una hipótesis de trabajo y luego un corolario que surge del análisis de estas configuraciones. El procedimiento analítico implicó la composición de una matriz de datos diversos examinados en forma crítica y sometidos a triangulación. Para ello me valí de los lineamientos que propuse en un artículo reciente (Serrano, 2020a), en el que señalé que hay que considerar a las comunidades como un problema que el investigador construye –en esta ocasión las pondero básicamente como proyectos de futuro–, tomando crucialmente en cuenta los procesos y el sistema de relaciones involucrados en cada caso. De hecho, sugerí entonces la conveniencia de examinar a las comunidades desde el punto de vista proyectivo. Remito a dicho artículo a quienes deseen profundizar en el enfoque. De cualquier modo, presento materiales etnográficos originales que tienen un doble propósito: por un lado, mostrar indicios firmes que abonan la hipótesis de trabajo y, por el otro, ilustrar un aspecto crucial del fenómeno: más allá de las vicisitudes del proceso comunitario existen prácticas y lógicas culturales de base indígena que lo anteceden y dan lugar a su desarrollo.
La primera vez que tomé conciencia del carácter peculiar de las comunidades citadinas locales fue en una conversación con Manuela,20 una pillankuse21 mapuche de alrededor de 60 años. Éramos amigos desde hace tiempo y me había invitado a tomar mates a su casa. Nos habíamos visto hacía poco en una manifestación en Viedma, en la que ella llevaba su preciada joyería mapuche de plata. En esta ocasión había preparado tortas fritas y un budín; nos sentamos en la cocina a matear y conversar. Un conocido en común surgió en la charla y entonces expresó su desilusión con la comunidad en la que ambos participaban (una de las primeras de Viedma). Adujo que los motivos eran muchos, pero que la causa principal era que no se estaban haciendo los rituales de rigor: “Ceremonias, no se hacen, el Año Nuevo tampoco (wiñoy tripantu). Desequilibrio total porque está dibujada la comunidad. Es la base nuestra la ceremonia, la cultura, la religión. Es un desequilibrio para la comunidad, para todos los integrantes”. Ya antes la había escuchado hablar al respecto.
En una conversación previa me había explicado que todas las personas tenemos newen (energía) positivo y negativo, que todos convivimos con eso. Explicó que las ceremonias son para mantener el equilibrio. Sostuvo entonces que hay parte buena y parte mala, que la naturaleza está compuesta de eso: “Que la vida y la muerte es eso, y que somos fruto de eso. De allí la importancia de los rituales: lo más importante es la ceremonia para mantenernos a nivel espiritual. Porque no hacemos ceremonia, entonces el desequilibrio de la persona y van a salir todas las cosas mal. Eso está comprobado”. Esta vez, en la continuación de la charla, Manuela agregó algo que aún resuena en mis oídos: “Tengo ganas de formar una comunidad”. Entendí claramente que el futuro jugaba un papel sustancial en el proceso comunitario.
La comunidad a la que Manuela aspiraba existía fundamentalmente como proyecto. En su alocución, la respuesta a las condiciones insatisfactorias del presente estaba en el porvenir, en la comunidad que había que construir. Me contó que venía trabajando en ello, que ya había conversa- do con las “abuelas” –las ancianas reciben gran respeto y deferencia entre los indígenas patagónicos–, y que estaba “invitando” gente. Por regla general, los invitados eran descendientes de los migrantes llegados hacia mediados del siglo xx o miembros de familias indígenas de añeja residencia en La Comarca (como he mencionado). A su vez, todos ellos formaban parte, de una u otra manera, de las redes de relaciones que se establecieron a partir de los distintos procesos organizativos que se dieron hacia fines del siglo. El caso de Carlos, uno de los invitados, ayudará a entender mejor el proceso de integración al proyecto comunitario.
De 18 años aproximadamente, Carlos convivía con su abuela indígena, aunque él mismo no se reconocía como tal. Sin embargo, comenzó a participar en un taller de lengua mapuche y pronto se interesó por las prácticas rituales a la vez que resignificó, de manera decisiva, la relación con su abuela. Ella era oriunda de la Línea Sur rionegrina y lo fue poniendo al tanto de otras dimensiones del mundo mapuche. Finalmente, luego de ser invitado fue presentado y admitido en la comunidad en una ceremonia cargada de emoción:
Fue una conmoción muy profunda que pidieran permiso a la tierra para mí, y que me presentaran, con el makuñ (manta) y el trailonko (vincha), y que se dijeran las palabras para que los pudiera usar, y que los otros hombres me impongan eso en ese momento. Fue terrible. Es como que, las lágrimas es [sic] lo primero que brotó, pero era… y el resto también.
En una misma maniobra ritual, Carlos completó su identificación indígena y la membresía comunitaria. El futuro se había consumado.
Tanto la necesidad de la realización periódica de los rituales como el procedimiento de invitación fueron centrales en otro proyecto comunitario –por el momento infructuoso– al que di seguimiento en Patagones. Asimismo, la importancia de la vida espiritual y la restauración del equilibrio a través de las prácticas ceremoniales constituyen elementos claves en las prédicas comunitaristas a nivel local. Esto refiere tanto a rituales colectivos, que se llevan a cabo cíclicamente, como a aquellos que se realizan individualmente cada mañana con la salida del sol. Puesto que muchas de estas prácticas se habían perdido en La Comarca –en particular las ceremonias vinculadas a los cambios de estación–, desde la década de 1990 se hicieron ingentes esfuerzos por recuperarlas. Para ello, entre otras cosas, se invitó a una pillankuse del interior rural de la Norpatagonia, quien compartió su kimun (saberes), y se hicieron viajes a distintos lugares, incluyendo el área de Temuco en Chile, en busca de conocimientos específicos sobre los pasos a seguir en los distintos rituales.22
Para finalizar, deseo mencionar que la falta de equilibrio suele ser expresada con un sentido de urgencia, a la vez que a partir de ello se explica con frecuencia la situación de deterioro de muchos de los indígenas citadinos en el bajo río Negro. En palabras de una pillankuse de Carmen de Patagones: “[de allí] tantas adicciones, tanto enajenamiento, tantas enfermedades. Porque son enfermedades espirituales que afectan lo psíquico y lo físico” [véase D’Angelo, 2023: 111-115, acerca de lo mismo en su conversación con un lonko (cabeza) de una comunidad local]. La solución se busca entonces por la restauración del equilibrio a través de las prácticas ceremoniales ancestrales que se realizan en forma individual y colectiva. Quienes detentan conocimientos específicos al respecto y pueden guiar las ceremonias grupales –habitualmente las pillankuse– juegan un papel fundamental en las configuraciones comunitarias locales. Su ascendencia va incluso más allá de las autoridades de cada comunidad.
En un mismo fin de semana de junio de 2023 tuve oportunidad de asistir a dos ceremonias indígenas en contextos citadinos en la cuenca inferior del Negro. Se celebraba el wiñoy tripantu (Año Nuevo) en fechas del solsticio de invierno, lo cual reviste significados de renovación de la vida, puesto que a partir de entonces el periodo de luz diurna comienza a alargarse. Aunque hubo algunas diferencias en el desarrollo específico del rito, en ambos casos se formó un círculo –la ronda tiene una gran importancia en los ritos mapuches–, se ofrendó yerba mate a la mapu (Tierra) y siguiendo las indicaciones de la pillankuse se realizaron los dos aspectos fundamentales del ritual: se agradece por lo recibido en el año que queda atrás y se pide por bienestar para el que viene. Los significados del pasado y del futuro estaban allí íntimamente presentes. Como las otras personas en el círculo, pedí por la salud y el bienestar propio, así como para mis seres queridos, en el año venidero. En cambio, a diferencia de algunas de las personas en el círculo, no tenía comunidad por la cual pedir. En su caso, ellos también pidieron por el futuro en común. En mi interpretación estos rituales de celebración anual constituyen una muestra más de la nítida vitalidad de los pueblos indígenas en los contextos urbanos norpatagónicos. Una vitalidad, puede decirse, cargada de porvenir.
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Javier Serrano es licenciado en Antropología por la Universidad Nacional de La Plata (unlp) y doctor con mención honorífica por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas). Obtuvo el grado de maestro en esta última institución. Actualmente se desempeña como profesor-investigador en la Universidad Nacional de Río Negro (unrn, Sede Atlántica), en la Patagonia argentina. Sus principales líneas de investigación refieren a procesos migratorios y estudios de comunidad, a la problemática indígena, al futuro-utopías en perspectiva antropológica, así como a las relaciones de parentesco.