Recepción: 6 de septiembre de 2022
Aceptación: 21 de octubre de 2022
En los años cuarenta del siglo xx se conformó el proyecto cultural, social y político de la revista Cuadernos Americanos. En torno al director de la publicación, el economista mexicano Jesús Silva Herzog, se reunieron intelectuales iberoamericanos afines a las ideas del antiimperialismo y el compromiso intelectual. Desde los primeros números, en Cuadernos se discutió la vigencia de la Revolución mexicana; en sus páginas se señalaban los yerros y distorsiones del proceso, así como la necesidad de retomar las medidas más radicales. Estas reflexiones fueron catalizadas por el triunfo de la Revolución cubana en 1959, pues presentó algunas posibles pautas para revivir a su contraparte mexicana o, bien, criticarla aún más severamente desde los cuestionamientos antiimperialistas.
Palabras claves: antiimperialismo, compromiso intelectual, Cuadernos Americanos, Revolución cubana, Revolución mexicana
present and preterite: anti-imperialist critiques of the mexican revolution from the iberoamerican viewpoint of cuadernos americanos amid the triumph of the cuban revolution in 1959
In the 1940s the cultural, social, and political project of the journal Cuadernos Americanos was created. Iberoamerican intellectuals aligned with anti-imperialist ideas and intellectual commitment gathered with the publication’s director, Mexican economist Jesús Silva Herzog. Beginning with Cuaderno’s first issues, the viability of the Mexican Revolution was deliberated, where the mistakes and distortions of the process, as well as the need for more radical measures to be undertaken, were discussed. These reflections were catalized by the triumph of the Cuban Revolution in 1959, as it presented various possible guidelines for the revival of its Mexican counterpart, or at least for it to come under more severe criticism from the anti-imperialist point of view.
Keywords: Cuadernos Americanos, anti-imperialism, Mexican Revolution, Cuban Revolution, intellectual commitment.
Durante la primera mitad del siglo xx, viajar a París era una especie de rito iniciático para los escritores del continente americano. La mayor parte de los intelectuales mexicanos activos en aquellos años estuvieron en Europa al menos una vez en su vida, algunos incluso cumplieron con tareas diplomáticas o asistieron a reuniones culturales o artísticas. Tal fue el caso de Alfonso Reyes, quien en su respectiva incursión europea de 1914 pasó también por España, donde estableció vínculos cercanos con personajes como Marcelino Menéndez Pelayo, José Ortega y Gasset, Ramón del Valle Inclán y Ramón Gómez de la Serna, sobre todo a partir de los contactos referidos por su gran amigo, el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña (Weinberg, 2014). Por ello, cuando los transterrados españoles llegaron a México en el contexto de la guerra civil española, algunos ya tenían contacto con intelectuales mexicanos como Reyes y otros aprovecharon este terreno previo para insertarse en los espacios de confluencia e intercambio de iniciativas culturales.
Como recordaba el economista Jesús Silva Herzog, fue en febrero de 1941 cuando los escritores españoles León Felipe y Juan Larrea, junto con el periodista mexicano Bernardo Ortiz de Montellano –quien actuó como enlace entre ambas partes–, fueron a visitarlo para exponerle sus intenciones de reanudar la publicación de la revista España Peregrina, un espacio de expresión de los republicanos españoles, ahora desde México (Silva Herzog, 1972: 246). Al día siguiente, Silva Herzog se volvió a reunir con ellos y les propuso “la aventura de hacer una revista nueva de ámbito continental”. El nombre de Cuadernos Americanos lo sugirió el propio Alfonso Reyes. Para financiarla, Silva Herzog activó las redes de sus contactos personales, pidiendo pequeñas contribuciones individuales, y así finalmente se firmó un contrato de fideicomiso que “duraría 30 años, pasando después los bienes que existiesen a la Universidad Nacional Autónoma de México (unam)” (Silva Herzog, 1972: 247).
Una versión alterna a esta historia es la del español transterrado Juan Larrea, quien a la postre ocuparía el cargo de secretario de la revista. En su narración, la idea de “la creación de una gran revista, la más importante revista en lengua castellana que, en aquel momento en que ardía Europa por sus cuatro costados, fuese producto de la estrecha colaboración creadora de hispanoamericanos y españoles, con miras a preparar el advenimiento de una cultura más universal, más humana […]” (González Neira, 2009: 11-30), fue pensada por los propios españoles y no por Silva Herzog o Reyes. Además, Larrea incorporaba otra variación: la petición de apoyo económico para la publicación de dicha revista al gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho, quien gobernó el país entre 1940 y 1946, aunque no presentó pruebas para demostrar que así hubiera sido.
Tal como la investigadora Liliana Weinberg destaca, la “junta de gobierno” fue resultado de la confluencia de distintas redes en su conformación. Estaba integrada por Pedro Bosch Gimpera, arqueólogo, historiador y exrector de la Universidad de Barcelona; Daniel Cosío Villegas, entonces director general del Fondo de Cultura Económica; Mario de la Cueva, universitario especialista en derecho del trabajo y derecho constitucional, así como rector de la unam; Eugenio Ímaz, filósofo del exilio, profesor de la misma universidad y además gran traductor; Juan Larrea, escritor, editor y exsecretario del Archivo Nacional Histórico de Madrid; Manuel Márquez, académico y exdecano de la Universidad de Madrid; Manuel Martínez Báez, especialista en salud pública y entonces presidente de la Academia de Medicina de México; Agustín Millares Carlo, paleógrafo y latinista, excatedrático y secretario de la Universidad de Madrid, integrado en 1939 como académico a la Facultad de Filosofía y Letras de la unam; Bernardo Ortiz de Montellano, periodista y escritor mexicano que fungió como enlace con otras figuras vinculadas a la Secretaría de Educación Pública y con revistas literarias como Contemporáneos y El hijo pródigo; Alfonso Reyes, por entonces presidente de El Colegio de México, y Jesús Silva Herzog, director-gerente de la nueva publicación y además director de la Escuela Nacional de Economía (Weinberg, 2014).
Lo curioso es que a pesar de la constante insistencia sobre el contacto entre lo hispano y lo americano, es decir, lo “iberoamericano”, al final se optara por la propuesta de ponderar lo “americano” en el título de la revista. Al parecer esto tiene una explicación política y Liliana Weinberg lo detalla en términos de apuntalar el acercamiento y alianza entre México y Estados Unidos, que cabía dentro de lo “americano”, pero no en lo “iberoamericano”. En el contexto de la alianza de “las dos Américas” en contra del nazismo, el fascismo y el franquismo1 (Weinberg, 2014), Reyes también destacó la urgencia de la formación de una cultura “americana”, en tanto que “el conocimiento de nuestro sistema mundo ni siquiera es una mera conveniencia política del momento, para llegar a la loable e imprescindible amistad de las Américas y al frente único de la cultura. Somos una parte integrante y necesaria en la representación del hombre por el hombre” (Reyes, 1942: 9-10). Además, situaba a la revista en una tradición compartida con otros proyectos culturales centroamericanos y sudamericanos predecesores, especialmente Repertorio Americano del costarricense Joaquín García Monge (Weinberg, 2014).
El lanzamiento del primer número de Cuadernos Americanos, correspondiente a enero-febrero de 1942, se celebró con una cena el 29 de diciembre de 1941 en el restaurante Prendes, de dueños españoles, ubicado en la esquina sur del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México. A partir de esta primera reunión se instituyó un encuentro anual, en el que confluyeron los círculos de colaboradores y patrocinadores de la revista como una manera de reafirmar alianzas (Silva Herzog, 1972: 248).
El formato de Cuadernos Americanos era de medio tabloide (16 x 23 cm) y unas doscientas páginas en promedio, es decir, cercano al formato de un libro, y tenía pastas de cartón impresas a color. Entre sus rasgos distintivos estuvieron las características “olas” de colores en su portada, que hacían referencia al océano Atlántico que comunicaba la península ibérica con el continente americano. Los recursos materiales de la revista le permitieron grandes tirajes desde su fundación que, entre 1959 y 1961, llegó a ser, cada bimestre, de alrededor de dos mil ejemplares y mantuvo un precio de 15 pesos. Sus secciones principales en aquella época fueron las siguientes: “Nuestro tiempo”, en la que se hacían reflexiones sobre asuntos políticos, sociales o económicos contemporáneos; “Hombres de nuestra estirpe”, en la que en cada número se le rendía homenaje biográfico a algún autor iberoamericano; “Aventura del pensamiento”, de vocación ensayística; “Presencia del pasado”, en la que se presentaban reflexiones históricas; y “Dimensión imaginaria”, dedicada a textos o reflexiones relativas al mundo literario. En cada una de ellas, en distintos momentos, se tocaron aspectos relativos al triunfo de la Revolución cubana y la consecuente crítica antiimperialista a la Revolución mexicana.
A Jesús Silva Herzog, “hombre de izquierda” en sus propias palabras, le gustaba decir: “cada año que pasa soy más de izquierda” y se quejaba a veces: “lo que más me enfada de que me llamen ‘rojillo’ es el diminutivo; rojo se debe decir” (Carmona, 1991: 233). Su casi total ceguera en buena medida derivada del nitrato de plata con el que le quemaron los ojos a manera de funesto tratamiento equivocado para la pus en su tercer día de vida, no fue obstáculo para que ocupara posiciones y responsabilidades diversas. Silva Herzog estuvo a cargo de la dirección de instituciones, representaciones diplomáticas, cátedras, y fue autor de una gran cantidad de libros, aun sin haber concluido la secundaria ni contar con una carrera universitaria en sentido tradicional (Naufal Tuena, 2001: 173). Poca falta le hizo la validación institucional, gracias a su propia determinación y a un círculo de personas que en torno suyo actuaron como lectores en voz alta, transcriptores y una larga lista de solidarios amigos y discípulos.
Uno de los primeros acercamientos de Silva Herzog al pensamiento de izquierda fue cuando la Facultad de Altos Estudios de la Universidad Nacional lo recibió entre 1920 y 1923 para estudiar, entre otras clases, tres años de Economía Política con el profesor alemán Alfonso Goldschmidt (Silva Herzog, 1972: 65-66).
El economista alemán había sido invitado por el filósofo mexicano José Vasconcelos –rector de la Universidad entre 1920 y 1921– para dar clases en México. Goldschmidt se había formado en la Universidad de Leipzig en Alemania, estuvo entre los fundadores del Partido Comunista Alemán y durante su estancia en el país militó en el Partido Comunista de México. Tal parece que Goldschmidt fue “el primero en introducir el marxismo en el medio académico mexicano” (De Pablo, 2018: 210). Precisamente, fue esto lo que le atrajo a Silva Herzog de su profesor de Economía, pues “[…] en sus lecciones exponía las teorías económicas de Marx”, empezando por El capital, texto aún un tanto inaccesible en español por aquellos días, pues la traducción completa del libro fue hecha por el exiliado español Wenceslao Roces dos décadas más tarde (Marx, 1946), aunque no sin algunos errores (Silva Herzog, 1980: 166).2
El tránsito disciplinar de la literatura a la economía en la formación de Silva Herzog tuvo un importante asidero en Alfonso Goldschmidt. Un claro ejemplo de esta influencia fue cuando el economista potosino comenzó a dar clases de economía política y sociología en el nuevo local de la Escuela Nacional de Agricultura en Chapingo en 1924 (Silva Herzog, 1972: 79). En sus clases retomó varias de las lecturas recomendadas por su maestro alemán, entre ellas el propio Goldschmidt, Charles Gide, Andrés Molina Enríquez, Karl Marx y Friedrich Engels.
En sus vaivenes entre el servicio en la administración pública y la academia, otra de las grandes constantes en la vida de Silva Herzog fue su interés por lo transnacional y la búsqueda por nutrir vínculos con personas de procedencias diversas, como lo haría también en Cuadernos Americanos. Por ejemplo, cuando en 1928 fue nombrado jefe del Departamento de Biblioteca y Archivos Económicos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para dirigir la que sería la primera biblioteca económica de México, convocó a una pléyade de extranjeros. Entre ellos los españoles Monserrat (Monna) Teixidor y el bibliógrafo Francisco Gamoneda, el economista peruano Carlos Manuel Cox y el escritor boliviano Tristán Marof, “los malquerientes llamaban al departamento ‘La liga de las naciones’” (Silva Herzog, 1972: 86).
Consistente con su curiosidad por otras regiones del mundo y el pensamiento marxista, Silva Herzog frecuentaba desde mediados de los años veinte la representación de la Unión Soviética en México. Tras haberse vinculado con distintos personajes cercanos a esta dependencia, en diciembre de 1928, el secretario de Relaciones Exteriores, Genaro Estrada, le ofreció a Silva Herzog, en nombre del presidente Emilio Portes Gil, la legación de México en Moscú (González Casanova, 1985: 24). Tras decepcionarse de sus vivencias en la urss y la ruptura de relaciones diplomáticas por parte del gobierno mexicano, Silva Herzog volvió a México en 1930.
De regreso, el economista combinó sus labores académicas con la asesoría al gobierno del general Lázaro Cárdenas en temas petroleros en 1937. Ya por estos años los exiliados españoles comenzaban a llegar a México y en su espacio de desenvolvimiento intelectual, entre el servicio público y la academia, Jesús Silva Herzog comenzó a tener contacto con varios de ellos. Probablemente lo que le atrajo al economista fue la oportunidad de construir un proyecto cultural y político más grande aún que aquellos en los que hasta ese momento había podido participar.
A la par del iberoamericanismo, el otro gran eje rector de Cuadernos fue el del compromiso intelectual con la crítica a la realidad social y económica del mundo. Este enfoque quedó claro desde el primer número bimestral (enero-febrero) de la revista, que salió a la luz pública en enero de 1942. En dicho número, Silva Herzog publicó el artículo “Lo humano, problema esencial” en el que afirmaba que “no puede negarse que el capitalismo fue un régimen creador, pero así en pretérito perfecto y no en presente” (Silva Herzog, 1942: 11) y agregaba que “desde fines del siglo pasado el capitalismo dejó de ser instigación al progreso”. En este tipo de afirmaciones se entreveía la formación de Silva Herzog en el pensamiento marxista; aun cuando, en casos como este, fueran fragmentos un tanto esquemáticos. El economista también mostraba su conciencia antiimperialista en sus críticas a la Unión Soviética –país en el que representó a México a finales de los años veinte–: “[…] el éxito de ese régimen socialista no puede negarse; pero ello ha costado sacrificios inmensos, la crueldad y los errores inevitables no han sido escasos y todavía se encuentra distante de la victoria definitiva” (Silva Herzog, 1942: 14).
Estas críticas, tanto al sistema capitalista como al socialismo de la Unión Soviética, se ubicaban en un momento crucial durante la Segunda Guerra Mundial. Apenas a mediados de 1941, la urss había comenzado a participar del lado de los Aliados, y en diciembre Estados Unidos había hecho lo mismo. Este acuerdo colocaba a los presuntos antagonistas del mismo lado, con un enemigo en común: el fascismo y las potencias del Eje. Como se mencionó, la sugerencia de nombrar “Americanos” a los Cuadernos revestía una noción de aproximación entre “las dos Américas” (la anglosajona y la iberoamericana). Silva Herzog (1942), en cambio, lo llevaba al terreno del latinoamericanismo, por encima de la convergencia con el país del norte:
En esta hora en que la ruina y la desolación amenazan invadirlo todo, es preciso que se oiga un grito salvador cuyo eco atraviese los mares y se repita de montaña en montaña. Ese grito no lo puede lanzar la Europa torturada, ni quizás tampoco los Estados Unidos porque lo apagarían las voces imperativas de los financieros; tiene que brotar de gargantas americanas, de nuestra América, de “la América Nuestra –como dijo Darío– que tenía poetas desde los viejos tiempos de Nezahualcóyotl […] El ideal supremo estriba en que del hombre nazca el superhombre. La ciencia y el arte deben aspirar a esa ilimitada finalidad (Silva Herzog, 1942:12-15).
La labor de Cuadernos Americanos quedaba así establecida claramente desde la primera publicación hecha por su director. La “Revista del Nuevo Mundo”, como se anunciaba, tenía como principio incidir en la realidad concreta a través de la “ciencia y el arte” desde América (hispana/latina), pues se trataba de un último reducto de la humanidad. Además, le asignaba a la región la capacidad de promover el nacimiento del “superhombre” y a Cuadernos la de ser la guía para llevarlo a cabo. El artículo de Silva Herzog concluía con la propuesta que establecía que, ante el fracaso capitalista y los errores del socialismo, era necesario generar una nueva alternativa antiimperialista: “al panamericanismo de Estados Unidos había que oponer el iberoamericanismo […]” (Naufal Tuena, 2001: 175), para así “actualizar el sueño de Bolívar e influir por vez primera en forma decisiva en el drama de la historia universal” (Silva Herzog, 1942: 16).
Este primer artículo reunía, además de dos elementos básicos del pensamiento de Jesús Silva Herzog como el iberoamericanismo y el compromiso intelectual con la realidad, el planteamiento que establecía que las ideas eran el aglutinante de quienes participaban en Cuadernos Americanos. En resumen, se trataba de una exhortación a la militancia a través de la escritura para los intelectuales iberoamericanos, tanto los transterrados como los latinoamericanos.
Al “iberoamericanismo” se le añadió una connotación antiimperialista, al plantearlo como una oposición al “panamericanismo de Estados Unidos”. Esta idea contrastaba significativamente con la consideración inicial de Cuadernos Americanos como unión de América Latina con la “otra”, la anglosajona, y de paso permitía cuestionar la noción de que la “guerra fría intelectual” fuese exclusivamente un fenómeno de posguerra. Como aquí se evidencia, aun cuando Reyes promoviera el encuentro de “las Américas”, Silva Herzog mantenía su discurso cercano a la izquierda latinoamericana de aquel momento.3 Esto no implicaba una ruptura en la junta editorial, ni mucho menos. La diplomacia cultural significaba, para el economista potosino, la posibilidad de mantener alianzas cupulares que permitieran, entre otras cosas, continuar impulsando proyectos, enunciar algunas de sus ideas libremente y mantenerse cercano a los círculos de poder.
A través de colaboraciones, invitaciones, discusiones, encuentros y consignas, Silva Herzog estructuró en Cuadernos una red de intercambios, conexiones, viajes, amigos, presentaciones y diálogos epistolares con una gran diversidad de intelectuales. Especial relevancia tuvieron los cubanos “de izquierda”, lo que contribuiría a explicar el gran entusiasmo que más tarde le produjo al director de Cuadernos el triunfo de la Revolución cubana en 1959.
Uno de aquellos amigos cubanos era el antropólogo e historiador cubano Fernando Ortiz Fernández quien, por la importancia de sus estudios sobre la cultura cubana, había sido llamado por Juan Marinello “El tercer descubridor de Cuba”, después de Cristóbal Colón y Alejandro de Humboldt (Barnet, 2009: 199-203). Ortiz dirigió una carta a Silva Herzog en los últimos días de diciembre de 1943 en la que le comentaba cuánto le había impresionado su artículo sobre la Revolución mexicana publicado en el número anterior de Cuadernos Americanos: “La Revolución mexicana en crisis” (Ortiz, 1981: 254). Este comentario era relevante porque mostraba el interés de los intelectuales de la isla por el proceso de transformación en México. Más tarde, los intelectuales mexicanos voltearían a ver a la Revolución cubana y la convertirían en uno de sus referentes para criticar la de su país.
Silva Herzog afirmaba en su artículo que “la crisis de la Revolución mexicana es de una extraordinaria virulencia, es ante todo –digámoslo una y mil veces– una crisis moral con escasos precedentes en la historia del hombre” (Silva Herzog, 1943: 50). La gravedad de este diagnóstico no era solo por lo que literalmente señalaba sobre la descomposición del sistema político mexicano, sino porque atacaba al gran mito fundacional de la modernidad mexicana, por un lado, y al gran referente de la revolución “exitosa” en América Latina, por el otro.
El diagnóstico negativo de Silva Herzog no era, empero, una sentencia de muerte. Aún había una solución y era posible avanzar con ella, siempre y cuando se diera una nueva estructura a la sociedad, en la que “lo humano sea el problema esencial, en la que el goce de la existencia sea para el mayor número posible de individuos, en la que la ciencia, la técnica y el arte tengan por finalidad lograr el bien del hombre y su propia superación”. A este modelo, Silva Herzog le daba el nombre de “democracia socialista”, y solo a través de ella sería posible sacar a la Revolución mexicana de su crisis, retomando sus principios a cabalidad (Silva Herzog, 1943: 53).
No como una respuesta directa a la carta de Fernando Ortiz sobre el artículo “La Revolución mexicana en crisis”, sino como una larga prolongación del intercambio intelectual entre Silva Herzog y Ortiz, existe la misiva que el mexicano le dirigió al cubano a finales de marzo de 1947. El economista le recordaba al antropólogo una de las premisas centrales de su pensamiento, el compromiso en contra del imperialismo: “[…] es un deber indeclinable de los intelectuales limpios de América Latina, mantener alerta a sus pueblos frente al poderío norteamericano” (Silva Herzog, 1947: 257). Así, la plataforma de colaboraciones de Cuadernos Americanos parecía también un espacio propicio para invitar a suscribir ciertos principios intelectuales o, bien, para confirmar afinidades ideológicas.
Por aquellos mismos años, Jesús Silva Herzog sufrió de cataratas en uno de los ojos. Para su suerte –aun cuando fue pasajera–, el oftalmólogo le ofreció no solo retirarle la catarata, sino además hacerle un implante de córnea para mejorar su visión, muy afectada desde que el economista era un niño pequeño (González Casanova, 1985: 34). Esta operación le otorgó una agudeza visual de la que no había disfrutado nunca, por lo que entre 1947 y 1948 programó viajar por América Latina: “El objeto del viaje es tan solo el de conocer nuestros países, conversar con sus gentes interesantes y dar conferencias”. Así, en marzo de 1947, le anunció a Fernando Ortiz que la primera parada sería La Habana (Silva Herzog, 1947: 257).
Aquel paso de Silva Herzog por la isla caribeña le permitió estrechar lazos con Fernando Ortiz, así como entrar en contacto con otros personajes de la izquierda cubana. Uno de ellos fue Jorge Mañach, biógrafo de José Martí, a quien conoció en el “Pen Club” cubano. Mañach lo contactó con el escritor comunista Juan Marinello, con quien no pudo reunirse, pero sí inició un intercambio epistolar. Marinello había estado exiliado dos veces en México, primero en 1933, durante la dictadura de Gerardo Machado en Cuba; y entre 1936 y 1937, lo que le permitió acercarse a algunos intelectuales mexicanos.
Al año siguiente de su visita a la isla, Silva Herzog invitó a Marinello a colaborar en su revista, precisando el interés de la línea editorial acorde con los principios antiimperialistas e iberoamericanos: “[…] dentro del tono de Cuadernos hemos iniciado una campaña a favor de la Paz y en cierta medida en contra de los plutócratas que en estos momentos gobiernan a la nación vecina”. Con esto último, Silva Herzog probablemente se refería al creciente anticomunismo vivido durante la presidencia de Harry Truman en Estados Unidos. Pero, más allá de eso, Silva Herzog reconocía en la voz de Marinello la potencialidad iberoamericana que Cuadernos Americanos buscaba en sus colaboradores para incidir en la realidad del continente: “[…] el artículo de usted […] de seguro reflejará la opinión no solo de los grupos avanzados de Cuba sino de todos los hombres progresistas de América Hispánica” (Silva Herzog, 1948: 191).
Casi una década después, en 1956, el decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho Público de la Universidad de La Habana, Raúl Roa, invitó a Jesús Silva Herzog a presentar tres conferencias en noviembre de aquel año. A partir de ese momento se abrió un nutrido canal de comunicación entre ambos universitarios que probablemente procedía de su vinculación surgida durante la estancia de Roa en México entre finales de 1953 y mediados de 1955 (De la Osa, 1987: 9).
Durante la visita de Silva Herzog a Cuba en 1956, la revista cubana Carteles lo entrevistó. Al ser cuestionado sobre la vigencia de la Revolución mexicana, retomó su texto de 1943 sobre la revolución “en crisis”: “toda revolución tiene su periodo de gestación, desarrollo y muerte. Y estimo que, aunque nuestra Revolución no cumplió todos sus objetivos, ya cerró su ciclo”. El mexicano expresaba así la necesidad de renovar los referentes revolucionarios, casi como una premonición de lo que llegaría a ser la Revolución cubana: “hoy hacen falta nuevas fórmulas, objetivos e ideas” (Silva Herzog, 1973: 56).
El pensamiento de izquierda defendido por Silva Herzog, al menos desde aquel artículo de 1943, invitaba a formular nuevos sistemas y mode- los desde el presente. Este planteamiento pareció encontrar en la Universidad de La Habana a su auditorio ideal en 1956, pues hay que recordar que buena parte del Movimiento 26 de Julio –uno de los principales núcleos organizativos de la Revolución cubana– estuvo conformado por estudiantes o graduados de esta misma institución: uno de ellos fue el abogado Fidel Castro. Por aquellos días en los que Silva Herzog dictaba conferencias, Castro zarpó junto con 82 expedicionarios desde Tuxpan, Veracruz, hacia Cuba. El accidentado encallamiento y desembarco de aquellos expedicionarios en medio de una emboscada del ejército de Fulgencio Batista sucedió el 2 de diciembre de 1956 en la Playa de las Coloradas, al oriente de la isla.
El tipo de diplomacia cultural que Silva Herzog estableció a partir de Cuadernos Americanos llevó el significado de “americano” a un plano de conexiones con personajes destacados de la izquierda iberoamericana, especialmente visible en la propia estructura interna de la revista y a partir de sus vínculos con Cuba, que enfatizaban la fuerte conexión del director de Cuadernos con este país desde antes del triunfo de la Revolución en 1959. En aquellos años, la crítica a la Revolución mexicana se desprendía más de sus propios yerros que de la posible reorientación desde su renovadora contraparte cubana.
A finales de los años cincuenta, y especialmente a partir de la proximidad de los festejos gubernamentales por el cincuentenario del inicio de la Revolución mexicana, se revivieron ciertos discursos que presagiaban la muerte de dicho proceso, convertido en “mito unitario” que sostenía en el poder al Partido Revolucionario Institucional (pri).4
En la década anterior uno de los intelectuales más constantes en señalar el desfallecimiento de la Revolución mexicana fue el propio Jesús Silva Herzog en sus artículos de Cuadernos Americanos: “La Revolución mexicana en crisis” en 1943, “Meditaciones sobre México” en 1947 y “La Revolución mexicana es ya un hecho histórico” en 1949. A la par, Daniel Cosío Villegas publicó “La crisis de México” en 1947 en la misma revista. Aunque hubo otros textos que se refirieron a la agonía de este proceso, los de Cosío Villegas y Silva Herzog estuvieron entre los que mayores repercusiones tuvieron en el ámbito intelectual mexicano.
En “La crisis de México”, Daniel Cosío Villegas planteaba que “la Revolución había abandonado su programa cuando apenas comenzaba a cumplirlo”, pues la justicia social, principal bandera de la Revolución mexicana, se había desvirtuado y el propio término de “revolución” carecía ya de sentido (Cosío Villegas, 1947: 29-51).
En términos similares, Silva Herzog escribió en su artículo “La Revolución mexicana es ya un hecho histórico” que plantear dicha afirmación “no es necesariamente sostener una tesis reaccionaria como alguien maliciosamente pudiera suponerlo. No lo es porque la posición política depende fundamentalmente de las soluciones que se trate de dar a los problemas vitales del país”. Es decir: tenía precaución de situar su crítica en el espectro de la izquierda, en el que deseaba ser ubicado: “Si se dice que hay que desandar lo andado, volver al porfirismo, se es reaccionario: mas si se afirma que hay que ir más allá del punto al cual pudo llegar la Revolución, que hay que superarla, entonces se es progresista y se está a la izquierda como lo está el autor de este trabajo”. El autor hacía así un llamado a retomar la potencial radicalización de los postulados revolucionarios. Finalmente, Silva Herzog era lapidario al afirmar que “La Revolución mexicana dejó ya de ser presente y ahora es pretérito” (Silva Herzog, 1949: 15-16).
La idea de la muerte de la Revolución mexicana se hallaba latente en Cuadernos Americanos, con mayor énfasis hacia finales de los años cincuenta. En el primer número de enero-febrero de 1959, se incluyó una sección titulada “Tres interrogaciones sobre el presente y futuro de México”, en la que, a manera de encuesta, les pidieron a varios intelectuales responder las siguientes preguntas: ¿cuál es la situación actual de la Revolución mexicana? ¿Cuál será la tarea principal de los grupos revolucionarios en el futuro inmediato? ¿Cuál debe ser –dentro de esa situación y de acuerdo con esta tarea– el papel de los intelectuales? (Flores Olea, 1959: 44).
Entre los intelectuales que respondieron se encontraban algunos colaboradores asiduos de otra publicación de la unam, la Revista de la Universidad de México, como su director Jaime García Terrés y los escritores y politólogos Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea y Enrique González Pedrero.
Silva Herzog recordaba a Víctor Flores Olea como estudiante de Derecho e Historia en la unam durante la década de los años cincuenta, y más tarde profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y en la Escuela de Economía, a su regreso de cursar estudios superiores en universidades europeas (Silva Herzog, 1980: 132). Flores Olea consideró, al responder, que la Revolución mexicana había comenzado a ser problematizada de manera demagógica, por lo que era necesaria una “toma de conciencia”, pues era fundamental que “el pueblo” mexicano irrumpiera en la vida política mexicana más allá del “puro acto intelectual”. En esto consistiría la “voluntad concreta de actuar en la historia” mediante la conversión de los intelectuales a ser “orgánicamente los intelectuales del pueblo de México” (Flores Olea, 1959: 47).
La toma de conciencia también fue abordada por Carlos Fuentes, quien fustigó aún con mayor severidad al régimen emanado de la Revolución mexicana, diciendo que “la única fuerza conservadora eficaz y activa que existe en nuestro país es la emanada de la propia Revolución, la que se esconde detrás de cierta retórica que, sin paradoja, podría denominarse ‘tradicional-revolucionaria’, y que se ubica, para todos los efectos reales, en la derecha mexicana vigente”. Fuentes remataba responsabilizando al pri de la perversión “tradicional-revolucionaria” y “la paralización de la revolución popular” (Flores Olea, 1959: 50).
Mientras tanto, Jaime García Terrés era categórico en su sentencia de muerte: “Ya no cabe hablar de la Revolución mexicana (el movimiento social conocido por ese nombre) como de un fenómeno actual”, en términos muy similares a los de Silva Herzog en “La Revolución mexicana es ya un hecho histórico”. La pérdida de vigencia se debía a que la Revolución había devenido en burocracia ajena a la dinámica intrínseca a los procesos verdaderamente revolucionarios (Flores Olea, 1959: 54).
Por su parte, Enrique González Pedrero afirmaba que “para ser Político se necesita ser Hombre de ideas y, para tenerlas, se requiere ser Político –es decir, actuar sobre la realidad transformándola– con dignidad humana, de dimensión humana”. González Pedrero trazaba así un modelo intelectual peculiar del “político”, uno que participaba en la discusión pública desde una posición que trascendía la crítica de la realidad y saltaba no solamente a señalar los defectos, sino a buscar la manera de solucionarlos y participar en dicho proceso (Flores Olea, 1959: 62). Este postulado de la acción “directa” del intelectual-político adquirió gran relevancia en la segunda mitad de los años sesenta en América Latina, a la par de la profundización del radicalismo revolucionario cubano.
Así se encontraban las reflexiones que mantenían los intelectuales mexicanos colaboradores de Cuadernos en los albores del fenómeno que los estremecería y, en muchos casos, los llevaría a encontrar respuestas radicalizando sus posturas: el triunfo de la Revolución cubana el primero de enero de 1959.
Tras el golpe militar del 10 de marzo de 1952 contra el presidente cubano Carlos Prío Socarrás, perpetrado por el general y expresidente cubano Fulgencio Batista, varios grupos de opositores se organizaron en contra de lo que claramente se convertía en una dictadura. Algunos, como los miembros del Partido Ortodoxo, optaron por la vía electoral para oponerse tanto a los restos del corrupto oficialismo de Prío, como al autoritarismo batistiano. Entre los ortodoxos, había jóvenes ligados a la Universidad de La Habana que comenzaron a radicalizarse, y la vía armada les pareció a algunos como la única alternativa para la conquista del poder. Finalmente, el 26 de julio de 1953, un grupo de guerrilleros precariamente armados, comandados por el joven abogado Fidel Castro, intentaron tomar por asalto el cuartel Moncada en Santiago de Cuba.
Este asalto y el resto de las acciones coordinadas con esta operación fueron un rotundo fracaso que cobró varias víctimas entre los guerrilleros. El encarcelamiento de los sobrevivientes no se dejó esperar. Los conocimientos jurídicos de Fidel Castro le permitieron reivindicar el “derecho a la rebelión popular contra el despotismo y la tiranía” en un discurso de defensa legal pronunciado en 1953, que más tarde se conocería como “La historia me absolverá” (Rojas, 2015: 42). Se trataba de una defensa constitucional de corte liberal que fue bien recibida por la opinión pública y revistió de cierta legitimidad política a Castro y a los demás miembros del Movimiento 26 de Julio, llamado así en conmemoración de la fecha del asalto.
Por su parte, Fulgencio Batista convocó a elecciones en 1954, de las que resultó ganador ante la ausencia de oponentes electorales fuertes, pues buena parte de la oposición se encontraban en el exilio tras el golpe militar de 1952. Un año después de los comicios, en 1955, los presos del asalto al cuartel Moncada fueron amnistiados. Castro y los demás miembros excarcelados decidieron ir a México, pues desde el inicio de la dictadura de Batista un nutrido grupo de políticos cubanos había optado por exiliarse en la capital mexicana, Miami y Nueva York. Las redes tejidas previamente por ellos les permitieron a los moncadistas aprovechar las buenas conexiones con “altas esferas del gobierno de México y, también, con sectores de la opinión pública en Estados Unidos” (Rojas, 2015: 59).
En México, Castro entró en contacto con María Antonia González, una cubana que estaba casada con el luchador mexicano Dick Medrano. Su casa se había convertido en punto de encuentro de los cubanos que vivían o pasaban por el Distrito Federal. Desde México, los revolucionarios prepararon su expedición guerrillera para derrocar a Batista. El primer manifiesto del Movimiento 26 de Julio fue difundido gracias a la imprenta del mexicano Arsacio Vanegas, quien además les ayudó con el acondicionamiento físico para la guerrilla (Morales y del Alizal, 1999: 202).
Fidel y sus acompañantes, entre quienes se encontraba ya el guerrillero argentino Ernesto “Che” Guevara, fueron detenidos el 20 de junio de 1956, acusados de violar las leyes migratorias mexicanas. A mediados de julio fueron liberados, y el expresidente mexicano Lázaro Cárdenas intercedió para que no fueran deportados y, en cambio, que se les otorgara el asilo (Morales y del Alizal, 1999: 207).
Finalmente, en noviembre de ese mismo año, 82 expedicionarios del Movimiento 26 de Julio zarparon del puerto mexicano de Tuxpan, Veracruz, rumbo a Cuba en el yate “Granma”. Tras desembarcar se dirigieron a la Sierra Maestra, donde pasaron dos años combatiendo como guerrilleros al ejército de Batista, hasta que este último huyó derrotado el primero de enero de 1959. México fue el primer país del mundo en extender su reconocimiento al nuevo gobierno revolucionario cubano, el 5 de enero de 1959 (Casuso, 1961: 111).
Aunque la política oficial mexicana apuntaló al menos discursivamente al nuevo gobierno cubano, varios intelectuales mexicanos o asentados en México expresaron sus reservas al respecto del triunfo revolucionario en distintos espacios. Por ejemplo, el exiliado español en México, Max Aub, escribió en su diario con fecha del 7 de enero, con una mezcla de dudoso optimismo y sospecha: “Las revoluciones o los sobresaltos hacia la libertad, suceden cuando un grupo está decidido a morir por conseguirla. Los que viven bien –si no a gusto– son incapaces de ella. Verbigracia, hoy, los argelinos, pero no los españoles. Quedan, además, los caudillos románticos –si hay quien los financie–, como Fidel Castro” (Aub, 2002: 147).
La ambigüedad de la nota de Max Aub mezcló el reclamo hacia la pasividad española con la desconfianza frente a la Revolución cubana. Esto lo hizo al cuestionar la autonomía financiera y la capacidad organizativa de Castro. Aun así, la nota en el diario de Aub es ilustrativa del interés por mirar hacia Cuba de parte de un destacado colaborador de Cuadernos Americanos.
Durante la década anterior, Max Aub había viajado a Cuba en dos ocasiones. Sin embargo, el triunfo del movimiento revolucionario no lo interpeló para visitar la isla en 1959.5 Lo que sí pareció impactarlo significativamente fue la muerte del Che Guevara en octubre de 1967. En esa fecha anotó en su diario: “un héroe más en la cuenta de la historia. Hace tiempo que debió darse cuenta de que serviría más su muerte que su vida” (Aub, 2003: 96). Tiempo después escribió una obra dramática inspirada en la muerte del Che, titulada El cerco. Hacia el final de la década de los sesenta también visitó a su hija radicada en La Habana (Aub, 1969). Las reservas iniciales de Aub progresivamente cambiaron y dieron lugar a que se interesara por la Revolución cubana, como sucedió con muchos otros colaboradores de Cuadernos Americanos.
“El animal se fue […]”, fueron las palabras que el profesor mexicano de la Escuela Nacional de Ciencias Políticas de la unam, Enrique González Pedrero, escuchó por el teléfono en la madrugada del primero de enero de 1959. González Pedrero se encontraba en La Habana desde el 20 de diciembre, once días antes de que Fulgencio Batista huyera de Cuba. La crónica de González Pedrero titulada “La caída de otra dictadura” fue publicada en la edición de marzo-abril de 1959 de Cuadernos Americanos. En ella recordaba que, tras la sorpresa inicial de la huida de Batista, vino el llamado de Castro a la huelga general hasta que los “barbudos” –como se conocía coloquialmente a los combatientes del Movimiento 26 de Julio– se hicieran completamente del poder, como sucedió el 3 de enero: “La radio y la televisión transmiten las órdenes. El cese de la huelga ha sido dictado. La revolución está en el poder” (González Pedrero, 1959: 25-33).
Una vez instalada la Revolución en el gobierno y concluidas las celebraciones, comenzaron las medidas que afectaron los privilegios de los propietarios de la isla. La reforma agraria cubana fue uno de los temas que mayores expectativas generaron en México, especialmente por las comparaciones –algunas más explícitas que otras– que se hicieron entre el proceso de reparto de los “barbudos” y el que había sucedido en México como resultado de la Revolución mexicana, particularmente durante la presidencia del general Lázaro Cárdenas entre 1936 y 1940.6
Silva Herzog fue uno de los mexicanos a quienes impresionaron significativamente estos acontecimientos cubanos. En el cuarto número de 1959 de Cuadernos (julio-agosto), el potosino publicó su artículo “La reforma agraria en México” que resumía el esquema de un libro suyo de próxima aparición. Aunque el interés de Silva Herzog por los temas de la reforma agraria no comenzó a raíz de la Revolución cubana, la edición referida coincidía puntualmente con el momento de aprobación de la Ley de Reforma Agraria de Cuba el 17 de mayo de 1959. Si bien no hay referencias directas a dicho evento en su texto, la retrospectiva sobre el reparto mexicano insistía en una mirada autorreflexiva, que concluía con el extravío de los ideales revolucionarios mexicanos, a la luz de los acelerados cambios en la isla.
Silva Herzog analizó en el artículo los distintos momentos de redistribución de la tierra en México desde el periodo colonial hasta el presente. El potosino enfatizó las diferentes características de cada momento y puso especial atención en algunos periodos, como el de la presidencia de Lázaro Cárdenas. En la discusión pública, Cárdenas aparecía como referente y brújula sobre los rumbos correctos y las desviaciones de la Revolución mexicana. Eso explicaba que Silva Herzog hiciera una precisión sobre el ideario del michoacano: “el gobierno de Cárdenas puede clasificarse como de izquierda, pero de izquierda mexicana, de acuerdo con la trayectoria del movimiento social iniciado en noviembre de 1910” (Silva Herzog, 1959: 41).
Retomar las ideas de Cárdenas a propósito de la reforma agraria de los años treinta le permitía a Silva Herzog reivindicar la “radicalidad” de la interpretación cardenista sobre la Constitución de 1917 y la propia Revolución mexicana, aunque también enfatizaba que esto “no implica parentesco alguno con los movimientos revolucionarios de otras naciones”, con ello hacía una alusión defensiva ante las descalificaciones por parte de los opositores al general que lo tachaban de “comunista” y prosoviético (Silva Herzog, 1959: 33). Dichas acusaciones aumentaron tras el reconocimiento que la Unión Soviética le otorgó a Cárdenas en 1956: el Premio Lenin de la Paz. Cabe mencionar que la paranoia con respecto al “comunismo” de Cárdenas por parte de los sectores más conservadores de la sociedad mexicana se incrementó a partir de sus expresiones de simpatía hacia la Revolución cubana, como quedó manifiesta en su visita a la isla durante la conmemoración del vi aniversario del asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1959 (Pérez Montfort, 2021: 324).
Tras exponer ampliamente el proyecto de Cárdenas, Silva Herzog pasaba a denunciar el abandono de este tipo de políticas, especialmente notable a partir de 1953. En consecuencia, consideraba que lo fundamental era “reformar la reforma agraria”, como una especie de purga de errores y reactivación de aquello que a su juicio era un baluarte de la “izquierda, pero de izquierda mexicana” (Silva Herzog, 1959: 41). La asociación entre reforma agraria e izquierda se convirtió en un medio para establecer paralelismos entre la Revolución cubana y la mexicana. Además, este fue uno de los fundamentos para hacer llamados a comprometerse con la defensa del proceso de transformación en la isla.
Por su parte, la cubana radicada en México Loló de la Torriente, reportera del periódico Novedades y asidua colaboradora de Cuadernos Americanos, publicó el artículo “Realidad y esperanza en la política cubana” a finales de 1959. Este artículo tuvo una finalidad muy clara, compartida por la mayoría de los textos que hablaban sobre la Revolución en Cuba desde México, que consistía en desmentir a la prensa conservadora: “Al corazón de mucha gente sencilla que se pregunta qué pasa en Cuba” (De la Torriente, 1959: 35).
De la Torriente contrastaba las condiciones de vida en Cuba durante la dictadura de Batista con el nuevo panorama revolucionario. Abonaba al encumbramiento de Fidel Castro como artífice del proceso revolucionario diciendo que era “[…] producto de un ideal martiano fragante y vivo en el Dr. Castro y los bravos muchachos que con él corrieron la aventura de la muerte”. Además, destacaba valores similares a los mencionados por Silva Herzog sobre Cárdenas al catalogarlo “de izquierda, pero mexicana”, afirmando que “[…] la Revolución trata de cubanizar a Cuba reintegrándole las riquezas que le pertenecen” (De la Torriente, 1959: 35). Este tipo de alusiones pretendían, en ambos casos, contrarrestar las acusaciones de tener ideas “extranjeras” o “exóticas”, como un eufemismo anticomunista para descalificar cualquier proceso.
De la Torriente retomó el mismo episodio narrado por González Pedrero recordando los últimos momentos del 31 de diciembre de 1958 como “la noche alucinante [que] se abría en un amanecer de esplendor” y sobre la llegada de Castro a La Habana: “Fidel arriba a la Capital[,] millones de compatriotas lo esperan para verlo pasar. Las mujeres lloran. Los niños lo vitorean. Llueven flores sobre él y sus hombres. Nunca, otro recibimiento, tuvo carácter más espontáneo y caluroso” (De la Torriente, 1959: 58).
Más adelante, De la Torriente emitía una severa crítica a las revoluciones del continente –quizá pensando específicamente en la Revolución mexicana– y llamaba a aprender de aquellos intentos fallidos: “Todas las revoluciones en todas épocas han visto subir la resaca, pero las americanas han contemplado cómo persiste y socava debilitando las bases. No hemos de reincidir en viejos vicios” (De la Torriente, 1959: 64).
La mirada retrospectiva hacia la Revolución mexicana orientó la construcción de nuevas proyecciones utópicas en perspectiva de su contraparte cubana en 1959. Asimismo, dictó las prerrogativas que se implicaban en términos de la similitud entre ambos procesos comprometiéndose con la transformación cubana desde la trinchera intelectual en México.
La defensa de la Revolución se dio principalmente a partir de tres ejes: el primero consistió en apuntar con claridad qué era aquello que amenazaba a la isla, sobre todo el intervencionismo, el imperialismo y lo que consideraban “infundios” derivados del anticomunismo. El segundo eje contempló los argumentos para dicha defensa con referencias históricas como las lucha independentistas del siglo xix, el antiimperialismo derivado del latinoamericanismo y lo vanguardista de medidas como la reforma agraria. Además, a estas alturas, también se hizo necesaria la demostración de que no se trataba de una revolución socialista o comunista, sino nacionalista, emparentándola con la mexicana. Finalmente, la tercera línea postulaba los mecanismos con los que habría que defender a la Revolución cubana: uno de los más importantes fue el compromiso intelectual, que implicaba también la crítica al contexto social mexicano.
En la siguiente sección de este artículo abordo expresiones en las que se aprecia la nueva orientación en la argumentación de los intelectuales de Cuadernos Americanos y de algunas otras colaboraciones en el círculo contiguo de la Revista de la Universidad, ambas publicaciones pertenecientes a la plataforma intelectual de la unam.
En el marco de la conmemoración del cincuenta aniversario de la Revolución mexicana se editaron al menos cuatro publicaciones de cierta relevancia a la hora de hacer un balance historiográfico: La revolución social de México, de Manuel González Ramírez; la Breve historia de la Revolución mexicana, de Jesús Silva Herzog; La verdadera Revolución mexicana de Alfonso Taracena, y una serie de textos más que “la Presidencia de la República impulsó con la publicación en el Fondo de Cultura Económica de una obra en cuatro gruesos volúmenes intitulada México. 50 años de Revolución” (Hurtado, 2010: 118). Esta última contó con la participación de sesenta y dos autores, entre los que se encontraban Edmundo O’Gorman, Pablo González Casanova, Porfirio Muñoz Ledo, Emilio Portes Gil y Jaime Torres Bodet. Cada volumen estuvo dedicado a una temática: economía, vida social, política y cultura. En el ámbito intelectual, este fue uno de los mecanismos del régimen priista para reivindicarse como heredero y continuador del proceso revolucionario.
Llegado noviembre, mes de la conmemoración revolucionaria mexicana, Cuadernos Americanos publicó, en su último número del año, un par de textos de Jesús Silva Herzog y del historiador francés François Chevalier sobre ese tema. El primero, “Un esbozo de la Revolución mexicana (1910-1917)”, era la larga nota introductoria de la Breve historia de la Revolución mexicana, que no contenía ninguna reflexión claramente relacionada con la conmemoración (Silva Herzog, 1960: 135-164). En el caso de Chevalier, si bien se enfocaba en observar el aspecto más radical de los componentes del proceso mexicano, al titular su artículo “Un factor decisivo de la revolución agraria de México: ‘El levantamiento de Zapata’ (1911-1919)” tampoco aludía a un balance del presente con perspectiva histórica, sino a un trabajo monográfico sobre el proyecto del líder agrarista (Chevalier, 1960: 165-187).
Una aproximación más enfocada en el balance del presente de la Revolución mexicana fue la que presentó Enrique González Pedrero en su texto “50 años después”, publicado en la Revista de la Universidad de México, también editada por la unam. En este artículo se invitaba a la izquierda mexicana a plantear “[…] un análisis concreto de la actitud contemporánea de izquierda que debe partir del proceso social iniciado en 1910 cuando adquirió, como posición política, un sentido moderno”. Al referirse al estancamiento del proceso consideraba que “influyó tanto el pasado que a pesar de la fuerza renovadora, de lo revolucionario, la inercia le restó progresivamente velocidad hasta casi nulificarlo, hasta asimilárselo” (González Pedrero, 1960: 4-5). González Pedrero afirmaba que el mayor de los vicios de este proceso revolucionario era su proceder “desde arriba”, es decir, el centralismo político que imposibilitaba la comunicación con “los de abajo” y obstaculizaba defender sus intereses.
Este autor marcaba como ejes del tránsito entre 1958 y 1959, “[…] dos acontecimientos políticos capitales: la lucha que los obreros comenzaron a librar a favor de su independencia sindical y el triunfo de la Revolución cubana”. Y afirmaba categórico: “hemos visto cómo la Revolución mexicana utilizó un método que ha comenzado a revelarse incapaz para resolver los problemas de nuestra época”. Por ello llamaba a resolver cuatro demandas con el fin de “actualizar la Revolución mexicana, llenarla del contenido contemporáneo que le falta, darle nuevos alientos y vigorizarla para la lucha que tendrá que librar en un futuro que es ya casi presente: democracia agraria, económica, sindical y política”. Solo así, la Revolución mexicana sería capaz de trascender hacia el futuro, haciéndose responsable del papel “histórico” que le correspondía (González Pedrero, 1960: 7-9).
Si bien fuera de la de González Pedrero algunas de las evaluaciones no apuntaban tan explícitamente a la Revolución cubana como guía, los balances sí tomaban como esquema analítico el proceso de radicalización de la isla. El futuro posible para el proceso mexicano dependía de retomar y ahondar los procesos de transformación que se habían suspendido o estancado con el paso de los años. El referente de las reformas cubanas era ineludible para ello.
Ante la permanencia de la dictadura franquista en España, por un lado, y del anquilosamiento de la Revolución mexicana, por el otro, la juventud y vigorosidad de la Revolución cubana catalizó algunas discusiones que venían de décadas atrás y encauzó nuevas preocupaciones a partir de su triunfo en 1959. Así, apareció una amplia gama de respuestas para redefinir y reorientar el compromiso intelectual, los idearios revolucionarios y la confrontación al imperialismo, que convirtió a este proceso en un punto de encuentro para los intelectuales iberoamericanos. Frecuentemente, las referencias a la Revolución cubana en Cuadernos Americanos y en La Revista de la Universidad fueron verbalizaciones de la esperanza de poder reactivar la Revolución mexicana.
La discusión sobre el compromiso intelectual fue reorientada al finalizar la década de los cincuenta con el triunfo de la Revolución cubana en 1959 en Cuadernos Americanos. Sin embargo, las discusiones al respecto se pueden rastrear desde décadas previas, como se ha demostrado con el ejemplo de Jesús Silva Herzog y el círculo de sus colaboradores en Cuadernos Americanos. Lo que sí sucedió a partir de 1959 fue la incorporación de un nuevo referente, en este caso la isla caribeña en sustitución de la Revolución mexicana de 1910, para reflexionar sobre la posibilidad de modificar la situación de los países latinoamericanos.
Al tener a la Revolución cubana como referente continental, fue necesario que algunos argumentos de las izquierdas desde las primeras décadas del siglo xx, como el antiimperialismo, se revigorizaran y reorientaran en función del latinoamericanismo o del análisis de políticas como la reforma agraria en la isla. Así, los referentes históricos que emparentaran las luchas con otras previas fueron instrumentalizados, como lo hicieron los intelectuales de Cuadernos Americanos con el cardenismo para defender al proceso de radicalización en la isla en ese momento. Estos análisis evidenciaron el envejecimiento de la Revolución mexicana, al ser comparada con su contraparte cubana en los textos de los intelectuales, en algunos casos de forma más explícita que otras.
Finalmente, cabe remarcar que la oportunidad para expresar públicamente el compromiso intelectual le permitió a los intelectuales de Cuadernos Americanos conformar, o bien incorporarse, a una esfera de debate en boga por aquellos años, que les otorgó capital para posicionar discursos, publicar textos o participar en discusiones que, argumentando posiciones de crítica a la realidad latinoamericana, de combate al imperialismo y de defensa de los proyectos revolucionarios en el continente, los proyectaron en función de sus intereses personales o institucionales a lo largo de los años sesenta y setenta.
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Juan Alberto Salazar Rebolledo es PhD Researcher en el Colegio Internacional de Graduados “Temporalidades del Futuro” del Lateinamerika Institut de la Universidad Libre de Berlín. Maestro y licenciado en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Se especializa en la historia cultural y social de América Latina, con especial atención en el periodo contemporáneo. Ha participado en eventos académicos en México, Cuba, Alemania, Portugal, Perú y Estados Unidos. Ha publicado artículos en la Oxford Research Encyclopedia of Latin American History de la Universidad de Oxford y en las revistas Secuencia, Cuban Studies, The Latin Americanist, Discurso Visual y Babel. Algunos otros como “Las resistencias y la razón cultural: un campo de lucha”, “Historia de un fracaso: la mercantilización de la cultura juvenil en el Festival de Rock y Ruedas, Avándaro, 1971” y “¿Dónde están los muchachos? Una aproximación a la diversidad sociocultural de los jóvenes mexicanos de los años sesenta”, han aparecido en libros colectivos editados por Penguin Random House y por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam.