La “estética de retorno” o la fuerza de alteridad de la fotografía

Recepción: 28 de junio de 2024

Aceptación: 4 de julio de 2024

La fotografía y el otro. Cuerpo y estética de retorno

Diego Lizarazo, 2022 Gobierno de México-Subsecretaría de Cultura, México, 164 pp.

El profesor Diego Lizarazo nos ofrece en su último y galardonado libro, La fotografía y el otro (2022), tres depurados e imprescindibles capítulos para pensar la relación de la fotografía con la alteridad; o, dicho con las palabras de su autor, para pensar la “estética de retorno”, que es la estética centrada en la vuelta de lo desaparecido, pero siempre como fuerza de alteridad y no como idólatra resurrección. Con este fin, pone en discusión a tres mujeres, Virginia Woolf, Susan Sontag y Judith Butler, quienes han reflexionado sobre la fotografía de lo atroz y de los hechos traumáticos, sobre la fotografía que hace más evidente la muerte y la desaparición.

El pensamiento fotográfico de Woolf se presenta como el más ingenuo de las tres autoras. Diego Lizarazo (2022: 34) escribe que la escritora inglesa asume las fotos como enunciados abstractos que permiten a todos comprender el mal inherente a cualquier conflicto bélico. Ahora bien, tiene razón Lizarazo cuando sostiene que las mismas imágenes pueden ser interpretadas y usadas de modo distinto: la fotografía de la guerra y de otros actos violentos puede suscitar sentimientos de indignación y piedad hacia las víctimas, pero también puede ser usada para los fines de los victimarios. Lo cierto es que, ante esas fotos, primero se produce un impacto y una impresión de falta de “legibilidad intrínseca” (Didi-Huberman, 2015: 23), y solo después debemos realizar el esfuerzo de darles un sentido.

La fotografía y el otro prosigue con unas agudas páginas dedicadas a Susan Sontag. Para esta autora, es falso el “presupuesto de la unanimidad frente al horror que las fotos disponen” (Lizarazo, 2022: 33). Se ha comentado a menudo que la fotografía de los desastres de la guerra podría servir para aumentar los detractores de los conflictos bélicos e incluso para acabar con las guerras, pero la historia ha demostrado que esas aspiraciones han fracasado. Es así, como advierte Lizarazo (2022: 35), que “el señalamiento sobre la naturaleza destructiva de la guerra no constituye un argumento contra la acción bélica”. No basta con mostrar el horror de todo enfrentamiento armado para convencer de que no debe utilizarse este instrumento con fines políticos.

El autor nos invita de alguna manera a preguntarnos si es legítima la estrategia iconoclasta o iconofoba que se traduce en la prohibición de la imagen o, incluso, si debe admitirse la censura de imágenes que puedan resultar ofensivas y banalizar el mal. Lo cierto es que la misma imagen puede ser, para unos, respetuosa con la alteridad y, para otros, anularla. La fotografía atenta contra la alteridad o se muestra indiferente hacia ella cuando se convierte en instrumento de dominación (sirvan de ejemplo las fotos de identificación o mug-shots) y cuando se reduce a su función técnica. Tal uso de la imagen tiene mucho que ver con ese concepto, lo “visual”, que Serge Daney (2004) inventó para pensar, en un tiempo en el que impera el simulacro, el signo sin afuera. En cambio, las genuinas “imágenes” constituyen la puerta de acceso a la alteridad. Umbrales de este tipo son todas esas fotos que encontramos en el tercer y último capítulo del libro aquí reseñado. Todas esas impactantes fotos son muy precarias: dicen tan poco de los sucesos traumáticos como cualquier otra foto del hecho más banal. Cuando se trata de la fotografía de un acontecimiento espantoso y traumático, lo importante es cómo montarla, es decir, cómo relacionarla con otras imágenes y con distintos discursos para que podamos comprenderla. Pensamos que a este aspecto se refiere Diego Lizarazo cuando, en el imprescindible segundo capítulo de su libro, habla del trabajo de “narración” que exige la interpretación de la foto. Es también muy importante que con tal narrativa se pueda desactivar su posible efecto perverso sobre el espectador.

Desde el célebre ensayo de Roland Barthes (1990), La chambre claire, se ha dicho que la foto, la imagen, puede pertenecer al orden de la pornografía, de lo “visual”, y pensarse entonces que en ella no falta nada, que lo que muestra es toda la verdad. Pero también puede concebirse la fotografía como algo precario que, para que empiece a “hablar”, debe ser relacionada con su contexto y con su marco; esto es, debemos acercarnos a lo que está fuera del campo de la foto para encontrarle algún sentido. Diego Lizarazo ha demostrado que es absurdo contraponer la narración a la imagen, pues la precariedad de la “verdadera” imagen, de la que no es completa o autosuficiente, siempre requiere de un ejercicio de montaje o de narración.

En relación con esta última temática es muy importante la controversia entre Susan Sontag y Judith Butler (2017: 99-106) a propósito de lo que puede expresar una fotografía. Según la autora de Ante el dolor de los demás, las imágenes fotográficas carecen de “coherencia narrativa” porque por sí mismas, sin un pie de foto o un análisis escrito, no pueden ofrecer una interpretación. En cambio, Butler (2017: 99-106) sostiene que la foto, al enmarcar la realidad mediante un determinado ángulo, enfoque, iluminación, etc., es ya un acto interpretativo objetivo que depende de “condicionamientos estructurados de género y forma” y no de elecciones meramente subjetivas. Pensar la imagen a partir del marco hace innecesaria una narrativa para entender el contexto o trasfondo político de la fotografía. Por esta razón, “la fotografía no es meramente una imagen visual en espera de interpretación; ella misma está interpretando de manera activa, a veces incluso de manera coercitiva”. No obstante, nos parece que Butler se contradice cuando más adelante sostiene que la misma fotografía “puede ser instrumentalizada en direcciones radicalmente diferentes, según cómo esté enmarcada discursivamente y en qué medio de comunicación sea presentada o mostrada” (p. 133). Dicha instrumentalización significa que sí estamos ante una imagen en espera de interpretación; pero, en realidad, estamos en espera de decidirnos por un marco discursivo que nos permita analizarla y comprenderla.

La discutible tesis de Butler difiere de algunos pensadores que, como Siegfried Kracauer (2008: 36-37), piensan que la imagen fotográfica, que se limita en sí misma a mostrar el continuo espacial en un instante preciso, permanece opaca si no es acompañada de un discurso o de una narrativa sobre el objeto o sujeto fotografiado. Igualmente, Butler se aleja de las reflexiones de Jacques Rancière (2015: 98), para quien la fuerza estética de la imagen fotográfica se deriva de aquello que se aparta del saber proporcionado por el “marco”. A propósito de una de las fotos más individualizadas del álbum de Auschwitz, el filósofo francés afirma que cuanto más enigmática sea la foto, cuanto menos conozcamos acerca de su función y, en definitiva, cuánto más indeterminada sea, mayor será su fuerza estética.

Nos parece también muy relevante el pensamiento de Butler analizado por Lizarazo en torno a la relación del “marco” con el fotógrafo, la cámara y la escena. Aunque el fotógrafo y la cámara, salvo que se fotografíe su reflejo en un espejo o en algo similar, no suelen ser visibles en la misma imagen, sí forman parte del acontecimiento representado o de la referencia, pues la fotografía es el resultado del encuentro real del suceso fotografiado con el dispositivo técnico y el sujeto fotógrafo. Es cierto que las imágenes tomadas en Abu Ghraib demuestran que las fotografías pueden formar parte del acontecimiento y permiten sospechar que el fotógrafo (o fotógrafa) ha intervenido en esa terrorífica escena de tortura, pero esto es algo de lo que nunca podremos estar seguros. Butler (2017: 125) añade que “la circulabilidad indefinida de la imagen”, el hecho de que la imagen haya circulado fuera de la escena original, “permite al acontecimiento seguir sucediendo, por no decir incluso que […] no ha cesado nunca de ocurrir”. Identificar, como hace la filósofa en el fragmento citado, la imagen con el acontecimiento, con la referencia, nos parece una concepción idólatra de la fotografía, una transmutación en pura presencia de la ausencia inherente a toda imagen fotográfica que, como máximo, es la huella, la “ceniza”, de lo que estuvo delante de la cámara.

La misma Butler (2017: 140-141), en una nueva contradicción, parece reconocerlo y alejarse de la concepción idólatra cuando, en relación con un fragmento barthesiano de Sontag, se detiene en la hipótesis de que la fotografía cuenta la ausencia o “la muerte en el futuro”, y afirma a continuación que en tal caso la foto recalca que una vida es “digna de ser llorada”. Su pathos, evidentemente, es “afectivo e interpretativo”, que es otro modo de referirse al punctum y al studium barthesiano. Más allá de las debilidades del discurso de Butler sobre la fotografía, el autor de La fotografía y el otro ha sabido extraer lo mejor de él. Sin duda, Lizarazo (2022: 77) tiene razón cuando dice “que no podemos ver más que a través de los marcos”, pero añade que “es posible cuestionar, deconstruir, interrogar, lo que dichos marcos permiten y lo que dejan fuera o borran”.

La reflexión ética y política sobre las fotografías de torturas, asesinatos y otros actos intolerables debe centrarse por fuerza en sus efectos sobre los espectadores. Lizarazo (2022: 46) nos recuerda que, para Sontag, “a la violencia infringida a las víctimas se suma la violencia de su exhibición y de la objetualización que su devenir en puras imágenes ocasiona”. Es verdad –y sobre ello nos proporciona valiosas reflexiones el filósofo Jean-Luc Nancy (2003)– que en la imagen fotográfica siempre hay algo de violencia, de fuerza, porque, al recortar o enmarcar una parte de la realidad y exhibirla, la imagen saca a las cosas del fondo de indistinción en el que permanecían en la oscuridad. Ahora bien, es cierto asimismo que no toda violencia es mala, como no lo es toda crueldad. Mostrar imágenes atroces puede ser algo cruel y desconsolador, algo que nos duela; pero este acto de crueldad, este dolor infligido al espectador, puede originar un estado de indignación que nos lleve a actuar en favor de la justicia, la reparación y la emancipación.

La temática de la saturación de imágenes o de un exceso tanto de fotos traumáticas como de fotos abyectas y perjudiciales desde el punto de vista ético y político debiera relacionarse con la cuestión de la “ecología de las imágenes”. Peter Szendy (2021: 32) nos recuerda a este respecto que Susan Sontag (2006: 251) es la primera en avanzar, en su ensayo de los años setenta sobre la fotografía, la idea de “una ecología aplicada no solo a las cosas reales sino también a las imágenes”. En esa temprana fecha proponía la ecología de las imágenes como antídoto contra la lógica consumista de un infinito excedente icónico. Cuando regresa a esta problemática un año antes de su muerte, en su libro Ante el dolor de los demás, Sontag (2014: 92) escribe que la idea de una ecología icónica no tiene futuro porque considera aún peor la existencia de unos guardianes o censores que controlen las dosis de horror que podemos “digerir”. Szendy (2021: 33) contrapone esta posición a la mantenida por Andrew Ross en su artículo The Ecology of Images, en el que sostiene que Sontag, al limitarse a deplorar la sobrecarga de imágenes ofrecidas por nuestra sociedad moderna de la información, no ha tenido en cuenta que las propias imágenes permiten luchar contra “la desaparición material de lo real” y “oponerse a la destrucción del mundo natural”. La escritora norteamericana cede al tópico del “exceso de información” y elimina la posibilidad de “una resistencia de las mismas imágenes contra sus efectos”.

Las reflexiones sobre el “marco”, que, como hemos comprobado, ocupan un lugar muy importante en el libro que reseñamos, tienen cierto “aroma” a ocularfobia (Jay, 2007), ya que sobre todo se centran en las patologías derivadas del marco coercitivo “que nos ciega respecto a lo que vemos” (Butler, 2017: 144). El pensamiento del marco no es suficiente para captar la fuerza de alteridad de la fotografía, ni para acceder a la “estética de retorno” que el libro La fotografía y el otro nos propone a partir del análisis de las bellas y justas obras de Yael Martínez, Gustavo Germano, Jesús Abad Colorado, Erika Diettes y Lucila Quieto. En realidad, Lizarazo (2022: 90) se dirige en dirección contraria al límite del marco. Opone así la fuerza de alteridad, que libera una “existencia no contenida” e inconmensurable, a “la fuerza de encuadramiento”.

Es obvio que la fotografía siempre reúne dos atributos contradictorios. Por un lado, no hay fotografía sin la objetividad propia del registro mecánico. Georges Didi-Huberman (2015: 59) tiene razón cuando habla de “la ‘inocencia fundamental’ del registro óptico”, del registro de algo que está fuera y no ha sido creado por el fotógrafo. Por otro lado, no hay fotografía sin marco objetivo y sin manipulación subjetiva o punto de vista del fotógrafo. Cuando la fotografía se reduce al “marco”, a la “mirada matriz” o a “la configuración histórica que organiza” lo que debe verse y no verse, valorarse o no, etc., entonces domina un discurso de profunda desconfianza. Desde luego, es justo desconfiar de las fotos, es legítimo y necesario hacer visible el marco y las fuerzas políticas y sociales que determinan lo enmarcado por la foto. La operación –como diría el psicoanálisis– de “atravesar el fantasma”, de mostrar el marco, tiene un carácter emancipador porque permite desactivar la invisible o transparente dominación ideológica. Pero lo más hermoso de la fotografía tiene que ver en definitiva con lo que Diego Lizarazo nos muestra en el tercer capítulo de su libro: con la “estética de retorno”, con la estética que transmite una “fuerza de alteridad” que, si bien está en la foto, es ajena al marco y a la matriz que todo lo homogeneiza. El poder de la fotografía para mostrar la alteridad no puede ser aprehendido por el saber –studium lo denominaba Barthes (1990: 63)– proporcionado por la propia imagen revelada. Tenemos entonces que acudir a categorías que, como las de punctum, Stimmung o latencia, no son hermenéuticas porque se relacionan, como enseña Hans Ulrich Gumbrecht (2011), con experiencias o vivencias.

Es preciso también tener en cuenta la centralidad que adquiere en la fotografía lo imprevisto o el azar, lo que desde Walter Benjamin (1987: 48) recibe el nombre de “inconsciente óptico” y que para Antonin Artaud es lo más poético que puede encontrarse en una foto o en un filme. El desajuste entre el ojo del fotógrafo y el ojo de la máquina hace inevitable que solo después de fotografiar, del encuentro del dispositivo técnico con el afuera, sepamos realmente lo que hemos fotografiado. Es probable que la mejor expresión de lo inesperado siga siendo la fotografía del parque mostrada en el film Blow-Up (1966) de Michelangelo Antonioni. Si es tan impresionante la foto que da nombre a la serie La casa que sangra, quizá sea debido a que su autor, Yael Martínez, antes de realizar el “gesto de fotografiar”, no sabía lo que revelaría la foto: la perfecta y siniestra simetría de la sombra de una ahorcada, en un extremo, y la mancha roja de la pared que sangra, en el otro.

Nos parece que la “estética de retorno” no puede aceptar lo que dice Sontag y recoge Butler (2017: 143) al final de su segundo capítulo de Marcos de guerra: las vidas lloradas: que “los muertos están profundamente desinteresados de nosotros”, “que no buscan nuestra mirada” y “no les importa si vemos o dejamos de ver”. En cambio, el libro que reseñamos invita a pensar que, para el espectador de las fotografías dotadas de “fuerza de alteridad”, los muertos sí buscan nuestra mirada. Cuando hablamos de esta manera entramos en el ámbito de la imaginación. Así lo hace Pascal Quignard (2018: 188-189) cuando escribe que los rostros fotografiados, sobre todo aquellos que llegan del “fondo de la ausencia”, “nos requieren, nos necesitan, nos piden ayuda”, nos suplican que los resucitemos con la mirada. Estos muertos han desaparecido, pero no han sido olvidados. Conviene advertir a este respecto que la desaparición, que es inherente a la imagen fotográfica, no es la nada y, por lo tanto, no debe identificarse con la entrópica pulsión de muerte o con el olvido. Supone, por el contrario, una de las modalidades de la ausencia que, como tal, siempre demanda la búsqueda y, por consiguiente, exige poner en movimiento la imagen, vivificarla, relacionarla con su afuera, para que, como escribe Lizarazo (2022: 148, 154), pueda producirse “cierto regreso de lo invisibilizado, de lo eliminado, del cuerpo desaparecido” y de este modo se pueda resistir a la “muerte del pasado”. Nuestra imaginación nos permite afirmar que la fotografía tiene piedad de los muertos y les devuelve su mirada. Esta piedad es la misma que, para Benjamin y Kracauer (2010: 169), sienten el anticuario y el coleccionista cuando rescatan y redimen las cosas, cuando las extraen de la oscuridad para que no caigan en el olvido.

El retorno de esa alteridad que supone el cuerpo del desaparecido ayuda a hacer el duelo y a salir de la petrificación melancólica. Todas las imágenes comentadas en el último capítulo de La fotografía y el otro son fotografías que sanan. Por esta razón, el acto de creación fotográfica –escribe Diego Lizarazo (2022: 153) sirviéndose de Gilles Deleuze– se convierte en un “acto de resistencia”. Nos hallamos en las antípodas de la teoría que sostiene que la imagen del dolor banaliza, objetualiza e introduce el grado cero de la alteridad. Lizarazo (2022: 149) lo ha expresado con mucha precisión: son fotos que buscan la curación, que reinterpretan “el dolor de la violencia en ritos que permiten subsumir el presente en un tiempo cósmico”. A diferencia de las imágenes terribles de Abu Ghraib, permiten rehabitar el mundo, incluso los mismos espacios manchados por actos atroces e inhumanos.

Pienso, finalmente, que las fotografías de la “estética de retorno” coinciden en el fondo con las benjaminianas “imágenes dialécticas”, con imágenes que muestran el retorno del “otro” del presente. Ese “otro” es tanto el pasado, el tiempo de los desaparecidos, como el futuro, el tiempo porvenir que se abre para los supervivientes cuando el eterno presente del dolor se transforma en bella y consoladora memoria. Digamos, para terminar, esto mismo con las palabras de Diego Lizarazo (2022: 157): “el cuerpo negado del otro resulta incluido en la nueva forma de la memoria. Se rehabita lo deshabitado”.

Bibliografía

Barthes, Roland (1990). La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona: Paidós.

Benjamin, Walter (1987). Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus.

Butler, Judith (2017). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Barcelona: Paidós.

Daney, Serge (2004). “La guerre, le visuel, l’image”, Trafic, 50, pp. 439-444.

Didi-Huberman, Georges (2015). Remontaje del tiempo padecido. El ojo de la historia 2. Buenos Aires: Biblos.

Gumbrecht, Hans Ulrich (2011). Stimmungen/Estados de ánimo. Sobre una ontología de la literatura. Murcia: Tres Fronteras.

Jay, Martin (2007). Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo xx. Madrid: Akal.

Kracauer, Siegfried (2008). La fotografía y otros ensayos. El ornamento de la masa 1. Barcelona: Gedisa.

— (2010). Historia. Las últimas cosas antes de las últimas. Buenos Aires: Las Cuarenta.

Lizarazo, Diego (2022). La fotografía y el otro. Cuerpo y estética de retorno. Ciudad de México: Gobierno de México-Subsecretaría de Cultura.

Nancy, Jean-Luc (2003). Au fond des images. París: Galilée.

Quignard, Pascal (2018). La noche sexual. Madrid: Funambulista.

Rancière, Jacques (2015). “Les incertitudes de la dialectique”, Trafic, 93, pp. 94-101.

Sontag, Susan (2006). Sobre la fotografía. México: Alfaguara.

— (2014). Ante el dolor de los demás. Barcelona: Penguin Random House.

Szendy, Peter (2021). Pour une écologie des images. París: Les Éditions de Minuit.

 

Filmografía

Antonioni, Michelangelo (dir.) (1966). Blow-Up [película]. Reino Unido, 108 min. Inglés.


Antonio Rivera García es catedrático del área de Estética y Teoría de las Artes en el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid, del que actualmente es su director. Es asimismo codirector desde 2010 de Res Publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas. En la actualidad es director del Grupo ucm de investigación “Estética contemporánea: arte, política y sociedad”. Sus investigaciones se han centrado en la historia de las ideas y conceptos políticos y en la estética contemporánea, con particular atención a la teoría de la imagen. Su último libro es La crueldad de las imágenes. Estética y política del cine (2022). Madrid: Guillermo Escolar Editor, 744 pp.

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