Recepción: 18 de abril de 2022
Aceptación: 2 de septiembre de 2022
La percepción sobre el covid-19 de los pueblos otomíes estuvo marcada desde su propia experiencia histórica frente a las enfermedades exógenas desde la época colonial y hasta nuestros días. Ante la llegada de la pandemia y la falta de información precisa, los especialistas rituales, lo mismo en la sierra de las Cruces y Montealto (Estado de México) como en la Sierra Norte de Puebla, se vieron empujados a identificarla, determinar su origen y, desde su competencia ritual, darle cuerpo y rostro para combatirla con más eficiencia.
“if god doesn’t pronounce it, we don’t die”: multimedia chronicle of the otomí ceremonial circle against covid-19
The Otomí peoples’ perception of covid-19 was marked by their historic experience facing exogenous illnesses from the colonial period to the present day. In the face of the arrival of the pandemic and a lack of precise information, ritual specialists both in the Sierra de las Cruces and Sierra de Montealto (in Mexico state) and in the Sierra Norte de Puebla were driven to identify it, determine its origin, and, using their ritual proficiency, give it a body and a face in order to battle it with greater efficacy.
Keywords: covid-19, otomíes, sickness, ritual specialists, dreams, cosmopolitics.
En marzo del año 2020, el confinamiento por el covid-19 me obligó a valorar la posibilidad de mantener activo o suspender el trabajo etnográfico que llevo a cabo desde hace una década y media en pueblos de origen otomí. Al consultar a uno de mis interlocutores más cercanos, obtuve la siguiente respuesta: “–Si tienes miedo mejor ni vengas. ¿O a poco ya no confías en el Dueño del Mundo?”. Ante esta respuesta, decidí no tener miedo. Esta crónica multimedia, en forma de documental, es fruto de esa (ir)responsable decisión.
Desde finales de 2019, un ejército de epidemiólogos, virólogos y otros expertos del campo de la ciencia médica se afanaron en sus laboratorios de alta especialidad, buscando comprender el origen, desarrollo y mutaciones que llevaran a encontrar en un tiempo récord las posibles vacunas contra el covid-19. Al mismo tiempo, en muchas regiones del planeta surgieron poderosos movimientos antivacunas, y en no pocos países se libraron duras batallas callejeras contra las medidas de confinamiento y restricciones de la movilidad de las personas (pero no de las mercancías). Las teorías de la conspiración convivieron con muy oportunas reflexiones sobre la biopolítica y la necropolítica asociadas al manejo del virus y la crisis global que su aparición trajo consigo (Amadeo, 2020). El mundo se vio inmerso en el “pensamiento mágico” (Gusterson, 2020), combatido con denuedo por “los científicos”, aparentes dueños de los (muy limitados) saberes disponibles sobre el virus, el cual resultó un eficaz acicate: sin duda alguna, el covid-19 resultó algo (o alguien) “bueno para pensar”.
Mientras en los laboratorios de los centros de investigación o en los de las empresas farmacéuticas, los expertos laboraban con frenesí, otros especialistas (específicamente chamanes y otros especialistas rituales) trabajaron en sus propios laboratorios, es decir, en los cerros, las cuevas y los oratorios, buscando entender una peste cuyo origen provenía –en sus propias palabras– del mundo no-indígena. Durante varios meses, aquellos hicieron grandes esfuerzos para discernir al virus, siguiendo con rigor los métodos de su propia “ciencia de lo concreto” (Lévi-Strauss, 1964: 42). Con su trabajo, parecían dialogar con la intuición propuesta por Eduardo Viveiros de Castro sobre que en Occidente “conocer es objetivar”, mientras que para el chamanismo amerindio “conocer es personificar” (2004: 43); así, la tenacidad puesta en la tarea de otorgar personeidad al covid-19, a través de sueños, visiones, trances y rituales de adivinación, no apareció como una tarea ni epistemológica ni cosmopolíticamente menor: literalmente, a muchos pueblos indígenas se les iba la vida en esta urgente identificación, como lo escribí en un texto muy reciente (Hernández Dávila y Peña, 2021).
Entiendo aquí por cosmopolítica la reflexión que parte de Isabelle Stengers (1997) y retomada por Montserrat Cañedo Rodríguez (2013) en una compilación de textos al respecto. La cosmopolítica no parte de un universalismo exento de conflictos, sino
de la diferencia cualitativa en los modos de existencia y de las prácticas de conocimiento vinculadas a ellos y asociadas a actores distintos en lugares diferentes. En otras palabras, parte de la constatación de ontologías plurales sobre las que se plantea una pregunta política, la de sus modos de coexistencia, asumiendo que las diferencias nunca pueden ser del todo pacificadas (Cañedo, 2013: 10).
Invito al lector a acercarse al material etnográfico. Durante la Semana Santa del 2020, en las montañas de la Sierra Norte de Puebla, un bädi ampliamente conocido dentro y fuera de su comunidad, San Pablito, Pahuatlán, logró (ejerciendo su don chamánico) ver el rostro y escuchar la voz de lo que él denominó cororin (covid-19) en un sueño, que en realidad fue una pesedia (pesadilla); su nombre es Alfonso Margarito García Téllez, quien además está reconocido como un competente recortador de papel, habilidad cultivada desde hace décadas. Además, don Alfonso Margarito es coautor de al menos dos trabajos académicos (García Téllez y Díez Barroso, 2012; García Téllez, 2018). Estos recortes personifican, dan cuerpo tanto a las semillas como a los dueños del monte y del agua, los meteoros y los depredadores nocturnos y los malos aires; en ellos se especifica el nzaki (la fuerza) de cada existente. Los recortes son elementos esenciales en el costumbre y otros rituales terapéuticos de otomíes, nahuas y tepehuas (Galinier, 1990: 292 y ss.; Heiras, 2010; Trejo et al., 2014). El catálogo de este arte es tan vasto que han hecho falta generaciones de investigadores para informarnos de su gozosa complejidad, desde las publicaciones pioneras de Hans Lenz (1948) y Bodil Christensen y Samuel Martí (1971), y no es este el espacio más adecuado para extenderse en este complejo y amplísimo tema. Sin embargo, a pesar de su habilidad con las tijeras, Alfonso Margarito no recortó al cororin con ellas, sino que lo dibujó con pinceles sobre papel de jonote: tan vívido fue el sueño que consiguió proyectar sus facciones, ropa, cuerpo y atributos con precisión, y consignar –y fijar– su palabra. Fue así como la voz y el rostro del cororin pasaron del registro onírico a ser plasmados en un mismo texto, de la manera en que Carlo Severi (2004) describió lo que denominó “objetos-quimera”.
Al mismo tiempo, a más de 200 kilómetros de distancia hacia el sur y en otras montañas también habitadas por otomíes, un grupo de mëfi (palabra que se traduce como “trabajador” o, con más precisión, como “peón”) se congregó para la fiesta grande de la Asunción de la Virgen el 15 de agosto del 2020, en el oratorio ubicado en la cima del cerro de La Campana, situado en el límite de los municipios de Huixquilucan y Lerma, en el Estado de México. En la madrugada, el Señor del Divino Rostro (llamado también Mixenthe, el jaguar del monte) tomó el cuerpo de una de sus trabajadoras quien, en trance, prestó su cuerpo y voz a esta deidad. A pesar de la torrencial lluvia que se abatía sobre el monte, el Dueño del Mundo ordenó a los mëfi representar una batalla celestial en la cima del cerro. Pidió que se tomara la corona de plata de la antigua cruz de piedra que lo representa y que se resguarda en una vitrina protegida por paredes de vidrio. Ordenó también coger las palmas benditas para blandirlas como espadas vegetales, cuya función era limpiar el aire y decapitar al virus. Así, acompañados de la música del violín, los mëfi dieron una vuelta en sentido levógiro al mundo (es decir, al contorno exterior del oratorio) y, bailando, ahuyentaron la peste, enfrentando “la corona de Cristo a la del coronavirus”.
A estas reyertas rituales se sumaron, en esos meses fatídicos, otras labores terapéuticas: en algún rincón de esta sierra, la sirena dueña del agua (llamada Minthe, en otomí) tomó el cuerpo de una reconocida curandera del pueblo de San Pedro Abajo, Temoaya, e hizo saber al mundo que el remedio contra la epidemia era beber el agua sagrada de los manantiales que surgen de las entrañas del monte: “agua pura contra la gripa”. En el piedemonte entre Huixquilucan y Naucalpan (también en el Estado de México) otra mujer, mayora de un oratorio parental en San Francisco Ayotuxco, recibió en sueños la visita de Jesucristo, quien le manifestó su enojo con la humanidad a causa de la violencia: niñas o mujeres violadas, asesinadas o desaparecidas, desgracias que ofenden sobremanera a su madre, la Virgen, “quien también es mujer y madre”. La mayora continuó compartiendo el mensaje de Jesucristo: “limpiaré con mi corona la mitad de esta casa”, equiparando las muertes por el covid-19 a una suerte de purificación sacrificial de la Tierra. Esa misma mujer transmitió la recomendación de Jesucristo de no atender los llamados del gobierno para asistir a los hospitales, e invitó a que, ante la mínima sospecha de gripa, se consumieran miel, cítricos y ajo, como medicinas “de Dios” contra una enfermedad que proviene del mundo de los mbehes y katrinas, que es como se denomina en estas montañas a los mestizos y mestizas. “El covid-19 es también una enfermedad que mandaron del cielo porque la Tierra ya no aguanta a tanta gente”, sostiene Andrés Trejo, un viejo mëfi de la montaña de Huitzizilapan. “Esa enfermedad vino de otro lado, de lejos, en los helicópteros que pasan en la noche, regando su agua mala sobre los pueblos”, remata. Don Andrés se reunió con otros tantos mëfi para pedir a los santos, vírgenes y cristos que protegieran a los pueblos, con su manto sagrado, de estos sobrevuelos nocturnos de la muerte.
Estas experiencias nos remiten al trabajo de Jacques Galinier quien, en su libro Una noche de espanto. Los otomíes en la oscuridad (2016), puso ante nuestros ojos la pertinencia de la etnografía del nectímero en el mundo otomí. Y si bien los ejemplos pueden multiplicarse, lo fundamental salta a la vista: lo mismo la pesedia que experimentó Alfonso Margarito en la Sierra Norte de Puebla, que las batallas que libraron de madrugada los mëfi de las montañas que dividen a la Ciudad de México del valle de Toluca, la peste es un elemento aciago, funesto y de naturaleza nocturna. La noche era su elemento, su medio natural: registré informaciones acerca de sitios en donde se colocaron guardias vecinales en los manantiales comunitarios, temerosos de que “el gobierno” los contaminara durante la oscuridad con la nueva enfermedad. En el pensamiento otomí, el campo semántico de la pandemia confirma que esta fue y sigue siendo un ser de la noche de carácter expiatorio y sacrificial, dotado de un halo de renovación profiláctica de tinte predatorio, semejante a otros seres que pueblan el mundo oscuro en amplias regiones de la América indígena.
¿Cómo se percibió, narró y confrontó, en la experiencia otomí, una pandemia en el mundo global, mundo al que también sin duda pertenecen? Durante estos años comprobé en los pueblos de la sierra de Las Cruces y Montealto que en la memoria de algunos de ellos aún queda el recuerdo del “mal caliente”, uno de los tantos nombres que recibió la así llamada “gripa española”, es decir, la influenza que se abatió sobre el planeta entre 1918 y 1919. Uno de esos recuerdos fue compartido, con turbación y sollozos, por don Andrés Pablo, vecino de San Francisco Magú, Estado de México. Su testimonio sostiene que “los que enterraban hoy eran enterrados mañana. Y luego de que el pueblo se vació por la gripa, nacieron en las milpas unos elotes grandes, grandes, como nunca se habían visto. Pero, ¿ya para qué? La gente ya se había muerto”.
Así como el cocoliztli, el matlazáhuatl o cualquier otro tipo de epidemia, el covid-19 se presentó ante la mirada otomí no solo como un asunto meramente clínico y de salud pública: quedó demostrado una vez más que todos los virus provenían de las alteridades predatorias con quienes las comunidades conviven, generalmente con desazón, desde hace siglos y que, en el contexto actual, se identifican con los intereses económicos que destruyen el bosque, los manantiales y la fauna. “La Tierra llora, grita de dolor”, sentenciaba la Virgen de Guadalupe en su advocación de dueña del agua, en su manantial del cerro de La Tablita de Temoaya en los días de inicio del confinamiento.
Hacia marzo del 2020, el complejo sistema de fiestas patronales, circuitos ceremoniales, carnavales y peregrinaciones en la sierra de Las Cruces y Montealto estaba en marcha. Además, en esta región existe un quincunce de cerros en cuyas cimas hay capillas que alojan a las “cruces con cara” (en otomí hmi p’onti), que son el Divino Rostro. Cada cerro tiene su propio Divino Rostro que delimita un territorio que se extiende sierra adentro y hacia el valle de Ixtlahuaca: esta dimensión sagrada del espacio concuerda con lo propuesto por Barabas en un brillante análisis sobre la etnoterritorialidad sagrada en Oaxaca (2006). Los mëfi sostienen que los cinco cerros delimitan al cuerpo de Cristo: la cabeza está en el cerro de La Campana (Huixquilucan), mientras los brazos se encuentran en Hueyamelucan (Ocoyoacac) y Ayotuxco (Huixquilucan). El vientre-corazón se halla en el cerro de La Verónica (Zacamulpa y Xochicuautla, Lerma) y los pies en Tepexpan, Jiquipilco, poblaciones ubicadas en el Estado de México. Los cerros y los cristos que en ellos viven forman una fratría en la que interviene, también como hermana, la Virgen de Guadalupe. Las redes del parentesco divino reordenan a la sociedad humana: en efecto, los mëfi (que son compadres entre sí), una vez confirmada su elección divina, contraen matrimonio con el Divino Rostro y, gracias a esta alianza conyugal, dan su cuerpo al Señor y Señora del monte (quienes carecen de cuerpo). Es así como los dioses logran hablar y ser escuchados en el mundo solar mediante un trance llamado servicio, de clara marca nocturna: “el servicio es un sueño, es dormirse para que Dios hable por el cuerpo de una”, sostiene una mëfi de Ameyalco. Fue mediante los servicios que el Divino Rostro y la Virgen de Guadalupe hicieron saber su postura en la lucha contra el covid-19. Y si bien se deslindaron del origen de la peste, prometieron hacer lo necesario para salvaguardar a sus hijos e hijas “y a la Tierra entera”.
Es preciso anotar también que, al inicio de la pandemia, el escepticismo de las comunidades indígenas en el Estado de México se mantuvo activo y en cada una de ellas corrió la versión de que la enfermedad o bien no existía o, por el contrario, provenía del gobierno “para acabar con los viejitos”. “El [curar el] covid no es trabajo del Divino Rostro. Eso lo inventaron los políticos”, era una frase común de escuchar en los pueblos. La peste no venía de Dios: durante la fiesta de la Santísima Trinidad de 2020 y, mediante un servicio, el Divino Rostro dijo que “esta gripa, este virus no es nada en comparación a lo que el mundo verá cuando suelte a mis jinetes del Apocalipsis”. Y prosiguió:
Ahí sí verán el fin del mundo, porque mis enviados no distinguirán a viejos de jóvenes, a hombres de mujeres: mi espada barrerá por igual a todos, y de eso nadie sabe ni el día ni la hora. Mi machete barrerá el mundo. Habrá hambre y sequía, mucha lágrima tirarán sus ojos. Pero eso no será ahora. Por eso les digo que quien confíe en mí seguirá vivo. Por eso no dejen de venir a verme, de darme mi regalo, mi platito, mi comida.
Ante la claridad de este mandato, los mëfi sabían que dejar de subir a los cerros a mantener y sustentar a los dioses era una mala decisión. Si los curas se atrincheraban en sus templos y transmitían sus misas por Facebook, aquellos no tenían opción: si querían seguir sosteniendo al mundo con vida, era preciso mantener el trabajo ritual, a pesar de las advertencias del gobierno de cerrar incluso las capillas y cuevas de los cerros. “No saben lo que hacemos, mejor que ni se enteren, pero estamos haciendo su trabajo mejor nosotros que el gobierno en curar a la gente”, decían con orgullo los mëfi de Ameyalco.
Llegados a este punto es preciso señalar que mi capacidad etnográfica no alcanza, ni medianamente, el territorio de la Sierra Norte de Puebla o la región contigua de la Huasteca meridional. La literatura etnográfica de la región es, por fortuna, muy extensa desde hace décadas. Sin entrar en controversias inútiles, mencionaré como referencia los trabajos ya clásicos de James Dow (1974), Jacques Galinier (1990) o Guy Stresser Péan (2011), y más recientemente los trabajos de Israel Lazcarro (2008), Carlos Heiras (2010), Trejo Barrientos et al. (2014) o los publicados por la Revista de Estudios Otopames. Es preciso anotar además que, específicamente sobre San Pablito Pahuatlán, Puebla, existen los trabajos imprescindibles de Libertad Mora (2008, 2011). Pero, junto con la literatura antropológica, apelo a lo que significó para mí conocer a don Alfonso Margarito, hábil recortador de papel y, como dije al inicio de este texto, distinguido bädi otomí. La ocasión sobrevino cuando en una publicación en su red social de Facebook, el etnólogo Iván Pérez Téllez solicitó ayuda para don Alfonso, quien completaba sus ingresos con la venta de artesanías, tanto en papel recortado o pintado como con accesorios de chaquira. Como era evidente, con la pandemia sus ingresos habían mermado y cualquier ayuda sería bienvenida. Es justo advertir que a este colega debemos también una aguda reflexión sobre el tema que nos ocupa (Pérez Téllez, 2021).
Las conversaciones con el bädi conducían siempre al mismo rumbo: sus sueños con el cororin, las oscuras intenciones de los reyes chinos, japoneses y africanos, “adoradores de dioses que son animales salvajes” para “chingarse al Cristo”, las ingratas tareas de los médicos que mataban gente para dar comida al diablo, la ausencia del miedo entre los otomíes en contraparte del terror con el que vivían los mestizos, etc. Años antes, Pierre Deleage y Jacques Galinier (2013) habían llamado nuestra atención de la forma en que este bädi había pasado del recorte en papel de jonote al diseño de sus propios libros (códices), en donde la palabra escrita convivía con la materialidad icónica de los recortes. Estos libros formaban un conjunto “canónico” de cuatro volúmenes a los que se agregó uno más, justo sobre el coronavirus.
He señalado que Alfonso Margarito no recortó –pero sí dibujó con pinceles– al cororin, agregándole además textos con información hondamente sugestiva. Es así como surgieron los denominados por mí Papeles de la pandemia. Estos son el resultado de trasvasar un sueño al papel, son el paso de la experiencia y las impresiones oníricas a la plástica material en papel de jonote y coloreados, siempre acompañados de un texto escrito por don Alfonso, al mismo tiempo onironauta, pintor y amanuense. ¿Qué persistió del sueño de don Alfonso en sus Papeles? Un resumen de todas las variantes (don Alfonso ha pintado no menos de cincuenta versiones de los Papeles) podría ser la siguiente: la versión gubernamental del covid-19 es una “mentira”; es decir, es cierto que el virus es una enfermedad, pero es también un conjunto de tres existentes nefastos, dotados de una agencia que va más allá del mero tema clínico. Estos personajes son la Ánjela [sic] del Infierno, quien está acompañada del Presidente del Infierno y del Presidente del Purgatorio, protagonistas recurrentes en los recortes de curación como malos aires a los que es menester alimentar y después alejar del mundo humano. Esta maligna trinidad fue enviada (como diplomáticos del inframundo) por los reyes chinos y japoneses, quienes adoran a animales salvajes y que pretenden debilitar al Cristo, a su ley y a la Biblia. Infiltrados en México y en los países cristianos, la malévola triada ordenó a los médicos (blancos y mestizos) y enfermeras de los hospitales de México matar a la gente y así procurar al diablo “carne de indígena cristiano sabroso”. En este marco, solo los mestizos tienen miedo y tapan su boca. Pero la gente indígena de San Pablito no manifiesta miedo. En los Papeles esta valentía se extiende al actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien tampoco se cubre la boca “porque es indígena y se cuelga sus uevos [sic]”. En este asunto, don Alfonso Margarito es insistente: los indígenas “son chingones”, viven sin miedo. Solo los mestizos demuestran cobardía, incluso los curas y los obispos, quienes tapan su boca por temor.
Desde los primeros Papeles elaborados en el 2020 y hasta los más recientes, la narrativa fue adquiriendo matices que la confirman y enriquecen. En cierto momento, su autor hace decir al trío maligno que ya pisaron Roma y Tierra Santa (una alusión a la expansión del virus por todo el mundo) y en algunos consigna que una eficaz cura contra el cororin, una vez escuchándolo acercarse a las casas, es quemar chile seco que lo ahuyenta por su olor penetrante. En algún momento, Alfonso Margarito sostiene que los chinos se quieren adueñar del mundo para vender sus mercancías. Otra idea reiterada (compartida con los otomíes del Estado de México) en los Papeles es la certeza de que para los otomíes la muerte no es algo que llegue solo mediante una enfermedad y depende de Dios:
eyo(s) (los indios) dicen que ya sabemos que vamos a morir todos cuando ya dise dios, vamos a morir
si dios no dice, no morimos
dice los pueblos indíjeno [sic]: están más vivo(s) los cabrones indígena(s)
los pueblos mestiso son miedosos(s) igual los sacerdotes.
indijena cree al viento, cree al agua, cree madre tierra y cree en Cristo y Virgen.
Los rostros, miradas, gestos y cuerpos de esta trinidad recuerdan aquellas “antropologías del miedo” y los siempre vislumbrados regresos de monstruos (Pratt, 2007; Fernández Juárez y Pedrosa, 2008). No hay escapatoria: si la epidemia es vista por los otomíes como resultado de la envidia y la guerra entre dioses de diverso origen, la apelación a Cristo y a la Virgen como sinécdoques de la Tierra y de lo verdaderamente humano recuerda que el cristianismo es, para el mundo otomí, más una cosmopolítica –una constante negociación entre existentes que necesitan coexistir– que una religión en su forma grecolatina.
Con el paso del tiempo, desde marzo del 2020, los esfuerzos de los especialistas rituales otomíes por identificar y clasificar al covid-19 dieron resultados; en primer lugar, lo ubicaron como algo suficientemente perjudicial como para ignorarlo y después como alguien de quien era preciso conocer su voz, rostro y origen. Si en algo coincidieron los especialistas rituales otomíes lo mismo en el Estado de México que en la Sierra Norte de Puebla, fue en indicar el poder del miedo. “Lo que mata a la gente es el miedo, no la gripa”, escuché decir en varias ceremonias. Por ejemplo, en Temoaya, la Virgen de Guadalupe, mediante un servicio, dijo que “le dolía que sus hijos creyeran más en los doctores y enfermeras” (los mbuehes y katrinas, “gente de la ciudad”) que en ella, y que le lastimaba que no se reconociera que la salud proviene de los remedios que aquella dictaba: “ustedes –dijo a los presentes en el oratorio– confían más en los doctores. Maldito el hombre que confía en el hombre”. El servicio se cerró con una frase que parafrasea aquella que la Guadalupana dijo a Juan Diego en el Tepeyac: “¿Qué no estoy yo aquí?, ¿Qué no me ven a mí que soy su madre, su doctora, su salud?”. En la cima de los cerros de La Campana y La Verónica, los fieles del Divino Rostro insistían una y otra vez en que “Muere quien Dios quiere que muera. Se salvarán sus hijos, los que tienen fe y confianza, los que le dan su regalo y quienes suben con fe para pedir la salud. Qué doctores ni qué hospitales. ¡Él, y sólo él sabe el día y la hora! ¡Él sabe los remedios, las medicinas, lo que hay que hacer!”.
Lo cierto es que, al menos en el Estado de México, la ansiedad y el terror sí hicieron mella de una población otomí que siempre se supo vulnerable. En efecto, los pueblos de la montaña proveen de mano de obra a la industria de la construcción y manufacturera de los valles de México y Toluca, así como de otros oficios que no pudieron detenerse durante la pandemia. Una cantidad importante de obreros, albañiles, yeseros, carpinteros, empleadas domésticas, personal de seguridad o intendencia, o bien abandonó sus trabajos o fue temporalmente descansado en los mismos. Otros, en cambio, mantuvieron un ritmo de circulación que muy pronto los expuso al virus. En los pueblos del cordón serrano mexiquense muy pronto se esparcieron las noticias de contagios y fallecimientos de familias enteras por causa del covid-19.
A estas muertes se sumaba, al interior de los mismos pueblos, un halo de mal aire y exclusión hacia los enfermos y sus parientes cercanos. En las doce comunidades y pueblos de Huitzizilapan se pidió por todos los medios posibles (inclusive por medio de las redes sociales) que se suspendiera el llamado “toque doble” de campanas que anuncia un fallecimiento a la población, por la sencilla razón de que estas repicaron días enteros sin cesar, anunciando que la muerte había dejado de ser un episodio esporádico en la población, para instalarse como un huésped imposible de erradicar. Las campanas silenciadas marcaron la ruta del cese de rituales públicos en los templos. El miedo parecía estar ganando la batalla.
Una rápida revisión al día de hoy del mapa de incidencia y letalidad del virus del covid-19 en México no deja lugar a dudas: la peste pintó de rojo la totalidad del país; pero en ese sentido es importante añadir que los sueños, los trances y los cercos ceremoniales proporcionaron a los otomíes una serie de respuestas para escuchar la voz de la enfermedad, verle la cara y oponerse a ella lo mismo con agua de manantiales, batallas nocturnas, humo de chiles quemados, miel, naranjas y limones, ajos y temazcales. Si la pandemia era, parafraseando a Galinier, una especie de “pesadilla en acción”, es posible sostener que las acciones de los bädi y los mëfi confirman la intuición de Lévi-Strauss, en el sentido de que “la oposición entre el rito y el mito es la oposición entre el vivir y el pensar”, esto es: “la esencia del ritual es intentar reducir el pensamiento a lo vivido” (1964: 609).
El ciclo ritual del monte no se detuvo: si las misas se trasladaban a Facebook (por el miedo que paralizó a cientos o miles de curas en todo el mundo), los rituales en el cerro no podían ni detenerse ni trasladarse a las redes sociales: era preciso dar cuerpo, recibir la palabra del cielo, sembrar en las cuevas sagradas, dar de comer a los dioses, venerar y bailar y cantar a las semillas. A veces fue ineludible alterar el ciclo climático: los mëfi de Ameyalco decidieron retardar un poco la petición de lluvia y solicitar al Señor de la Exaltación de Xochicuautla (entidad que regula y gobierna el viento) que se mantuviera activo para alejar las nubes y prolongar un poco la sequía estival, debido a que habían escuchado que el covid-19 “no resistía el calor”. En contraparte, en la Sierra Norte de Puebla, como cada 24 de diciembre, en 2021 la ceremonia de bendición de las semillas se llevó a cabo con la serenidad que la causa exigía: fui testigo de la forma en que decenas de familias llegaron hasta la Casa del Costumbre acompañados de las fotografías de sus hijos e hijas migrantes en Estados Unidos, quienes esperaban ser bendecidos y no perder la protección de los dioses del pueblo, en un año en el que las remesas llegadas desde el norte crecieron significativamente, justo en los tiempos pandémicos cuando los migrantes fueron declarados “trabajadores agrícolas esenciales”.
Y sigue la mata dando. Durante el mes de febrero de 2022, los pueblos de la sierra de las Cruces y Montealto concurrieron al carnaval otomí en Huitzizilapan. “El miedo no nos dobló”, me dijo Agustín Gutiérrez –un joven otomí–, quien sabe, sin embargo, que esta larga noche es una más de las que estos pueblos viven y han vivido desde siempre, y para las cuales hay que estar preparado: “El virus no nos mató porque en el monte siempre están las respuestas”, concluye mientras acaricia al Güero, su perro, fiel compañero de andanzas en la vida.
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Carlos Arturo Hernández Dávila es licenciado en Etnología, maestro y doctor en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah). Ha sido coordinador de la Licenciatura de Etnología y subdirector de licenciaturas en la misma institución. Su trabajo se concentra en el cristianismo otomí en el Estado de México, así como en la memoria visual de los pueblos obreros del valle de México. Actualmente es profesor en el Departamento de Reflexión Interdisciplinaria en la Universidad Iberoamericana-Ciudad de México, así como en el Doctorado en Desarrollo Humano en la Universidad Motolinía del Pedregal.