Peinar la historia a contrapelo: reflexiones en torno a la búsqueda y exhumación de fosas comunes en México

    Recepción: 19 de febrero de 2018

    Aceptación: 16 de mayo de 2018

    Resumen

    Este artículo propone reflexionar en torno a la multiplicación de enterramientos ilegales de restos humanos en el México de inicios del siglo XXI, partiendo de su poder coercitivo como mecanismo de terror, pero también de su capacidad para propiciar la acción colectiva, desafiar la verdad oficial y actuar como una autopsia del régimen político-social de precarización y desigualdad neoliberal. A partir de las experiencias de los familiares de personas desaparecidas en búsqueda, se plantean las tensiones aún no resueltas en torno al derecho a la verdad frente a la expansión de la crueldad que expone la inhumación irregular de los muertos, y se invita a pensar en los desafíos epistemológicos y éticos que enfrentan los investigadores-testigos en estos paisajes bélicos.

    Palabras claves: , , ,

    Combing history “the wrong way”. Reflections on searching for and exhuming Mexico’s common graves

    A reflection on multiplying numbers of illegal human-remains burials in Mexico at the beginning of the twenty-first century, based on their coercive power as mechanisms of terror as well as their ability to propitiate collective action, defy official truths and act as an autopsy of the politico-social regime to which neo-liberal precarity and inequality give rise. Through experiences on the part of family members searching for the disappeared, unresolved tensions are posited regarding the right to truth vis-à-vis the cruelty-expansion that irregular burials of the dead expose; the author invites readers to contemplate the epistemological and ethical challenges researchers and witnesses face in these combative landscapes.

    Key words: Exhumation, common graves, forced disappearances, truth.

    La primera vez que acompañé a un colectivo de familiares de personas desaparecidas a una búsqueda de “tesoros”1 en Sinaloa, México,2 asistí a la puesta en marcha de prácticas y conceptos que hasta entonces eran desconocidos para mí. “Peinar el terreno” fue uno de ellos. La frase forma parte de un lenguaje técnico producido por la experticia de los familiares de personas desaparecidas y hace referencia a la acción de recorrer el lugar en el que se presume la existencia de un entierro, haciendo un tipo de “rastrillo” humano con el que se proponen revisar cada centímetro del lugar, previamente marcado, explorando los indicios que puedan señalar la presencia de una fosa con restos humanos.

    Este procedimiento que se ha vuelto tan cotidiano para cientos de familiares que han tomado como oficio buscar entre la tierra a sus desaparecidos, evoca la imagen de Walter Benjamin (2008) cuando habla de “peinar la historia a contrapelo”, como una forma de resistir a la barbarie de la historia. En otras palabras “realizar una crítica de la ideología del historicismo con el fin de mostrar la otra cara de la historia: la historia de los vencidos, de sus sufrimientos y de sus resistencias” (Villena Fiengo, 2003: 97).

    Visto así, peinar el terreno y revolcarlo hasta dar con el paradero de esas hijas, hijos, padres, madres, hermanos, hermanas que hacen falta, es darle la vuelta a la historia de los vencedores y poner en crisis el régimen de impunidad y no verdad con el que amparan sus proyectos políticos y económicos.

    A diferencia del ejercicio crítico que plantea Benjamin y que tiene como propósito acudir al pasado para iluminar el presente y así redimir el propio pasado; la búsqueda y exhumación de las fosas comunes3 en México no se refiere al pasado, dado que éste no ha caducado. Este presente remite a un paisaje de guerra contra la población, una guerra sin término, no convencional pero cada vez más común4 y naturalizada, cuyo propósito central es establecer el modelo neoliberal de concentración del poder a través del despojo y la eliminación de poblaciones enteras.5

    En el ámbito internacional, las exhumaciones se han convertido en herramientas de verdad, justicia y reparación, y han transformando de manera radical los modos de gestión del pasado traumático gracias, entre otros fenómenos, al fortalecimiento de la ciencia forense y su implicación en el ámbito de los derechos humanos (Rosenblatt, 2015) y a la puesta en marcha de mecanismos de justicia transicional en periodos de posconflicto y posguerra (Pérez Sales y Navarro, 2007). Pero ¿qué ocurre en México?, ¿qué se abre y qué se cierra con la exhumación de las fosas clandestinas?, ¿qué mecanismos de verdad y reparación se ponen en marcha con estos procesos? y ¿qué sentidos adquieren estos conceptos a partir de la experiencia propia de familiares y del contexto de la desaparición?

    Además de intentar contestar estas preguntas a la luz de mi experiencia como “testigo” (De Marinis, 2017) de los procesos de búsqueda y exhumación de fosas en México, propongo algunas reflexiones sobre los desafíos epistemológicos que implica este proceso no sólo para la antropología sino también para las ciencias sociales y forenses. Sobre todo, en el ánimo de comprender de qué manera las sociedades lidian con los conceptos de justicia, verdad y reparación desde sus propios saberes y prácticas y cómo gestionan el carácter “objetivo” y “universal” de la ciencia en torno a la exhumación de los restos humanos.

    Paisajes bélicos: desaparición de cuerpos y administración del sufrimiento

    Si bien las cifras continúan siendo un problema para reconocer la dimensión real de la desaparición forzada de personas en México, a través de las estadísticas oficiales es posible reconocer que 37 436 personas desaparecieron en los últimos 11 años en el territorio nacional.6 Los colectivos de familiares denuncian que este número se encuentra muy por debajo de la realidad, teniendo en cuenta que muchas personas no se han atrevido a denunciar por desconfianza en las instituciones del Estado debido a la comprobada colusión con actores privados y por su responsabilidad directa en las desapariciones forzadas.7 Pese a los inconvenientes para dimensionar el problema, México ha sido señalado por diferentes organismos de derechos humanos nacionales e internacionales como un país con un problema sistemático de desapariciones forzadas y otras violaciones a los derechos humanos (GIEI, 2015; 2016; CIDH, 2016; HRW, 2013; ONU, 2012). Estos informes permiten ver que el caso mexicano es de una complejidad abrumadora, pues no sólo rebasa las categorías jurídicas establecidas históricamente para dar cuenta del fenómeno sino también las explicaciones tradicionales para dar cuenta de un crimen histórico con contornos bastante definidos (Robledo, 2017).

    Durante mi participación en la Primera Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas en Veracruz8 tuve la oportunidad de recibir a 29 familiares de personas desaparecidas, que se acercaron para que la Universidad Autónoma del Estado de Morelos les tomara muestras genéticas para ser cotejadas después con las de los hallazgos que resultaran de las búsquedas. De estas familias, 10 no habían puesto ningún tipo de denuncia por temor a las represalias:

    Cómo voy a poner la denuncia si la misma patrulla de la policía que se llevó a mi hija hace rondines frente de mi casa y se para en la entrada de la escuela de mi otra hija para vigilarnos. Ya hace dos meses que desapareció mi hija y yo no me he acercado a una oficina de gobierno. Es la primera vez que le cuento esto a alguien que no sea mi familia (Elena,9 madre de una joven desaparecida en febrero de 2016 en Córdoba, Veracruz).

    Esta “desciudadanización”10 de los sujetos para quienes el Estado ha perdido su máscara mostrándose en toda su ilegitimidad, se consolida gracias a una “política del miedo” (Calveiro, 2015) que beneficia el establecimiento del poder sobre el territorio y los cuerpos y desajusta por completo el pacto social que colgaba de un hilo en regímenes de despojo, pobreza y violencia institucional sistémica.11 En este campo de reacomodo del poder acompasado por el ritmo del mercado, México ha asistido a la amplitud del espectáculo del sufrimiento y de la crueldad, mediante la puesta en escena de diversas modalidades de violencia extrema (Nahoum-Grappe, 2002).

    Desde el hallazgo en 2010 de una bodega con 72 cuerpos de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, ejecutados con signos de tortura,12 pero sobre todo después de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en Iguala-Guerrero, ocurrida en septiembre de 2014, la existencia de fosas empezó a configurar un espectáculo mediático de la crueldad, que con el tiempo se ha vuelto cotidiano. A tan sólo un mes de la desaparición de los 43 jóvenes se hallaron más de cien cuerpos inhumados en fosas, en Iguala, Guerrero, gracias a la búsqueda de los propios familiares, acompañados por hombres y mujeres solidarios de las comunidades aledañas. El hallazgo de estos restos, que no correspondían a los de los estudiantes, puso de manifiesto la existencia de una tragedia que sobrepasaba las fronteras de la agenda mediática. Desde las entrañas de la tierra esos cuerpos empezaron a reclamar su identidad, y desde los pueblos y las ciudades la gente comenzó a organizarse para “recuperar esos tesoros” y devolverles su nombre.

    Así, mientras que los discursos públicos y las demandas de gran parte de las asociaciones civiles se centraron en la tragedia de los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa y en el reclamo de su presentación con vida, más de 500 familias se organizaron en el Comité los Otros Desaparecidos de Iguala, Guerrero, para recuperar no sólo los restos hallados hasta entonces en las inmediaciones de Iguala, y de cuya identidad nadie se había preocupado, sino para iniciar lo que sería un largo trayecto de aprendizaje en la búsqueda de restos humanos, que se iría desarrollando simultáneamente en varios estados de la república mexicana.

    Pese a la relevancia que han alcanzado estas acciones, sobre todo desde 2015, la búsqueda no es un fenómeno reciente. En Tijuana, por ejemplo, el primer hallazgo de fosas realizado por familiares de personas desaparecidas tuvo lugar el 6 de abril de 2011. En un terrero a las afueras de la ciudad se encontraron restos eliminados con la técnica desarrollada por Santiago Mesa, alias “El Pozolero”, quien por años disolvió cuerpos en sosa cáustica por órdenes de los cárteles que operan en esta ciudad (Robledo, 2017).13 También es posible rastrear búsquedas ciudadanas en Sinaloa desde 2011, realizadas por pobladores del norte del estado, quienes, al ser entrevistados por un periodista local,14 denunciaban de manera anónima por temor a las represalias, que la mayoría de las víctimas las había desaparecido la policía municipal (Valdez, 2014).

    En Veracruz, las búsquedas colectivas iniciaron después de la llegada de la Primera Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, que se llevó a cabo entre el 11 y el 22 de abril de 2016 en Amatlán, Veracruz. Esta brigada reunió a más de treinta familiares de diferentes estados de la república para buscar en los terrenos señalados por vecinos, quienes habían sido testigos de enterramientos sistemáticos y masivos en esta zona del estado. Esta estrategia de búsqueda, que más adelante se repetiría en dos ocasiones (Paso del Macho, Veracruz, en julio de 2016, y Culiacán, Sinaloa, en enero de 2017), permitió generar un espacio de intercambio de saberes y prácticas entre buscadoras y buscadores, así como fortalecer los canales de comunicación y solidaridad entre colectivos en el campo de la búsqueda.

    A Sinaloa, Guerrero y Veracruz15 se suman las búsquedas de “los Cascabeles”, integrantes del Grupo Vida de Coahuila,16 quienes bajo el liderazgo de Silvia Ortiz y de su esposo Óscar Sánchez Viesca, padres de Silvia Estefanía Sánchez, desaparecida en 2006, se han convertido en un grupo de expertos en la búsqueda de pequeños fragmentos de hueso en medio del desierto. Sólo durante 2015 el grupo, con una experiencia de más de 10 años de búsqueda, logró el hallazgo de 40 fosas comunes, cuya materialidad ha llevado a los Cascabeles a concluir que los grupos delincuenciales “cocinan” a sus víctimas en tambos con ácido y después trituran los huesos para que nunca lleguen a identificarlos.17

    Otras técnicas de desaparición de cuerpos que han salido a la luz pública en los últimos años incluyen las cremaciones masivas de restos humanos bajo custodia del Estado por parte de las propias fiscalías, como el caso de Jalisco;18 las realizadas en prisiones por parte de grupos armados ilegales con la autorización y participación de agentes estatales, como las perpetradas en Piedras Negras, Coahuila, por Los Zetas;19 la inhumación de cuerpos en fosas irregulares por parte de las fiscalías encargadas de procurar justicia, como el caso de Tetelcingo, Morelos,20 y el entierro desordenado e irregular de cuerpos en los panteones bajo custodia del estado.21

    El mapa de terror de estos dispositivos no se agota en las modalidades mencionadas, como lo dejan ver los testimonios de los propios familiares:

    Yo tengo 211 desaparecidos en la asociación. He encontrado 46 cuerpos, sé que tengo unos 30 en la fosa común que tenemos que ir a exhumar. Así que me faltan más de 100 cuerpos por encontrar, pero sé que hay unos que nunca los voy a hallar porque se los dieron a los cocodrilos. Durante años tenían lagos con estos animales que alimentaban con cuerpos y sólo quedaban los huesitos. Después esos huesos los trituraban y los enterraban. Nosotros encontramos un entierro de muchos pedacitos de huesos, pero los peritos de la Fiscalía dijeron que eran de animales, así que ahí los dejaron, sin hacerles una prueba de nada (Mirna Medina, líder del grupo “Las Buscadoras de El Fuerte, Sinaloa, conversación personal, 12 de mayo de 2016).

    Este despliegue de terror, que va configurando una trama de sentidos de normalidad en torno a la violencia extrema (Blair, 2004), no se agota en los paisajes antes descritos. Otros tipos de violencia cotidiana y sistémica se suman al ejercicio de la crueldad que no sólo alcanza el cuerpo de las personas desaparecidas, sino también el de sus familiares. Según Ariadna Estévez (2015) el viacrucis que experimentan los familiares de personas desaparecidas —y en general cualquiera que desee obtener justicia por la vía del derecho del Estado— constituye otro tipo de dispositivo que se impone sobre el cuerpo y la vida de aquellos que buscan ser reconocidos como sujetos de derechos. Desde el momento de interponer la denuncia, los familiares se encuentran sumergidos en un laberinto de papeles, trámites y diligencias que se perpetúan a través de los años como una forma de violencia institucional que impone tiempos y espacios para confinar la acción de los individuos a un tránsito tortuoso que en muy escasas ocasiones culmina con el acceso a la justicia o la verdad (Estévez, 2015).

    Frente a este dispositivo de control de la vida que perpetúa la impunidad y el régimen de no verdad, muchos familiares de personas desaparecidas terminan asumiendo la tarea de la investigación de sus propios casos. Para muchos ésta es la única salida frente a la indolencia de las instituciones que lesionan cotidianamente su condición de sujetos:

    Hemos tocado mil puertas, todas las habidas y por haber. Yo he investigado, yo soy la que ha hecho la mayor parte de la investigación. Hay un camino, o nos quedamos en casa llorando y nos revictimizamos o salimos todos los días a buscar a nuestro hijo (María Guadalupe Fernández, madre de joven desaparecido en Jalisco).

    Este paisaje de violencias extremas y violencias cotidianas se ordena sobre los regímenes de impunidad y de no verdad. El régimen de impunidad tiene que ver con la inexistencia de responsabilidad penal por parte de los autores de crímenes atroces, así como la mínima responsabilidad administrativa por la incapacidad y omisión de los funcionarios públicos que bloquean las investigaciones o cometen acciones que lesionan las posibilidades de obtener justicia (Comisión de Derechos Humanos de la ONU, 2005).22 Pero también se expresa en la falta de estrategias que busquen reparar el insulto moral provocado por la desaparición forzada y los crímenes relacionados. El régimen de no verdad se manifiesta en la construcción de un discurso que justifica la guerra, clasifica a las poblaciones a partir de la construcción de la idea del enemigo e insiste en el carácter marginal de la violencia propiciada por el Estado, centrando la imputación de responsabilidades en el llamado “crimen organizado”.

    Frente a este paisaje de impunidad y no verdad, las fosas clandestinas se vuelven una estrategia de olvido impuesto sobre comunidades enteras a las que se les prohíbe evocar la desgracia: “La mezcolanza intencionada de cuerpos no identificados en fosas sin nombre, inyecta importantes cantidades de desorden, ansiedad y división en el tejido social” (Ferrándiz, 2007: 50). Sin embargo, como indica el mismo Ferrándiz “el significado e impacto social y político de estos restos exhumados depende a su vez de la amalgama de tramas de la memoria que paulatinamente se organizan (y a menudo compiten) en torno a ellos” (2007: 51). Así, frente a la moral universal de los derechos humanos (Rosenblatt, 2015) y la legitimidad de la ciencia forense, que generalmente se erigen como discursos hegemónicos para producir significado y verdades en torno a los restos humanos, se producen nuevas subjetividades, relaciones, identidades y culturas que definen contornos diversos y aún parciales en torno a la verdad, la justicia y la reparación.

    Sentidos y prácticas en torno a la verdad

    Desde un enfoque socioantropológico, se señala que la aparición, circulación y consumo de imágenes de cadáveres con explícitas señales de tortura y violencia cumple un doble propósito. Por un lado, siembra el terror exponiendo la crueldad sobre los cuerpos sin nombre, y por otro, alienta la movilización que busca poner límites al “pacto de silencio” sacando a la luz los “trapos sucios” que han querido ocultarse (Ferrándiz, 2008). Este doble carácter en torno a la manera de producir y consumir el terror de las fosas clandestinas, se relaciona con una tensión profunda en los sentidos que adquiere la verdad en el campo de la desaparición forzada de personas, como intentaré demostrar en este apartado.

    Al referirse a la verdad, el campo teórico del derecho ha establecido una distinción fundamental entre la evidencia legal (verdad jurídica) y la verdad de la atrocidad (verdad histórica) (Rojas-Pérez, 2017). El primer sentido se refiere al conocimiento sobre el modo, tiempo y forma del acto violento, y en el caso de las desapariciones, al conocimiento del paradero de la persona desaparecida; mientras que el segundo trasciende el acto singular y se ubica en el reconocimiento de las atrocidades como actos cometidos contra un conjunto social.

    En el campo de la desaparición forzada, la verdad implica el “deseo de saber” como una “necesidad humana básica” (Naqvi, 2006: 14), fundamentada en la urgencia de prevenir la tortura psicológica de los familiares de las personas desaparecidas, pero también de reconocer las formas de exterminio que se han producido y tolerado como sociedad, con el propósito de que éstas no vuelvan a repetirse.23 De modo que la verdad, aunque se produce en el ámbito público, tiene un carácter profundamente íntimo y heterogéneo que cuestiona la obsesión por producir tecnologías universales para la gestión de las atrocidades.

    La búsqueda de la verdad en torno a las exhumaciones puede estar atravesada por dos demandas, que no necesariamente son contradictorias y excluyentes, pero sí pueden encontrarse en tensión como ocurre en México actualmente. Por un lado, la de aquellos que insisten en recuperar la verdad completa de los hechos expuestos a través de la inhumación ilegal de restos humanos en un marco de judicialización; en otras palabras, un tipo de exhumación con valor político e ideológico (Ferrándiz, 2014) o una búsqueda judicial. Y, por otro lado, la de quienes defienden la exhumación como un proceso humanitario —y terapéutico (Ferrándiz, 2014)— que atiende a las necesidades individuales y familiares de recuperar la continuidad existencial interrumpida por la desaparición.

    La verdad en el campo de la exhumación de fosas clandestinas está relacionada con un complejo campo de poder en el que actúan los familiares de las personas desaparecidas, los funcionarios públicos, los científicos y otros actores involucrados, cuyas relaciones —asimétricas— producen tecnologías del ser y del saber que trascienden las limitaciones del campo legal (Rojas-Pérez, 2017). Este campo expresa un pluralismo en tensión respecto a las trayectorias de verdad y justicia, que emanan de la experiencia vivida de los sobrevivientes.

    Aunque en los últimos años se ha hecho evidente una tendencia entre las organizaciones de familiares de personas desaparecidas en México hacia la búsqueda de restos humanos, no todas comparten el mismo proyecto. Algunos colectivos sostienen la apuesta política que responde al lema “vivos se los llevaron, vivos los queremos”,24 señalando la responsabilidad directa del Estado en las desapariciones y rechazando la búsqueda de restos humanos, a la vez que se exige a las autoridades la devolución con vida de las personas de cuya desaparición se les considera responsables.

    Otros sectores de la sociedad civil insisten en la vía institucional, a través del monitoreo y la demanda de investigaciones eficaces que logren procurar justicia, en un trabajo permanente de colaboración con las autoridades para transformar protocolos, leyes y estructuras burocráticas que puedan hacer más eficaces la búsqueda y la investigación en torno a la desaparición forzada de personas. Algunas de estas organizaciones se han posicionado a favor de la exhumación de las fosas clandestinas, pero defendiendo el rigor científico y legal, para lo que proponen custodiar las fosas durante el tiempo que sea necesario mientras se garantiza una exhumación rigurosa, con el propósito de promover una verdad completa, que no sólo garantice la identificación sino también el posible conocimiento de los responsables y los patrones de violencia. Finalmente, se encuentran los familiares que buscan y localizan fosas clandestinas de manera autónoma, apoyándose en el gobierno para las acciones de identificación de los restos y cuyas exhumaciones no están articuladas a procesos de verdad y justicia estatal, ya que se orientan al objetivo de identificar y restituir restos humanos con un enfoque humanitario, bajo el principio de que la “cristiana sepultura” tiene un carácter reparador en sí mismo:

    No buscamos justicia, esa la dejamos de buscar desde hace mucho, está muy lejana, lo único que buscamos es a nuestros desaparecidos. Queremos saber en dónde están nuestros familiares tal vez albergando la esperanza de volver abrazarlos o sólo para saber en qué lugar quedaron para ponerles una veladora por la salvación de sus almas (Julio Sánchez Pasilla, de grupo Vida, de Coahuila).

    Esta posición promueve, por un lado, un mensaje de la ilegitimidad del Estado para establecer políticas de verdad y justicia y, como consecuencia, la producción de espacios alternativos para lograr estos propósitos. Por otro lado, es la demostración de los desafíos que impone un contexto de conflicto permanente, en el que la búsqueda de fosas se realiza en medio de graves violaciones a los derechos humanos, persecución, criminalización y precariedad (exposición al daño) exacerbada.

    En este contexto la Brigada Nacional de Búsqueda, que no sólo se ha llevado a cabo en Veracruz, sino también en Sinaloa y en Guerrero, no busca culpables, garantizando con ello la seguridad de los buscadores en un territorio violento en el que se señala al Estado como el principal perpetrador de los crímenes. En el caso de las Buscadoras del Norte de Sinaloa el “no buscar culpables” es una forma de asegurar un tipo de colaboración con el gobierno estatal para aspectos técnicos relacionados con el hallazgo de restos humanos, especialmente la identificación:

    Si yo le dijera al gobierno que estoy buscando responsables no me daría sus peritos ni me prestaría sus perros. Es imposible que un gobierno te entregue a tus desaparecidos. El lema de ellos es no hay cuerpo no hay muerto, no hay desaparecidos. El gobierno no va a entregar los desaparecidos, no les conviene (Mirna Medina, Buscadoras de El Fuerte, conversación personal, 10 de mayo de 2016).

    Este tipo de posicionamientos resultan polémicos entre quienes insisten en que el gobierno es el responsable de buscar y exhumar y no renuncian a esta exigencia. Verdad y justicia son categorías no acabadas y en constante disputa por parte de los colectivos de familiares de personas desaparecidas y organizaciones civiles que las acompañan. La presencia de estos discursos y prácticas genera grietas en los marcos jurídicos hegemónicos producidos desde un centro occidental; un marco jurídico que ha sido rebasado por las condiciones específicas de quienes sufren la violencia y padecen la impunidad.

    La Brigada Nacional de Búsqueda ha defendido las búsquedas ciudadanas como una “guerra al gobierno” (José Díaz Navarro, del Colectivo de Chilapa, Guerrero), como una forma de desobediencia; es resistir a la administración del sufrimiento por parte de la institucionalidad: “Cuando veo las burradas que hacen los mismos del gobierno en las búsquedas, no veo por qué yo no pueda hacerlas” (Mario Vergara, Comité Los Otros Desaparecidos de Iguala), “esto es un tipo de desobediencia civil, aunque no lo digamos en nuestros comunicados” (Juan Carlos Trujillo, Enlaces Nacionales). Es la conciencia sobre la muerte del Estado: “Estamos haciendo esto porque no hay Estado, porque nos han dejado solos” (Juan Carlos, Enlaces Nacionales).

    La búsqueda y exhumación ciudadana de fosas clandestinas actúa como un tipo de desobediencia civil frente a la institucionalidad que ha perdido sentido en su papel de cohesionador de la vida social; es también escenario de reconocimiento de la ciudadanía. Y, al mismo tiempo, es un tipo de desobediencia frente a los discursos hegemónicos que formalizan y monopolizan los procedimientos de exhumación dictados por el quehacer científico y legal de los derechos humanos.

    Se trata de un proceso que corresponde a la acumulación de agravios en el tiempo y a la formación de una conciencia que señala al Estado no sólo como incompetente, sino como un Estado criminal que niega todas las posibilidades de acceso a la justicia y la verdad. Pero además nos habla de nuevas gramáticas de reclamo de familiares de personas desaparecidas respecto a una tradición de luchas que le han antecedido.

    Este saber está presente en el testimonio de los familiares cuando evocan las barreras que se han interpuesto para lograr el castigo a los culpables, aun cuando existan las condiciones para que éste sea posible. La mayoría de los familiares conocen la identidad de las personas causantes de la desaparición, gracias a sus propias investigaciones. Sin embargo, y a pesar de todas las pruebas aportadas al Ministerio Público, durante años, existe una sistemática desatención por parte de las autoridades, sumado a graves prácticas negligentes y corruptas que impiden lograr la justicia:

    Yo sé quién fue el que se llevó a mi esposo. Él era policía y fue de ahí mismo que se lo llevaron. Por supuesto que ellos saben quiénes fueron, son los mismos, por lo mismo nunca habrá justicia (Yolanda, esposa de un policía desaparecido en San Blas, Sinaloa, conversación personal, 12 de abril de 2016).

    Esta experiencia repetida por la mayoría de los familiares que he tenido la oportunidad de escuchar y conocer durante años de trabajo de campo, señala no sólo la anulación de la posibilidad de justicia en el sistema local, sino también en el sistema internacional. Por una parte, las familias sienten lejana la posibilidad de acceder a los beneficios del litigio estratégico para llevar sus casos a las cortes internacionales, dada la escasez de recursos que faciliten el acceso a estos espacios, la cantidad de requisitos exigidos para promoverlos y la mínima eficacia de estos procesos; en términos de la proporción entre casos denunciados y casos sancionados en estas cortes, y del cumplimiento de las recomendaciones por parte del Estado mexicano, los cálculos de costo beneficio no son hasta ahora muy favorables.

    Por otro lado, según el diagnóstico de Pérez-Sales y Navarro sobre la exhumación de fosas comunes en 14 países de América Latina (2007), los procesos de búsqueda y hallazgos que han sido acompañados de organizaciones internacionales no han garantizado plenamente el acceso a la justicia para los familiares de personas desaparecidas, sean éstos orientados por grupos independientes o por autoridades gubernamentales. Sólo los casos de Chile y Argentina parecen haber sido exitosos, al menos en el castigo a los responsables, pero no en la búsqueda de las personas desaparecidas, sin la cual la satisfacción del derecho a la verdad será siempre incompleta.

    La renuncia a la justicia del Estado o su subordinación a un segundo plano responde a la conciencia sobre el poder hacer aquí y ahora: los familiares que buscan reconocen que no habrá un futuro alentador en el que sus desaparecidos sean hallados y prefieren hacer algo mientras puedan, como una forma de resistencia activa y de sobrevivencia.

    Aunque la estrategia de no buscar responsables puede leerse por algunos grupos y expertos como una renuncia a la justicia en términos formales y como una forma de perpetuar la impunidad y permitir que los actos se repitan, la acción leída a partir de una etnografía que busca sentidos localizados permite comprender la capacidad de ejercer un acto de restitución y conciencia crítica. Esto implica entender que la práctica de los derechos va más allá de la ley y se ubica en las formas cotidianas con las que los sujetos dan sentido y ponen en marcha lo que para ellos es la justicia (Das y Poole, 2008). Para atender a estas prácticas cotidianas es necesario comprender la acción social desde “adentro”; es decir, atendiendo a su “color emocional”, lo que la impulsa y no sólo a las estructuras preestablecidas que racionalizan las prácticas humanas (Illouz, 2012) y las encasillan en categorías prevaloradas moralmente. Esta apertura nos lleva a considerar otros aspectos para comprender qué sentidos adquiere la verdad en el campo específico de la desaparición de personas en México.

    La capacidad restauradora y desestabilizadora de las exhumaciones

    La literatura sobre exhumación de restos humanos ha insistido en la capacidad restauradora de este acto, que se asume como una “resistencia frente al olvido” (Pérez-Sales y Navarro, 2007), razón por la cual es uno de los escenarios con mayor relevancia entre las formas de sanación de las comunidades de víctimas (Beristaín, 2000). En el contexto de las búsquedas de familiares que he tenido la oportunidad de acompañar, la exhumación es una acción que genera quiebres políticos y éticos al menos en tres aspectos: 1) permite al familiar hacerse cargo de su propia experiencia, como sujeto productor de historia y de conocimiento; 2) devuelve la humanidad a un cuerpo que ha sido despojado de esta condición, y 3) permite restituir en algunos casos los restos de la persona desaparecida a sus familiares.

    Además, las exhumaciones son actos desestabilizadores porque socavan el miedo impuesto por los actos de terror y corroen la experiencia privada del sufrimiento, propiciando la acción colectiva; desafían la verdad que se ha impuesto con el desvanecimiento de los crímenes, y funcionan como una autopsia social que señala la existencia de regímenes de poder que actúan sobre la vida y la muerte.

    Intentaré desarrollar estos aspectos en los siguientes apartados, advirtiendo que se trata de propuestas provisionales para comprender un proceso aún en ciernes. Intentaré ubicar los alcances y los límites de estos procesos colectivos en un campo de fuertes tensiones y de transformación constante.

    Capacidad restauradora

    El “poder hacer” representa una resistencia a las formas paralizantes del miedo impuestas por el terror y la administración del sufrimiento. Así, la búsqueda adquiere un carácter de agencia, por cuanto suscita la movilización de individuos y grupos en torno a un interés común. Cuerpos aliados en movimiento en busca de otros cuerpos:

    No me siento orgullosa de ser una buscadora ni de tener un hijo desaparecido, pero sí me gusta saber que podemos devolverle un hijo a una mamá, un esposo a una esposa. A veces queremos que nuestras manos sean garras, cuando tenemos indicios de un cuerpo queremos tener garras para cavar, queremos que no sea una persona, que sea un animal. Cuando encontramos en cuerpo podemos empezar a llorar, luego cuando nos damos cuenta que pueda ser uno de nosotros oramos, damos gracias. Nadie tiene derecho a llevárselos, a hacer eso con nadie (Mirna Miranda, Las Buscadoras de El Fuerte, conversación personal, 11 de mayo de 2016).

    Esta acción no persigue intereses meramente individuales, sino que se configura como un tipo de solidaridad colectiva en la que los buscadores no sólo buscan a sus seres amados sino a todas las personas desaparecidas. Se trata de una acción que moviliza emociones y afectos, poniéndolos frente a un sujeto político poco abordado por las ciencias sociales, que ha caracterizado a las emociones como irrupciones irracionales del estado de ánimo y la acción política como aquella producida por la racionalidad de los agentes. Aproximaciones más recientes, especialmente desde los enfoques feministas, han sacado a las emociones del silencio, quitando la exclusividad que sobre ellas tuvieron la biología y la psicología, disciplinas que suelen situarlas en el campo individual y privado de la vida. De acuerdo con estos enfoques que podrían enmarcarse en el llamado “giro emocional”, las emociones no pertenecen tan sólo a la esfera de lo íntimo y lo pre-político, sino que se producen en las interacciones sociales, siendo producidas y productoras del mundo social.

    En este punto hay que recalcar que esta aproximación rompe con la dicotomía racionalidad /emoción y supone que las emociones lejos de interferir en la toma racional de decisiones pueden llegar a fomentarla (Elster, 2002). De modo que, al enfocarnos en la manera como los actores “sienten” la participación, estamos dando oportunidad para encontrar allí indicios de cómo experimentan la vida social (Otero, 2006).

    La búsqueda movida por el amor, el dolor, la indignación, el enojo y la esperanza produce zonas de intensificación afectiva (Reguillo, 2017) en las que se incrementa el intercambio, la copresencia, la conversación articulando lo común a partir de la capacidad de afectar y ser afectado. La geografía de la búsqueda y de la exhumación actúa aquí como la zona en donde se condensan orientaciones afectivas que logran mutar la experiencia emocional: “vergüenza muta en orgullo, miedo y soledad, en rabia y exigencia; la tristeza, como pasión triste, encuentra la esperanza de que otro mundo es posible” (Reguillo, 2017: 151).

    Esta condición emocional de la acción colectiva también revela el carácter legítimo de la búsqueda, entendiendo la legitimidad como algo que va más allá y que incluso subvierte lo legal. La legitimidad está dada por la puesta en marcha de un mecanismo ético de solidaridad que se opone a la indiferencia y crueldad con que se administran el sufrimiento y la violencia. Así, la agencia reposa en el acto colectivo de hacer algo que, aunque pueda ser ilegal, es legítimo por sus consecuencias humanas y políticas.

    La búsqueda que reúne sujetos en torno a un interés común constituye un tipo de comunidad emocional, que emerge en medio del caos y la desconfianza, promoviendo la posibilidad de la acción colectiva y de respaldo moral. Esta experiencia suscita la construcción de lazos de afecto que sobrepasan los límites locales. El intercambio de saberes y el respaldo moral que organizaciones y familiares brindan a otros en su misma condición resulta fundamental en este proceso.

    Sin embargo, la comunidad emocional no necesariamente se circunscribe a los familiares de personas desaparecidas. En el caso de las búsquedas en Amatlán, Veracruz, la Brigada Nacional tuvo como sede a la Iglesia del poblado, en donde el padre Julián Verónica y su comunidad de laicos comprometidos ofrecieron cobijo, alojamiento, alimentos y apoyo espiritual durante la búsqueda. En repetidas ocasiones los integrantes de la comunidad religiosa expresaron a los familiares de personas desaparecidas su respaldo y su agradecimiento por promover la búsqueda en un lugar diezmado por el silencio y el miedo. De igual modo, en Los Mochis, Sinaloa, las búsquedas son acompañadas de hombres y mujeres solidarias que señalan fosas, apoyan en la labor de difusión o donan materiales y alimentos para sostener la acción de las buscadoras.

    La exhumación de fosas clandestinas también es restauradora porque permite recuperar la condición humana de los cuerpos apilados entre la tierra, quemados y cercenados con el propósito no sólo de acabar con la vida, sino sobre todo con su condición de humanidad. Busca recuperar el lazo perdido entre el cuerpo y su nombre. El acto de desenterrar y traer nuevamente al mundo de los vivos estos cuerpos para ser ubicados en el lugar que les corresponde restaura el valor de estas vidas. Este propósito, sin embargo, es uno de los más difíciles de alcanzar debido a las condiciones que impiden la identificación eficaz:

    Estamos buscando por todos lados y no hay manera de que las autoridades avancen en la identificación. Hay cuerpos y restos apilados en las procuradurías y laboratorios esperando a ser cotejados con las muestras de ADN con que cuentan. Necesitamos un sistema nacional de búsqueda y de identificación forense. Como estamos ahora no sirve de nada buscar si no identificamos (Blanca Martínez, Directora del Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios, participación en la Mesa de Búsqueda durante el encuentro del MPNDM, 9 de mayo de 2016).

    La ausencia de peritos locales independientes empieza a generar un vacío importante en los procesos de exhumación en México. Si bien se ha resuelto la búsqueda autogestivamente, la identificación sigue estando en manos de las autoridades estatales y federales, que han demostrado su incapacidad para hacer frente al volumen de restos sin identificar. Ante este panorama, algunas acciones ciudadanas como la formación del Equipo Mexicano de Antropología Forense, la instalación de un laboratorio de identificación genética al servicio de los familiares por parte de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, y la iniciativa Ciencia Forense Ciudadana que se ha propuesto la construcción de un biobanco de muestras genéticas bajo custodia de la sociedad civil, resultan iniciativas alentadoras, aunque insuficientes cuando se tiene un escenario con grandes necesidades.

    Capacidad desestabilizadora

    Entre las consecuencias desestabilizadoras de la exhumación de restos humanos por parte de los familiares, está la alteración del estado de miedo que mina la experiencia privada del sufrimiento, propiciando la acción colectiva. En el caso de Veracruz fue posible identificar un estado de miedo generalizado que impide a las familias acercarse a denunciar los hechos y organizarse para la búsqueda. La llegada de los brigadistas de otros estados a Amatlán de los Reyes significó, según comentaron los pobladores, un aliento para romper el silencio, no sólo entre los familiares de las personas desaparecidas, muchas de las cuales ni siquiera se habían atrevido a denunciar, sino también entre la población que se acercó para señalar posibles puntos de entierro clandestino y sitios de exterminio. Durante mi estancia en esta comunidad tuve la oportunidad de recibir a dos familias que llevaron información sobre puntos de entierro ubicados en Paso del Macho, un poblado cercano, que fue señalado también por denuncias anónimas que llegaron a la iglesia con pequeños mapas o escritos anónimos.

    El miedo, sin embargo, no es un sentimiento que se elimine por completo. Las condiciones de seguridad en donde se llevan a cabo las exhumaciones son un desafío para los buscadores. Muchos de ellos han tenido que enfrentar amenazas por su labor:

    Una vez andaba yo buscando por el cerro. Yo me metía al cerro a recorrerlo buscando a mi hijo. A veces llegaba a un rancho como una aparecida y los jornaleros se me quedaban viendo como diciendo ¡ésta de dónde salió! Una vez me topé con un grupo de malosos que pararon su camioneta al lado mío y me preguntaron para dónde iba. Yo no aguanté y me puse a llorar, les dije que buscaba a mi hijo, que me dejaran buscar. ¡Lágrimas de oro las que usted llora, mi doña!”, me dijo el maloso y siguieron su camino (Chely, madre de un joven desaparecido en Piedras Negras, Tamaulipas).

    Pese a esta realidad, los familiares afirman que “les mataron todo, incluso el miedo”. Las múltiples violencias que han tenido que enfrentar durante años les permiten relativizar el riesgo y desarrollar un tipo de resistencia en el que se pone en juego la propia integridad:

    Es trabajo de todas las familias que logramos dominar el miedo, aunque ahora hay más miedo que el de antes, todos nos necesitamos, porque los desaparecidos son de todos, y ya nos metieron a esta lucha y darle duro como decía la abuelita de Miguel Jiménez Blanco “a DIOS rogando y con el mazo dando” TE BUSCARÉ HASTA ENCONTRARTE algún día lo vamos a lograr (Mario Vergara, Comité Los Otros Desaparecidos de Iguala, comunicación por WhatsApp, 30 de noviembre de 2015).

    La exhumación de fosas clandestinas también desafía el régimen de no verdad que se ha impuesto con el desvanecimiento de los crímenes. El desentierro permite peinar la historia a contrapelo y, aunque no alcance los ideales de verdad jurídica, promueve el quiebre de la versión dominante, que consiste sobre todo en negar que los hechos ocurren y en minimizar su relevancia.

    Finalmente, la exhumación de fosas clandestinas actúa como una autopsia social que señala la existencia de un régimen cuyo centro es “la instrumentación generalizada de la existencia humana y la destrucción material de cuerpos y poblaciones” (Mbembe, 2003) que se impone negando la dignidad de los sujetos. La exhumación revela esta expansión de la violencia hacia sectores que hasta ahora se consideraban seguros respecto a su ciudadanía y que han sido reconstituidos como distintos tipos de cuerpo (Das y Poole: 2008); cuerpos que ya no importan, cuerpos que encarnan al enemigo o al sujeto incómodo, prescindible.

    ¿Qué se abre y qué se cierra con una exhumación?

    Las formas de resistencia toman trayectorias inciertas, no necesariamente opuestas, pero siempre divergentes de los poderes instituidos. “Suelen operar desde los ámbitos asignados como espacios de control, revirtiéndolos. Se mueven en procesos de largo plazo y comprenden miles de estrategias que se modifican constantemente, en las cuales la movilidad es un aspecto decisivo” (Calveiro, 2015). La lucha específica de los familiares de personas desaparecidas en el campo de la búsqueda de restos humanos guarda la memoria de antiguas resistencias que “actualizan” en las circunstancias cambiantes del mundo global “para ensayar prácticas de lucha y organización capaces de sobrepasar el miedo y, paralelamente, a las redes de poder que lo instrumentan” (Calveiro, 2015).

    Los familiares de personas desaparecidas que buscan a sus seres amados entre las fosas refieren la construcción de una categoría de víctima “emputada”25 (Castillejo, 2016), cansada y decidida a resistir a las formas impuestas por la administración del sufrimiento y el marco de posibilidades de acción que les han asignado. La búsqueda de restos humanos se sale de las formalidades establecidas por los cánones de la verdad y la justicia, conceptos clave de los escenarios transicionales asentados no sólo en leyes nacionales de reparación y administración del dolor, sino también en dispositivos científicos que marcan la racionalidad sobre el deber hacer. Devienen entonces en actos de resistencia a las formas preestablecidas de reparación, limitadas por los lenguajes y prácticas de lo enunciable y lo permitido, y constituyen un reto para la comprensión de los lenguajes de dolor en toda su diversidad y complejidad.

    En palabras de Villoro, se trata de un acto ilegal, pero legítimo, que abre las posibilidades para avanzar hacia el establecimiento de un espacio de resistencia “si en México tratar de luchar por la justicia se convierte en un acto ilegal, bienvenida la ilegalidad” (Villoro en UAEM, 2016, 31 de mayo). En este escenario de dilemas éticos y políticos, la víctima que esperaba la justicia y pasaba horas entre los laberintos burocráticos de las oficinas de gobierno, desiste de jugar este juego y promueve nuevas formas de organización que apuntan a nociones localizadas de reparación, verdad y justicia. Frente a ello, quienes acompañamos estos procesos nos vemos obligados a ampliar nuestros propios marcos de referencia, a través —y exclusivamente— de una epistemología dialógica que permita la circulación horizontal de sentidos entre los sujetos que actúan en el campo de las exhumaciones.

    El trabajo de campo en el entorno de las búsquedas de restos humanos reviste no sólo fuertes dilemas éticos y emocionales, sino también un reto a la seguridad y la integridad de quienes participan en estos procesos, dadas las condiciones de violencia presentes en los lugares donde se llevan a cabo y el carácter ambiguo respecto a los márgenes de la legalidad de esta práctica.26

    Los desafíos en este contexto son enormes y no alcanzan a ser asimilados completamente por quien escribe este artículo, quizá por la existencia de aquello que Robben y Nordstrom (1995) denominan “choque existencial”, haciendo referencia al posible impacto sobre el investigador de la carencia formativa para asumir ciertos retos. Francisco Ferrándiz (2008), quien ha acompañado en los últimos años la exhumación de fosas de la represión en España, señala que la etnografía “al pie de fosa” requiere de un entrenamiento emocional paulatino y de un desarrollo consensuado del papel que puede desempeñar el antropólogo social en este espacio tradicionalmente dominado por los arqueólogos, los antropólogos físicos y otros profesionales de las “ciencias duras”. Para hacer frente al reto emocional es importante reconocer que la comunicación de las experiencias de sufrimiento permite crear una comunidad emocional “que alienta la recuperación del sujeto y se convierte en un vehículo de recomposición cultural y política” (Jimeno, 2007: 160). Este fenómeno no sólo les ocurre a los sobrevivientes, sino también a quien decide acompañarlos, a quien asume ser “testigo” de las atrocidades y de sus huellas.

    Dado que hay un aniquilamiento histórico de la veracidad del testimonio de quien ha sufrido violencia, sobre todo de sujetos históricamente marginalizados de los espacios de construcción de la verdad, la figura del testigo “experto” cobra importancia, porque permite acreditar el testimonio junto con la recolección de evidencias y fundamentación teórica (Stephen, 2015 en De Marinis, 2017). El papel del testigo implica no sólo observar la realidad, sino también comunicarla. Por ello se hace necesario activar un tipo de justicia cognitiva que ponga en el centro los saberes y los sentires de quienes buscan, reconociendo los alcances de sus propios lenguajes para dar cuenta de situaciones que rebasan las posibilidades de enunciación sobre lo atroz, y cuestionando los límites de los lenguajes técnicos y científicos para contener esta realidad.

    Asumir esto, en mi caso, participar, ha desembocado con los años en la necesidad de crear redes de trabajo que abran los horizontes de diálogo interdisciplinario, con el propósito de asomar la vista a las fosas desde enfoques complejos, especialmente a partir del diálogo entre la antropología social, la antropología física y la arqueología forense, pero sobre todo, desde los propios saberes de las comunidades y sus estrategias para gestionar la violencia.27 Este intercambio de saberes requiere de un quiebre epistémico fundamental que reposa en la traducción intercultural y en el carácter humanizador y dignificante del proceso de recuperación de restos humanos.

    Por una parte, en lo que corresponde al reconocimiento de los cuerpos enterrados clandestinamente, el primer quiebre epistémico tiene que ver con incorporar otras perspectivas sobre el cuerpo humano, más allá de su carácter biológico y físico, tan común en las ciencias exactas que dominan las prácticas de exhumación. En relación con el reconocimiento de los familiares como poseedores de saber y de experiencia, implica la puesta en marcha de metodologías dialógicas y colaborativas que problematicen las categorías dicotómicas que reproducen e instituyen la desigualdad en el campo de las exhumaciones entre el saber “experto” y otros saberes (civilizado/salvaje, ciencia/superstición, naturaleza y cultura).

    Un último punto tiene que ver con el reto de enfrentar los procesos de búsqueda y exhumación de restos humanos en regímenes democráticos que no corresponden a los marcos de justicia transicional o posconflicto en los cuales han participado tradicionalmente antropólogos y otros profesionales del humanitarismo forense.

    La pluralidad de trayectorias de búsqueda y exhumación de restos humanos a la que asistimos actualmente en México ubica a los familiares y a la sociedad en su conjunto frente a fuertes dilemas éticos y políticos, sobre los cuales tendremos que seguir discutiendo y produciendo conocimiento. Lo que sigue a estas trayectorias de búsqueda no sólo corresponderá a los familiares de personas desaparecidas. Al fin y al cabo, los dispositivos de “fabricación de cuerpos” (Rojas-Pérez, 2017) de los poderes criminales, entre los cuales se encuentra la inhumación clandestina de restos humanos, interpelan no sólo a los familiares de personas desaparecidas. Su efecto de mancha nos alcanza a todos.

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