La estética de las religiones afrocubanas en la refracción de escenarios trasatlánticos

Recepción: 8 de marzo 2017

Aceptación: 19 de junio 2017

Resumen

El presente artículo muestra la forma en la que la estética de las religiones afroamericanas, en particular la danza y música de la santería afrocubana,1 se inserta como parte de un repertorio gestual, musical y corporal “negro” que se construye en las interconexiones trasatlánticas desde al menos el siglo XIX. Argumento que en este vaivén, los escenarios de las representaciones de dicho repertorio se vuelven una plataforma que cobra un carácter “refractivo” (Grau, 2005), es decir, que descomponen una idea de lo “negro” en múltiples referentes simbólicos e interpretativos que pueden ser incluso opuestos.

Palabras claves: , , , , ,

The aesthetics of Afro-Cuban religions in the refraction of transatlantic scenarios

This article shows how the aesthetics of Afro-American religions, in particular the dance and music of Afro-Cuban Santeria, are part of a broad “black” gestural, musical and corporal repertoire that has been constructed as such through transatlantic interconnections since at least the 19th century. I argue that this back-and-forth transforms the scenarios for the representations of this repertoire into a platform that takes on a “refractive” character (Grau, 2005). That is, they decompose ideas of what it means to be “black” into multiple symbolic and interpretative referents that may even contradict each other.

Keywords: Afro-Cuban religions, blackface, rumbera, santeria, Mexico, Cuba.

Introducción

Cuando hablo de un repertorio gestual, musical y corporal “negro” no remito a una esencia que naturaliza o racializa un estilo. Me refiero, siguiendo la reflexión de Stuart Hall (2008: 221), a repertorios culturales producto de trasmisiones y experiencias históricas y culturales trasatlánticas de la diáspora africana y sus descendentes. Sin embargo, la representación de este repertorio a finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX implicó muchas veces una racialización que a partir de rasgos corporales o supuestos comportamientos y aptitudes distinguían a un “otro” como “negro”, lo caricaturizaban, disminuían o exotizaban. De forma paralela, surge también una valoración de lo “negro” desde la lente de artistas e intelectuales de las primeras décadas del siglo XX, que busca revertir una desvalorización de larga data, oponiendo así una representación de lo “negro” muy distinta a la de los escenarios del blackface, la de la perspectiva criminológica o la de los zoológicos humanos del cambio de siglo. Los mediadores de la transmisión de las diversas representaciones de lo “negro” son diversos y sus significantes van cobrando particularidades que se definen en el marco de los contextos y momentos históricos.

La estética (que no la dimensión espiritual y ritual) de las religiones afrocubanas, en especial su música y su danza, fue valorizada desde inicios de la primera mitad del siglo XX, tanto en el ámbito artístico como en el discurso antropológico. Una valoración articulada con un proceso en el que lo “afro”, vinculado a la población de origen africano en la Isla, emerge como un elemento fundamental de cubanidad (Karnoouh, 2012: 98). Este repertorio sonoro y corporal circuló también en México, aunque mediado por otros canales como el cine. Desde una perspectiva amplia, muchos de los marcadores que se imprimieron históricamente en sus representaciones se reprodujeron en las películas del cine de oro mexicano, específicamente en el género de cabareteras y cine de arrabal, en donde lo “negro” se asocia con una África mediada por el Caribe, en este caso Cuba, y que al mismo tiempo queda excluido de la “mexicanidad”.

Jorge Grau (2005) propone como uno de los criterios de análisis para la reflexión antropológica sobre los productos audiovisuales de ficción el carácter refractivo, el cual entiende como una estrategia narrativa que permite comprender la distorsión intencional de una representación y simultáneamente su anclaje y sentido en un contexto determinado. Así, para este autor, el énfasis de las representaciones en estos documentos visuales debe ponerse en su configuración refractiva y no en un supuesto reflejo fiel de la realidad. Este enfoque permite poner a la luz que la refracción es un proceso intencional que integra “diversas estrategias narratológicas que no sólo se centran en la imagen, sino que incorporan el audio, la escenografía, la construcción del personaje, el uso de los colores, los diálogos, las referencias subliminales…”2

Si bien el autor se centra en los medios fílmicos, considero que su propuesta puede ser útil para pensar en cómo este repertorio “negro” se descompone en distintos escenarios a partir de múltiples referentes simbólicos e interpretativos que pueden ser incluso opuestos. Una refracción que puede observarse en las imágenes y puestas en escena que circulan en distintos escenarios trasatlánticos (teatros, shows, zoológicos humanos, jardines de aclimatación, mercados) junto con fotografías, carteles, caricaturas y otras expresiones visuales que los complementan o refuerzan. Así, la circulación y masificación de las representaciones de lo “negro” en la primera mitad del siglo XX, y los repertorios gestuales y corporales con los que se le asocia, fueron muchas veces intencionalmente distorsionados. Sus mediaciones implicaron no sólo la reproducción de estereotipos negativos, sino también las que buscaban revertirlos, a partir de una herencia revalorizada. Estas fueron las condiciones a partir de las cuales la estética de las religiones afrocubanas circuló en circuitos trasatlánticos que unen a México con Cuba, pero también con Estados Unidos y Francia. Si bien este espacio no me permitirá profundizar en cada contexto, mi intención es mapear de manera general la circulación de este repertorio a través de Cuba, Francia, Estados Unidos y sobre todo México, resaltando las refracciones de lo “negro” implícito en el repertorio ritual afrocubano, pero adaptado para un escenario de consumo cultural de masa como lo fue el cine de oro mexicano.

Del mercado al teatro

Cartel de espetáculo Minstrel, de Strobridge & Co. Lith (http://hdl.loc.gov/loc.pnp/var.1831) [Dominio público], via Wikimedia Commons.

Historiadores como W. T. Lhamon (2008) señalan, contrariamente a la versión dominante, que fue en los mercados del siglo XIX y no en los escenarios de los teatros en donde puede ubicarse la primera circulación atlántica del repertorio gestual y corporal negro. Así lo ilustra la historia del Catherine Market en Nueva York, considerado como una “una zona de tolerancia” que propiciaba el “intercambio y la seducción” entre jóvenes obreros, comerciantes, negros libres y esclavos de Long Island, que en la década de 1820 se reunían en este lugar para darle paso a una competencia llamada baile de las anguilas, en la que se pagaba a los esclavos negros para ejecutarla (Lhamon, 2008: 18-24). Estos espacios son para este autor los “ancestros de la escenas de teatro” del Minstrel o Blackface, en el que comediantes blancos interpretarían este “repertorio negro” bajo el diapasón de un racismo caricaturizado, no sin ciertas ambigüedades y contradicciones que hacían patente una fascinación y el deseo de apropiarse de los “gestos negros” y de “afiliarse a ellos”. Los espectáculos comerciales del Blackface de los años cuarenta, cuyos antecedentes datan desde principios del siglo XIX, logran posicionarse como uno de los más notables estilos de entretenimiento de estas latitudes geográficas, aunque en este proceso, asegura el historiador, “era la cultura negra y no los Negros la que había sido integrada” (Lhamon, 2008: 32).

En este contexto nace un icono cultural del Blackface: Jim Crow, interpretado por Thomas D. Rice, un neoyorkino de familia angloamericana que engendra a Crow a partir de una amplia y múltiple inspiración colectiva que va más allá del negro de las plantaciones y que tuvo un gran éxito entre los años treinta y cincuenta en espectáculos dirigidos a un público mixto (no sólo blanco) y que representaba, según este mismo autor, la intensa interacción de la clase obrera blanca y los negros de esta ciudad (Lhamon, 2008: 236-237). Este emblemático símbolo es interpretado en el Jump Jim Crow, ejecutado por el mismo Rice, también conocido como “el comediante etíope”3.

Letras y partitura de Jump Jim Crow por Rice, Tom (Thomas Dartmouth) y Godbe, S. (1836). Licencia CC-Atribución-no comercial 3.0, via archive.org.

Jim Crow implicaba una ideología antiabolicionista, y con ese nombre fueron también denominadas las leyes segregacionistas contra los afroamericanos en Estados Unidos de finales del siglo XIX. Jim Crow es considerado por Nederveen como una variación de la figura del Sambo estadounidense, es decir, el bufón, cabeza hueca y despreocupado negro, o la falsa idea del “esclavo contento” (Nederveen, 2013: 174).

Los espectáculos Minstrel también se presentaron en teatros de la ciudad de México y Veracruz en la segunda mitad de los años cuarenta, sus exponentes llegaron con el ejército estadounidense durante la ocupación (Sánchez, 2012: 163; 2014: 160), aunque habrá que esperar a finales del siglo XIX para que el gusto por un teatro que introduce entre sus personajes al negro, pero del Caribe, irrumpa en la escena mexicana. Me refiero al Teatro Bufo Habanero nacido en Cuba, un teatro popular de tono paródico y como alternativa al teatro burgués (Podalsky, 1999: 158-159). Este género también se vio influenciado por los recursos escénicos del Minstrel, cuyas compañías también pasaron por la isla pero en la segunda mitad de la década de 1860, durante la guerra de Secesión en Estados Unidos (Díaz Ayala y Leal, citados en Pulido, 2010: 50). El primer grupo de negros del que se tiene referencia en Cuba se llamó “bufo-minstrel”, el cual debutó a finales de los años sesenta en La Habana (Leal, citado en Pulido, 2010: 51). Los personajes caricaturizados eran el español (gallego) y el negro libre, no el negro de las plantaciones. A mediados de del siglo XIX el personaje del Negrito era central en la producción escénica cubana y su representación oscilaba entre la comicidad, la violencia y la hechicería. En México sus representaciones se reprodujeron por medio de las zarzuelas de las compañías cubanas.

El New Negro

El cambio de siglo termina por consolidar un mercado cultural internacional que encontró en el repertorio musical, gestual y artístico “negro” (vinculado con lo “africano”, “afroamericano” y “afrocaribeño”) un rico filón del cual nutrirse y dinamizarse en los espectáculos de escala trasatlántica. Pero también se observa una circulación y encuentros de intelectuales y artistas de América, Europa y África que propició el “descubrimiento de [una] negritud común” (Capone, 2012: 221). En Europa emergen movimientos de vanguardia en el ámbito artístico que encuentran en África y sus descendencias su inspiración. Así lo atestigua el “primitivismo” por medio del cual se descubre y recupera “el arte negro”4 cuya huella quedaría indeleble en la obra de Paul Gaugin, Matisse, Cézanne y sobre todo de Picasso, que con el resto de los exponentes del cubismo revolucionarían los cánones estéticos para dar lugar a un primera vanguardia artística de principios de siglo (Viatte, 2007: 113-114).

Mientras tanto, en este lado del Atlántico se publica en 1925, en Nueva York, la antología The New Negro y con ello emerge la era conocida como el Renacimiento de Harlem, el Renacimiento Negro o el Nuevo Movimiento Negro. Las representaciones del Nuevo Negro se refractaban aquí en la sonoridad del jazz, en las voces de Louis Amstrong, Gladys Bentley, en la poesía de Langston Hughes, en la volcánica lucha política de Marcus Garvey y muchos otros afroamericanos que sentaron la base de los movimientos políticos que lucharon por una conciencia y orgullo “racial” negro en los años sesenta y setenta.

La réplica de estos primeros movimientos culturales también se observó en Cuba, en donde a principios de la misma década surge el “Afrocubanismo” en un contexto en que numerosos artistas cubanos, después de su exilio en Francia y su contacto con los surrealistas e intelectuales de la negritud, revalorarán en sus obras “la estética de sus raíces” alcanzando el campo de la etnología y a sus principales exponentes como Fernando Ortiz, Lydia Cabrera y Rómulo Lachatañeré (Argyriadis, 2006: 49-50, Menéndez, 2002). Esta valorización de las raíces africanas de lo cubano indudablemente implicaba a las religiones de base africana en Cuba, afectando la percepción que de ellas se tenía; hasta ese momento éstas habían estado confinadas al campo de la criminología, de la brujería (Brandon, 1993: 93) y de los supuestos atavismos de una “raza” indeseable.

El espectáculo y el exotismo ambivalente

La música y la danza pertenecientes al universo litúrgico de las religiones afrocubanas fueron dos elementos de su estética que circularon fuera de la matriz religiosa y readaptados a nuevos escenarios del entretenimiento. En Cuba, las versiones de “lo negro” mediadas por el espectáculo, a decir de Moore, “se rebajaban hasta constituir una fantasía exótica y racista, repleta de enormes telones de fondo decorados con melones, recogedores de algodón, escenas canibalescas, payasos grotescos y comedias de caras negras” (Brandon, 1993: 180).

En Francia, la estrella del Nouveau Cirque de la Belle Époque, Rafael Padilla, un ex esclavo cubano que escapó de adolescente para convertirse en el primer payaso negro de la historia de ese país –en donde fue bautizado como Chocolat–, representaba al “bufón innato” como parte de una marca corporal, es decir, del color de su piel y los estereotipos asociados con él. El contexto más amplio en el que se enmarca su representación es el mismo en el que los zoológicos humanos, junto con las exhibiciones etnográficas en los jardines de aclimatación, circos y parques, sirvieron de laboratorio científico de la naciente antropología, cuyo carácter taxonómico tuvo un impacto fundamental en la representación jerarquizada (y racializada) de estos “otros” de las colonias, tal como nos lo recuerdan Boëtsch y Ardagna (2011: 112-113). Fue en estos escenarios de “aclimatación” en los que también se descubrieron danzas hasta ese momento inéditas en Europa que implicaban la ambivalencia del exotismo. A este respecto Décore-Ahiha señala que bajo el sintagma “danza exótica” subyacía una distancia que era geográfica, cultural e “incluso ontológica” (2004: 11). Este otro lejano, inferiorizado, y a la vez fascinante, reactivaba imágenes quiméricas y producía fantasías “irresistibles”.

La “negromanía” de entreguerras en París tiene como su fiel representante a la afroamericana Josephine Baker, una figura que en este contexto representaba una animalidad, sensualidad y primitivismo africano imaginados, rompiendo con los estándares estéticos de la danza del momento. La puesta en escena de sus presentaciones bailando semidesnuda revelaba, como nos lo señala esta misma autora, “un cuerpo exótico que encarnaba los fantasmas sexuales de la mujer africana, pretendidamente desprovista de las normas morales de la sexualidad blanca” (Décore-Ahiha, 2004: 161, 164). Esta ambivalencia era muy bien aprovechada y recreada por los empresarios del showbussiness. De esta forma, los performances de Baker al estilo clown y los bizcos que la hicieron famosa bajo la mirada europea se interpretaban como una supuesta “naturalidad africana”, refractados también en el jazz y el charleston como parte de los estilos y ritmos del repertorio “negro” de Baker y del momento.

Josephine Baker executa su “Baile de las bananas” (1927-1931). Licencia CC-Dominio púbico 1.0, via archive.org.

Rapsodia caribeña y la continuidad con África

En 1937 un grupo de coreógrafos afroamericanos debutó bajo la dirección de Katherine Dunham con la obra Negro Dance Evening; la compañía de Dunham tenía como objetivo establecer el género artístico de Danza Negra (Negro Dance) (Kraut, 2004: 446). Su musa fue el Caribe,5 en donde hizo su trabajo de campo en los años treinta, inspirada en la visión antropológica de R. Redfield y Melville Herskovits –fundador de los estudios afroamericanos–, una experiencia que marcó su verdadera pasión de vida: la danza. Fue gracias a la intermediación de Herskovits que conoció a Fernando Ortiz –padre de los estudios afrocubanos– a mediados de los años treinta, quien la introdujo al mundo de las religiones de base africana en Cuba, según nos explica Marquetti; además, señala que fue por este vínculo que conoció a dos percusionistas cubanos que formaron parte de su compañía por varios años, dando un toque de “autenticidad” a sus propuestas escénicas en las que incorporaba elementos de las religiones afrocaribeñas, entre ellas la santería (Marquetti, 2015: 107). Dunham forjó un estilo artístico que transmitió a través de la escuela de danza que fundó en Nueva York a mediados de los años cuarenta (Kraut, 2004: 449).

Su búsqueda iba más allá de enriquecer un repertorio dancístico; implicaba reconectarse con sus raíces. Haití fue uno de sus destinos preferidos y el vudú con su danza y música una fuente de inspiración central. Cuando evoca parte de su experiencia en este país afirma: “sentí que volví a casa, nunca me sentí como una extraña, especialmente cuando me inicié en el vudú… sentí que pertenecía aquí… que existían puentes y lazos que estaba destinada a cruzar… quería traer a esta gente más a nuestra vida, quería traerlos en toda esta cosa de ser negro [en Estados Unidos]…”6

La conjugación de su formación como antropóloga, coreógrafa y bailarina daría fruto en una danza contemporánea que hoy se reconoce como un legado en este arte. A diferencia de Baker, Dunham era la directora de su propia versión de lo “primitivo” y también su propia exponente artística. Su propuesta performática, como se aprecia por ejemplo en Haitian Storm, refractaba una representación de lo “primitivo” estilizado por una danza moderna.7

Su visión de lo “negro” estaba moldeada por las discusiones de las teorías afroamericanistas en el marco de la antropología cultural de este periodo, cuyo interés era encontrar las continuidades entre África occidental y el Nuevo Mundo. La religión era considerada desde esta visión uno de los ámbitos con más evidencias de esta continuidad, echando por tierra el mito de que los negros no tenían pasado ni historia. Es aquí en donde la estética de las religiones afroamericanas cobra una gran relevancia para estos escenarios culturales e identitarios.

Las industrias culturales, el cabaret y las diosas tropicales

En las primeras décadas del siglo XX los cambios tecnológicos relacionados sobre todo con medios de comunicación como la radio tuvieron una influencia importante en el consumo cultural de la época. Estos vehículos, en conjunto con la naciente industria discográfica, desempeñaron un papel fundamental en la divulgación y el intercambio de diversos géneros musicales entre México, Cuba y Estados Unidos. En las décadas posteriores, el éxito musical cubano estuvo acompañado de un incremento en la migración de sus artistas al extranjero (Acosta, 2001: 42). Aquellos que llegaron a México en los cuarenta debutaron primero en el teatro, las carpas, los salones de baile, en la radio y en diversos centros nocturnos, plataformas que después los lanzarían a la pantalla grande.

Babalú

Miguelito Valdés y Maragarita Leucona

Audio de “Babalú”, por Miguelito Valdes and his Orchestra, letras de Margarita Lecuona (1946). Digitalizado por Kahle/Austin Foundation, via archive.org.

En México la industria del espectáculo en conjunto con la musical fueron importantes agentes mediadores de la cultura afrocubana. Varios músicos y cantantes cubanos, vinculados al mundo religioso afrocubano, incluyeron en su repertorio y de un modo estilizado composiciones o temas dedicados a las deidades de la santería, algunos de los cuales se convirtieron en grandes éxitos comerciales. Tal es el caso del cubano Miguelito Valdés, con su legendaria interpretación del “Babalú” (en honor al orisha8 de la santería conocido como Babalú Ayé), de Margarita Lecuona, lo que le valió el sobrenombre de Mr. Babalú9 a nivel mundial. Era conocido por sus dotes de intérprete de la música afrocubana, que muchos reconocen en su estilo gestual,10 un estilo emulado en la interpretación que haría Pedro Infante unos años después, en la película de Angelitos Negros (1948). Específicamente me refiero a la escena de la “Danza Sagrada”, en la que es caracterizado como negro en un escenario que recrea el trópico y el manglar.11 Mientas canta hace referencias explícitas a una sonoridad que llama “un ritmo negro” y la evocación de un “extraño ritual” del mundo yoruba y sus deidades Changó12 y Yemayá.13

Va a ser sin embargo el género de la rumba el que afianza en México una representación de lo “negro” mediada por el estereotipo de lo cubano. La rumba, nacida en los solares urbanos decimonónicos de La Habana y Matanzas y del universo religioso afrocubano, fue adaptada primero para el teatro y el cabaret, espacios en donde fue aceptada en su versión más estilizada, o como le llama Moore: “rumba de fantasía” (2000-2002: 189). La mediación comercial permitió promoverla –y adaptarla– internacionalmente como símbolo de la cubanidad, aunque sus géneros callejeros permanecieron suprimidos o desacreditados (Knauer, 2001: 14). La rumba fue en un primer momento incorporada a los repertorios musicales de las obras de teatro bufo habanero y fungía muchas veces como el marco escenográfico en el que se representaba a personajes clásicos de ese género, como el negro y la mulata. De aquí se nutrieron y difundieron los estereotipos14 asociados al jolgorio y la holgura sexual con los que se les caracteriza y después adaptados de manera más “sofisticada” en el cine (Pulido, 2002: 35-36).

La circulación de artistas, músicos y bailarines se dinamizó dentro de un circuito amplio de “interinfluencia de modelos corporales entre el cine, el teatro de revista y los salones de baile, cuya correa de transmisión estaba dada por una industria cultural plenamente consolidada” (Sevilla, 1998: 232), pero también por un mercado que demandaba el llamado estilo tropical de clara ascendencia cubana.15

Es desde la llamada época de oro del cine mexicano que puede apreciarse cómo en este país el universo religioso “afrocubano” se desfragmenta y desacraliza para su consumo cultural. La imagen de la mulata en los filmes de esta época en general reproducía mucho del exotismo ambivalente y la animalidad sensual que se naturalizaba en lo negro, salvo que en México era transferido del manglar al cabaret, el escenario idóneo de la moral holgada, del vicio, de la mala vida y del melodrama de arrabal. El cabaret fue un escenario emblemático de la puesta en escena del repertorio sonoro y corporal de las religiones afrocubanas, representado a partir de danzas estilizadas, muchas veces deformadas y encarnadas en las inolvidables rumberas cubanas de la historia del cine nacional, las llamadas diosas tropicales.

Estas rumberas cubanas, todas de piel clara, no fueron codificadas racialmente por su color de piel sino, como bien señala Ortiz, por sus vestuarios, parafernalia y movimientos sexualmente provocativos, vinculados al imaginario de lo “caribeño” en el cine mexicano (2005: 134) y claramente ejemplificado en filmes como Víctimas del pecado (1951), El rey del barrio (1949) o Calabacitas tiernas (1949). La representación de lo “negro” vinculado a la naturaleza y sus implicaciones simbólicas con lo salvaje, o con el imaginario de la libido y el trópico, también se reprodujo en estos filmes. Un ejemplo entre varios es Sandra, la mujer de fuego (1952) protagonizada por la cubana Rosa Carmina. En una parte de la película una voz en off insinúa este ímpetu sexual no domesticado que se activa con el sonido de los tambores y cantos en “lengua”, es decir, del lenguaje ritual de las religiones afrocubanas. La protagonista acude a este llamado irresistible y en medio de la selva baila frente a una muchedumbre en la que despierta, con sus movimientos, un apetito tal, que de no ser por su enamorado hubiera terminado en una violación tumultuosa.16

En lo que respecta a las posteriores coproducciones México-Cuba de los años cincuenta, se incorporan escenas con rituales, deidades y cantos del mundo afrocubano que se quieren mostrar al público como más “apegadas” y “más auténticas” respecto de los ritos de los descendientes de africanos en Cuba. Además de Mulata (1954), lo ejemplifica muy claramente la película Yambaó (1956), filmada en Cuba y protagonizada por la más emblemática de todas las rumberas: Ninón Sevilla. El título de la película hace recordar la famosa novela de Alejo Carpentier Ecué Yamba’Ó. Historia afrocubana (1933), que en lucumí 17 significa, “Dios, loado seas”. El mundo de la santería en este filme tiene un papel central. Se reproducen a partir de la música ritual las danzas a los orisha, pero con una gestualidad corporal exagerada y reinventada a partir de las representaciones que a menudo acompañan a estas religiones, y que las colocan en el rubro de brujería, con rituales que generan una ambigüedad que oscila entre el miedo y la atracción. Aquí también se contrasta a la “salvaje” mulata Yambao con la mujer domesticada del hacendado blanco, el cual sucumbe al atractivo erótico de aquélla, que con ayuda de Ochún, orisha de la fertilidad y el amor, y un ritual de noche en medio de la selva, logra sus propósitos de seducción. Yambao se encuentra bajo el yugo del misterioso y peligroso poder de su abuela santera, que encarna a la “negra bruja”, una mujer amargada y mala que acaba desdichada.18

Notas finales

En estos vaivenes trasatlánticos, la categoría “negro” a menudo expresa una condición social de desigualdad dentro de un pensamiento jerárquico y de relaciones de poder, en el que la visión del que etiqueta y representa se sobrepone al etiquetado y representado (Nederveen 2013: 256-257). No implica pues cualidades inmanentes a cuerpos determinados por marcas, como es el color de la piel, sino que estas marcas, al superponerse con la jerarquía social y económica, con su traducción en el orden jurídico, afianzaron desde mediados del siglo XVIII lo que Bonniol define como el “prejuicio del color” y la manera en la que éste ordena la diversidad humana (2008: 139-144). Los cambios tecnológicos, la circulación de imágenes de la alteridad en un contexto colonial y las industrias culturales de la primera mitad del siglo XX fueron importantes propulsores de estas representaciones jerarquizadas de lo “negro” y sus vínculos con una África imaginada y construida como misteriosa, oscura, salvaje, peligrosa y exótica.

La comicidad fue uno de los aspectos mediadores de la imagen de los negros en el mundo del espectáculo y de la publicidad que corría a la par. Del Sambo en Estados Unidos, pasando por clown de la Belle Époque en Francia, a el negrito en Cuba, asignan un sitio al hombre negro en estos escenarios: bufones, entretenedores, tontos e inofensivos, acaso como una señal manifiesta de mantener a raya la amenaza que representaba el poder sexual, la fuerza y el carácter violento que también se les atribuían, en un contexto que al menos en América estaba transitando de la esclavitud a la emancipación.14 En México, si bien hubo estas representaciones a través del teatro bufo y de las zarzuelas, en realidad hacia mediados del siglo XX el atractivo visual lo despierta sobre todo la mujer “negra” o mulata y todo el imaginario del libido no domesticado con el que se le asocia. En Francia también hubo un interés particular por este aspecto o marca racializada, como lo muestra el caso de Josephine Baker. Este exotismo ambivalente y sexualizado, muy emblemático de las mujeres representadas como mulatas en el cine mexicano de mediados del siglo XX, afianza la mitología del binomio blanco-negro cristiano “asociando la blancura a la pureza y la negrura al pecado…” (Bonniol, 2008: 141).

El mundo de los espíritus también es mediado por una tensión entre repulsión y atracción. A los hombres negros y a las mujeres negras se les atribuían poderes mágicos y curativos. Una representación que si bien no era nueva en México (especialmente en el periodo colonial), en el cine de oro recrea una imagen provenida de Cuba, especialmente con la de sus religiones de base africana, consideradas en este periodo como brujería y “cosa de negros”.

El enfoque del cine de rumberas y de coproducción México-Cuba contribuyó así a una construcción de lo negro desde la mediación del Caribe, específicamente desde lo afrocubano (Juárez Huet, 2014), salvo que en nuestro país no se buscaba hacer una conexión con esas raíces. Cuba, en contraste con el México de charros y mujeres sexualmente domesticadas y sumisas, era caracterizada como africana (Podaslky 164) y como negra. México en este cine se representa como una nación mestiza de indio y español y en el que la blancura se mantenía –y todavía hoy– como un ideal estético y de estatus (Lomnitz, 1995: 359). En este cine se refracta lo “negro”, entre referentes que fluctúan entre el primitivo, el buen salvaje, la negra dócil y la mulata hipersexualizada. Como documento etnográfico y fuente histórica, este cine nos permite observar cómo el universo de las religiones afrocubanas queda implícito en estas representaciones, que gracias a las coyunturas de la primera mitad del siglo XX hicieron posible su circulación trasatlántica.

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