Recepción: 20 de diciembre de 2022
Aceptación: 22 de diciembre de 2022
Combinar para convivir: Etnografía de un pueblo nahua de la Huasteca veracruzana en tiempos de modernización
Anath Ariel de Vidas, 2021 Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/El Colegio de San Luis, México, 500 pp.
Anath Ariel de Vidas es una antropóloga que nos ha brindado a lo largo de su trayectoria dos invaluables obras de carácter etnográfico sobre los teenek y nahuas de la Huasteca veracruzana, El trueno ya no vive aquí (2003) y Combinar para convivir (2021), así como cerca de una veintena de artículos que dan cuenta de una constante y sistemática reflexión sobre identidad, cultura, etnicidad, ritualidad y diferentes temas asociados. Sus escritos la han convertido en una huastecóloga poseedora de una fina sensibilidad para reconocer los detalles del cambio cultural y abrir senderos teórico-metodológicos que, desde el asunto mesoamericano, apuntan a la condición contemporánea de las minorías étnicas en nuestro país. Sus hallazgos perfilan una serie de debates que perturban y ofrecen salidas a las discusiones que durante tanto tiempo han constituido la base del pensamiento antropológico indigenista y que, en esta reseña, serán aludidos a propósito de su libro más reciente Combinar para convivir. Etnografía de un pueblo nahua de la Huasteca veracruzana en tiempos de la modernización.
Este libro es una propuesta de análisis sobre la etnicidad entendida como la condición sociocultural, histórica y política en la que se encuentran amplios sectores de la población mexicana, cuyos antepasados se cuentan como los habitantes originales a la llegada de los españoles en el siglo xvi. Habitantes portadores de una cultura cuya característica central ha sido su persistencia, la capacidad para resistir y reinventarse como colectividades a lo largo de cinco siglos y los años que han transcurrido en el xxi. A partir de este hecho, la autora pone sobre la mesa una argumentación polémica que se desmarca de los esencialismos predominantes en lo que se llamó la cuestión indígena, anclada principalmente a los temas de la formación del Estado y la construcción de un proyecto nacional en los países caracterizados por su lastre colonial. Estados nacionales como el mexicano que incurrieron en un tipo de particularismo histórico al concebir las culturas como realidades autocontenidas. Para el esencialismo, la recurrencia a categorías dicotómicas como tradición/modernidad, desarrollo/subdesarrollo, racional/irracional, etcétera, se tornan fundamentales para asignar valores a los grados de aculturación, asimilación o integración y, en consecuencia, desestima los mecanismos y estrategias que nos permiten entender la interculturalidad o el contacto cultural como capacidades creativas e innovadoras que posibilitan la existencia de estos grupos, a pesar de todos los tipos de despojos y violencias ejercidas en contra de sus personas, territorios y sistemas de creencias.
En este sentido, la autora no está interesada en demostrar el origen de conocimientos y prácticas apelando a la etnohistoria, sino, en un sentido inverso, corroborar y atestiguar el tipo de resonancias que la modernidad y la condición contemporánea de estos pueblos recupera y pone en circulación, mediante el uso de elementos heterogéneos que, al combinarse en la práctica ritual, generan un tipo de temporalidad diferente de la historicidad como relato lineal.
En este planteamiento observamos paralelismos con otras propuestas teóricas que se pueden englobar en el llamado giro ontológico, aunque en realidad asumen diferentes horizontes antropológicos. Nos referimos a los estudios decoloniales, el perspectivismo, ciertas corrientes del ecofeminismo, la ecología política y la cosmopolítica –en la versión de Isabelle Stengers, Marisol de la Cadena, Mario Blasser–, quienes tienen en común un interés por desmontar o deshabilitar la dualidad entre cultura y naturaleza, cuestionar la presencia objetual de los no humanos y, en consecuencia, reconocer la naturaleza agentiva de los relacionamientos y mediaciones sociotécnicas y socionaturales.
Un título tan aparentemente inocente, Combinar para convivir, presenta la ontología nativa de un poblado asentado bajo el régimen de bienes comunales llamado La Esperanza (154 habitantes integrados en 46 familias), que carece de títulos primordiales, su formación es muy reciente y resulta tan pequeño que asombra por su vida ritual tan intensa. El combinarismo, categoría que usa la autora, tendría una relación análoga con el perspectivismo, en el sentido de que no se trata de una categoría inventada por el antropólogo, sino un orden de correspondencia a partir del cual los locales afirman las necesarias asociaciones de humanos y no humanos. Explicaré este tema más adelante, baste decir que, para Anath, el combinarismo se encuentra en el vórtice de la modernidad y no en el núcleo duro de la cultura. Dado que su obra mantiene un constante diálogo con el enfoque mesoamericanista, la obra de Alfredo López Austin está implicada en los rastros, pero sin que predomine una lógica culturalista autorganizadora.
Combinar para convivir… es un libro intensamente etnográfico. De los ocho capítulos, más la introducción y las conclusiones, los seis primeros son etnográficos, aun cuando las descripciones detalladas remiten a una depurada consignación de categorías analíticas o debates que la autora comenta tanto en el propio cuerpo del texto como a lo largo de sus notas a pie de página. Los dos últimos, vii y viii, se presentan con un evidente trazo exegético, a partir del cual sopesa sus materiales, prefigura sus conclusiones y nos devuelve a los fundamentos pragmáticos del campesinado indígena que sobrevive conviviendo con el calentamiento global, los procesos migratorios y los actualizados mecanismos de cooptación político religiosa. Son casi 500 páginas que incluyen un breve glosario de mexicanismos, nahuatlismos y siglas, bibliografía, anexos e índice temático; además de una buena cantidad de fotos en blanco y negro y una sección intermedia con fotografías en color.
No debe ser tarea fácil para cualquier antropóloga(o) organizar los materiales recopilados a lo largo de 13-15 años (2004-2019). Lo que Anath se ha propuesto es una sistematización de materiales etnográficos que resultan significativos desde una perspectiva comparativa del pasado reciente y el presente de dos pueblos que cohabitan la región conocida como Huasteca veracruzana. Los teenek de El trueno ya no vive aquí y los nahuas de Combinar para convivir se proyectan como modelos teóricos antagónicos. ¿O es el encuentro fortuito de esa alteridad o el sendero cultural que guía los pasos de la antropóloga para que reconozca la pluralidad efectiva de la etnicidad?
La pregunta central que orienta la presentación y reseña de este libro es la siguiente: ¿en qué sentido esta investigación se compromete y nos invita a pensar y experimentar un diferente tipo de etnografía, de relato antropológico? Diferente porque busca trascender el discurso de la tradición como ejemplo moralizante de un mundo inmaculado y también porque no apuesta en la tradición como relato patrimonialista. Acepta, por lo tanto, que las categorías clásicas de la antropología han caducado y busca sus propias claves para no incurrir en el abuso de las modas epistemológicas.
La tensión permanente a lo largo de toda la obra es la presencia de los no humanos asumidos como elementos centrales de la revitalización cultural. Los nahuas de la Huasteca veracruzana no son los amazónicos de Eduardo Viveiros de Castro, pero reconocen, respetan y celebran a esos otros como parte esencial de una convivialidad cosmopolítica. El perspectivismo postula la semejanza espiritual y la divergencia corporal, los cuerpos son envoltorios que encubren la humanidad. En La Esperanza lo que distingue esta relación es el analogismo: los no humanos son distintos en lo que respecta su fisicalidad y su interioridad –su esencia– “y de allí surge la necesidad de congregar a este universo a través de un sistema relacional específico” (p. 38) –el animismo socializado en Alfredo López Austin que se acerca más a una movilización rizomática (Deluze) que al perspectivismo–.
La autora no cuestiona el sistema de creencias, ni le interesa subrayar las contradicciones que derivan de versiones plurales resultado de recomposiciones y mezclas. El perspectivismo exige un tipo de pureza ontológica y eso es precisamente lo que no sucede en La Esperanza. Ahí más bien existe un combinarismo, un modelo que los propios actores le sugirieron, que no es ensamblaje, sincretismo, ni hibridación de elementos o sistemas de conocimiento y prácticas, sino “dar al mundo heteróclito una forma aceptable y enfrentar así las adversidades, asegurando de cierto modo su control” (p. 265). Para decirlo de otro modo, el combinarismo nos remite a lo hechizo y al arte de la improvisación que no se pelea con un tipo de formalismo: “[…] pero, sobre todo, se trata de ‘poner en relación manifiesta’, en un solo espacio integrativo, universos concebidos de forma explícita como ontológicamente distintos y distinguidos en el plano temporal, para activar la convivencia” (p. 257). Este asunto viene a colación porque La Esperanza es una comunidad (régimen agrario de bienes comunales) formada a principios del siglo xx, y su proceso de construcción se registra a partir de sus propios relatos decoloniales y de una lucha agraria esgrimida como historia reciente. En ese sentido, la modernidad no es lo opuesto de la tradición, sino el espacio-tiempo de la revitalización, de una ritualidad que expresa en los mínimos detalles la capacidad etnogenética de los territorios y de la relacionalidad entre humanos y otros más que humanos. Si los ancestros, los dueños del monte, los tepas, escuchan cuando los rezos son en náhuatl como cuando son en español es porque más allá de la forma lo que vale es el corazón y el corazón está en los cantos, la danza, la peregrinación y el trabajo cotidiano. El trabajo fuerza, que es el sudor, la ofrenda, los desvelos y la intención que están en el corazón de la creencia. Para que sea posible el combinarismo debe reconocerse en el corazón de todas las cosas. Y esto es un pensamiento típicamente mesoamericano.
El humanismo en antropología se hizo patente a través de diversos mecanismos, estrategias y discursos. Ahí situamos la misión evangelizadora, el desarrollo y la modernización. En sus extremos, el humanismo afirma que el proyecto humano es la verdad y lo que importa, de eso derivan las dicotomías excluyentes: objetivo/subjetivo, racional/irracional, cultura/naturaleza. En su proyección liberal el humanismo ha promovido el individualismo, la autonomía, la responsabilidad y la autodeterminación. En su vertiente radical ha promovido la solidaridad, los vínculos comunitarios, la justicia social y el principio de igualdad. De acuerdo con Rosi Braidotti, resulta imposible, tanto intelectual como éticamente, separar los elementos positivos del humanismo de sus contrapartes negativas –individualismo: egoísmo, egocentrismo; autodeterminación: arrogancia, dominación y tendencias dogmáticas en la ciencia– (Braidotti, 2015: 43).
Desde mi perspectiva, el poshumanismo en antropología se abocaría a un(a) desmontaje (deconstrucción) del humanismo en tanto tradición intelectual, contexto normativo y práctica institucionalizada. Así, un rasgo de las nuevas formas de hacer etnografía consiste en situar el comunitarismo (en cuanto praxis), lejos de un deber ser fincado en el relato etnohistórico, en la esencia o en un tipo de ethos transhistórico. Anath apunta que “El modo de organizar a los humanos y no humanos –estos cohabitantes peculiares– en un solo campo social, y por lo tanto los modos de relación cultual con ellos, indica que no se trata de una religión de salvación sino de una ética de acción a través del concepto de trabajo fuerza” (p. 259). Si traslado este concepto a otros contextos, tenemos lo que la teoría del don expuesta por Marcel Mauss tenía de más nativo, arraigada en una perspectiva relacional que reconoce las capacidades agentivas de los otros en cuanto humanos. Aquí lo que noto es que los nativos han estado situados desde siempre en un pos que puede ser posapocalíptico, poscolonial, posmoderno y poshumano, y que los antropólogos vamos un poco más despacio para entender que las discordancias y las diferencias formales son tan combinables cuanto las similitudes y semejanzas que operan en los procesos de movimiento, habitar, percibir y describir. Esto me recuerda la obra de Tim Ingold (2018).
Yo hago esta pregunta para saber si la modernidad es un todo sociotécnico, un proceso de permanente cambio sociocultural y determinadas relaciones de poder bajo las que las comunidades indígenas en México se encuentran sometidas o, simplemente, vinculadas con el mundo. Al respecto, me parece que Anath no se interesa mucho por definir la modernidad como el relato paradigmático, hegemónico que desestructura y crea otro tipo de relaciones entre los hombres, los hombres y la naturaleza; sino como el escenario desde el que se produce la revitalización de las prácticas rituales entre los nahuas de La Esperanza. En tal caso, al igual que ella entiendo que la modernidad es la forma que mejor se amolda para definir los procesos de cambio del presente etnográfico. La modernidad es evocada, nunca definida, pues al enfocar el mundo cultual, el modelo combinarista debió de haber funcionado de la misma forma en la época colonial, la República independiente y en el periodo posrevolucionario.
En su introducción apunta lo siguiente:
siguiendo a Osborne, es necesario distinguir el sentido de modernidad como categoría cronológica, de su sentido como categoría cualitativa, ideológica, es decir una forma de experiencia social a la cual no adhieren todos los que están involucrados en los procesos de modernización […] lo que permite el despliegue de varias formas de vivir los procesos de cambios contemporáneos, incluso a través de éticas tradicionales o no modernas (ideológicamente) (p. 39).
La modernidad está “merodeando” y se hace notar en los fenómenos de migración, en la actitud renuente que manifiestan los jóvenes para continuar realizando las labores del campo, los cambios de vestimenta y la importancia conferida a los refrescos (Coca Cola) en las ofrendas y probablemente se asimile con las admoniciones de que la comunidad se está acabando. Sin embargo, estos aspectos son tangenciales para la autora, incluso puede encontrar extensiones del ritualismo en la ciudad, lazos comunitarios que no se pierden; por el contrario, la urbe es el topos donde se maceran futuras adhesiones al culto, semilla y germen de la identidad.
Lo importante es el dispositivo ritual (mundo cultual) de las tres capas que resumo como la articulación de los ámbitos devocionales que se dan entre el espacio familiar, el kube (comunitario) y el animístico o de los tepas o seres sagrados de naturaleza ambivalente. Las tres capas también hacen referencia al mundo social o terrenal: el mestizo como diablo, el subterráneo poblado por los tepas y el mundo de los santos católicos (p. 141). (Según la mirada de López Austin correspondería a la idea de anecúmeno: espacio tiempo divino y ecúmeno: espacio mundano y perceptible. La ofrenda como puente comunicativo con los dioses y para establecer lazos y distinciones sociales-morales entre humanos).
Esta cuestión me parece relevante porque los mecanismos de transmisión de conocimiento pueden estar localizados y remitirse a prácticas “tradicionales”, que, no obstante, pueden obtener su estatuto como tales a través de procesos insertos en la invención de la tradición o la retradicionalización constituyente de la modernidad, como es el uso de dispositivos móviles, redes sociales y la consulta de libros y revistas. ¿Les llamaríamos neoindios a los hijos de migrantes que perdieron su lengua materna en Reynosa y que al cabo del tiempo deciden volver a sus raíces? ¿Qué referencialidad inter-textual provocará la publicación de Combinar para convivir en las décadas posteriores?
No está por demás decir que con un cierto rigor metodológico el perspectivismo no embona en el contexto mesoamericano y una constatación que nos ofrece la obra que estamos comentando pasa por la noción de trabajo vinculada a la de chikawalistli: fuerza, esfuerzo, firmeza, fortaleza, valor. El trabajo es la dimensión relacional y la heredad que se transmite en forma de dones diferenciales que componen el conjunto de posibilidades de las culturas agrícolas indígenas. A través de los rezos, las danzas y toda la serie de rituales propiciatorios los nahuas de La Esperanza se suman al racimo de intencionalidades que, en su forma más pragmática, define las relaciones de comensalidad, distintas de las relaciones predatorias de
las culturas cazadoras.
La noción de trabajo local mancomuna y crea relaciones de codependencia y colaboración. “La convivencia se entiende como una manera conjunta de hacer circular fuerzas a través del trabajo” (p. 148). Al mismo tiempo que afirma la identidad territorial, los rituales, rezos y ofrendas se caracterizan por abrir espacios de domesticidad a las fuerzas que operan en una ambigüedad persistente. Manejar esa ambigüedad es el dispositivo para obtener el fruto, el alimento. La domesticidad es al mismo tiempo un tipo de territorialización agraria y la producción afectiva de lugares, es decir, opera bajo una contienda dual: burocrática y simbólica, interétnica y cosmopolítica a la vez.
En las culturas cazadoras esta condición define posiciones ontológicas, en las culturas sedentarias se verifican algunas semejanzas, pero luego todo parece tornarse distinto cuando se agrega la domesticidad. Lo de afuera es secuenciado en una serie de repeticiones y expulsiones, de apropiaciones y mimetizaciones, es la idea del mal como constancia y exposición permanente que debe ser agenciada, tratada y negociada para mantenerla a raya (Dehouve, 2016). El altar doméstico se transforma en una versión en miniatura del macrocosmos y el trabajo ritual se concibe entonces como una fase consecuente del trabajo como fuerza.
Entiendo, pues, que la lógica ritual combinarista agenciaría realidades discursivas en una especie de cronotopos radicalizado. El mito y la historia reciente se entrecruzan para hacer del conflicto agrario una fuente rica de reinterpretaciones, cuyo encauzamiento es la afirmación identitaria en convivencia. Así, los tepas, espíritus y dueños de los montes adquieren consistencia actualizada. En esto radica el ejercicio de integrar un conjunto en apariencia homogéneo al grupo de singularidades. La Esperanza sería, en ese sentido, una singularidad dentro de su marco regional.
“El ser no pide prestado, se conforma con lo que es y nunca le falta nada porque siempre está dando y recibiendo”. Me quedé pensando en esta frase que me inspiró la lectura de los dos últimos capítulos del libro de Anath Ariel de Vidas: “Lo más importante son las flores” y “La tierra nos une y la costumbre nos reúne”, vii y viii, respectivamente. En estos encontramos las más vehementes confirmaciones de los valores comunitarios que fincan el intercambio y la convivencia entre las personas, las familias y entre los humanos y los no humanos. Nominalmente, cuando se parte de las cosmologías indígenas, el ser se disuelve y la colectividad asume una condición genérica; el grupo, la comunidad se muestra como un ente homogéneo con peculiaridades. Ahora bien, la modernidad se nos presenta como una dimensión cualitativa que nos provoca paradójicamente distanciamiento y cercanía. El yo se convierte en un extraño y un proyecto a explorar para quienes entran y salen de la comunidad, pero para los propios especialistas rituales la cosa se juega en la interconexión, la migración no es un mero dato de la marginación, es parte del juego de la recreación cultural.
De igual manera, la antropóloga, en su calidad de extraña y especialista, recoge un ramillete de impresiones para recordarnos la centralidad de las flores:
Así, por sus características específicas al abrir y cerrar las ofrendas, las flores parecen dotadas de una agentividad que pone en movimiento todo el ensamblaje ritual […] La puesta en movimiento del trabajo fuerza a través del aspecto florido de las ofrendas –confiriendo el conjunto de las connotaciones simbólicas asociadas a las flores–, permite así ampliar y aplicar esta noción social fundamental del trabajo-fuerza al ámbito de los no humanos y entender un aspecto central de la operación ritual mesoamericana (p. 350).
Las flores son omnipresentes y abarcativas, no son patrimonio ritual mesoamericano, instigan diferentes estados de ánimo, son el capullo y son la semilla, la metamorfosis (Coccia, 2021). “Dimensión trascendental de la religión local. Permiten la activación y la circulación de fuerzas regeneradoras y multiplicadoras entre las tres capas […]” (p. 356).
Para cerrar este mínimo comentario, asumo y comparto con Anath la preocupación que nos causa la patrimonialización de el costumbre. Los modernos nos sentimos más seguros simplificando las concepciones radicales, nos gusta someter la diferencia al discurso multicultural de respeto relativista de la alteridad. Si la tradición es un constructo de la antropología al servicio de la colonialidad, debemos persistir en aumentar la coloratura de las voces que se niegan a entrar en los itinerarios turísticos que antes eran catálogos museísticos. En eso el costumbre no es tradición, sino relato contemporáneo.
En otras palabras, la designación externa de estas prácticas como tradicionales o como patrimonio indígena fue apropiada por los especialistas rituales bajo una forma de distanciamiento reflexivo que impone el proceso de patrimonialización. Con estos procesos, la o el costumbre vuelven a ser por lo tanto cultura y marcador de visibilización y de reivindicación de lo propio (p. 397).
El costumbre es la obligación ritual que pocos quieren asumir porque implica muchos sacrificios; es el nexo con la tierra y la manera de establecer el vínculo ético con el entorno. El patrimonio que no se le nombra así sabe navegar en las ondas de la mercantilización, entra y sale, permanece quieto, es decir, flor, canto y danza con corazón. Creo sinceramente que Combinar para convivir será leído atentamente por los nahuas de la Huasteca. Un agradecimiento a Anath.
Ariel de Vidas, Anath (2003). El trueno ya no vive aquí. Representaciones de la marginalidad y construcción de la identidad teenek (Huasteca veracruzana, México). México: ciesas-cemca-ird-colsan.
Braidotti, Rosi (2015). Lo poshumano. Barcelona: Gedisa.
Coccia, Emanuele (2021). Metamorfosis. Buenos Aires: Cactus.
Dehouve, Daniele (2016). Antropología de lo nefasto en comunidades indígenas. San Luis Potosí: El Colegio de San Luis.
Ingold, Tim (2018). Estar vivo. Ensaios sobre movimento, conhecimento e descrição. Petrópolis: Vozes.
Mauricio Genet Guzmán Chávez es profesor investigador titular b del Programa de Estudios Antropológicos, El Colegio de San Luis, A. C. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel ii. Doctorado en Sociología Política por la Universidad Federal de Santa Catarina (ufsc), Brasil. Está interesado en diversos temas sobre la relación entre sociedad y medio ambiente: ecoturismo, conflictos socioambientales, conservación y manejo de áreas naturales protegidas y el uso ritual de sustancias psicoactivas. Es autor de dos libros: La naturaleza que nunca murió. Un ensayo de ecología política sobre la conservación de la biodiversidad en el trópico húmedo mexicano y la Amazonía brasileña (2019) y Conservación y uso regulado del peyote en México. Estudio prospectivo de la dinámica jurídica, cultural y ambiental (2021).