Recepción: 14 de noviembre de 2019
Aceptación: 12 de febrero de 2020
Este trabajo consiste en un ensayo fotográfico sobre altares domésticos que se acompaña de narrativas de sus propietarios y tiene como objetivo abordar la religiosidad católica que se practica de manera cotidiana en espacios no eclesiales. El trabajo etnográfico (basado en registros fotográficos y entrevistas) centra su atención en la materialidad de los altares (que visibilizan creencias) y en las narrativas que dan cuenta de los sentidos simbólicos, las apropiaciones y los usos de las imágenes católicas en la vida ordinaria de los creyentes. Abordamos tres escenarios de montajes y práctica de altares: domésticos (por lo general son privados e individuales y se encuentran dentro de los hogares); semiprivados (en lugares de trabajo, como son oficinas, puestos de mercado, cantinas y talleres), que aunque los cuida una persona, no son de uso exclusivo, están expuestos y a veces son motivo de prácticas de quienes asisten a ese lugar, y públicos (callejeros o barriales), que están colocados en espacios abiertos (en una banqueta, plaza o esquina) y activan prácticas colectivas e incluso son resguardados por una comunidad. Consideramos que es una propuesta metodológica novedosa para acercarnos a la comprensión de las experiencias religiosas y sus lógicas no eclesiales.
Palabras claves: altares, catolicismo popular, estética, imágenes re- ligiosas, materialidad, religiosidad vivida
We See Altars, but Their Meaning Is Unknown: The Material Support for Lived Religiosity
This work consists of a photographic essay about domestic altars accompanied by their owners’ narratives. It aims to address the Catholic religiosity which is practiced on a daily basis in non-ecclesial spaces. This ethnographic work (based on photographic records and interviews) is focused on the altars’ materialism (which makes beliefs visible) and on narratives giving account of their symbolic meanings as well as appropriations and uses of Catholic images in the believers’ daily lives. We deal with three scenarios for the assembly and practice of these shrines; domestic (they are usually private, individual and are located inside the homes). Semi-private (in workplaces such as offices, market stalls, bars and workshops), which even though they are cared for by only one person they are exposed to the public and used for religious practices by those who attend these places. Public ones (streets or neighborhoods) are placed in open spaces (a sidewalk, square or street corner), activate collective practices and are often protected by a community. We consider it a novel methodological proposal to approach the understanding of these religious experiences on their non-ecclesial logic.
Keywords: lived religiosity, altars, popular Catholicism, religious images, materiality, aesthetics.
La serie de imágenes del ensayo visual es el resultado de una investigación etnográfica que incluye la fotografía y entrevistas informales a los dueños y cuidadores de los altares. La fotografía de los altares permite reconocer (hacer visible) y registrar la existencia de una práctica religiosa (muchas veces ignorada por los antropólogos) mediante su presencia física en distintos lugares y la forma en que interviene generando territorio. La fotografía nos permite atender la relación del altar y el lugar. Además permite reconocer los elementos (objetos) que componen un altar. Un elemento importante de este registro es el valor de su materialidad, la producción simbólica de su estética y las sensibilidades que genera. En cuanto a las entrevistas (algunas fueron historias de la vida material del altar, otras fueron charlas breves dirigidas a los propietarios, usuarios o cuidadores centradas en el altar), permitieron indagar aspectos como los objetos piadosos que lo componen, la historia del altar, las maneras en que se autentifica o carga el poder o valor de la imagen para sacralizarla, la agencia milagrosa de las imágenes, la capacidad performativa del altar en el espacio,1 los significados, sentimientos y emociones asociados con el altar para los usuarios, los rituales cotidianos que se realizan en torno al altar (rezos, cantos, meditaciones, limpieza de las imágenes, ofrendas, cuidado del lugar).
Ubicamos la etnografía en la línea e interacción cotidiana que une a los objetos (altares) con los sujetos (Latour, 2012). La propuesta teórico-metodológica retoma el concepto de “religiosidad vivida” (Ammerman, 2007 y 2014; McGuire, 2008; Orsi, 2005) como alternativa para reconocer la relevancia de la religiosidad cotidiana y no institucional. Este giro de la Iglesia a los espacios cotidianos, de los especialistas a los practicantes, busca sortear las cargas de sentido presentes en el uso del término religiosidad popular, el cual opera como etiqueta desde la cual los especialistas institucionales descalifican a sus practicantes como primitivos e ignorantes, como religiosidad degradada o como prácticas ligadas con la superstición.
Incluso constantemente desde la sociología, en nombre de la religiosidad popular se descalifican muchas de las prácticas extraeclesiales rebajándolas a magia, brujería, idolatría o vil charlatanería o superstición (De la Torre y Martín, 2016). En cambio, la perspectiva de la religiosidad vivida no privilegia la lógica institucional y eclesiocéntrica (donde subyacen las orientaciones dogmáticas, teológicas o normativas). Tampoco, como lo desarrolla la teoría de campo religioso de Pierre Bourdieu (1971) está centrada en el análisis institucional ni en las luchas por la definición. La religión, entendida como fe, no sólo se gestiona mediante la monopolización de los secretos de salvación ni adquiere su eficacia simbólica mediante la lucha por la clasificación de la religión legítima, ni le preocupa si sus prácticas y creencias son sancionadas como herejía. Funciona con una lógica mucho más pragmática, en la cual la apropiación de la ritualidad católica permite una adaptación de la fe a sus expectativas diarias y materiales.
En la cotidianeidad de los creyentes comunes (no clérigos) no existe como tal la división tajante entre sacerdotes y laicos practicantes. Es cierto que los ordenados se reservan el uso exclusivo de ciertos sacramentos (como la consagración de la Eucaristía), pero también lo es que los “agentes paraeclesiales” (quienes organizan las procesiones y peregrinaciones de las fiestas populares) son también expertos en la gestión de la fiesta, de la veneración de los santos, los rezos. Como señala Suárez (2008), son gestores especializados en la devoción en torno a los santos con autonomía del poder clerical. En el caso de los dueños y usuarios de altares, a quienes denominaremos como “agentes extraeclesiales”, podemos reconocer que diseñan y realizan su práctica de forma autónoma respecto de los especialistas institucionales, y practican su fe con rituales dedicados a la Virgen y los santos en espacios no eclesiásticos. Por tanto, proponemos considerarlos como agentes especializados en el culto doméstico de la religiosidad popular en torno a las imágenes devotas: “Ellos se apropian de símbolos y los aplican o los reinterpretan en situaciones particulares con el fin de ayudarse a sí mismos (a resolver sus situaciones financieras o a curarse de alguna enfermedad)” (Rostas y Droogers, 1995: 87).
Presentamos un ensayo fotográfico compuesto por imágenes de diferentes altares con imágenes católicas que fuimos detectando en diferentes recorridos por distintos barrios y colonias de la ciudad de Guadalajara y de la población de Chapala (ambas en Jalisco) o instrumentando la estrategia de la bola de nieve, mediante la cual podíamos detectar quiénes tenían un altar en su casa. De esta manera, el centro de la atención está colocado en la agencia de la materialidad de las imágenes que son objetos de fe y devoción. Destacaremos que estos objetos, que generalmente tienen rostros humanos, son frecuentemente vividos y tratados como seres animados a los que se les reconoce voluntad propia, con gustos específicos, con capacidades sensibles y comunicativas y con competencias extraordinarias para intervenir en la vida de sus fieles. Por lo tanto, en torno a ellos se practican el respeto, la limpieza, la comunicación e incluso la protección.
Elegimos tres escenarios de montajes y práctica de altares: los altares domésticos (por lo general son privados e individuales y se encuentran en el interior de los hogares); los altares en lugares de trabajo, como son oficinas, puestos de mercado, cantinas y talleres (estos espacios son semiprivados, porque los cuida una persona, pero son vistos y a veces objeto de prácticas de quienes asisten a ese lugar) y los altares callejeros o barriales (que son espacios públicos y generan prácticas colectivas, y se ubican en una banqueta, plaza o esquina).
De acuerdo con los datos de inegi levantados en el Censo del 2010, la mayoría (82.7%) de los mexicanos son católicos. Para conocer las formas de creer y practicar que tienen los católicos mexicanos revisaremos los datos de encreer 2016, que arrojó que poco más de la mitad de los católicos son muy practicantes de rituales y ceremonias diversas. Casi la mitad (43.7%) de los católicos se autoidentifican como “creyentes por tradición”, pues son muy activos en el mantenimiento de las costumbres, fiestas y devociones en torno a imágenes sagradas que tienen un peso en la tradición popular del catolicismo a la mexicana (Hernández, Gutiérrez Zúñiga y De la Torre, 2016). Es sorprendente constatar que más de dos tercios (63.6%) de los católicos confirman tener un altar en casa. Ello nos habla de un catolicismo “altarista”, que imprime a la tradición católica a la mexicana rasgos de una religiosidad en torno a las imágenes diarias, doméstica, familiar y extraeclesial.
Esta práctica forma parte del bagaje de costumbres, y muchos de sus practicantes las aprendieron mediante la tradición oral. Aunque representa una autonomía respecto de la Iglesia y sus agentes especializados, no estamos hablando de una espiritualidad del self o de una desinstitucionalización religiosa, como sugieren las teorías de las nuevas formas de la religiosidad contemporánea. Podemos agregar que la práctica de los altares domésticos anima una religiosidad “a mi manera”, basada en la formula material del bricolaje, con la cual los usuarios arman su propio espacio y narrativa de lo sagrado con distintos objetos que fueron seleccionados (o que les fueron regalados o heredados) para conformar un altar personalizado donde realizan una práctica ritual cotidiana.
Como lo señaló muy atinadamente Christian Parker (1993), la religiosidad latinoamericana se desarrolla mediante “otra lógica”, que no se resuelve con las fórmulas racionalistas con las que los europeos intentan entender el cambio religioso. En la religiosidad popular se vive otra manera de sentir, de pensar, de operar; una alternativa que constantemente articula las dicotomías como son institucional/popular, dominante/dominados, elite/pueblo, ilustrado/ignorante, dirigiendo la atención a las complejas dinámicas de la religiosidad popular (Parker,1993: 192). De manera similar Renée de la Torre propone entender la religiosidad popular no en el eje de la religión oficial ni en la propuesta de las nuevas formas individualizadas de la espiritualidad, sino como un espacio bisagra o entre-medio (in-between) donde el sentido práctico de la religión redefine, actualiza y reinterpreta la tradición mediante continuas negociaciones creativas (De la Torre, 2013). Por otro lado, el rango de autonomía ha estado siempre presente en la religiosidad popular católica; no se trata de la emergencia de una individualización derivada de un proceso de secularización, sino de la continuidad de una tradición que se renueva, actualiza y mantiene adecuada para encontrar respuestas simbólicas en las circunstancias actuales. Son elementos que los investigadores de la religión escasamente estudiamos y valoramos para comprender la religiosidad de los mexicanos.
Como era de esperarse, la ritualidad de los altares está muy relacionada con la fe guadalupana: casi dos tercios (59.4%) de los católicos han dedicado su altar a la imagen de la Virgen de Guadalupe, a imágenes de Cristo (18.2%), a otras advocaciones de la Virgen María (8.3%), y el resto a otros santos considerados poderosos (Hernández, Gutiérrez Zúñiga y De la Torre, 2016).
Estos datos confirman que el catolicismo practicado en México es sobre todo una religión iconofílica donde, como lo plantearon Víctor y Edith Turner (2008), se da el predominio de las imágenes religiosas. Siguiendo con estos autores, estas imágenes imponen sus significantes (es decir su materialidad) como significados de lo sagrado, del poder milagroso y de la experiencia comunicativa.
A pesar de ser la práctica más frecuentada por los mexicanos católicos, no se le ha brindado atención en los estudios antropológicos y sociológicos, con excepción de los estudios chicanos que resaltan los altares como un rasgo de la religiosidad mexicana (Turner, 2008). Quizá su falta de estudio académico se deba a que esta práctica ha sido severamente estigmatizada tanto dentro de la Iglesia católica como también por las religiones iconoclastas (como son los movimientos evangélicos, protestantes y pentecostales) que reprueban la devoción a las imágenes como idolatría.
Otro aspecto que puede explicar la falta de atención académica puede ser la visión catolicocéntrica que mantuvo mucha influencia en los primeros estudios sociológicos en México y en el resto de América Latina (De la Torre y Martín, 2016), que debido a que proviene de intelectuales católicos, muestra cierta incomodidad con las prácticas barrocas del catolicismo popular. En suma, el peso de la descalificación del catolicismo en torno a las figuras bajo la nomenclatura de idolatría, que es considerada como una desviación de la fe, le ha restado importancia como objeto de estudio. Más allá de las posturas teológicas y de los sermones de algunos sacerdotes que señalan la idolatría como una desviación del mensaje de Cristo y que descalifican como supersticiosas muchas devociones que consideran a los símbolos cristianos como talismanes, en la práctica las imágenes religiosas y su culto específico generan una idiosincrasia que nos permitirá entender “la religiosidad vivida” de los católicos.
Cristián Parker (1993) definió la religiosidad popular latinoamericana como el factor de generación de otra lógica, refiriéndose a la lógica del catolicismo popular de América Latina, y sobre ello menciona que
en los hogares casi siempre hay retratos y “santitos” de la Virgen, crucifijos, imágenes, grabados y medallas de las devociones familiares. Son numerosos y multiformes los rituales impetratorios, ya sea por medio de gestos (santiguarse, tocar las imágenes, depositar a los niños ante las imágenes de los santuarios, etc.) o por medio de plegarias (Parker, 1993: 183).
Como lo mencionó Ammerman, en la cotidianeidad, los agentes de la fe dotan de sacralidad a cualquier objeto material o artefacto (Ammerman, 2014). Por esta razón, la metodología de la religiosidad vivida es acertada, pues centra su atención en la materialidad de los objetos religiosos y atiende la manera en que la práctica de éstos conecta con algo sagrado, interesándose por las relaciones emocionales y afectivas que los practicantes establecen con los objetos.
Las fotografías nos muestran que los altares colocados en ámbitos domésticos, lugares de trabajo o espacios públicos permiten descentrar las prácticas devocionales de las instituciones y sus templos. Los altares constituyen rincones de sacralidad que habilitan una religiosidad doméstica y cotidiana. Así lo definen varios de los entrevistados: “Para mí, hacer mi oración personal con él, diario, se trata de que yo tengo un diálogo con él”.
Esta religiosidad no requiere de conocimientos teológicos, más bien se experimenta como fe y sale de los templos a los espacios seculares para acercar lo religioso a una experiencia cotidiana: “yo no necesito ir a misa con los sacerdotes. Es que el templo tú lo traes”. Sus practicantes no se rigen por las normas eclesiales ni litúrgicas, sino por la manera en que ellos habilitan la tradición con la fe: “con mi altar continúo la tradición de mi pueblo de origen. Allá se acostumbraba llevar al santo y velarlo toda la noche, como si fuera un muertito. Yo se lo dedico a San Judas Tadeo, porque es el más santo de los santos”.
Las fotos dan cuenta de distintas locaciones donde se colocan y practican los altares que pueden ser privados, familiares, comunitarios o públicos. La decisión que encamina a que sean montados en un lugar determinado depende de diferentes aspectos. No hay una receta o norma. En algunos casos, se debe a la necesidad de mantener vigente una tradición familiar: “en mi casa toda mi familia es católica, y desde mi niñez mis padres me enseñaron esta fe y hemos continuado”. En otros casos se debe a un hecho milagroso: “un señor vino a hacerle esa capilla porque él chocó en la esquina. Fue un choque muy fuerte, él alcanzó a escapar, se fue. Toda la cuadra aquí estuvo a oscuras, y él, en agradecimiento de eso, vino a poner la capilla; siempre venía cada año”. En otros casos lo hacen por la necesidad de transportar su devoción al espacio próximo.
Un rasgo de las imágenes católicas es que tienen la capacidad de portabilidad, que permite trasladar y montar lo sagrado a cualquier lugar: “él quería ir a la Basílica a pedirle a la Virgencita por su salud. Entonces pensé que, como no podía salir, era mejor traerle aquí a la Virgen y montarle un altar”. Esto permite crear conexiones entre lo institucional, las prácticas paraeclesiales y las prácticas devocionales familiares o individuales. La portabilidad de las imágenes también genera continuidades entre los espacios privados, semipúblicos, públicos y eclesiales. No obstante, articula múltiples lógicas.
En cuanto se colocan las imágenes en cualquier espacio, la agencia de las imágenes lo reconvierten en territorio sagrado, ya que los fieles comienzan a ritualizar colocando ofrendas (en una ocasión vi cómo en el aeropuerto de Guadalajara había una exposición de esculturas de madera, y una era la imagen de la Virgen de Guadalupe. Al tiempo que fue montada, la imagen estaba acompañada de varios ramos de rosas que dejaban los pasajeros). De esta manera, los creyentes comunes se apropian de símbolos y son capaces de cargarlos y consagrarlos mediante diferentes rituales, como son las oraciones diarias que permiten establecer una comunicación cotidiana con fuerzas y seres sagrados: “pues yo estoy obligada a hacer oración por la mañana y por la noche. Yo me levanto, Gracias a Dios Señor por haberme dejado vivir”. “Me persigno al salir a la puerta y digo, Dios mío cuídame de las malas cosas que hay en la calle, ampárame”. “En la mañana y en la noche yo rezo ya para dormirme y le rezo a mis hijos, los bendigo, bendigo mi casa y me acuesto a dormir, le doy gracias a Dios”. “Hacer mi oración personal con él diario se trata de que yo tengo un diálogo con él. Le platico lo que siento, lo que traigo, lo que me duele, lo que no me duele, mis apuraciones, y eso es diario”.
El encuentro cotidiano con los santos genera una interacción con la estética, que evoca sentimientos con carácter normativo (piedad, sufrimiento, dolor, bondad, maternidad, ternura, perdón), los cuales tienen un carácter pedagógico en la educación sentimental de los católicos que pocas veces es estudiado.
Esta comunicación es ante todo afectiva y sensitiva. Las figuras católicas (Vírgenes, santos e imágenes de Jesús) tienen una estética que las humaniza y genera una comunicación personal. La estética de las imágenes también genera sentimientos e intercambios comunicativos, como lo expresa el siguiente testimonio: “tengo al Niño Dios y lo venero cada día que nace, por decir algo; le cambiamos su ropita, lo que es tradicional”. En ocasiones se les da de comer, se les platica, se les limpia y baña, se les viste, se les canta, se les acaricia, se les alegra, se les cuida. Pero además de establecer este vínculo semihumano, se les reconocen poderes sobrenaturales (mágicos o milagrosos) que actúan en la vida a favor de los fieles. Por ejemplo, se les paga con ofrendas, y continuamente la ofrenda se humaniza diciendo que se colocan flores para mantenerlas contentas. Permiten que la experiencia religiosa sea una comunicación íntima que conecta lo trascendental con lo inmediato.
Las imágenes católicas ejercen la comunicación con el mundo de los espíritus, de los muertos, de los ausentes, con Dios. Su materialidad es un soporte de lo que Pablo Semán ha denominado como perspectiva cosmológica, mediante el cual se establece comunicación con el mundo de los espíritus (Semán, 2008).
Las imágenes religiosas católicas no sólo evocan significados (como los símbolos naturales), sino que son reverenciadas como artefactos con agencia milagrosa: “a mí me ha hecho muchos milagros”. También transmiten sensaciones gratas: “Entonces amanezco a gusto, contenta, alegre” .“Pues yo creo que tengo mucha paz, o sea tranquilidad, así; volteo, lo veo, y digo: qué bonito.”. Tienen agencia para intervenir en el destino de las personas, sea para aliviar las penas, para animar las alegrías, para dirigir las plegarias, para acompañar las aflicciones o para proteger y brindar seguridad en el día a día y en el ámbito privado. A las imágenes se les adjudica un papel de protectoras de la familia y del hogar.
Como lo señaló Gilberto Giménez, con las imágenes se establece una interacción de intercambio:
Los seres sagrados son siempre fieles, por definición, a las reglas que rigen su relación con los humanos, y nunca dejan de cumplir con sus devotos según los términos del contrato que los obliga moralmente a protegerlos y socorrerlos… Por eso los performances de los destinadores sagrados se reputan siempre victoriosos y sólo pueden ser objeto de sanciones positivas como el reconocimiento social y las “pruebas de glorificación”. Aquí encuentra su inserción natural el mundo de las fiestas, de las apoteosis pueblerinas y de las celebraciones latréuticas que constituyen la otra cara de la ceremonialidad popular (Giménez, 2013: 249).
Las fotos destacan los rasgos humanizados que evocan los rostros y los cuerpos de dichas figuras y pinturas con las cuales los fieles se relacionan. Expresan una forma de representación humana, encarnada en la imagen (de bulto o pintada). Estos rasgos estéticos de los santos, Vírgenes y Cristos no sólo fueron hechos para ser admirados, sino también para generar sentimientos e intercambios comunicativos (Turner, 2008). La interacción con estas figuras no es sólo contemplativa, sino sobre todo es comunicativa, sensorial y sensitiva: “Todos los años, el 2 de febrero invito a amistades a vestir al Niño. De hecho tiene su madrina de vestido y hacemos todo el ritual como se acostumbraba antes. Pues hacemos algo de comer, le pongo una sabanita para entregarle al Niño a la comadre. Limpiamos al Niño con un aceitito como de bebé, y luego ya lo vestimos. Tiene zapatos, tiene ropa interior, tiene un calzoncito largo. Todas esas personas súper anti-religión, anti-curas, todo, pero nadie resiste algo tan lindo, es irresistible ¿no?”.
Esta devoción no requiere más que de la mediación del creyente y de su práctica habitual con sus imágenes. Pero la eficacia simbólica de los santos depende de varios aspectos, entre los cuales podemos enumerar: 1) el don. En muchos casos los santos son especiales porque fueron heredados o recibidos (regalados) y no comprados directamente. Ello transforma el objeto que al ser recibido como regalo deja de ser simple mercancía y adquiere vida y deja de ser un artefacto inerte o desechable, tal como Marcel Mauss (1979) describe la eficiencia simbólica del don. 2) El uso autogestivo de rituales de consagración. Otro proceso de autentificación del poder de la imagen consagrada reside en su ritualización mediante la cual se le transforma de artefacto o mercancía a imagen bendecida o sacralizada que incluso cobra vida de criatura: “si no está bautizado todavía no es una criatura, pero si ya está bautizado ya Dios lo reconoce como su hijo.”. Estos rituales pueden ser variados incluyendo su contacto con agua bendita: “antes era sólo una fotografía, ahora (después de rociarla con agua bendita) es la Virgen de Guadalupe”, o el haber sido bendecido por una autoridad eclesiástica, o el que se haya adquirido en un Santuario: “me las traen a regalar y yo las coloco ahí, porque estas imágenes están bendecidas y así bendicen mi tiendita”. 3) La agencia de las imágenes. Se les confiere una agencia o voluntad propia para elegir su santuario, el lugar donde debe estar y a su guardián. Muchas veces estos objetos tienen agencia para decidir dónde están (por ejemplo, el caso de san Miguel Arcángel, o el caso de la Virgen de Zapopan que le regalaron al capitán Chendo), para aparecer de repente (éste es el caso de la Virgen de Guadalupe aparecida en el tronco de la colonia Constitución y el caso de la estampa de la Virgen del Pozo).
Estos rituales de sacralización son autogestivos, hay un conocimiento tradicional de rituales cargados de un cúmulo de representaciones y un habitus adquirido: “A la Virgen la tengo porque es la misma que tienen en mi casa”. Este saber-hacer que se instrumenta mediante el sentido común aprendido permite modificar un objeto (como refieren los relatos del ensayo fotográfico), puede ser una lámina de calendario, una imagen adquirida en el mercado o un cuadro que de pronto apareció en el lugar de forma misteriosa, y que al montarlo en un altar y ritualizarlo mediante ofrendas y comportamientos devocionales (rezos, comunicación, cuidados especiales) se transforma en un objeto a reverenciar cotidianamente.
Dichos objetos son capaces de reclasificar el tiempo ordinario y el espacio cotidiano en un tiempo y espacio sagrados (Durkheim, 1995). La colocación de un altar prescribe una nueva manera de relacionarse con el sitio en que se colocó: “rezo ya para dormirme y le rezo a mis hijos, los bendigo, bendigo mi casa y me acuesto a dormir, le doy gracias a Dios”; “lo venero cada día que nace, por decir algo, le cambiamos su ropita, lo que es tradicional”.
Los creyentes ordinarios no son apóstatas ni reniegan de la institución, pero se ligan con lo religioso de manera individual o comunitaria a través de su apropiación de la tradición (un conocimiento que se adquiere vía tradición oral de generación en generación). Esta posibilidad de lograr una práctica autónoma de fe se realiza a veces por necesidad (por ejemplo cuando algún enfermo está imposibilitado para asistir al templo), o incluso permite una religiosidad individualizada al margen de las iglesias, pero en continuidad con la tradición católica. En otros casos refuerza su compromiso con la fe católica, ya que se convierte en algo complementario al asistir a misa o peregrinar a los santuarios. Lo que encontramos en varios de los testimonios que acompañan las fotografías es que ocurre una negociación permanente entre el individuo, la tradición familiar y la religión institucionalizada.
Es importante subrayar que no hay un modelo prescrito de lo que debe contener un altar doméstico; las fotos muestran la variedad de sus composiciones. Pero podemos afirmar que los altares son una concreción material de la fe de cada quien (en él puede haber un santo principal y otras imágenes u objetos que lo acompañan). En algunos casos hay una figura central y otras de compañía. También a través de las imágenes se establece una comunicación simbólica entre el cielo y la tierra con la familia (por ejemplo, cuando la señora Lucía coloca ahí las fotografías familiares e incluso la urna con los restos de su nieta y sus juguetes). De esta manera, los altares conectan una comunicación entre los presentes y los ausentes, los vivos y los difuntos, los humanos y los seres divinos. Representan un puente de visibilidad con lo invisible. También representa de forma simbólica la relación de los santos con la biografía personal, pues en el altar se colocan objetos que remiten a momentos importantes que se desean rememorar u objetos personales de los seres familiares o incluso se busca hacer presentes a los ausentes colocando fotografías de los miembros de la familia, como son de los ancestros difuntos o los hijos o nietos que viven fuera.
Es, como lo definió Turner (2008), un instrumento para la perpetuación de relaciones productivas, pues no sólo simboliza las representaciones de su fe, sino que es el lugar donde se lleva a cabo la comunicación entre las deidades y los humanos (ibid.). Ahí se reza: “rezo ya para dormirme y le rezo a mis hijos, los bendigo, bendigo mi casa y me acuesto a dormir, le doy gracias a Dios”. Ahí se pide y suplica la resolución de problemas: “a mí me ha hecho muchos milagros”. O tan sólo para sentirse mejor: “Entonces amanezco a gusto, contenta, alegre”. “Pues yo creo que tengo mucha paz, o sea tranquilidad, así; volteo, lo veo, y digo: qué bonito.”. A las imágenes se les adjudica un papel de protectores de la familia y del hogar.
Es pertinente señalar el carácter performativo de los altares en el espacio público. Rita Segato (2007) invita a pensar en los efectos que la iconicidad tiene sobre la reestructuración contemporánea del territorio, y en este sentido las fotografías y los testimonios muestran que ahí donde se coloca un altar, el espacio se transforma en un lugar religioso, con identidad, memoria y capacidad de ser diferenciado del resto de los espacios profanos. Las imágenes en los espacios públicos en algunas colonias que recorrimos modifican la relación de los vecinos con los sitios donde se han montado altares. Logran transformar un espacio oscuro en un lugar iluminado, un espacio abandonado en un lugar practicado, un basurero en un lugar limpio, un lugar inseguro en un lugar de convivencia, un lugar vandalizado en un espacio respetado y reverenciado. Las imágenes de la Virgen en las calles habilitan una apropiación comunitaria del espacio público. El impacto que genera el altar sobre sus habitantes es generalmente de índole positiva y armónica, ya que dado el contexto social de violencia que se vive actualmente en todo México existen barrios y colonias que se encuentran dañados por la presencia del narcomenudeo o por distintas actividades delictivas. Estos casos evidencian la reapropiación y recomposición simbólica del territorio orientado hacia un sentido religioso, capaces de instaurar otras lógicas de convivencia, de bienestar y consonancia comunitaria entre los habitantes.
Las imágenes colocadas en espacios públicos transforman las esquinas, banquetas o bardas en altares públicos e incluso generan prácticas comunitarias. El espacio cambia de uso; ya no se grafitea, no es el lugar de la basura, se le ilumina, se limpia e incluso la gente que pasa por ahí se detiene a persignarse o rezarle a la imagen. Se transforma el lugar en sitio sagrado. Muchas veces esos lugares fueron sitios de vandalización o inseguros, y se transforman en espacios valorados por la comunidad. Los rituales públicos generan prácticas que no implican una ruptura o desinstitucionalización de la religiosidad vivida y que son frecuentemente complementarias de las liturgias eclesiales: “Esta capilla es muy conocida por los colonos, cuando vienen aquí a misa al templo cerca, dicen también misa aquí al otro lado, porque traen a la Virgen peregrina del templo, y se dice misa, se hace una reunión, cena, pero los peregrinos vienen a traer algo”. Pero hemos visto también que pueden ser heterodoxas, abiertas al sincretismo y a la renovación de cultos (por ejemplo, cuando se introducen otras imágenes, como es el caso de la Santa Muerte) que incluso pueden salirse de las normas instituidas por las congregaciones, pero manteniéndose vinculadas con ellas por la tradición (Hervieu-Léger, 1996) y no necesariamente con los especialistas de lo sagrado.
Este ensayo ha mostrado la materialización de las creencias individuales y colectivas que se inscriben dentro de la religiosidad cotidiana de creyentes católicos. La fotografía permite mostrar la relevancia del “giro material” en el estudio de la religiosidad, para captar la fuerza de las estéticas con las articulaciones simbólicas que dan forma y sentido a la experiencia religiosa en la vida cotidiana. No obstante, para entender los sentidos y apropiaciones que generan es necesario inscribirlas en las narrativas de sus usuarios. Éstas permiten hacer comprensibles los significados, los usos y los efectos que las materialidades religiosas tienen en la vida diaria de los creyentes.
Este proyecto sobre materialidad sagrada incluye más expresiones religiosas; sin embargo, hemos presentado una parte acotada que permite develar la riqueza en cuanto objeto de estudio y cambio de paradigma que el concepto de religiosidad vivida ofrece. Se ha expuesto a la vez, a través del análisis fotográfico, la capacidad performativa y de agencia que transforma espacios, conductas cotidianas, prácticas individuales como sociales que a su vez son las mismas que legitiman la presencia de estas manifestaciones materiales de lo sagrado.
La perspectiva de la religiosidad vivida nos permite adentrarnos a la comprensión del peso y el valor de la fe en la vida cotidiana. Más que los dogmas, las normas o las elaboraciones teológicas desde las instituciones, lo que brinda sentido a la religiosidad extraeclesial es la comunicación íntima con lo sobrenatural y su proximidad con el engranaje de afectos, vivencias familiares o barriales y la búsqueda de consuelo y solución a las necesidades sentidas. La religiosidad vivida permite ponderar la agencia de los sujetos no como meros consumidores de la religión, sino en una constante negociación y recreación creativa de lo sagrado.
Los agentes extraeclesiales actúan poniendo en práctica un habitus católico adquirido vía transmisión oral y vía la circulación de imágenes. El reconocimiento de sus poderes no requiere de la autorización del párroco ni de la Iglesia, ya que tienen sus propios criterios de autentificación y sacralización de las imágenes religiosas. Tampoco requieren recurrir a un manual, sino que es un conocimiento adquirido a través de la tradición, que se resignifica y reactualiza con las expectativas y experiencias personales.
Las fotografías y los testimonios muestran que ahí donde se coloca un altar, se instaura una experiencia religiosa basada en un saber-hacer simbólico que establece comunicación entre el mundo físico y el mundo sobrenatural, entre el tiempo secular y el tiempo sagrado. Los altares y las imágenes que los pueblan constituyen la mediación material y simbólica de la experiencia religiosa vivida en la cotidianeidad. Una religiosidad en el entremedio de la tradición católica y la subjetividad de los creyentes en espacios no institucionalizados. La puesta de altares convierte la práctica religiosa en una especie de zaguán (espacio intermedio para entrar y salir que se ubica entre el ingreso a las viviendas y la salida a la calle en las antiguas casas y vecindades de México). La “religiosidad zaguán” se materializa en los altares y genera lógicas cotidianas de intermediación de lo sagrado entre la fe privada y la religiosidad pública, entre la religiosidad personal y la tradición religiosa, entre la continuidad de la costumbre y su puesta al día para enfrentar nuevas situaciones del presente. Podemos considerar a los altares como bisagras que articulan el espacio privado (de la casa) en el cual cohabitan con las imágenes religiosas presentes en las capillas y los templos, para extender la práctica y la devoción religiosa al ámbito doméstico y familiar; el espacio semiprivado es colonizado por la fe personal, que al colocar su altar sacraliza los espacios destinados al trabajo (por lo general oficinas, talleres y comercios), y el espacio público, que debiera ser secular por excelencia, es transformado mediante altares callejeros en territorios colectivos y comunitarios de fe, con capacidad de regenerar y transformar el espacio.
Este estudio nos abre un horizonte epistemológico que demanda más atención por parte de los estudios sobre la religiosidad ordinaria y cotidiana, sobre el peso sensible de su materialidad, sobre las estéticas que generan sensibilidades humanizadas, sobre la comunicación intima que engarza lo invisible con lo visible, sobre los sentidos de sacralización y de seguridad o bienestar asociados a ellas, sobre la actualización de la tradición. Nos adentra al estudio de la práctica de la fe en el contexto inmediato actual de sus practicantes, donde la religiosidad sigue siendo vigente para resolver y acompañar sus rutinas diarias.
Ammerman, Nancy (2007). Everyday Religion: Observing Modern Religious Lives. Oxford: Oxford University Press.
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