Recepción: 24 de mayo de 2019
Aceptación: 11 de octubre de 2019
El presente artículo expone las orientaciones religiosas al interior de una familia católica de clase media alta en la colonia Hipódromo-Condesa de la ciudad de México. Fruto de la observación etnográfica y de entrevistas en profundidad, se presentan los datos en formato de una narrativa libre que deje ver tres orientaciones distintas: el catolicismo conservador, la búsqueda de nuevas experiencias dentro de la institución eclesial y la inflexión generacional influida por el medio social. Todo girando alrededor de una cultura católica dinámica que interactúa con las grandes orientaciones de la Iglesia mundial y con la diversidad religiosa creciente en ámbitos urbanos.
Palabras claves: catolicismo, diversidad católica, reli- gión en la ciudad de México, religiosidades urbanas
Cuautla 931: Different Ways To Be A Upper-Middle-Class Catholic In Mexico City
The present article sheds light on religious orientations inside an upper-middle-class Catholic family in Mexico City’s Hipódromo-Condesa neighborhood. The outcome of ethnographic observation and in-depth interviews, the data is presented in the form of a free narrative that reveals three different orientations: conservative Catholicism; the search for new experiences within the ecclesiastic institution; and generational inflection as influenced by social surroundings, all centered on a dynamic Catholic culture that interacts with the global church’s major trends as well as with increasing religious diversity in urban centers.
Keywords: Catholicism, Catholic diversity, urban religiosities, religion in Mexico City.
Roberto nos abre las puertas de su casa y nos recibe –casi de inmediato, antes de terminar de cruzar el pasillo de entrada– con una frase contundente: “yo me formé con las monjas teresianas, de lo cual doy gracias a Dios, especialmente en estos tiempos en los que éste es el país de la banalidad, de la frivolidad, de las tonterías, ya no hablemos de la corrupción, de la impunidad, de la desigualdad, del cinismo, de la injusticia, en fin. Vamos, pasen, les voy a enseñar mi hogar”.
Es sábado por la tarde. En un curso que tomé sobre arquitectura en las colonias Condesa e Hipódromo de México, intentando entender mejor la cuestión religiosa de este lugar que ahora estudio como contrapunto de otros trabajos sobre expresiones de fe populares,3 me encontré con Mathilde, una mujer de setenta y un años que vive en la Hipódromo hace casi medio siglo. Ella es originaria de San Luis Potosí, estudió tardíamente la licenciatura en Letras Hispánicas en la unam, pero nunca ejerció. Salió de San Luis a los once años, luego se fue a vivir a Orizaba (Veracruz), y a mediados de los sesenta se mudó a la ciudad de México con toda su familia. Casi inmediatamente conoció a su esposo, Roberto, en un mismo lugar de trabajo: el Banco Nacional de México. Pronto se casó y tuvo dos hijas que ahora tienen cuarenta y nueve y cuarenta y siete años, una casada, una divorciada. Es abuela de tres niños.
Roberto proviene de una numerosa familia michoacana muy religiosa, es unos años mayor que Mathilde, iba para sacerdote, incluso estuvo en el seminario y recibió una educación católica formal. Es abogado, dio clases durante varios años, pero ahora está jubilado y con la salud un poco deteriorada. Habla fuerte, escucha poco, se mueve lento, pero guarda lucidez y prestancia. Custodia la doxa católica con celo, va a misa regularmente y defiende su posición religiosa con empeño y entusiasmo.
Como una actividad más del curso que estoy tomando sobre estas colonias, Mathilde nos invita generosamente a su domicilio para conocer por dentro una familia típica del barrio. Vamos el pequeño grupo de cinco personas y somos conducidos por cada uno de los dormitorios. La casa es una construcción de dos pisos, blanca, sobria, con ventanas discretas de madera fina y un pequeño balcón en el segundo piso. Todo muy limpio, armónico. Por dentro muy espacioso, con varios ambientes, muchas reformas internas de acuerdo con las necesidades puntuales. Es un lugar con vida, acorde a cada una de las necesidades de sus dueños.
Los primeros cuadros de las paredes laterales de la entrada son un par de arcángeles coloniales, pero Mathilde insiste que a ella le gustan más los cuadros de parejas besándose, como los de Gustav Klimt. Al fondo, un afiche con una frase de santa Teresa de Jesús en letra cursiva: “Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta”.
En el comedor hay una acuarela original, grande, de Jesucristo en la última cena, además de muebles de madera y un candelabro sobre un tejido de croché. En la sala se combinan cuadros religiosos con paisajes de distinto tipo; muebles con tapices finos, mesitas a los lados con adornos de porcelana, todo deja ver la estética de clase media alta típica de la zona. Una pequeña mesa lateral alberga, como en vitrina, una colección de relojes antiguos con dos discretos floreros. Nada está de más.4
Pasamos a un solario interno que es el tránsito del espacio público de recepción de invitados formales hacia los microlugares de intimidad familiar. Ahí las paredes tienen puras reproducciones –de poca calidad estética y comercial– de frases célebres o hasta graciosas que Roberto nos lee con ahínco, apoyado en una de sus sillas de plástico. Sobre la mesa de mármol hay un periódico del día y la revista Proceso de la semana.
Alrededor de un mapamundi que ocupa la mayor parte de una pared lateral está Pablo Neruda. Cuenta Roberto que cuando daba clases, luego de haber sido crítico y haber mostrado la desgracia de este país, les regalaba a sus estudiantes una copia de esta reflexión del poeta chileno que dice: “Y no hay en América, ni tal vez en el planeta, país de mayor profundidad humana que México y sus hombres. A través de sus aciertos humanos como a través de sus errores gigantescos, se ve la misma cadena, de vitalidad profunda, de inagotable historia, de germinación inacabable”.
El premio Nobel comparte sus letras con pasajes bíblicos, algunos azulejos con mensajes en hebreo, una cruz, una placa de metal con el Salmo 23 (22): “El señor es mi pastor, nada me falta”, y un pequeño encuadre con lo que sería una paradoja para alguien con la ambición intelectual de Roberto: “Si quieres tener días felices, hazte pendejo, no analices”.
Mientras vamos avanzando entre la cocina y la escalera, el dueño de casa nos cuenta de sus viajes, presume haber visitado los cinco continentes. Nos conduce hacia su escritorio en la parte superior, donde alberga su biblioteca, “está llena de libros, ya no sabemos qué hacer con todo eso, aquí tengo la colección completa de la revista Proceso, quisiera venderla, que alguien la aproveche, pero no he encontrado a quién le interese”. Cierto, ahí tiene desde algún afiche de Diego Ribera hasta cuadros del Quijote, pasando por diplomas de estudios, enciclopedias, revistas, un escritorio antiguo, y una mesa para seis personas llena de papeles, plumas, recortes y libros abiertos.
En el tránsito, los rincones especialmente cargados de contenido, más emocionales que intelectuales cobran importancia, y es Mathilde la que se encarga de explicarlos. El descanso de los escalones tiene un crucifijo pegado a la pared con una luz que alumbra desde lo alto que invita a un clima religioso. Las paredes enseñan muchas fotos de familia, pero el lugar para el recuerdo gráfico está reservado en el cuarto contiguo del segundo piso. El muro del fondo es de pura madera, en el centro otro crucifijo debajo de una claraboya de donde desciende la luz hacia un cómodo sofá para dos, habiendo iluminado antes al Nazareno. El muro lateral está atiborrado de pequeñas fotos bien enmarcadas –un poco más grandes que tamaño postal– con todos los personajes y episodios de la historia de la familia. Son imágenes a color, en blanco y negro, de estudio, posadas, naturales, amateurs o profesionales. El caso es que en todas ellas hay uno o dos personajes fundamentales para ellos, cada cuadro llegó en algún momento a esa pared y guarda una historia particular que podría ser contada en semanas de relato ininterrumpido.
El dormitorio central, el último espacio de lo privado, tiene en la pared de la cama una imagen de una religiosa en posición de oración mirando hacia lo alto, con las manos cruzadas, en un marco de madera oscura tallada. La colección de libros de cabecera sella la opción religiosa de la pareja: tres biblias, un Nuevo Testamento, el Catecismo de la Iglesia Católica, la obra Teología de la perfección cristiana (de Antonio Royo) y dos diccionarios Larousse.
Semanas después de la primera visita colectiva, hago una cita con Mathilde. Ahora sólo con ella para entender mejor su historia religiosa. En el transcurso de la conversación, en algún momento se incorpora su marido, y luego su hija, componiendo una polifonía con tres carriles distintos de la experiencia religiosa en el seno de una misma familia católica.
Mathilde se formó dentro de la Iglesia, como se dijo, primero en San Luis Potosí y luego en Orizaba: “la verdad es que siempre he sido católica, estudié en colegio católico, era católica, practicaba la religión, el catolicismo”. Su padre nunca fue muy creyente, eventualmente iba a misa más por dar un ejemplo paternal que por convicción, “pero que fuera practicante-practicante, no”, asegura su hija. La madre, en cambio, sí estuvo más cercana a la Iglesia y promovió una formación religiosa de las niñas: además de cumplir con los sacramentos al pie de la letra (bautizo, primera comunión, confirmación, eucaristía), estudiaron en colegios católicos administrados por monjas en cada ciudad que vivieron. A pesar de eso, ella estuvo peleada con su progenitora y su adolescencia fue más bien de distancia, lo que se revirtió cuando se casó con Roberto, él sí “muy creyente, con un modo de vivir de un católico de deveras”, que la llevó por prácticas más estrictas.5 En su vida de fe personal, más allá de la direccionalidad religiosa del marido, ella no dejó sus búsquedas e inquietudes, construyendo su propio camino.
Durante toda su vida Mathilde estuvo vinculada con la estructura eclesial, sea a través de los colegios o de las parroquias. Ha ido creciendo en su mirada religiosa hasta llegar, en la actualidad, a una “religión adulta, madura, que se basa en el estudio”. En efecto, en los distintos momentos su pretensión fue acercarse a “los más de avanzada, los curas adelantados” dentro de la Iglesia. Su exigencia hacia el clero también es cada vez más grande. Valora la explicación y la preparación de las autoridades: “siempre busco las misas más avanzadas, a veces me tocan unos curitas tan mal preparados, que no toman con seriedad su sermón”.
Antes, creía más en una religión basada “en la pura oración, en el rosario, en ir a misa y tomar clases de la Biblia”, en cambio ahora se inclina por una religión “encarnada en la vida”. Su visión de Dios se transformó radicalmente; si antes lo percibía con miedo, como un juez repartidor de premios y castigos, lo que conlleva una deuda eterna por todo lo recibido por su bondad, luego lo descubrió no como justiciero, supo que “yo no tengo que pagar nada, Dios no va a estar de juez preguntándome cuánto me debes, cuánto me pagaste”. Incluso en la actualidad su idea de Dios se acerca más a lo holístico, y es una reflexión en curso, en duda, no dogmática:
A veces me confundo y digo, ¿verdaderamente habrá un ser superior o yo soy parte de ese Dios que somos todos? Ahora, ya de vieja, me han venido nuevas inquietudes. Cuando leo la Biblia y dice que Dios nos hizo a imagen y semejanza suya, pues yo creo que somos una célula de ese Dios. Yo así me considero, soy parte de Dios, y por eso tengo que respetar al otro, porque es igual que yo. Por eso Dios está en todas partes, siento su presencia en la naturaleza, en la familia. Nosotros somos parte de él, nos adherimos a esa fuerza, a ese ser supremo… Han cambiado mucho mis creencias, mi ideología.
En algunos de los cursos que tomó, un sacerdote le decía que al leer la Biblia no debía aferrarse a los personajes sino al mensaje. Ella quedó espantada pensando qué sucedería si todo lo que aprendió de niña fuera falso, que los profetas no existieron, pero el profesor le explicaba que poco importa la existencia “real” de tal o cual personaje, “lo que interesa es que te cuenta una historia para que sea la historia de tu vida, para que la tomes de ejemplo de vida”. En otra ocasión, en una clase de Biblia ofrecida por los dominicos, volvió a matizar el mito de que todos venimos de Adán y Eva, o de que existió el Arca de Noé: “ya no me tomo todo así a pie juntillas, la Biblia está escrita para ser interpretada, ahí se habla entre líneas”. En suma, otra vez, “una religión más encarnada en la vida”.
Su relación con los sacramentos y con una parte de la formalidad eclesial no se ha modificado sustancialmente, “sí creo fielmente en los sacramentos, en la gracia especial de cada uno de ellos, eso nadie me lo quita”. Reza diariamente, va a misa los domingos, comulga una vez al mes. Pero todo en un clima de reinterpretación y crítica. Se confiesa poco, “y no para que Dios me perdone, ya dejé de creer en eso, me volví muy light, como dice mi marido, creo que hay cosas que no son importantes por las cuales confesarte. Antes pensaba que no ir a misa una vez era pecado mortal, ahora digo que el pecado mortal es cuando eres injusta con el que trabaja contigo, o cuando le estás robando a tus trabajadores”.
El tema de lo moral y la sexualidad, que es innegociable por parte de las autoridades religiosas, es digerido de otra manera por Mathilde. Cuenta que luego de que tuvo sus hijas, conversó seriamente con su marido. Su contexto era desfavorable porque “aquí los varones son muy machos y creen que tienen que tener muchos hijos”. Sus hermanas sufrieron regaños horribles, incluso una vez, cuando una de ellas quería comulgar, se le ocurrió decir que estaba tomando anticonceptivos y el sacerdote le negó la comunión. Ella resolvió el tema en el ámbito privado con su marido, que le dijo: “ése es un problema de la familia, es tuyo, mío y de Dios, nadie se va a meter; la paternidad la decidimos nosotros, sea con uso de píldoras, no teniendo relaciones o como sea, es un problema nada más tuyo, mío y del de arriba”. Con el aborto sucedió algo similar. Durante mucho tiempo era tajante, pero luego tuvo “contacto con la realidad, con la gente más necesitada” a través de varias misiones, y pudo ver que hay ocasiones en las que sería mucho mejor que algunas madres hubieran podido acudir al aborto. “Yo jamás lo haría, pero ya no puedo juzgar”.
Como creyente “inquieta, buscadora, de avanzada y estudiosa”, ha probado, siempre bajo el manto eclesial, algunas experiencias alternativas. En el marco de un taller de oración con los carmelitas, conoció a un cura que proponía el rezo del “Padre Nuestro con el cuerpo, para eso utilizaba la técnica del budismo, la respiración, la oración y las sabidurías orientales”. Incluso en muchas ocasiones se ha hecho leer la suerte en la mano, café, tabaco sin ningún problema.
Su relación con la religiosidad popular ha sido siempre distante, propia de su origen de clase. “Yo nunca tuve la costumbre del altar de muertos, eso es indígena, combinado con lo católico, pero era de origen indígena, yo no tuve relación con eso, aunque ahora que estoy estudiando antropología encuentro cosas muy bonitas en las religiones de los pueblos indígenas”. Lo propio con la Virgen de Guadalupe. Cuenta que “para mí era una Virgen cualquiera, hasta que una vez estuvo hospedada una monja italiana, de esas que tienen mucha apertura, muy ecuménica, y ella iba a la Villa y decía ‘es que la Virgen los escogió a ustedes para quedarse’. Después de eso, al ver que ella estaba tan interesada, yo me metí a antropología y estudié las religiones, la espiritualidad prehispánica, y ahora sé que es hermosísima”. Así, su acercamiento a Guadalupe viene más por la invitación de la religiosa que por un acto de fe, y su resolución reposa en el conocimiento universitario y menos en la práctica: “me di cuenta que hacer apariciones y todo eso fue una astucia de los españoles para poder evangelizar más al indígena; pero lo que importa, el verdadero milagro, no es tanto la aparición de la Virgen sino el surgimiento de la raza mexicana de los españoles y de los indígenas”.
Mientras Mathilde concluye diciendo de sí misma “yo siempre he sido una persona muy inquieta, así me considero, he andado siempre en un plan de mucha búsqueda”, se incorpora Roberto a la sala y a la conversación.
Cuando le explico al marido el contenido de la tertulia, él subraya que es un hombre de fe, un católico convencido que tiene una religión fuerte, intensa y que desde niño estuvo muy pegado a la Iglesia. “Yo iba a misa diario, luego cada semana porque estoy enfermo, pero si pudiera iría todos los días a la parroquia. Yo soy un hombre de fe”. Se queja de que los vecinos no participan en la vida de la parroquia, que hay una religión light que todos siguen, “la gente ya no va a la iglesia, han venido a vivir tantos jóvenes a la colonia… ya no es como antes”.
Roberto, como abogado jubilado, es una persona de leyes, cree en ellas: “la ley es la ley, sin la ley no podemos vivir”. Pero considera que la moral, el dogma, la Biblia y la Iglesia deben estar en la base de todo. Su propuesta política, pedagógica y vital, es guardar fidelidad al Evangelio, y “predicar con la palabra, con el ejemplo”. Mientras habla, se enciende el ánimo y sube el tono de voz, toma un libro que tiene en las manos y nos lee un extracto:
Hay una progresiva degradación de la sociedad, para mucha gente Cristo ya no tiene ninguna relevancia en sus vidas, hay ignorancia de la fe cristiana, no se siguen sus enseñanzas y hay alejamiento de la Iglesia, no hay tiempo para Dios, no hay práctica religiosa, no hay oración, sacramentos, misa; falta de evidencia del amor cristiano al prójimo, la secularización se extiende, trabajar, vivir bien, tener cosas, divertirse es lo único que importa en la vida. No hay suficientes grupos de apostolado que sean testimonio de Cristo y educación en la fe, la práctica religiosa ha disminuido mucho, hay deterioro moral creciente, desintegración familiar, desenfreno sexual, egoísmo desbordado, falta de honradez, corrupción, inseguridad y violencia…
Luego toma otro libro e insiste, leyendo en voz alta otro pasaje:
El problema es la cultura individualista que se está viviendo frente al concepto de familia. El individuo, el yo opuesto al grupo. En lugar del amor, reina el consumismo, el estrés en lugar de la vida ordenada y armónica, las revistas del corazón en lugar de los libros, todo eso envuelto por la televisión, a través de la cual se adquiere muy poca cultura… En los últimos años ha empezado a triunfar el consumo psicológico, encadenado a cultivar el narcisismo, los horóscopos, la opinión del psiquiatra o el psicoanalista.
El dramático diagnóstico de nuestro tiempo construido desde distintas fuentes –y retomado fielmente por Roberto– es la consecuencia del alejamiento de la gente del catolicismo. La solución está en volver a la Iglesia, a las Escrituras: “lo que quedó en los Evangelios, lo escrito de la vida de Jesús es muy completo, abarca todos los ámbitos y todos los tiempos”. La salida es “poner la vida en el Evangelio, y así se cambia el mundo”.
La pareja se debate en las discusiones propias que dejan ver sus diferencias, ella lo interrumpe, él responde con violencia: “¡no confundas, déjame acabar!”, ella revira dirigiéndose a mí: “ves, ahí diferimos mucho, yo difiero mucho de él en ese sentido, él como buen abogado, todo es la ley y el orden y lo que manda la Santa Madre Iglesia”, y entonces atraviesa la sala la hija, Claudia, de 47 años (nació en 1970), que está de paso antes de ir a buscar a sus niñas a la escuela. Se interesa en la conversación y se involucra rápidamente, finalmente está en uno de los tantos episodios de desencuentros religioso-argumentativos que ha vivido desde hace años.
Claudia creció en colegios católicos, vivió prácticamente toda su vida en el corazón de la ciudad de México, estudió en una universidad privada y trabaja en una empresa. Su marcado acento es un sello de su trayectoria de clase. Recibió todos los sacramentos, se considera globalmente creyente, pero toma distancia marcada de su padre y la doctrina: “yo soy más de servir al prójimo que servir a la ley”, subraya mirando a Roberto, “estoy bautizada, católica apostólica y romana, pero estoy muy en contra de lo que dice la Iglesia”. De hecho, es divorciada y se volvió a casar, así que si fuera muy estricta, diría que está viviendo en pecado, aunque “a mí eso de comulgar nunca me importó”. Le encanta probar otras ofertas místicas, desde hacerse leer la mano hasta tener una carta astral (afirma que la tiene y la guarda con cuidado).
En esa dirección, hace unos años Claudia entró en contacto con un grupo místico de estudio de la escatología con quienes se reunía formalmente una vez por semana; ahí conoció un maestro que la marcó y aprendió otras cosas de la experiencia espiritual:
El maestro nos ha enseñado que nosotros somos una partícula de Dios. Ser una partícula significa que yo soy Dios conmigo misma. No es una posición de soberbia, sino de fuerza. Ahora sé que la fuerza no está afuera, está conmigo, yo la tengo. En la vida somos individuos y cada quien decide su vida, somos responsables de nuestro destino. La religión católica nos dice que venimos a sufrir, a padecer, que hay que ganarse el pan con el sudor de la frente, pero yo no estoy de acuerdo. La vida es más sencilla, más libre, más fácil si la pensamos de otra manera. Para nosotros el número uno es Jesucristo, no la Iglesia. Amo repetir una frase que decíamos en el grupo: “yo soy mente, yo soy vida, soy autosuficiente, soy autosustentable; jamás me afectan las condiciones externas, las personas o las cosas, todo depende de lo que yo interprete de ellas. Nada me va a afectar negativamente”. Ese pensamiento, esa experiencia de vida –más que una religión– la aplicaron muchos, entre ellos Gandhi y Mandela.
Le pregunto: “¿y te sigues considerando católica?”. “Pues sí –dice, dudando–, aunque desde hace mucho tiempo yo ya estaba excomulgada porque soy divorciada y me volví a casar, ya no podría comulgar en público…” Reviro: “¿tu religión es…?” “No sabría decirte, vengo de tradición católica, pero a estas alturas ya no sé…”, concluye.
En Cuautla 931 conviven tres formas religiosas diferentes que comparten una raíz común.6 La septuagenaria pareja nació a principios de la década del cuarenta, ambos en estados de la República. Él proviene de un ámbito rural michoacano especialmente católico. Su socialización religiosa fue pegada a la estructura eclesial, de la cual no se alejó en ningún momento de su vida. Incluso hoy, cuando está deteriorado de salud física y mental, todo su esfuerzo continúa en el cumplimiento de sus deberes de fe. No sólo ha recibido los sacramentos en tiempo y forma, sino que se proyectó hacia el sacerdocio. Cuando optó por la vida matrimonial, lo hizo de acuerdo con los protocolos católicos, formó una familia muy cercana a la Iglesia. Su vida profesional reforzó sus convicciones. Se hizo abogado y profesor, estudioso de las leyes y promotor de saberes. Se muestra inquieto por la realidad social, angustiado por la laxitud de las conciencias, por el retroceso de la importancia del dogma.
La trayectoria de Mathilde, aunque similar, tiene algunas diferencias. Si bien sus padres eran globalmente católicos, él lo era por inercia –confiesa que en el fondo era ateo–, y ella, aunque más formal, chocaba regularmente con la hija, especialmente al llegar a la adolescencia. Vivieron en pequeñas urbes con relativo dinamismo, una lógica menos ranchera que la de Roberto y tendencialmente más urbana y diversa, lo que fue construyendo un catolicismo con mayor disposición a escuchar otras voces. Pero ambos se hicieron adultos, padres y profesionales en el tránsito a la ciudad, en los sesenta, donde vivieron como clase media alta bien acomodada, con dos hijas y gozando los beneficios de su posición.
A la pareja le tocó, primero –y con las tensiones heredadas de la década de los 20 que se expresó en la Guerra Cristera ocurrida en zonas muy cercanas a las suyas– el lanzamiento de una pastoral social que, en toda América Latina, promovió instancias de acogida y participación de fieles como la Acción Católica, cuyo auge fue entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Vivieron luego los intensos años de transición de la Iglesia, desde el aggiornamento que significó el Concilio Vaticano II –que les llegó cuando ellos eran universitarios– hasta las posturas más radicales, con fuerte influencia en México, como la Teología de la Liberación, la reunión del celam en Medellín en 1968 o la pastoral de Sergio Méndez Arceo en Cuernavaca. Pero en lugar de seguir la ruta de un amplio sector de familias católicas que se convirtieron en promotoras de los nuevos aires vaticanos en México –papel que desempeñó de manera ejemplar José Álvarez Icaza, miembro con su esposa del Movimiento Familiar Cristiano, fundador del Centro Nacional de Comunicación Social y activo militante de agrupaciones de izquierda–, Roberto y Mathilde siguieron cada uno una ruta distinta dentro de la Iglesia. Él se inscribe en la tradición del catolicismo dogmático, conservador, muy sensible todavía al discurso pre- Vaticano II, con miedo a la sociedad y su desarrollo, al ateísmo y al comunismo, y la promoción de una vuelta a los valores y dogmas más fundamentales como mecanismo para evitar la hecatombe social y eclesial. Sin acercarse a posiciones de ruptura como el movimiento del francés monseñor Marcel Lefebvre –no hay que olvidar que la escisión lefebvrista tiene sus adeptos en México –, Roberto de alguna manera encarna la ola que luego, décadas después, se instalara en Roma con el papado de Benedicto xvi en el 2005.7
Mathilde es una buscadora católica ecléctica, con sensibilidad para la literatura, que estudia en la universidad pública, experimenta nuevas expresiones siempre cercana a la Iglesia. Pero su empeño constante es seguir a “los de avanzada”, a los jesuitas, a los dominicos, los que tienen otra manera de entender la vida religiosa. Su proceso la lleva a matizar sus propias posiciones incluso apartándose del mandato católico –por ejemplo, en su relación con el uso de anticonceptivos–, pero incluso llega a cuestionar uno de los bastiones de la doctrina como es la lucha contra la despenalización del aborto. En esa misma dirección, su idea de Dios vinculada con el castigo, el diablo, el infierno, el pecado, transita –y explicita sin tapujos sus dudas y cuestionamientos– hacia una forma de colectividad y participación de todos en la divinidad. Es también esa apertura la que le permite atravesar por las religiosidades orientales, el yoga y hasta prácticas de adivinación.8 De algún modo, parte de su manera de vivir la fe se acerca más al espíritu del papado de Francisco iniciado el 2013.
Con su hija Claudia la historia es otra. Ella nace en 1970, sigue una formación religiosa formal y parroquial en la Iglesia. Toda su vida se desenvuelve en la colonia Hipódromo, que se caracteriza históricamente por ser un puntal en la implantación de un estilo de vida urbano “moderno”,9 con muchos extranjeros, alto nivel de escolaridad universitaria, gran porcentaje de adultos jóvenes, elevado índice de desarrollo social, innovaciones en la organización territorial y los formatos de comportamiento público.10 Como era previsible, estudia en una universidad privada, luego se inserta con relativo éxito en el mercado laboral, se casa por la Iglesia e independiza, tiene hijos, se divorcia. Sensible a la espiritualidad construida desde casa, vive una inflexión y es seducida por una forma religiosa informal desinstitucionalizada que le brinda respuestas y que satisface sus necesidades de fe, articulando su individualidad, su sentido del esfuerzo, el trabajo y el éxito, y su idea general de lo divino. Sin culpas, con fe; sin dogmas, con acción en la vida diaria: “el prójimo, no la ley”. Si bien Claudia subraya la diferencia con su padre, su propuesta no es de ruptura radical con lo aprendido en el hogar, más bien es una manera de tocar las fronteras, abrirlas, sin buscar una nueva empresa religiosa.11
La familia aquí analizada es una pequeña muestra de la convivencia de distintas orientaciones dentro del catolicismo mexicano urbano de clase media alta. Hay que subrayar que el tono de clase permea a todos de manera contundente, en todo el hogar no hay una imagen de un santo que merezca una vela, sí muchos cuadros, palabras, biblias, libros, crucifijos, mensajes, pero no imágenes de veneración. La religiosidad popular simplemente no atraviesa por ahí. Entre los padres las dos orientaciones son el resultado de una evolución generacional y el eco de las grandes discusiones del catolicismo mundial; la distancia mayor la introduce la hija con una fractura –que no quiebre– etaria. En todo caso, lo que se deja ver es la posibilidad de convivencia, con tensiones y diferencias, de diversas maneras de vivir la fe que permite la Iglesia católica.
La casa en la que la familia radica hace casi medio siglo es una síntesis que expresa la fe y la clase social. Sus cuadros, sus mensajes, sus adornos, la disposición de sus espacios son la condensación de la forma de creer y del estilo de vida construidos con empeño por largos años.12
Nos sucede a menudo a los sociólogos –o al menos a quienes nos empeñamos en construir conocimiento a través de la palabra del otro– que aquellos a quienes entrevistamos tengan una profunda desconfianza, o simplemente falta de interés, por lo que estamos haciendo. Alguna vez mientras interactuaba con creyentes en el ámbito rural guanajuatense, un campesino me recriminó: “¿para qué tanto investigan ustedes? ¡Se me hace que no es para el Santo!”
En Cuautla # 931, cuando empiezo el intercambio con Roberto, me pone la pregunta directa: “sus cuestionamientos y preguntas, ¿tienen algún fin?”. Quince minutos más tarde vuelve “¿y esto para quién es? ¿para qué ese trabajo?”. Le explico que soy investigador, que estoy haciendo un estudio sobre las orientaciones religiosas en la ciudad de México, y que me interesa mucho lo que me puedan contar porque su familia tuvo una historia intensa cercana al catolicismo.
Creo ser convincente en mi parlamento y sigue el largo intercambio, pero antes de irme, ya al final de la entrevista, parados él, su esposa, su hija y yo en el mismo pasillo en el cual nos recibió unos meses atrás con el grupo que lo visitamos aquella tarde de sábado, me despide muy amablemente con una última pregunta: “¿qué religión tienes tú?”. Es la pregunta más difícil para un sociólogo de la religión, tardo en responder, esquivo y me refugio en el argumento al que acudo en estos casos: “no sabría decirle, vengo de tradición católica, pero ya no sé. Me encargo más de observar a los demás que de ponerme ese cuestionamiento a mí mismo”.13 Insiste: “¿quién te encargó esto?”, yo vuelvo: “es para la universidad, para una investigación”. “¿Seguro? Te voy a creer por esta vez”, concluye.
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